La columna de Alejandro José López
Cuando una afición te gobierna, hasta la fisonomía se te impregna de sus trazos. Un bibliófilo, por ejemplo, llega a tener una mirada tan insólita que no es posible saber si aquello que la rige es tristeza, abismo, o regocijo. ¿Acaso una mixtura de los tres? En cualquier caso, la lectura brinda una suerte de vida paralela que te habilita para recorrer este mundo a sabiendas de que sólo es uno más entre otros posibles; así, la gravedad de las cosas queda disuelta o, por lo menos, matizada. Y este modo de ver y comprender la vida se le nota al lector, sobre todo al literario, en la cara. Porque sucede que una imaginación corpulenta es el principal recurso para ejercer la libertad.
En esto he pensado cuando me encontré con el escritor barcelonés Enrique Vila-Matas, quien recibiera el premio Rómulo Gallegos en el 2001 gracias a su novela El viaje vertical (1999). Me dije: se le nota y de muchos modos; empezando por sus propios libros. En éstos, que ya son numerosos, muy traducidos y reeditados, hay una mezcla de reflexión y narración que pone en calzas prietas a los críticos cuando intentan clasificarlos. Pero es sobre todo en el aspecto temático donde aparece de manera explícita su pasión libresca, su vocación de hacer literatura sobre la literatura. Tal es el caso de su Historia abreviada de la literatura portátil (1985), donde da rienda suelta y divertida a su actitud iconoclasta. O el de su Bartleby y compañía (2000), en el cual rastrea aquella saga espiritual de escritores que han optado por el silencio al cabo de pocos o de ningún libro. O el de El mal de Montano (2002), novela en la que se piensa la función de lo literario en el mundo contemporáneo y que le valiera al autor el prestigioso Premio Herralde.
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- Por Alejandro José López
La Virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia
Óscar Osorio
Secretaría de Cultura / Gobernación del Valle del Cauca / Premio Jorge Isaacs
2013
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Hagamos de cuenta que no pasa nada. A muchos colombianos les seduce este juego. Juguemos, entonces: "Erase una vez Colombia sin pobreza, sin políticos corruptos, sin barrios marginales, sin guerrilleros ni paramilitares ni ejército; erase, de hecho, una Colombia sin guerra. Y éste era un país sin niños des-escolarizados ni hambrientos, sin desplazados, sin gentes muriéndose en los pasillos de los hospitales suplicando ser atendidos, sin E-Pe-eSes negando medicamentos esenciales ni condenando a muerte a sus propios afiliados con tal de incrementar las ganancias, sin millares de personas viviendo en la indigencia, sin desempleados ni trabajadores mal-pagos ni subcontratados por agencias de empleo expertas en burlarles sus derechos —en este país, desde luego, el Estado no autorizaría agencias de semejante laya—. Erase una vez Colombia sin atracadores propinando tiros de gracia a quienes se nieguen a entregar sus pertenencias, ni canallas que se creen muy machos porque ultrajan a las mujeres que dicen amar, y las insultan y golpean y asesinan o mutilan con ácido. Y éste era, cómo no, un país donde la palabra extorsión ni siquiera aparecía en el diccionario, un país sin narcotráfico —o sea, sin aquella fauna tenebrosa repleta de 'traquetos', 'patrones', lava-perros y sicarios—." Pues bien, a quienes gustan tanto de este juego, voy a hacerles una confesión: a mí también me encantaría vivir en ese país. Sin embargo, lo sabemos muy bien, esta colombiana cotidianidad que nos ha tocado en suerte arroja sobre nuestras vidas infinidad de pruebas que refutan la existencia real de aquella nación. Hasta ahora una Colombia sin todas estas lacras sólo prevalece oníricamente en nuestros mejores deseos: es el país de nuestros sueños. Pero la nobleza de esta aspiración no debería llevarnos a la insensatez de instalarnos allí de modo ingenuo; es decir, volviendo la espalda a la realidad que necesitamos estudiar, diagnosticar, intervenir y transformar. Pretender que la negación de los horrores circundantes nos librará de ellos equivale a enfermarnos de un mal psicológico y cultural, de una dolencia que la sabiduría popular ha denominado siempre el síndrome del avestruz.
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- Por Alejandro José López
Sostiene Pereira
Antonio Tabucchi
Editorial Anagrama
Barcelona
Páginas 184
1999 (1994)
Quizá los libros que más nos gustan deban ese lugar en nuestra escala personal al momento en el cual los leímos. Probablemente, las vivencias de la ocasión nos hicieron más proclives a disfrutar de esas obras. Y luego, cuando sospechamos aquella inestabilidad del criterio, nos procuramos correctivos, antídotos contra nuestra propia condescendencia; así que releemos. ¡Vano intento! Como un Heráclito lector tratamos de regresar a aquel río de palabras que ya es otro... "Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos", sentenciaba el poeta.
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- Por Alejandro José López Cáceres
Cuando un fenómeno literario o estético logra una gran repercusión cultural, le sobrevienen epígonos por doquier. Todo el mundo quiere su pedacito de gloria, ya se sabe; incluso hay quienes, para conseguirlo, imitan sin pudor. Hasta este punto, no he dicho más que una perogrullada: cada ratón va por su queso. La cuestión se pone verdaderamente espinosa, sin embrago, cuando dicho fenómeno literario o estético se vuelve hegemónico. El prestigio que logra un determinado núcleo de autores y de obras resulta asaz contundente; de manera que, en lo sucesivo, no parece posible crear de una forma alternativa. Y esto ahoga, desde luego, cualquier exploración artística distinta. Algo parecido ocurrió con el "Boom" de la novelística latinoamericana.
Aunque hubo una gran pluralidad de estilos e inclinaciones en la narrativa de aquellos años 60 y 70, algunos rasgos generales predominaron en sus obras más emblemáticas. La búsqueda de la "novela total", por ejemplo; o la experimentación formal; o el rompimiento de la linealidad temporal. Trazas como éstas presuponen un atento trabajo de lectura; es decir, un esfuerzo para desentrañar los hilos del relato. También es cierto que ponen de manifiesto una vocación de trascendencia, una filiación de sus autores con la "alta cultura". Bueno, nada que objetar: estas características del "Boom" son tan válidas literariamente como sus opuestas. He aquí la nuez del asunto que quiero plantear.
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- Por Alejandro José López
Con excesiva frecuencia nos encontramos listas interminables. Quiero decir: cuando leemos los análisis de versiones fílmicas basadas en textos literarios. Muchas de ellas (por lo general referidas a las transformaciones llevadas a cabo en el proceso de adaptación cinematográfica) suelen venir a dos columnas para facilitarnos el repaso comparativo entre la película y la novela. Y ahí asoman, muy reverendas: de personajes, de escenografías, de acciones, de épocas, de locaciones, de escenas, de vestuarios. O realizadas con cualquier otro criterio. He de confesar que cuanto más exhaustivas son, más tediosa puede llegar a ser la lectura de estos itinerarios críticos. ¿Estoy sugiriendo que la exhaustividad resulta indeseable en este tipo de análisis? No necesariamente. Tampoco digo que el problema sean las listas en sí, como recurso metodológico. Pero habremos de reconocer que demasiados estudios de esta naturaleza se extravían en la minucia: buscando ponerlo todo, dejan de poner lo fundamental.
No obstante, sabemos que elaborar listas siempre es un ejercicio tentador en estos casos. Seguramente porque nos permite adelantarnos en la identificación de las diferencias más notorias entre la obra cinematográfica y la novela original. Con todo, este expediente no representa per se un verdadero avance crítico. Me explico: dada la naturaleza intrínseca a todo trasvase, es decir, al procedimiento que consiste en llevar un relato de un soporte expresivo a otro (en este caso, del verbal al audiovisual), realizar modificaciones viene a ser un presupuesto de base. Adaptar es transformar, es adecuar una narración a los requerimientos y posibilidades de otro lenguaje. ¿Cómo podríamos evitar, entonces, que el análisis de una adaptación fílmica devenga en la constatación mecánica de aquello que de entrada ya se presupone? Habría, probablemente, contestaciones muy diversas para este interrogante.
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- Por Alejandro José López
Lo mío no será tachar al "Boom", como se ha puesto de moda entre tanta gente de mi generación. Al contrario: lo mío será subrayarlo. Y celebrar estos cincuenta años transcurridos desde su deslumbrante explosión. ¿Quién tiene la fecha? Aunque no hay consenso, nadie podría negar que "La ciudad y los perros" (1963) de Vargas Llosa y "Rayuela" (1963) de Julio Cortázar algo han tenido que ver con su detonación. Los nuevos detractores del "Boom" han sacado otra vez el viejo memorial de agravios y repetido las vetustas diatribas de siempre. Pero yo voy a celebrar, pues he crecido leyéndoles, admirándoles y aprendiendo de su maravillosa literatura. Hay mucho que agradecerles. Aunque teníamos en Latinoamérica novelas importantes antes de los años 60 del siglo pasado, lo cierto es que apenas sí teníamos novelistas. Quiero decir que aquellas obras previas al "Boom" o fueron libros únicos de sus autores o, con muy raras excepciones, pertenecieron a repertorios bastante magros. Para mal y para bien, en América Latina el novelista profesional fue inventado en esa década prodigiosa.
Claro que hay más. A mediados del siglo pasado, la narrativa en lengua española había caído en el marasmo de un realismo más bien soso, convencional. La poesía, en cambio, venía de recorrer varias décadas de esplendor a ambos lados del Atlántico. Sin embargo, nuestra novela no acababa de modernizarse, no lograba asimilar el ímpetu renovador que las vanguardias artísticas habían inoculado en otros ámbitos de la cultura. Así fue hasta "La llegada de los bárbaros" (2004), como los llamaron Joaquín Marco y Jordi Gracia en aquel volumen recopilatorio sobre la recepción de estos narradores en España. Cierto: no es posible formular una estética común al leer las novelas publicadas en esos años, porque no la hay; pero sí es notorio, de una a otra, el empeño de sus autores por reinventar el género, por zafarle esa rémora tradicionalista que ya le impedía respirar. Y eso también es de agradecer.
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- Por Alejandro José López
1.
Nos abruma la cantidad de hechos violentos que pueblan nuestra vida cotidiana. Y más aún cuando, al asomarnos en el balcón de la historia, descubrimos que los de ahora sólo continúan una interminable saga de acontecimientos atroces. Vivimos en un país que se ha empeñado en mantener vigentes de una década a otra, de un siglo a otro, las prerrogativas a la crueldad. La nuestra es una memoria repleta de cicatrices y nuestro presente, una herida que no para de sangrar.
Todos en Colombia hemos vivido de cerca, en una forma u otra, los tormentos que inflige la barbarie. Unos más directamente: las víctimas, cuyo sufrimiento y memoria han de repararse y honrarse. Algunos hemos sido testigos consternados en esta visceral tradición de la infamia y otros han tenido que despedir a los suyos, obnubilados por su propio dolor. En nuestra aciaga historia como Nación, el signo de los tiempos ha operado no pocas veces su papel de noria, transmutando a los dolientes en nuevos verdugos ansiosos de revancha. Reconocer esto no exime de su responsabilidad a quienes han ostentado el poder en este país, pero indica su cuota de sangre. Y esto exhorta, precisamente, a subrayar la insensatez del pacto social precario que se han empeñado en mantener, un sistema cuya médula sigue siendo la exclusión de la inmensa mayoría y los privilegios de un puñado de gentes.
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The Buenos Aires Affair
PUIG, Manuel
Editorial Sudamericana
Buenos Aires
1973
Llegué a aquella librería de usados tras un par de intentos fallidos. Quiero decir: en las dos anteriores no hallé lo que buscaba; así que el segundo librero, amablemente, me dio las indicaciones para encontrar esta tercera. Quedaba en pleno corazón de Madrid, a cinco calles de Gran Vía.
−Buenos días −dije−, vengo porque me contaron que tal vez...
−¡Al grano! −gruñó un viejo de barba rala, desaliñado.
−¿Perdón?
−Dígame el título y ahorramos tiempo −espetó esa voz gangosa, procedente de aquella cabeza que asomaba apenas, en medio de incontables pilas de libros. Decidí usar mi tono más descortés y altisonante:
−¡The Buenos Aires Affair!
El vejete salió de su escondite, pasó por mi lado y se internó en el inmenso laberinto de escaparates atiborrados que entreví al fondo. Volví a escuchar su voz surgiendo de la penumbra:
−¡Autor!
−¡Manuel Puig!
−¡Se dice Puch −me rectificó−, porque es catalán!
−¡No −le corregí yo−, se dice Puig porque es argentino!
Me quedé pensando en ese novelista extraordinario que fue Manuel Puig y recordé que él, precisamente, tuvo que lidiar muchas veces con incomprensiones de todo tipo. Vargas Llosa lo consideró baladí, ¿sus novelas eran algo más que mero entretenimiento? Onetti renegó de su estética Pop, ¿tenía un estilo literario propio? Cortázar desdeñó sus amaneramientos, ¿no se trataba de un lector demasiado femenino? Carlos Barral dudó de su talento, ¿valía la pena publicarlo si carecía de originalidad? Borges ironizó sobre sus títulos, ¿"Boquitas pintadas" no es una campaña de Max Factor? Y, pese a todo esto, ahí tenemos su legado. Sus ocho novelas lograron poner en entredicho las concepciones más tradicionales sobre el valor estético, algo que ninguno de sus muy ilustres detractores hubiera podido imaginar.
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Si me lo preguntás, no sabría decirte a qué horas apareció la señora. Simplemente yo estaba ahí, en pleno café, tomándome uno de esos tintos orgánicos que venden ahora, exquisito, leyéndome una novela de Pedro Juan Gutiérrez, cuando esta dama cincuentona se me fue sentando al lado.
—¿Se puede?
—Por supuesto —le dije, traicionado por mi instinto de cortesía.
—¿Qué lee?
—El Rey de La Habana.
La miré detalladamente y me di cuenta de que no la conocía. Ni sus gestos distinguidos, ni su pelo cepillado, ni su rostro embadurnado de afeites se me hicieron familiares. Debió percatarse de mi desconcierto porque procedió a explicarse:
—Lo que pasa es que alguna vez escuché una conferencia suya y... Me pareció que es usted alguien de criterio elegante.
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Aquella respuesta del viejo Zuleta me pareció memorable, lapidaria. Salíamos del auditorio, en la universidad, cuando un estudiante que iba a mi lado lo abordó. Quería obtener una conclusión precisa de la conferencia recién terminada:
-Maestro Estanislao, ¿cuál es entonces el mayor desafío de la pedagogía?
El viejo lo pensó un instante y se despachó:
-Hacer que la clase y el recreo ocurran simultáneamente.
Ahora, leyendo Proyecto piel, de Julio César Londoño, esta idea feliz ha regresado a mi memoria. Y precisamente porque me siento frente a un libro exquisito que consigue aunar, a lo largo de sus doscientas veinticuatro páginas, el saber y la diversión. Esta novela, escrita en clave de parodia, se inscribe por ello mismo en una larga y alborozada tradición. Inaugurado por Cervantes, el recorrido histórico de esta literatura nos pasea por obras como Jacques el fatalista, escrita por Diderot en el siglo XVIII, y se extiende hasta nuestros días en joyas del divertimento, como Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas.
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