Gabito retrospectivo

In Memoriam
1927 - 2014 †

De niño vi pasar a Gabito (como le decíamos los costeños) muchas veces, de regreso o con destino a El Universal de Cartagena, cuyos talleres quedaban en la Calle San Juan de Dios. Mi familia vivía en la Calle Santo Domingo, frente al Colegio Universitario de San Pedro Claver. El tipo vestía como lo que los cartageneros de la época llamaban un "camaján": pantalón ancho y bota angosta (tubito); camisa de seda por fuera con estampados chillones, melena de vocalista de guarachas y sones cubanos, un cigarrillo colgado de los labios, esclava de plata en la muñeca derecha y zapatos de cuero duro sin medias.
Aquella imagen populachera de un hombre típico del Caribe fue el estereotipo que le dificultó a mucha gente que sabía quién era Gabriel García Márquez admitir, a medida que el talento germinaba, que el narrador privilegiado y el "camaján" pudieran ser la misma persona. Todo lo que hacía y decía el muchachito precoz de 22 años, dentro o fuera de sus cuartillas, se estrellaba contra una muralla de prevenciones, a despecho de sus relámpagos de humor y de su chispa de repentista.

Lo graduaron de repelente.
Este título de repelente repercutió en la vida sentimental de Gabito, porque doña Lola Aguirre de Raad, la madre de su pretendida, le desató la oposición más furiosa, achacándole cien defectos y cero virtudes. Al principio se consolaba mirándola desde las ventanas del cuartel de la Policía, donde él disfrutaba de una canonjía conseguida por un tío suyo conservador, sobre la calle de la Vicaría de Santa Teresa, donde ella residía con su mamá viuda, una hermana y dos hermanos, pero se aburrió de amar sin esperanza.

 

La marquesita
Sin embargo, cualquiera que a los quince años se leía "La marquesita de la Sierpe" quedaba convencido de que La Mojana, La Guaripa y La Ventura eran tres destinos turísticos de un mundo encantado y bárbaro distinto del que Dios creó. Estuve a un paso de armar con varios de mis condiscípulos de bachillerato una excursión para saber qué era leyenda y qué realidad de ese testimonio que parecía una curiosa mezcla de cielo, purgatorio e infierno, rodeada de ríos por todas partes.
Mi profesor de literatura en sexto de bachillerato nos puso a leer la María de Jorge Isaac y La Vorágine de José Eustasio Rivera para que le escribiéramos un análisis de cada una de ellas. Uno de mis compañeros, César Torres Carrascal (poeta desde adolecente y crítico nato), dijo al final de su trabajo que "La marquesita de la Sierpe" era superior a las dos novelas y que la prosa y el estilo de Gabito eran tan buenos y más modernos que los de Isaac y Rivera. ¡Quién dijo miedo! El valor del trabajo de César se lo llevaron los demonios y el profesor lo calificó con cero sobre cinco. Le facturó como delito de opinión el haber comparado el relato de ese "panti extravagante" con dos joyas literarias que eran orgullo de Colombia.


Periodista versus narrador
Años más adelante, publicadas La hojarasca y La mala hora, las opiniones comenzaron a mejorar para Gabito. Recuerdo que Galo Alfonso López, a propósito de una observación de Aníbal Esquivia Vásquez sobre el Premio Esso a la segunda de estas obras, sentenció una tarde memorable de amelonados escoceses y sancocho de sábalo con leche de coco en el Club Libertad: "Gabito es mejor cuentista que novelista y mejor periodista que todo lo demás. Nada de sus novelas y cuentos editados hasta ahora supera las crónicas y reportajes que hizo entre julio de 1955 y mayo de 1960".
No dijo Galo Alfonso un exabrupto en aquel momento, por discutible que fuera su opinión. Pero las grandes novelas estaban por venir. Por cierto que cuando leí en la biografía de Gaitán escrita por Osorio Lizarazo que Clemente Manuel Zabala formó parte del equipo que acompañó al caudillo a recaudar información sobre la Zona Bananera para su debate en la Cámara de Representantes, tuve la certeza de que durante la permanencia de Gabito en El Universal, Zabala le había suministrado materia prima para La hojarasca y La mala hora.
Zabala era un avaro de las palabras, pero conocía lo que lidiaba y sabía que en el columnista incipiente había un escritor que saldría de su cáscara algún día, y la catástrofe del Magdalena era aún historia inconclusa y, por lo mismo, inquietud de un vecino de la zona atormentado por las ganas de volverla literatura reviviendo su "confusa carga de desperdicios". Con Gabito y Rojas Herazo, Zabala fue intelectualmente generoso, y ambos cosecharon de su magisterio.


Meses de fuga
Como no se es creador por el atuendo, ni entonces ni después caí en la puerilidad de dudar del artista que había escrito "La marquesita de la Sierpe" y los cuentos que deslumbraron a Eduardo Zalamea Borda, quien siempre que leía uno nuevo dejaba de estar a bordo de sí mismo. Antes, por supuesto, de la mítica novela que igualó a Aracataca con Alcalá de Henares, y todavía mucho antes de que apareciera el Premio Nobel sin sorpresa ninguna para el mundo literario.
Un mal día perdimos de vista a Gabito. Ni cuentos en El Espectador, ni revelaciones sobre Silvana Mangano, ni sobre el Papa y Sor Pascualina en Castelgandolfo, ni guiones para el balbuciente cine colombiano, ni columnas de prensa. Está en México, nos decía su hermano Jaime. Lo último que supimos fue que entró por tierra a los Estados Unidos, de vacaciones. No adelantó que estuviera escribiendo algo nuevo, ni que trabajara en uno de los dos grandes diarios del Distrito Federal. Sólo que erraba por unos días con Mercedes y sus dos hijos como cualquier turista ahorrativo de Chihuaua en busca de otro sol y otras brisas.


El bombazo
De pronto, el bombazo. A Gabito le publicó la Editorial Suramericana de Buenos Aires una novela que al único que no dejó atrás fue a Tolstoi –dijo en el Club de Pesca, en un almuerzo que se le brindaba al ministro Carlos Gustavo Arrieta, el Indio Fernández, uno de sus mejores amigos. No faltó la sonrisa sarcástica de un comensal que insinuara que era otra exageración de El Indio. Créanlo, sentenció con autoridad El Ñoli Cabrales. Si alguien sabe de lo que es capaz ese carajo soy yo.
No exageraba el Ñoli. Fueron innumerables las noches de sábado y domingo en que él y Gabito chacharearon en el escaño del Parque de Bolívar situado frente a la puerta grande del Banco de la República. La fantasía del Noli no era inferior a la de Gabito y la lucía con pasmosa naturalidad donde estuviera y con quien fuera, con unos adobes de pimienta y sal que le mataban el tedio a un depresivo impenitente.
Tan intensa fue la familiaridad de Gabito con el Ñoli, que las páginas que escribió basado en el ramaje de ocurrencias, anécdotas y calambures de su "llave" sabatina y dominical, Vargas Llosa los creyó inspirados en Rabelais. Lo cuento porque en mi presencia lo celebraron Gabito, Ramiro de la Espriella y Antonio J. Olier, mofándose del capítulo de la Historia de un deicidio en el que el entonces amigo y panegirista del cataqueño lo dijo con el rigor más convincente.


La demanda superó al papel
No habían transcurrido quince días cuando se supo que las tres primeras ediciones volaron de las librerías en América Latina, y que los diarios de Buenos Aires catalogaban a Cien años de soledad como un fenómeno sin antecedentes en el siglo XX. El ritmo de la literatura universal y la vida del autor de la novedad editorial cambiaron sin pedir permiso. La Atenas suramericana le había cedido su lugar a un pueblito costero que vio nacer y jugar en la "Placita de los Perros" al responsable de semejante giro en las bellas letras.
Revivió la animosidad de los malquerientes. La crítica favorable a la novela les ardía en los hígados. Que es un comunista peligroso, decían. Que es un mamador de gallo endiosado por sus colegas de la prensa, agregaban. Pero del libro no soltaban una sílaba que sustentara su dolor de mérito ajeno, hasta que el mundo se rindió ante ese tratado de historia que nos pasea por lugares de la Tierra donde no han llegado ni llegarán el Diario de a bordo de Colón, las vetustas relaciones de los cronistas de Indias, las memorias mentirosas de nuestros presidentes y los textos dirigidos de Henao y Arrubla y del Hermano Justo Ramón.
Jamás respondió un agravio. Mi mostacho –bromeaba– no huele a guerra civil.


El vicio de teclear
Fue tan insaciable su arte con posterioridad al toque de puerta de la gloria, que Gabito no se sentó a su diestra con Cien años de soledad, El otoño del patriarca y Crónica de una muerte anunciada, sino que alargó la hilera con El amor en los tiempos del cólera, El general en su laberinto, Del amor y otros demonios y la valiosa ñapa de Vivir para contarla, anticipándose al soplido enojoso de la adversidad que le apagó los ardores de la vocación.
Ningún superdotado tiene la culpa de serlo, pero casi todos, en tiempos de bárbaras naciones, pagaron la elección de los dioses como herejes convictos y favoritos de la hoguera. ¡Desmesuras del fanatismo! Los posteriores se salvan de los patíbulos, pero no de las procacidades de las almas insensibles. ¡Cortesías de la envidia!

Gabito fue víctima de esta última inquisición, no por sus ideas políticas ni por su talante, ni por su amistad con presidentes y reyes. Sus malquerientes gratuitos no le perdonaron la genialidad, porque no la concebían en un hombre de su origen, y creyeron que denostándolo lo despojaban del don que lo disparó, como galaxia de la literatura contemporánea, al nivel de los más grandes de la Historia. ¡Desahogos de la mezquindad!
Ahora, parodiando a Quevedo, cantarán a deshora lo que la cultura universal añora.

Gabito retrospectivo enviado a Aurora Boreal® por Carlos Villalba Bustillo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Carlos Villalba Bustillo.

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