Armando Romero - Domingos de poesía

Armando Romero (Colombia, 1944). Poeta, narrador, ensayista, traductor, investigador, crítico literario y profesor universitario. Perteneció al grupo inicial del Nadaísmo en la década del 60. En su obra, viaje y escritura, se dan la mano. Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa configuran su periplo. De Cali a Cincinnati, y entre medias, Venecia y Grecia. La ruptura de fronteras inherente a ese continuo desplazamiento también se da entre su poesía y su narrativa. Algunos de los títulos de sus cuentos tienen una carga poética y muchos de sus poemas son narrativos. Los límites entre ambos discursos se diluyen como los colores de un papel degradé. De esta manera, el poeta responde a su necesidad de experimentación haciendo uso de un lenguaje vanguardista y una voz que presenta varios registros. La conciencia del vate es sublime en cuanto a que descubre, relaciona, imagina, crea y ordena el mundo que lee desde distintos ángulos.

 

Cumbia

La escaramuza de los timbales
Altera quevedos y cadencias
Convierte imagen de mariposa
En polvo simple o sortilegio

Los cuerpos en la danza
Arrebatan selva al espíritu
Y precipitan el paso que
Los devuelve a lo desconocido

Más acá el ave llena de la luna
Los encuentra de ojos vigilantes
Sobre la maraña del camino
Que siempre es fin y principio

El ascenso de las flautas orea
Como las sábanas desde el patio
Y ellas allá en la noche se desnudan
A vela y tierra transformadas

Si hay paz no es guerra
Sólo el zumbido de las palmas
Y la noche es la danza que se baila
Y el día es aquella que se sueña

               (Los móviles del sueño, 1975)

 

 

Mi ciudad

Tal vez si de polvo y arcilla
Se volviera a construir la calle,
Si de arena y piedra
Se reflejara del sol la luz que asciende,
Yo volvería a encontrar la palabra luna
De esta mi ciudad de viento.

No puedo olvidar que me detuve
En medio de las ruinas de lo que ya era
Una multitud de enigmas indescifrables,
Y allí solté en canto
Lo que se iba en sueño,
Salté las piedras
De lo que fue tiempo.

Tengo clara memoria
De estar allí
Con el amargo de los días idos
Entre los dedos:
Paso de a paso entre fragmentos.

 

 

Constructor

a Jaime García Maffla

Es necesario que diga cómo construí el mundo. Con la tijera mi madre había ido cortando esas trizas de verde que yo plantaba: árboles de una selva que la suerte podía desflorar de un manotazo. Hacer una cascada no era el problema sino el brillo que la consumía. Como ríos navegaba el papel de estaño de los cigarrillos y con el cartón de las cajas se levantaban cerros que el dedo hurgaba en busca de cavernas para las hormigas. Las casas tenían manos como banderas desde las ventanas. Había puesto musgo y epífitas como borrones de tinta entre los campos, y en el cielo ese sol que era el bombillo de la sala. Así construí el mundo que podía recorrer de un solo paso, acariciar con la mirada desde mi cuarto. Así pude vencer el estremecimiento y dar aviso de lobo a los pastores que lo poblaban con sus ovejas de palo.

 

 

De los trenes

a Diana

I

De otra cosa no podíamos hablar sino del tren que por el cañón del Dagua nos llevaba hasta el mar. Era el tren más largo que sus pasajeros y siempre andaba como fracasando por las cuestas porque el humo era tan rápido que precedía a la locomotora. Sin embargo, al enfilar por el cañón de ese río profundo airaba sus ruedas con espantosos chirridos, y los pájaros que dormían sobre los durmientes espantaban la yerba con el tropel de sus alas para dar paso al meteoro. En la mañana dejábamos una y otra estación desierta por la lluvia y el calor, y nos enrumbábamos al hueco tentador del mar y su puerto. El fin del viaje era un paisaje de mujeres que desafiando el carbón encendido de la máquina, venían a imponernos silencio con el estrépito de los frutos de sus cabezas.

II

Ya fuera en los escaños de la cocina o en la soledad del portón hablábamos interminablemente del tren y sus pasajeros. Pero la verdad era que no había más que un solo tren y era ése el de los sueños, y nadie nos iba a despertar a la realidad de piedras
encadenadas con bejucos. Si queríamos imponer el tren pitábamos con él y con toda el alma por la casa y pronto estábamos en marcha, y el tren viajaba sin tropiezos por la sala y salía del largo túnel del pasillo a la boscosa luz del patio. Viajábamos todo el día tirando carbón a la caldera o repartiendo barriles de leche fría desde el furgón del correo.
Por la tarde regresábamos como de otro mundo, bañados por el sol del trópico y con los dedos ennegrecidos por la fricción de las piedras. Habíamos abandonado el tren con su destino al fondo del patio, donde empezaba el mar a cubrir de prisa y óxido sus olas.

 

La tía Chinca

a Antonio Zibara

Nunca hablé de mi tía Chinca por miedo a su silencio. Recuerdo esas largas oleadas de humo que venían desde la última pieza, la que daba al patio, y que eran producto de sus cigarros baratos. Ella los fumaba allí, en lo oscuro, como quien saluda al infinito. No sé cómo era su voz porque nunca me dijo una palabra de rabia ni de cariño. Tengo memoria sí de sus vestidos negros y de sus babuchas gastadas por un caminar de no sé dónde. Nadie me dijo qué hacía mi tía Chinca los domingos o si tuvo amores secretos, pasiones violentas, encuentros fortuitos. ¿Qué hacía mi tía Chinca sentada sola en el patio? Cuando pasaba a mediodía por la sala, donde toda la familia se reunía a oír las canciones de Pedro Infante, mi tía Chinca dejaba una estela de cenizas y escombros como si lentamente se estuviera deshaciendo. Pero nadie lo notaba, o ¿era yo sólo el que descifraba las manchas que dejaba en el espacio? Dicen que murió pequeñita, como una torcaza, y que con ella enterraron también su silencio.

               (Las combinaciones debidas, 1989)

 

 

El árbol digital

Era un hombre al que le habían enterrado su mano derecha
Pasaba sus días metido en una pieza vacía
Donde se sentaba
Los pies contra el ángulo superior de la ventana
Y su mano izquierda sosteniendo un ojo de buey
Por el cual los rinocerontes
Ensartaban su cuerno
Y hacían brillar su corteza metálica

Le había dado por ser poeta
Y se pasaba todo el tiempo hablando de la guerra
De tal manera
Que había descuidado su mano derecha
Esta creció lenta y furiosamente
Y sin que él se diera cuenta
Atravesó el mundo de lado a lado

Cuando los niños de la parte norte de Sumatra
Vieron aparecer un árbol sin hojas y sin frutos
Corrieron espantados a llamar a sus padres
Estos vinieron con sus gruesas espadas
Y cortaron el árbol de raíz
Un líquido blanco lechoso salió de la corteza tronchada

Desde ese entonces
El hombre como un poeta
Siente un dolor terrible
Agudo
En un sitio del cuerpo que no puede determinar

 

 

Flores de uranio

Llegaron los tres al mismo sitio
Pidieron espumeantes bebidas
Saludaron a la amable concurrencia

Llegaron los tres a la misma mesa
Tomaron humeantes pociones
No conocían a nadie
No estaban incómodos

Y he aquí
Que cuando los tres se encaramaron
Sobre la cornisa
Sobre la ventana
Sobre el agujero
La mujer de la cantina dijo no se asusten
que ellos eran una nueva flor traída de Oriente

Pero cuando descendieron
y mataron a toda la concurrencia
Ella dijo antes de morir que no había nada que temer
Que se había equivocado de jardín
Que se había equivocado de flor
Y que en vez de traer flores de Buda
Había traído flores de Uranio

 

 

Del aire a la mano

             Cada vez que lo lanza
             cae, justo,
             en el centro del mundo.
             Octavio Paz

Se envolvía lentamente de manera que la cuerda
No quedara una sobre otra a cada vuelta.

En la mano el trompo
Quedaba contra la curvatura de los cuatro dedos largos,
Mientras el pulgar lo sostenía por fuera.
Un extremo de la cuerda anudado al dedo central.

Se miraba.
Los nervios tensos.
Y se lanzaba al aire,
En tal forma que cuando iba llegando al suelo
Un leve tirón a la cuerda lo hacía retroceder
De nuevo a la mano.

Todos los miraban
Y había orgullo del bueno en su porte.
Con él en la mano, girando.

Nunca lo logré. Tiré una y otra vez
Pero en vano.

¿Podré escribir este poema?

Hay una solución para cada respuesta.
Es cierto.
Pero nunca pude tirarlo del aire a la mano.
Y es todo.

 

 

Alquimia del fuego inútil

En el horno de piedra
Donde el fuego brota
Hay silencio

Las figuras que surgen
Tienen el idioma universal
Del fuego y de la piedra

Cambian sus palabras como gritos de colores

Aman y desaparecen
A primera vista
Crean y destruyen
Al aleteo de los ojos

Nunca se encuentra dos veces la misma forma

En el fuego En el silencio En la piedra
Hay algo que llamea
Que no es el fuego
Hay algo que canta
Que no es el silencio
Hay algo que se endurece
Que no es la piedra

 

 

Las dos palabras

Un Monte es un Monje parado sobre su cabeza
Un Monje es un Monte sentado sobre sus pies

Monte y Monje
Son la misma cosa

El Monte con su cabellera de fuente de lodo
El Monje como un siluro dando coletazos al aire
No hay un Monte que no haya cabalgado sobre un Monje
No hay un Monje que no haya arrancado de raíces un Monte

Los Monjes se dan silvestres
Oran como relojes de péndulo
A garrotazos
Silvosos como una misa en la calle pelada

Un Monte que grita
Es un Monte que calla

El Monje corta el Monte con una cuchilla
El Monte desgarra el Monje con un serrucho

Hay que hablar bien para que todo quede claro

 

 

La noche regresó a mi bolsillo

Extrañas mañanas ha repartido el lechero

Las sábanas, las cobijas, caen pesadamente por el suelo
Los sueños y las pesadillas huyen con sus carcajadas de aves submarinas
Los ojos acostumbran la claridad
reconociendo huellas olvidadas por ángeles guardianes
—Alguien amanecerá limpiándose los huesos con su larga lengua de cristal—

Extrañas mañanas ha repartido el lechero

Los overoles, las camisas, caen desde las altas alambradas a las calles
La luna ya no muerde a nadie
Han desfilado los buses, los automóviles. Se han perdido las esquinas
Alguien irá diciendo:

            No hay día tan peligroso que me atrape besando tus manos

Extrañas mañanas ha repartido el lechero

Las flores chupan el agua helada con sus poderosos pitillos perfumados
En la cama el cuchillo busca más y más la profundidad de su pecho
El duerme. Feliz
La madre detuvo al recién nacido para decirle:

            Destrozarás el mundo con tus pequeños garfiecitos
            y el mundo estará todo arañado y pasará gritando

Extrañas mañanas ha repartido el lechero

Se devoran una a una las bocas que aburren y hastían
Sobre la mesa el libro azul que se abre en el sitio de las impudicias
El duerme. Feliz
Alguien frente al espejo dirá:

            Sabes que estoy aquí, que tengo conciencia de lo que me pasa
            y no me lo perdonas

Los anteojos van a estrellarse contra la ventana
El lápiz labial que ayer se derretía sobre la acera
es hoy una mancha de sangre sobre el asfalto

Extrañas mañanas ha repartido el lechero

               (El poeta de vidrio, 1979)

 

 

Azúcar en los labios

Desde la mujer del tendero hasta Conchita la pelirroja, y desde
Jesús el zapatero hasta Roberto que dirigía la escuela, todos, sin
excepción, amanecieron con un terrón de azúcar en la punta de los
labios. Sin embargo, los únicos en enterarse de lo sucedido
fueron los que se besaron por la mañana.

 

 

Valparaíso

Tal vez tendría una falsa memoria de Valparaíso si no me hubieran
sucedido cinco cosas: Primero, en la cima de uno de los cerros
dos hombres cargan un piano, y su silueta recortada contra el cielo
es la misma música; segundo, en el malecón un pescador se ha quedado
dormido con varios peces atravesados en el pecho; tercero, en la plaza
Echaurren una prostituta con un hueco en la frente me dice de
abandonarlo todo e ir con ella hasta las alturas; cuarto, te busqué por entre
los colores de las puertas y el ruido de los funiculares y no estabas;
quinto, se fue la noche y vino una mañana de todos los cielos.

 

 

Striptease

A veces pienso que la vida lo va desnudando a uno. Yo, por lo
menos, me he quedado sin ese zapato que caminó por la avenida
séptima de Bogotá una noche salida del interior de un tiempo
adelgazado por las esperas; la chaqueta de cuero, de origen dudoso,
se despedazó contra el respaldar del bar donde el bohemio infiel
empalidecía de aguardiente todas las noches; una camisa que
no había pintado Rolf, el alemán, acabó como trapo sucio en un
apartamento de Valle Abajo; mis pantalones de vaquero murieron
congelados en los páramos de Mérida todavía con la bragueta
en perfectas condiciones; un roto de bala en el pecho tenía la
camiseta a rayas cuando la perdí de vista en Puerto La Cruz;
los pantaloncillos terminaron haciendo cama para Agapi, la gata
blanca de Sebucán. Es extraña esta vida que nos desnuda
y nos viste de otro, tiempo tras tiempo.

 

 

Encuentro con Maqroll en Rodas

A Álvaro Mutis, a quien este poema pertenece.

Nunca estuvo aquí. Así dicen casi todas las crónicas. Empecinado
pregunté por él a los Caballeros de la Orden de San Juan en la Posada
de España, primera en la Odós Ippóton. Buena razón me dieron
aunque todavía se preguntaban en sus diversas lenguas los porqués
de su nombre. Fui pues hasta el Hospital y abrí una puerta que
daba al largo corredor de enfermos del segundo piso. Allí, los
cuartos giraban alrededor del patio a la manera de un caravansary.
No lo reconocí entre los soldados y caballeros que se retorcían o
languidecían preñados por las heridas de la guerra o las pestes.
Al fondo, en un bello patio protegido por almendros, y reservado,
según me habían dicho, para los peregrinos alucinados por el sol,
lo vi sentado en un escaño de madera. Reía salvaje y atronadoramente
mirando con furia en dirección a los infieles. Pronto sintió mi
presencia y volteó para mirarme. En sus ojos había un mar extraño
y distante. Se incorporó y dijo: «No era aquí», y desapareció,
devorado por los elementos.

               (A rienda suelta, 1991)

 

 

La risa de Dios

a Carlos Gutiérrez

Dice Quevedo que de tiempo en tiempo
Dios viene a reírse con nosotros.
Planta su boca abierta contra los malvados,
y deja alegría en las penas de los inocentes.

No habla el poeta de truenos y tempestades
cuando es hora de su presencia,
o si al oírla recogeremos el eco
que despierta el cencerro de los dientes.

Ya sea en arameo, griego, latino o hebreo,
su cadencia debería respirar como los cometas,
alambicarse de vapores en las estrellas
y untar de todo gozo el universo.

Dado es que esperemos en silencio
que un día llegue hasta nosotros,
y rogar que sus lapsos no sean eternos
como los hilos invisibles de nuestra paciencia.

 

 

Los cuervos

De una estética a la otra
han pasado hoy los cuervos
por mi jardín.
Envueltos de negro
picotean semillas
entre la hierba.
Quisiera desarmarlos
como hizo Poe un día.
Pero al alzar la mano
con mi pluma lista
a volar se lanzan
por entre los árboles.
Esta imagen fugaz
es lo que resta.

 

 

Poema de otoño

No dos pasos
da el otoño
cuando ya las mariposas
vuelan
a otro dónde
que desconocemos.

Sin gracia
las hojas las imitan
dándole más ruido
al viento.

               (Amanece aquella oscuridad, 2012)

 

 

En Venecia

a Claudio Cinti

Colecciono ruidos
desde mi cuarto
en el apartamento
de Claudio Cinti.
Detrás de la ventana,
en la calle adyacente,
todo viene en concierto
como una sinfonía,
una obra de teatro,
sin fin ni principio,
argumento o actos.
Alguien canta, otro silba,
un diálogo pasa, se detiene.
Repiques de botellas,
golpes de metal
en puertas que se abren.
Palabras que no entiendo,
dialecto veneciano.
Una voz de mujer alarga
las vocales, cadenciosa.
Otra es cortante,
cantarina.
Grave el acento
de un hombre que ríe.
Las ruedas de las maletas
se detienen.
Pero siempre pasan.
Tal vez eso por fin
es la vida,
lo que va por detrás
de la ventana
cerrada.

 

 

Oficios nocturnos

Debo confesar
que sé lo que hacen mis amigos
de Venecia por las noches.
Con sigilo y cautela sacan los caballos
de la catedral de San Marcos
y en ellos vuelan por los puentes,
los hacen corcovear por la Strada Nova,
se pasean con ellos por el Gran Canal,
y terminan sudorosos,
espuma en sus belfos,
al lado del árbol
que plantó Marina
en Campo Margarita.
Allí los encuentran
en la mañana los guardias
quienes con sigilo y cautela
los retornan a la vieja quietud
que desde Constantinopla
acostumbran.

 

 

Meeting at night

¿Oyen los muertos lo que los vivos
dicen luego de ellos?
Luis Cernuda

No es fácil encontrar en el cementerio
de la Isola di San Michele
a estos dos habitantes de la noche y el día.
A pesar de que casi se tocan con los pies o las manos,
sus tumbas guardan precavido silencio.
Poco tienen para decirse
estos combatientes derrotados
en la guerra fría.
Victorioso en el desborde de sus palabras,
el uno.
Victorioso en el verbo contenido,
el otro.
Felices de verse a cuerpo entero en el poema,
aunque derrotados al fin.
En la Isola di San Michele
una de las tumbas se regocija entre las flores,
manos dulces y amigas
vienen a menudo a acariciarla.
En la otra sólo se nota una mano solitaria
que a intervalos limpia el polvo
y controla la enredadera.
Nunca se conocieron,
ni hubieran querido hacerlo, de seguro,
estos dos habitantes de rostro maldito por la poesía.
El más viejo,
Ezra Pound
en la ironía de su nombre,
rugía de ira frente a los gusanos
de la usura en su patria, que era el mundo.
El más joven,
Joseph Brodsky
en la ironía de su nombre,
aplastaba con los dedos de sus palabras,
la insana y maligna burocracia de su patria,
que era para él sólo una parte del mundo.
Ninguno odiaba lo que el otro odiaba,
o amaba lo que el otro amaba,
excepto esta tierra que ahora visten
como sepultura.
Esta tierra de marinos y comerciantes
y viajeros atropellados por la muerte
en lápidas envejecidas
por el sol y el descuido.
No es para contemplar fantasmas
que uno se acerca a estas tumbas,
ni para oír sus diálogos secretos
sobre la inmortalidad del alma,
es quizás para ver
que el sol se hace noche
en los versos rimados y los metros precisos
del más joven y moderno,
mientras que en el más viejo y antiguo
sus versos saltan libres
de las rejas de las páginas,
y en diversos idiomas
imponen la prosodia de su osada aventura.
Sin embargo, si un oído allá esta noche
nos permitiera oírlos leyendo sus poemas,
encontraríamos la misma cadencia,
el dejo que permite el arrastre de las sílabas.
Bien sabemos que ambos habitaron
su imagen con orgullo y soberbia,
que apostaron a perder el cielo
para ganar la tierra,
que respondieron con fuego y dolor
a las tres preguntas de Dios,
porque ante el estar, el ir y el venir
imponían el incendio de adentro.
Por gritar desaforado,
por no roer su ira en sus intestinos
como lo hacen los hipócritas,
el de barba blanca y ojos enloquecidos
va al encierro del hospital Saint Elizabeth,
for the criminally insane;
por vagabundo,
poeta sin oficio conocido,
lacra de la sociedad,
parásito,
el de ojos tristes y rostro desafiante,
va a las estepas del Gulag.
Hijos de la historia,
y por ella condenados y consagrados,
sólo les resta el exilio
de lo que a duras penas podrían llamar patria.
Debe haber sido la diosa Fortuna,
que se pasea por la Plaza de San Marcos,
quien vino a anclar juntos en este cementerio
a estos dos seres que atormentados
atormentaron con sus versos los imperios.
No se conocieron,
ni se amarán nunca,
escrito va en la eternidad.
Pero juntos son una verdad
que ya es muy difícil ver
en este mundo de mentiras
que jugamos como niños perdidos.
Ya no nos quedan lenguas y plumas
para aquél que hablaba todas las lenguas,
o para éste que volaba con todas las plumas.
Pienso que si hay una luz
que los hermana y los une,
está allí por los meandros de Venecia,
en la parte roñosa de una iglesia,
en un oloroso portón,
en la calzada de los incurables,
o tal vez en una gárgola, una columna,
el polvo.
Extraño es pensar
que ahora no viene a mí
la palabra
agua.

               (Versos libres por Venecia, 2012)

 

 

III

El Egeo es un mar inquieto y alegre,
no importan la furia de sus vientos
y el bramar de sus tormentas.
No invita la melancolía o la angustia
como ese blanco blanco
de los mares del Norte,
o el oscuro oscuro del Pacifico
en los trópicos.
No juega a las superficies
como las imágenes de cristal
del Caribe,
ni se extiende al infinito
como el que desde los desiertos
de Chile
va a la Polinesia.
Sorprende pensar, entonces,
que al paso del tiempo
ha ido diluyendo poco a poco
el humor y la sorpresa que edificó
el mundo antiguo.
Esa fiesta del hacer sagrado.
Esa alegría pecadora,
que no era como hoy
una lógica atravesada de respuestas
sin el saber de las preguntas.
La paradoja era su elemento.
Quizás ese salto para crear la imagen
se perdió en el rezongar
de los ortodoxos sacerdotes
acompañando a este pueblo
en dolor e ira contra la sonrisa
cruel de los invasores.
En tanto exilio sin retorno.
Tanto ir de allá para acá
sin dar la vuelta.
No importan Platón o Sócrates,
en los plazos de su historia
los filósofos reían columpiándose
en la bien sembrada agudeza
de sus asertos.
Los poetas remediaban la tragedia
con el filo de sus comedias.
Los artistas añadían placer y gozo
a los hermosos volúmenes
de los cuerpos.
Y los dioses
¡Ah! Los dioses
se divertían viendo como estos seres
desde sus islas,
los creaban a su imagen y semejanza,
como jugaban con ellos a su antojo,
sin sosiego.

 

 

IV

No es fácil meditar en paz
cuando vienen al tropel
las ideas de la noche.
Cuando frente a nosotros se planta
una puerta sin goznes ni cerraduras.
Así, ¿dónde está la noche
que vio a los que se fueron?
¿Se metió en sus entrañas
para resurgir en otros cuerpos?
Afirman que pasó sin tormentas,
que el mar tembló de lo mismo,
y aquellos que se quedaron
volvieron a sus casas
y apagaron las velas.
Hablarían de furia los abismos
si todo no fuera resignación
y silencio.

 

 

VI

No por histórico y egipcio
el griego Konstantino Cavafis
olvidó que la historia
empieza el día que vivimos,
y que Alejandría es arena
como mar y viento.
En el rostro bizantino de un efebo
vio el dios escondido de los antiguos,
y en los meandros del tiempo
se abrió para él
la misma luz que nos ilumina.
Sabía que su griego era lengua
de palabras que se crean en el mar,
las cuales al emerger devienen islas,
y por sus ojos vimos cómo se disolvió
el gozo, el placer de la vida misma
en esta tierra de milenios,
gracias al advenir del dios único,
el de los ojos al cielo
para ascesis y tormentos.

 

 

XIII

Todos quisiéramos ir en ese barco
que va a Karkinagri.
Si hoy lo lleva un mar tranquilo
mañana no importa que sea tormenta.
El rostro de una mujer,
pájaro de miel,
se posa contra la borda.
Haciendo juego en el presente
un marinero desenreda las cuerdas
al ir del tiempo.
Espejo
la vieja sal en la cubierta,
la estela de espuma y gaviotas.
Nadie dijo que tenía que moverse de allí
ese barco que va a Karkinagri.
Nadie me lo va a quitar hoy
de los ojos y la memoria.
Así será, eterno, ese barco
que nos lleva a Karkinagri,
vida y silencio.

 

 

XXXIV

Es de por aquí,
de estos puntos suspensivos
sobre este ángulo de la tierra,
por donde va saliendo al mundo
la poesía.
No podía ser de otra manera.
Homero y Safo son un ojo
al mar abierto.
No cualquier mar,
solo éste.
Simples y humildes
bautizaron las palabras
en poesía.
Aquí se hizo de nuestro
ser interno
modelo para los dioses.
Aquí nació el pensamiento.
¿Quiénes hoy pasean sus ojos
por estas aguas, estas tierras,
y en su existir
encuentran sabiduría?
El azul desaparece
con la sangre oscura
de los políticos;
la tierra para amar
es propiedad en disputa;
no se crean dioses,
se habla del vecino.
Días tristes.
con el canto de Safo
los sentimos,
con el metro de Homero
los medimos.

               (El color del Egeo, 2016)

 

 

armando romero 350Armando Romero (Colombia, 1944). Poeta, narrador, ensayista, traductor, investigador, crítico literario y profesor universitario. Perteneció al grupo inicial del Nadaísmo en la década del 60. En su obra, viaje y escritura, se dan la mano. Hispanoamérica, Estados Unidos y Europa configuran su periplo. De Cali a Cincinnati, y entre medias, Venecia y Grecia. La ruptura de fronteras inherente a ese continuo desplazamiento también se da entre su poesía y su narrativa. Algunos de los títulos de sus cuentos tienen una carga poética y muchos de sus poemas son narrativos. Los límites entre ambos discursos se diluyen como los colores de un papel degradé. De esta manera, el poeta responde a su necesidad de experimentación haciendo uso de un lenguaje vanguardista y una voz que presenta varios registros. La conciencia del vate es sublime en cuanto a que descubre, relaciona, imagina, crea y ordena el mundo que lee desde distintos ángulos.

 

Material de consulta:
El nadaísmo colombiano o la búsqueda de una vanguardia perdida. Armando Romero (ed.). Bogotá: Tercer Mundo Editores / Ediciones Pluma, 1988; Antología del Nadaísmo. Armando Romero (ed.). Sevilla: Sibila, 2009; A vista del tiempo: antología poética 1961-2004. Colombia: Editorial Universidad de Antioquia, 2005; El árbol digital y otros poemas. Bogotá: Universidad externado de Colombia, 2009; Amanece aquella oscuridad. Sevilla: Sibila, 2012; El color del Egeo. Málaga, España: Miguel Gomes Ediciones, 2016; Un palpitar entre relámpagos. España: Difácil, 2018; Tentativa de canto en el camino: antología poética. Bogotá: XXVI Festival de Poesía de Bogotá / Corpoulrika, 2018.

 

"Domingos de poesía" es una idea original del poeta Sergio Laignelet, colaborador de Aurora Boreal®. Se publica semanalmente. Toda la selección y cura de los materiales por Sergio Laignelet.

sergio laignelet 250

Sobre Sergio Laignelet
Bogotá, 1969. Poeta colombiano residente en Madrid, editor, corrector de estilo y ortotipográfico de publicaciones educativas y culturales. Libros publicados: That's all Folks! (poemas animados). Madrid, 2017; Cuentos sin hadas. Canarias, 2010; Carnaval (plaquette). Bogotá, 2007; Malas Lenguas. Bogotá, 2005. Ediciones bilingües de CSH: Danés: Omvendte eventyr. H. Krarup trad. Copenhague, 2017; Francés: Contes á l’envers. R. Durand trad. Toulon, 2015, y Colomiers, 2017 (además, poemas suyos han sido traducidos al inglés, portugués, italiano, sueco, finés, polaco y japonés). Antología editada: Gatimonio: poemas de gatos de autores hispanoamericanos. Madrid, 2013.

Poemas de Armando Romero. Selección de poemas: Sergio Laignelet. Material enviado a Aurora Boreal® por Sergio Laignelet. Poemas publicados con autorización de ©Armando Romero. Copyright de las fotografías © Lorenzo Hernández. Fotografía Sergio Laignelet © Lorenzo Hernández.

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