Anunciaciones

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© Martha L. Canfield
© Editorial Aurora Boreal® ebook
Poesía
Páginas 81
ISBN 978-87-998568-2-4
2015

Foto Martha L.Canfield © Pascual Borzelli.
Diseño de la colección Leo Larsen

 

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Anunciaciones los caminos perdidos de la palabra hallada
Empecé a escribir poesía, como tantos que descubren esta vocación –o, mejor diría, esta pulsión incontenible– en mi primera adolescencia, a los doce o trece años. Tuve la suerte de entrar a formar parte, en Montevideo, de un grupo de jóvenes escritores más seguros que yo, entre los cuales estaba Jorge Arbeleche –amigo fraternal hasta el día de hoy–, y allí empecé a confirmar esa incipiente vocación. Poco después, en 1968, me fui a estudiar a Bogotá y allí, con gran fascinación, descubrí la importancia fundamental que se le daba a la creación literaria y en especial a la poesía. Muy pronto me hice amiga de varios jóvenes escritores –éstos también, más o menos de mi edad pero mucho más seguros de lo que hacían– y empecé a frecuentar una tertulia que se reunía en el Café La Romana, donde descubrí la importancia de leernos recíprocamente, de criticarnos y elogiarnos según los casos, así como de reconocer figuras de referencia que serían guías, espejos, maestros… De este modo sentí desde el principio a Aurelio Arturo, a quien en seguida empecé a leer con exaltante fascinación y a quien años más tarde iba a dedicar algunos estudios críticos. Así sentí a Giovanni Quessep, asiduo participante de esas tertulias y bastante reconocido a nivel nacional, para mí figura intermedia entre el amigo-compañero y la guía espiritual, siendo mayor y mucho más experto, con una habilidad métrica, entre otras cosas, que me dejaba siempre la boca abierta. Punto de referencia fue también Mario Rivero, de quien aprendí cómo el lenguaje cotidiano podía combinarse con la expansión lírica. Pero los amigos con los que tenía más confianza y una constante frecuentación eran Augusto Pinilla, Juan Gustavo Cobo Borda, Eduardo Gómez, Darío Jaramillo…
Y de pronto, en medio de este aprendizaje cotidiano, a pesar o tal vez a causa de mi interés por la teoría y por las técnicas de la métrica, empecé a sentir que los versos medidos me condicionaban, me hacían surgir fórmulas expresivas que no correspondían a lo que yo quería realmente decir. Entonces, para liberarme de la esclavitud (sobre todo) del endecasílabo, empecé a escribir en prosa. Eran siempre poemas, pero me consideré autorizada a escribirlos en prosa. Y así por primera vez sentí que aquello que surgía en la página era mío, sin duda, era la expresión directa de mi propia voz.
Mis amigos no dejaron de estimularme. El propio Aurelio Arturo me instigaba a reunir los textos y darles una unidad. Pero el que fue decisivo en mi pasaje de poeta inédita (o “poeta del silencio”, como García Márquez llamaba a ese grupo, un poco en broma, un poco de manera crítica), fue Juan Gustavo Cobo Borda. En esa época –eran los primeros años 70– él ya era un colaborador fundamental de la revista Eco y tenía un poder decisional muy grande. Y me empezó a pedir poemas para la revista, pero yo todavía me sentía insegura. Un día –como yo seguía argumentando que no tenía un grupo de poemas apropiado– se vino a mi casa y empezó a revisar en mi escritorio, abriendo cajones, hojeando libros y cuadernos, y luego en la biblioteca, y empezó a sacar papeles con poemas sueltos mientras me decía: «¿Y esto qué es?», «Aquí hay dos, ¿y no son poemas éstos?». Al final reunió ocho poemas en prosa y se los llevó todos. Le pregunté si no teníamos que elegir juntos lo que iba a publicar y me dijo: «No, no, eso lo veo yo solo». Pocos días después me llamó para decirme que los iba a publicar todos. Me quedé feliz y agradecida y nunca he dejado de reconocer que Juan Gustavo fue decisivo para sacarme de ese limbo en el que yo vivía mi propia poesía como una especie de actividad onírica personal e inconfesable.
Poco después salieron los poemas en el n. 5 del Tomo XXV de Eco. Fue mi primera publicación. Era septiembre de 1972 y los poemas eran «La posesión», «Acaso Gorgias», «Y vino el humo gris a herir la tarde», «El regreso», «Hoy Montevideo», «Bordeando el azul», «Entonces otra vez» y «Hosanna». Menos los dos últimos, todos los demás iban a entrar más tarde en mi primer poemario, Anunciaciones.
Algunos meses más tarde, Mario Rivero, que había empezado a publicar la revista Golpe de dados, me pidió poemas y esta vez no tuve dudas en darle dos de los últimos: «Acaso Goethe» y «El camino de tu voz», que salieron en el n. III, del vol. I, mayo-junio de 1973. Y también estos poemas estaban destinados a entrar en Anunciaciones.
En esos años la situación del Uruguay y de todo el Cono Sur de América Latina empezó a cambiar trágicamente. Primero el Uruguay pasó de una depresión económica a una lucha popular encarnada por movimientos sindicales, estudiantiles y de trabajadores de las plantaciones de caña de azúcar del norte del país, así como al surgimiento de un movimiento armado, el Movimiento de Liberación Nacional “Tupamaros”, acompañados de un aumento de la represión que culminó con la toma del poder por parte de los militares. Se inició entonces una terrible dictadura que iba a durar hasta 1985. Poco después pasó más o menos lo mismo en Argentina y también en Chile, con el fin de un sueño –el socialismo llevado al poder de manera democrática por Salvador Allende– y la instalación de la dictadura de Pinochet. Para mí personalmente todo esto significó mucho, empezando por el encarcelamiento de mi hermana, Susana, y de su novio Miguel, que más tarde sería mi cuñado, pero que para mí fue siempre un hermano, y a quienes está dedicada la tercera parte de Anunciaciones. Yo misma terminé en la lista negra de los militares por publicaciones realizadas en periódicos y revistas colombianas y que ellos conocían gracias a los espías que tenían distribuidos en medio mundo. Mi poesía empezó a cargarse de un sentido trágico que hasta entonces no había conocido y de una implicación directa en el contexto histórico y político.
En 1974, me gané una beca para estudiar en Italia y dejé Bogotá. Mi hermana, que había logrado huir del Uruguay y estaba conmigo, se fue a París donde la esperaba Miguel, que también había logrado salir del Uruguay gracias a la ayuda providencial del director de la SAS (Scandinavian Airlines) donde entonces trabajaba. Poco después se casaron y se establecieron en Copenhague donde iban a vivir ocho años y donde iban a nacer sus tres hijas, María, Victoria y Luciana.
Mi beca italiana duró un año y medio y en ese período se fueron afirmando varios rasgos que resultarían definitivos en mi vida:
- viviendo en Florencia sentí que yo era en buena medida “italiana” y recurriendo a mi ascendencia materna hice los trámites para que se me reconociera la nacionalidad italiana, trámite que resultó sencillo y rápido;
- estudiando literatura hispanoamericana con el prof. Roberto Paoli, confirmé que ésa era el área literaria a la que quería dedicarme, con una visión lo más continental posible de la misma, y de hecho así lo hice de ahí en adelante;
- en contacto cotidiano con el gran hispanista Oreste Macrí, a cuyas clases no dejé nunca de asistir mientras permaneció activo, aprendí que la literatura española no se podía separar de la literatura hispanoamericana, que una y otra estaban necesariamente entrelazadas, en recíproca y fecunda interacción;
- y ello lo seguí confirmando en frecuentes conversaciones con el otro profesor de literatura española de mi facultad florentina, Gaetano Chiappini, en esa época asistente de Oreste Macrí y desde un principio figura de referencia para mí y amigo entrañable;
- por otra parte, siguiendo a distancia el drama político que se había abatido sobre los tres países del Cono Sur, Chile, Argentina y Uruguay, me reconocí en los ideales de los que luchaban sin tregua y sufrí las derrotas que los golpeaban como heridas profundas en mi propio ser.
A mitad de 1974, junto con mi amiga y compañera florentina Liliana Bruchi, nos fuimos a Roma y gracias a la invitación directa de Julio Cortázar, que formaba parte del jurado, junto con García Márquez, Rubén Bareiro Saguier y otros personajes famosos, logramos asistir a todas las sesiones del Tribunal Russell –fundado por el político italiano Lelio Basso–, donde se juzgaba la violencia política y la violación de los derechos humanos en Brasil y en América Latina. Entre los testigos invitados a presentar denuncias estaba Zelmar Michelini, político uruguayo que yo admiraba, que había sido candidato a la presidencia por el Frente Amplio –asociación de los partidos de izquierda– y ahora vivía en exilio en Buenos Aires, desde donde seguía su lucha sin cuartel por la defensa de los derechos humanos. En Roma pude conocerlo de cerca, charlar con él, admirar la limpidez de su alma y la fuerza de sus ideales. Dos años después supe que había sido asesinado en Argentina. Fue un duro golpe para el que no supe hallar otro remedio que la escritura poética. Así mi poesía empezó a cargarse de nostálgico dolor y de testimonio histórica.
A mediados de 1975, terminada mi beca, tuve que regresar a Bogotá, donde la Universidad Javeriana me ofreció un contrato muy conveniente, con condiciones excepcionalmente favorables. Allí, además de retomar contacto con mis amigos de siempre, estreché otras amistades que habían ido surgiendo en años precedentes: Andrés Holguín, con quien, en la institución por él fundada El muro blanco, empezamos una aventura maravillosa de cursos sobre temas literarios y filosóficos, vinculados sobre todo a la antigua Grecia; Carlos Pacheco, que había venido de Venezuela a estudiar en la Javeriana y con quien yo iba a seguir en contacto muchos años después, cuando él se volvió profesor y decano en la Universidad Simón Bolívar de Caracas y cuando ambos empezamos una relación profesional y muy cordial con Vargas Llosa; Luz Mary Giraldo, que iba a ser de ahí en adelante y siempre mi segunda invalorable hermana; Carlos Arturo Fernández, Ernesto Franco, Cristo Figueroa, que habían sido alumnos míos en la Javeriana y con los cuales la relación amistosa superó ampliamente –diría incluso que anuló– la relación didáctica; Arturo Alape, con quien compartimos sueños y frustraciones políticas, ideales viejos y nuevos y sobre todo una carga de optimismo existencial que nos permitía, pese a todo, mirar hacia adelante y no dejar nunca de soñar. Alape fue quien me invitó a publicar mi primer libro de poemas en su reciente editorial Alcaraván. Y así nació Anunciaciones.
En el momento de definir la edición, pareció oportuno introducir como presentación un hermoso y generoso texto que Gaetano Chiappini había escrito después de haber leído en Florencia la serie de poemas, entonces todavía inéditos, que ahora estábamos organizando. El libro se dividió en cinco partes, de las cuales la primera y la última se concentraban sobre el tema que había sido casi exclusivo en mi primera fase creativa: el tema del amor. La primera parte, que decidí titular En tu huella, anunciaba una figura amorosa que todavía no existía pero que el entorno permitía suponer y –precisamente– anunciar. La última parte, En el umbral, sugería desde el título que esa comunión amorosa estaba por cumplirse, aunque al final predomine un tono luctuoso, de ilusión frustrada. En medio, se sucedían otras tres secciones: El otro, que focalizaba personajes de distinto carácter pero todos de mi ámbito emotivo, desde héroes de una revolución desdichadamente fracasada (v. «Poema del caído», «Dado de baja»), a la “compañera” de esos mismos sueños, al alumno ideal o mejor dicho estereotipo real pero modificado en mi memoria, a mi propia madre, al escritor-amigo cuya voz abre caminos a lo hermoso…; La mirada lejana, con nueve poemas dedicados a la nostalgia lacerante de la patria perdida y uno en particular a mi hermana Susana; y en fin El espejo sonoro, metáfora de las fuentes literarias, dedicado a los autores amados de todos los tiempos y lugares.
En ese punto, ya con todos los textos compaginados, Alape me puso el problema de buscar una imagen para la portada del libro. Y la decisión no se demoró en llegar: mi ex-alumno y amigo Ernesto Franco se estaba dedicando con gran talento a la fotografía, en la que luego haría una excelente carrera. Entre los dos decidimos que lo mejor era una foto mía, pero donde no fuera reconocible mi rostro, detrás de una ventana cerrada con una cortina apenas transparente, de modo que la figura femenina poco perceptible sugiriera exactamente la idea de una anunciación no del todo definida, más sugestiva que precisa. Ernesto me tomó una serie de fotos y al fin, entre los dos, elegimos la que terminó en la portada.
El libro salió publicado en diciembre de 1976, poco antes de que yo regresara a Florencia, esta vez definitivamente; fue presentado varias veces antes de mi partida y comentado positivamente. Ya va a cumplir ocho lustros. Nunca fue reeditado, a pesar de que muchos de sus poemas fueron recogidos en varias antologías.
Un agradecimiento especial debo a Guillermo Camacho por todo lo que él hace por la literatura hispanoamericana desde su revista Aurora Boreal® y desde su nueva empresa editorial, y por haber considerado oportuno y actual mi viejo libro.
Ojalá que los lectores puedan entrar sin dificultad en este mundo en buena parte ya pretérito, y por otro lado siempre vivo.

Martha L. Canfield
Florencia, agosto 2015

 

 

martha canfield 351Martha L. Canfield
Montevideo, 1949. Poeta, ensayista y traductora, escribe en español y en italiano. Vive en Italia desde 1977. Es catedrática de Lengua y Literatura Hispanoamericana en la Universidad de Florencia. Ha editado en italiano autores hispanoamericanos como Mario Benedetti, Idea Vilariño, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa, Ernesto Cardenal, Eugenio Montejo, Carmen Boullosa, Márgara Russotto; y en español autores italianos como Pasolini, Edoardo Sanguineti, Gesualdo Bufalino, Dacia Maraini, Valerio Magrelli, Paolo Ruffilli. Ha publicado estudios sobre López Velarde, Quiroga, Borges, Aurelio Arturo, García Márquez, poesía chicana. Es asesora para la poesía italiana del Festival Internacional de Poesía di Medellín (Colombia). Dirige la colección “Latinoamericana” de la editorial florentina Le Lettere, dedicada a narrativa, ensayo y poesía latinoamericana. Es autora de una Literatura hispanoamericana: historia y antología, desde sus orígenes hasta nuestros días, en tres tomos, de los cuales ha salido el primero (Tomo 1: Literatura prehispánica y colonial, Hoepli, Milano, 2009) y se prevé la salida de los otros dos en el 2015. Es miembro fundador y presidente del Centro Studi Jorge Eielson de Florencia , (www.centroeielson.com ) dedicado a la difusión de la cultura latinoamericana.
Como poeta ha publicado seis poemarios en español: Anunciaciones (Bogotá, 1976 y 2ª ed. Copenhague, 2015), El viaje de Orfeo (Montevideo, 1990), Caza de altura (Bogotá, 1994), Orillas como mares (Bogotá, 2005), El cuerpo de los sueños (Lima, 2008) y Corazón abismo (Bogotá, 2011; 2ª ed. México, 2013); y cuatro en italiano, Mar/Mare (Roldanillo, Colombia, 1989), Nero cuore dell'alba (Salerno, 1998), Capriccio di un colore (Firenze, 2004) y Per abissi d’amore (Como, 2006); además de una pequeña antología, Poemas (Pequeña Venecia, Caracas, 1997). De Orillas como mares existe una edición rumana bilingüe: Tărmuri precum mările, traducción de Carolina Ilica, Edición de la Academia Internacional Orient-Occident, Bucarest, 2006. Han salido dos antologías de su obra poética: Sonriendo en el camino, a cargo de Márgara Russotto (Montevideo, 2011) y Flamante geografía, a cargo de Coral García (Lima, 2012). Está presente en la antología La poesía del siglo XX en Uruguay, a cargo de Rafael Courtoisie (Visor, Madrid, 2011).
En julio del 2000 recibió el Premio Especial de Poesía de la Asociación italiana «La Cultura del Mare»; en octubre del 2001 el Premio de Traducción «Circe-Sabaudia», por sus versiones españolas de varios poetas italianos; y en octubre del 2002 el premio de traducción de los Institutos Cervantes de Italia, por sus versiones italianas de Mario Benedetti. En junio de este año, el Instituto Zacatecano de Cultura, en México, le otorgó el Premio Iberoamericano Ramón López Velarde.

 

Foto Martha L. Canfield © Archivo familiar de la autora.

 
 

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