Eugenio Montejo - Domingos de poesía

Eugenio Montejo (Venezuela 1938-2008). Poeta y ensayista. Premio Nacional de Literatura (1998) y Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2004). Su poesía tiende a difuminar los límites entre pasado, presente y futuro, siguiendo una concepción circular del tiempo. Desde esta perspectiva no lineal, nada acontece de manera estrictamente conclusiva y todo se desarrolla siguiendo una noción abarcadora del espacio. Los poemas de Montejo tienen su raíz en ensueños, sucesos y experiencias anímicas, y en ellos se vislumbran no solo características de la poesía contemporánea sino algunos ecos de la tradición poética de nuestra lengua. El autor funda un universo poético en donde se conjugan la existencia del ser, su relación con la Tierra, la naturaleza, el cosmos y los antepasados, borrando fronteras entre vivos y muertos, dando lugar a una identidad compartida.

 

 

Caballo real

Aquel caballo que mi padre era
y que después no fue, ¿por dónde se halla?
Aquellas altas crines de batalla
en donde galopé la tierra entera.

Aquel silencio puesto dondequiera
en sus flancos con tactos de muralla;
la silla en que me trajo, donde calla
la filiación fatal de su quimera.

Sé que vine en el trecho de su vida
al espoleado trote de la suerte
con sus alas de noche ya caída,

y aquí me desmontó de un salto fuerte,
hízose sombras y me dio la brida
para que llegue solo hasta la muerte.

               (Muerte y memoria, 1972)

 

 

Los árboles

Hablan poco los árboles, se sabe.
Pasan la vida entera meditando
y moviendo sus ramas.
Basta mirarlos en otoño
cuando se juntan en los parques:
sólo conversan los más viejos,
los que reparten las nubes y los pájaros,
pero su voz se pierde entre las hojas
y muy poco nos llega, casi nada.

Es difícil llenar un breve libro
con pensamientos de árboles.
Todo en ellos es vago, fragmentario.
Hoy, por ejemplo, al escuchar el grito
de un tordo negro, ya en camino a casa,
grito final de quien no aguarda otro verano,
comprendí que en su voz hablaba un árbol,
uno de tantos,
pero no sé qué hacer con ese grito,
no sé cómo anotarlo.

 

 

Vecindad

Mi cuerpo errante se fatiga
de llevarme despacio por la tierra,
de andar conmigo horas y horas
caviloso, al lado de su huésped.

A veces dócil se detiene
para suplirme un ademán, un gesto;
después se suelta de mis manos,
se distrae contemplando las piedras…

Así paseamos juntos la ciudad,
absortos, hostiles en secreto;
él con la forma de mis padres,
su sangre, su materia,
yo con lo que queda de su sueño,
los dos tan cerca que los pasos
se nos confunden en la niebla.

 

 

Islandia

Islandia y lo lejos que nos queda,
con sus brumas heladas y sus fiordos
donde se hablan dialectos de hielo.

Islandia tan próxima del polo,
purificada por las noches
en que amamantan las ballenas.

Islandia dibujada en mi cuaderno,
la ilusión y la pena (o viceversa).

¿Habrá algo más fatal que este deseo
de irme a Islandia y recitar sus sagas,
de recorrer sus nieblas?

Es este sol de mi país
que tanto quema
el que me hace soñar con sus inviernos.
Esta contradicción ecuatorial
de buscar una nieve
que preserve en el fondo su calor,
que no borre las hojas de los cedros.

Nunca iré a Islandia. Está muy lejos.
A muchos grados bajo cero.
Voy a plegar el mapa para acercarla.
Voy a cubrir sus fiordos con bosques de palmeras.

               (Algunas palabras, 1976)

 

 

Terredad

Estar aquí por años en la tierra,
con las nubes que lleguen, con los pájaros,
suspensos de horas frágiles.
A bordo, casi a la deriva,
más cerca de Saturno, más lejanos,
mientras el sol da vuelta y nos arrastra
y la sangre recorre su profundo universo
más sagrado que todos los astros.

Estar aquí en la tierra: no más lejos
que un árbol, no más inexplicables,
livianos en otoño, henchidos en verano,
con lo que somos o no somos, con la sombra,
la memoria, el deseo, hasta el fin
(si hay un fin) voz a voz,
casa por casa,
sea quien lleve la tierra, si la llevan,
o quien la espere, si la aguardan,
partiendo juntos cada vez el pan
en dos, en tres, en cuatro,
sin olvidar las sobras de la hormiga
que siempre viaja de remotas estrellas
para estar a la hora en nuestra cena
aunque las migas sean amargas.

 

 

La casa

En la mujer, en lo profundo de su cuerpo
           se construye la casa,
           entre murmullos y silencios.
Hay que acarrear sombras de piedras,
           leves andamios,
           imitar a las aves.

Especialmente cuando duerme
           y en el sueño sonríe
           —nivelar hacia el fondo,
           no despertarla;
seguir el declive de sus formas,
los movimientos de sus manos.

Sobre las dunas que cubren su sueño
           en convulso paisaje,
           hay que elevar altas paredes,
fundar contra la lluvia, contra el viento,
           años y años.

Un ademán a veces fija un muro,
de algún susurro nace una ventana,
desmontamos errantes a la puerta
           y atamos el caballo.

Al fondo de su cuerpo la casa nos espera
y la mesa servida con las palabras limpias
para vivir, tal vez para morir,
           ya no sabemos,
           porque al entrar nunca se sale.

 

 

Güigüe 1918

               a Juan Liscano

Esta es la tierra de los míos, que duermen, que no duermen,
largo valle de cañas frente a un lago,
con campanas cubiertas de siglos y polvo
que repiten de noche los gallos fantasmas.
Estoy a veinte años de mi vida,
no voy a nacer ahora que hay peste en el pueblo,
las carretas se cargan de cuerpos y parten;
son pocas las zanjas abiertas;
las campanas cansadas de doblar
bajan y cavan.
Puedo aguardar, voy a nacer muy lejos de este lago,
de sus miasmas;
mi padre partirá con los que queden,
lo esperaré más adelante.
Ahora soy esta luz que duerme, que no duerme;
atisbo por el hueco de los muros;
los caballos se atascan en fango y prosiguen;
miro la tinta que anota los nombres,
la caligrafía salvaje que imita los pastos.
La peste pasará. Los libros en el tiempo amarillo
seguirán tras las hojas de los árboles.
Palpo el temblor de llamas en las velas
cuando las procesiones recorren las calles.
No he de nacer aquí,
hay cruces de zábila en las puertas
que no quieren que nazca;
queda mucho dolor en las casas de barro.
Puedo aguardar, estoy a veinte años de mi vida,
soy el futuro que duerme, que no duerme;
la peste me privará de voces que son mías,
tendré que reinventar cada ademán, cada palabra.
Ahora soy esta luz al fondo de sus ojos;
ya naceré después, llevo escrita mi fecha;
estoy aquí con ellos hasta que se despidan;
sin que puedan mirarme me detengo:
quiero cerrarles suavemente los párpados.

               (Terredad, 1978)

 

 

Manoa

No vi a Manoa, no hallé sus torres en el aire,
ningún indicio de sus piedras.
Seguí el cortejo de sombras ilusorias
que dibujan sus mapas.
Crucé el río de los tigres
y el hervor del silencio en los pantanos.
Nada vi parecido a Manoa
ni a su leyenda.

Anduve absorto detrás del arco iris
que se curva hacia el sur y no se alcanza.
Manoa no estaba allí, quedaba a leguas de esos mundos,
—siempre más lejos.

Ya fatigado de buscarla me detengo,
¿qué me importa el hallazgo de sus torres?
Manoa no fue cantada como Troya
ni cayó en sitio
ni grabó sus paredes con hexámetros.
Manoa no es un lugar
sino un sentimiento.
A veces en un rostro, un paisaje, una calle
su sol de pronto resplandece.
Toda mujer que amamos se vuelve Manoa
sin darnos cuenta.
Manoa es la otra luz del horizonte,
quien sueña puede divisarla, va en camino,
pero quien ama ya llegó, ya vive en ella.

               (Trópico absoluto, 1982)

 

 

El canto del gallo

           A Adriano González León

El canto está fuera del gallo;
está cayendo gota a gota entre su cuerpo,
ahora que duerme en el árbol.
Bajo la noche cae, no cesa de caer
desde la sombra entre sus venas y sus alas.
El canto está llenando, incontenible,
al gallo como un cántaro;
llena sus plumas, su cresta, sus espuelas,
hasta que lo desborda y suena inmenso el grito
que a lo largo del mundo sin tregua se derrama.
Después el aleteo retorna a su reposo
y el silencio se vuelve compacto.
El canto de nuevo queda fuera
esparcido a la sombra del aire.
Dentro del gallo sólo hay vísceras y sueño
y una gota que cae en la noche profunda,
silenciosamente, al tictac de los astros.

               (Alfabeto del mundo, 1988-2005)

 

 

Adiós al siglo XX

               a Álvaro Mutis

Cruzo la calle Marx, la calle Freud;
ando por una orilla de este siglo,
despacio, insomne, caviloso,
espía ad honorem de algún reino gótico,
recogiendo vocales caídas, pequeños guijarros
tatuados de rumor infinito.
La línea de Mondrian frente a mis ojos
va cortando la noche en sombras rectas
ahora que ya no cabe más soledad
en las paredes de vidrio.
Cruzo la calle Mao, la calle Stalin;
miro el instante donde muere un milenio
y otro despunta su terrestre dominio.
Mi siglo vertical y lleno de teorías...
Mi siglo con sus guerras, sus posguerras
y su tambor de Hitler allá lejos,
entre sangre y abismo.
Prosigo entre las piedras de los viejos suburbios
por un trago, por un poco de jazz,
contemplando los dioses que duermen disueltos
en el serrín de los bares,
mientras descifro sus nombres al paso
y sigo mi camino.

 

 

Lo nuestro

Tuyo es el tiempo cuando tu cuerpo pasa
           con el temblor del mundo,
           el tiempo, no tu cuerpo.
Tu cuerpo estaba aquí, tendido al sol, soñando,
           se despertó contigo una mañana
           cuando quiso la tierra.

Tuyo es el tacto de las manos, no las manos;
la luz llenándote los ojos, no los ojos;
acaso un árbol, un pájaro que mires,
           lo demás es ajeno.
Cuanto la tierra presta aquí se queda,
es de la tierra.

Sólo trajimos el tiempo de estar vivos
entre el relámpago y el viento;
el tiempo en que tu cuerpo gira con el mundo,
el hoy, el grito delante del milagro;
la llama que arde con la vela, no la vela,
la nada de donde todo se suspende,
           —eso es lo nuestro.

 

 

Al aire náhuatl

                 (Al margen de un florilegio precolombino)

Con efímeras flores habla la tierra,
           con corolas, con pétalos
           llenos de aromas,
           de polen y deseos.
Con flores habla en voz baja, en susurros,
           al oído del viento,
           al oído de aquél que se detenga.
Con efímeras flores, no con piedras,
           que acalla el trueno por tartamudas,
           ni con nieve.

Mientras dura el invierno medita;
           reposa en su silencio
           bajo los árboles desnudos;
           apaga la voz y se duerme.
A la hora de hablarnos florece;
sus elogios del mundo con flores los dice,
con ávidos pétalos que tiemblan
           tatuados de misterio.

Con flores inventa su lírico milagro
           la tierra,
           la maravillosa tierra.
No con guijarros de carne seca y áfona,
ni con la amarga prosa de la hierba
           que nace para el buey,
           el lerdo buey de las malas novelas.

La tierra conoce por maga, por redonda,
           el misterio veloz
           de las palabras verdaderas.
Al rumor de las hojas discurre,
ondula en las espigas,
con las luces del mar siempre va y vuelve.
Sólo de flor en flor se habla a sí misma;
           sólo con pétalos escribe
           y no se miente.

Lo que nos queda en la palabra, cuando queda;
           lo que venimos a decir, si lo decimos,
           si nos alcanza el sueño,
           tiene el temblor de una corola
           ante el abismo,
la invicta luz que se coagula al florecer
fuera del tiempo.

Por redonda, por vieja, por maga,
           sabe la tierra
que cuanto no se encarne en flor —en poesía,
           siempre termina en hojarasca
           a la merced del viento.

Aunque la página sea verde, feraz, interminable,
           como la amarga prosa de la hierba
           que sólo crece para el buey
           y le engorda su tedio.

 

 

Tiempo transfigurado

                A António Ramos Rosa

La casa donde mi padre va a nacer
no está concluida,
le falta una pared que no han hecho mis manos.

Sus pasos, que ahora me buscan por la tierra,
vienen hacia esta calle.
No logro oírlos, todavía no me alcanzan.

Detrás de aquella puerta se oyen ecos
y voces que a leguas reconozco,
pero son dichas por los retratos.

El rostro que no se ve en ningún espejo
porque tarda en nacer o ya no existe,
puede ser de cualquiera de nosotros,
—a todos se parece.

En esa tumba no están mis huesos
sino los del bisnieto Zacarías,
que usaba bastón y seudónimo.
Mis restos ya se perdieron.

Este poema fue escrito en otro siglo,
por mí, por otro, no recuerdo,
alguna noche junto a un cabo de vela.
El tiempo dio cuenta de la llama
y entre mis manos quedó a oscuras
sin haberlo leído.
Cuando vuelva a alumbrar ya estaré ausente.

 

 

Nana para Emilio

Duerme, hijo mío, que la tierra está sola
y se fueron volando los astros.
Ya el sol guardó su última vela,
se durmieron las llamas;
se durmieron las horas del reloj, no hay tiempo,
no está despierto nadie.
Los hombres dejaron sus cuerpos y partieron;
desde esta calle no se ven,
ya van muy adelante.
El gallo que oyes cantar está muy lejos,
el sueño es su único plumaje.
Duerme, hijo mío, en mi carne, en mis ojos,
como dormiste antes que yo naciera,
como dormimos durante tanto tiempo
dentro de nuestros padres.
Mañana vuelve el día
junto a las voces que nos borró la ausencia
y saldrán del espejo rostros, casas, colinas,
y el humo tan humano del café
que viene a despertarnos con hondas vaharadas
—aquí o en otra parte.

 

 

Lisboa

              a Octavio Paz

También de ti se irá Lisboa,
es decir ya se fue, ya va muy lejos,
con sus colinas de casas blancas,
los celajes de Ulises sobre sus piedras
y la niebla que va y viene entre sus barcos.
Lisboa se fue por esos rumbos del camino
por donde huyó la juventud,
sin que retengas la huella de un guijarro.
Hoy es memoria, ausencia, sueño,
pero palpaste su suelo antes de verla,
su viejo río era esa raya honda
que cruza la palma de tu mano.
Y tal vez si te apresuras la divises,
puede encontrarse tras el muro de ti mismo
donde se expande el horizonte.
Es decir, has de esperarla a cada instante,
suele enunciarse de improviso ante los ojos,
Lisboa se oculta, retorna, va contigo:
hay un jirón de su crepúsculo en la sombra
de quien cruzó una vez sus calles
que lo va acompañando por el mundo
y se aleja con pasos desconocidos.

 

 

Mi amor

En otro cuerpo va mi amor por esta calle,
siento sus pasos debajo de la lluvia,
caminando, soñando, como en mí hace ya tiempo…
Hay ecos de mi voz en sus susurros,
puedo reconocerlos.
Tiene ahora una edad que era la mía,
una lámpara que siempre se enciende al encontrarnos.
Mi amor que se embellece con el mal de las horas,
mi amor en la terraza de un Café
con un hibisco blanco entre las manos,
vestida a la usanza del nuevo milenio.
Mi amor que seguirá cuando me vaya,
con otra risa y otros ojos,
como una llama que dio un salto entre dos velas
y se quedó alumbrando el azul de la tierra.

               (Adiós al siglo XX, 1992-1997)

 

 

Tal vez

Tal vez sea todo culpa de la nieve
que prefiere otras tierras más polares,
lejos de estos trópicos.

Culpa de la nieve, de su falta,
—la falta que nos hace
cuando oculta sus copos y no cae,
cuando pospone, sin abrirlas, nuestras cartas.

Tal vez sea culpa de su olvido,
de nunca verla en estas calles
ni en los ojos, los gestos, las palabras.
Tantas cosas dependen noche y día
de su silencio táctil.

Nuestro viejo ateísmo caluroso
y su divagación impráctica
quizá provengan de su ausencia,
de que no caiga y sin embargo se acumule
en apiladas capas de vacío
hasta borrarnos de pronto los caminos.

Sí, tal vez la nieve,
tal vez la nieve al fin tenga la culpa…
Ella y los paisajes que no la han conocido,
ella y los abrigos que nunca descolgamos,
ella y los poemas que aguardan su página blanca.

 

 

Los ausentes

Viajan conmigo mis amigos muertos.
Adonde llego, van por todas partes,
apresurados me siguen, me preceden,
gentiles, cómodos e incómodos,
en grupos, solos, conversando, paseando.
A mi paso se mezclan sus huidizos colores
hasta envolverme en un lento crepúsculo…
Tantos y tantos, cada quien en su estatua,
y en torno siempre las máscaras del sueño.
Y mi estatua también a su lado, flotando.
Muertos de nunca habernos muerto,
de estar en algún tiempo, en algún parque,
juntos y apartes, conformes, inconformes,
mudos, charlando, con voces, sin voces,
es verdad ya ni vivos ni muertos:
algo intermedio que tampoco es estatua,
aunque tengamos ya de piedra los ojos
y unos y otros nos sigamos, corteses, polémicos,
contentos de estar en la tierra y de no estar en ella,
en eternas tertulias donde, se hable o no se hable,
todo queda para después o para antes,
para cuando no sabíamos que después era entonces
ni que nuestra sombra de pronto levitaban
visibles e invisibles en el aire.
                                         *
Un instante de nuevo me reúno con ellos,
conversando otra vez esta tarde, tan tarde,
en un Café de ruidos urbanos, suburbanos…
Es decir, bebiendo sin beber, un poco abstemios,
pues los muertos no beben, pero beben a veces,
juntos y alegres, aunque no tanto, sino alegres,
con un trago o ninguno, pero con un trago,
creyendo que el tiempo ya pasó y no ha pasado,
y por eso pasó sin pasar, es decir, nunca pasa.
Cada quien con un whisky sin hielo o con hielo,
más cálido que frío, sin instante un instante,
con el recuerdo que nada recuerda esta tarde
y por eso se acuerda ahora de todo…
Bebiendo con ellos que fuman y charlan,
que parten y vuelven, dialogan, discuten,
hablando por hablar y a veces por no hablar,
hasta decirnos qué de Picasso hay en la ausencia,
cuánto cubismo en la manera de alejarnos,
el modo de mirarnos con ojos verticales
y saludarnos con la mano a la inversa,
la forma de beber un solo vaso roto
que ya no tiene vidrio ni licor ni volumen,
el modo de no beber creyendo que se bebe
y seguir todos juntos ahora que estoy solo.

               (Partitura de la cigarra, 1999)

 

 

El naufragio

El naufragio de un cuerpo en otro cuerpo
cuando en su noche, de pronto, se va a pique…
Las burbujas que suben desde el fondo
hasta el bordado pliegue de las sábanas.
Negros abrazos y gritos en la sombra
para morir uno en el otro,
hasta borrarse dentro de lo oscuro
sin que el rencor se adueñe de esta muerte.
Los enlazados cuerpos que zozobran
bajo una misma tormenta solitaria,
la lucha contra el tiempo ya sin tiempo,
palpando lo infinito aquí tan cerca,
el deseo que devora con sus fauces,
la luna que consuela y ya no basta.
El naufragio final contra la noche,
sin más allá del agua, sino el agua,
sin otro paraíso ni otro infierno
que el fugaz epitafio de la espuma
y la carne que muere en otra carne.

               (Papiros amorosos, 2002)

 

 

El duende

              a Chari y Francisco José Cruz

En esta misma calle, pero antes,
a bordo de mis veinte,
de noche en noche, con tabaco y lámpara,
escribía poemas.

Alrededor la multitud dormida
soñaba con dinero
y alguna que otra estatua recosía
el azul de su sombra.

Nunca supe qué duende a mis espaldas
—volátil e insistente—,
fijos los ojos me seguía
frase por frase y letra a letra.

No, no era aquel azul casi corpóreo
arrancado del mármol,
ni mi ángel de la guarda anochecido
y en ardua vela,

ni tampoco un espectro hamletiano,
veraz hasta el misterio,
ni ninguna presencia subitánea
de aquella época.

Nada de nada ni de nadie,
sino yo mismo, yo mismísimo.
Pero no aquél de entonces: —éste
que cifra ya sesenta,
—éste era el duende…
El que aquí vuelve buscándome de joven,
en esta misma calle, a medianoche,
y me llama
y no es sueño.

 

 

Pavana para una dama egipcia

Yo sé que un día aquí sobre la tierra
no estaré nunca más. Habré partido
como los viejos árboles del bosque
cuando los llama el viento. Y esto que escribo
no me lo dicta apenas una idea
pues ya se ha hecho sangre de mis venas.

También sin meditar suelen los árboles
tener claro su fin. Como toda materia
guarda memoria de su nada póstuma.
No es preciso pensar para decirse
—cada cual a sí mismo— adiós por dentro.
Con ver las hojas en otoño basta;
con ver la tierra allá a lo lejos, roja,
flotando en el abismo, sin nosotros,
se aprende casi todo...

Yo sé que un día con tus egipcios ojos
me buscarás sin verme aquí en la tierra,
y no estaré ya más.
Y no es la mente quien me lo dice ahora,
sino tu cuerpo donde puedo leerlo;
aquí en tus brazos, tus senos, tu perfume,
porque lo eterno vive de lo efímero
como en nosotros el dios que nos custodia
con tanto enigma en su perfil de pájaro
y su vuelo que siempre está a la puerta.

               (Fábula del escriba, 2006)

 

 

Cinco sonetos de Tomás Linden

                                  Medianoche

Señor, es medianoche en mi postigo,
está a mi lado un cuerpo de mujer
que en la sombra custodia su placer.
No sé si soy un amigo o su enemigo.

Con tanta oscuridad aún no consigo
ver en sus ojos lo que quiero ver;
quizá la luna comenzó a crecer,
pero ya no me sirve de testigo.

Entre mis brazos el temblor desnudo
del cuerpo de mi amante espera el día
y el café negro del amanecer.

Señor, ya cantó el gallo lo que pudo…
¡Quién sabe de ese amor qué te diría,
antes que se volviera a adormecer!

                              Setiembre

Ya está el viejo setiembre ante la puerta,
pidiéndonos las hojas que han caído,
con su morral de andante distraído,
el alma vaga y la pisada cierta.

Ya trae el corno de su voz alerta
un pregón otoñal a cada oído,
que según la distancia de su ruido
más temprano o más tarde nos despierta.

Hojas está pidiendo a la arboleda
y a los hombres las horas sin lamento
donde el tiempo afiló su hacha de seda.

A setiembre le basta, como al viento,
lo que cae, lo que parte, lo que rueda,
nada más busca para andar contento.

                              El ausente

Como si aquí yo mismo no estuviera
y esta luz otoñal, color de vino,
con su errante hojarasca en el camino,
pese a tanto esplendor, nadie la viera.

… De pronto un fruto de oro que cayera;
un pájaro embriagado con su trino;
mi recuerdo llegando repentino
a una mujer que no me conociera.

Así será, tal vez, irme del mundo,
lejos, quién sabe dónde y que no quede
ni siquiera la huella de mi sombra.

Sólo el eco del viento vagabundo,
arrebatando al paso lo que puede,
cuyo rumor quién sabe si me nombra

                              El retrato

Soy éste que está aquí, veinte años antes,
a la luz objetiva del retrato,
aunque el tiempo con pérfido arrebato
en polvo haya trocado esos instantes.

Al fondo de los ojos anhelantes
arde la pena de quien hizo un trato
con el destino, y tras el desacato
se duele de sus hados inconstantes.

Soy éste y tantos otros que en mi sueño
vagan, se acercan y desaparecen,
según el mes, el año, el cada día.

En mí tienen su espejo, no su dueño,
en mí secretamente resplandecen
con sus mil rostros de melancolía.

                              Cuerpo absoluto

Cuerpo donde Dios quiso detenerse
con tanta devoción de su maestría,
como un orfebre absorto noche y día
en su magia sumido hasta dolerse.

Senos, brazos, cabellos que al moverse
mueven la clara luz que el sol envía;
ojos adonde sube una alegría
que nunca antes se viera ni ha de verse.

Milagro caricioso a quien lo mira,
Jardín interminable a quien suspira,
como otra tierra no tendrá ni tuvo.

Yo suspiré de eternidad al verte,
cuerpo paradisial contra la muerte,
cuerpo donde Dios tanto se detuvo.

               (El hacha de seda, 1995)

 

 

eugenio montejo 350Eugenio Montejo (Venezuela 1938-2008). Poeta y ensayista. Premio Nacional de Literatura (1998) y Premio Internacional Octavio Paz de Poesía y Ensayo (2004). Su poesía tiende a difuminar los límites entre pasado, presente y futuro, siguiendo una concepción circular del tiempo. Desde esta perspectiva no lineal, nada acontece de manera estrictamente conclusiva y todo se desarrolla siguiendo una noción abarcadora del espacio. Los poemas de Montejo tienen su raíz en ensueños, sucesos y experiencias anímicas, y en ellos se vislumbran no solo características de la poesía contemporánea sino algunos ecos de la tradición poética de nuestra lengua. El autor funda un universo poético en donde se conjugan la existencia del ser, su relación con la Tierra, la naturaleza, el cosmos y los antepasados, borrando fronteras entre vivos y muertos, dando lugar a una identidad compartida.

 

 

Material de consulta:
El azul de la tierra. Bogotá: Norma, 1997; Poemas selectos. Caracas: bid & co. editor, 2005; Geometría de las horas: una lección antológica. Edición de Adolfo Castañón, México: Universidad Veracruzana, 2006; La terredad de todo: una lección antológica. Edición de Adolfo Castañón, Venezuela: Ediciones el otro, el mismo, 2007; 18 poemas de Eugenio Montejo. Madrid: Residencia de Estudiantes, 2007.

 

"Domingos de poesía" es una idea original del poeta Sergio Laignelet, colaborador de Aurora Boreal®. Se publica semanalmente. Toda la selección y cura de los materiales por Sergio Laignelet.

sergio laignelet 250

Sobre Sergio Laignelet
Bogotá, 1969. Poeta colombiano residente en Madrid, editor, corrector de estilo y ortotipográfico de publicaciones educativas y culturales. Libros publicados: That's all Folks! (poemas animados). Madrid, 2017; Cuentos sin hadas. Canarias, 2010; Carnaval (plaquette). Bogotá, 2007; Malas Lenguas. Bogotá, 2005. Ediciones bilingües de CSH: Danés: Omvendte eventyr. H. Krarup trad. Copenhague, 2017; Francés: Contes á l’envers. R. Durand trad. Toulon, 2015, y Colomiers, 2017 (además, poemas suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, sueco, finés, polaco y japonés). Antología editada: Gatimonio: poemas de gatos de autores hispanoamericanos. Madrid, 2013.

Poemas de Eugenio Montejo. Selección de poemas: Sergio Laignelet. Material enviado a Aurora Boreal® por Sergio Laignelet. Poemas publicados con autorización de ©Herederos de Eugenio Montejo. Copyright de las fotografías ©Enrique Hernández-D’Jesús (intervenidas por E. M.). Fotografía Sergio Laignelet © Lorenzo Hernández.

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