Vivencias de la infancia en la Barcelona de la primera posguerra

vctor_fuentes_010Fragmento de Toda una vida... entre el exilio y el transtierro

Del regreso de refugiados en Francia a España, y dejando atrás el antro del Refugio Social de la frontera en Fuenterrabía, anhelantes de vivir la re-unión familiar, viajando en tren, atravesando campos y pueblos de "después de la batalla", hasta llegar a Barcelona, a pesar del confuso revuelo de

imágenes borrosas, guardo algunas escenas del comienzo de una película, no filmada, del tiempo, inmediato, de después de la guerra: los vagones repletos, en su mayoría de soldados licenciados, obsequiosos con la joven madre y sus dos niños; paradas en destartaladas estaciones en las que alguno de aquellos jóvenes se bajaba y nos subía una gaseosa o algún dulce...
barcelona_001De la llegada a Barcelona, tan sólo me acuerdo de la imagen de un guardia en la plaza de Cataluña, casco y guantes blancos, dirigiendo con su pito la escasa circulación (¡Toda la "épica" y penalidades de Barcelona durante la guerra reducidas ahora, a aquella incongruente figura del guardia de circulación). Los bombardeos en Barcelona. "Me daban pánico, un pánico terrible. Yo creo que hasta estaba tiritando", y tirita al recordarlos mi prima Maruja, entonces niña, ahora con sus 78 años, en la tarde madrileña del 9 de abril, 2009, y en sus ojos asoman aquellos versos del poema "Bombardeo" de Ángela Figuera: Noches de sueño incierto, triturado / por la tremenda sinfonía / del frente en erupción y los caballos / del miedo galopando en explosivos y en su voz y piel parece revivir, temblando, el eco de lo que escribiera Juan Renau en su autobiografía, Pasos y sombras, sobre la caída de Barcelona, "Resquebrajada la moral de la población barcelonesa a fuerza de bombardeos implacables y sistemáticos y de sufrimientos sin cuento.."). Y la precipitada subida por las escaleras de la casa en la calle Muntaner ("!Muntaner 189. No se me olvida!", exclama Maruja, que vivió en ella durante meses de la guerra con su madre, mi padre y los abuelos), al encuentro del padre, tras la larga separación. Nos recibió, entre el dintel, quicio y umbral de la puerta del piso, con una frase preparada en la que pretendió desdramatizar, templar, la emoción del momento, pero que a mí, sediento del anhelado abrazo paternal, me dejó bastante frío y quizá, por eso, nunca la he olvidado: "Os he hecho un agua de litines que os va a gustar mucho" ¿Preparó tal frase para no alterar nuestro metabolismo, vocablo que él usaba con frecuencia y como algo que bien pudiera haber aprendido en el libro del ministro republicano, Domingo Barnés, El desenvolvimiento del niño, del que fuera escolta a principios de los años 30, o estaba encubriendo, con ella, cierta mala conciencia?
Vivimos durante algunas semanas o meses en aquella casa de clase media acomodada con sus grandes balcones y ventanales. Mi padre nos decía, cuando ya éramos algo más mayores, que no había querido abandonar Barcelona, como hicieran tantos otros del gobierno, y reunirse con nosotros en Francia, por miedo a que en el camino a la frontera le liquidaran, como les sucedió a muchos, los feroces bombardeos con que la aviación franquista y alemana castigaban a los huidos (esas escenas, vista en los documentales germanos que tanto entusiasmaran al juvenil Gunter Grass, como escribe en sus Memorias). "Además yo no tenía nada que temer", añadía, y fue el único que se quedó al frente de la Comisaría en Barcelona para entregarla a la entrada de las tropas franquistas. Y aquello nos enorgullecía. Siguió en activo, aunque una tarde a los pocos meses o semanas llegó para anunciar que le habían destituido. ¿Cantó antes de eso?...

Víctor Fuentes salió prófugo de la España franquista en 1954, y se considera parte del segundo exilio español. Anduvo por varios países europeos, con una permanencia de dos años en Inglaterra y, posteriormente, varios meses en Venezuela. Vive en Estados Unidos desde el otoño de 1956. En la Universidad de Nueva York, retomó sus estudios y se doctoró en lenguas romances en 1964. Desde 1965 ha sido profesor en la Universidad de California, Santa Bárbara, donde continua como profesor emérito, desde el 2003. Ha publicado números estudios sobre literatura española del siglo XIX y XX y sobre cine, y cine y literatura. Entre sus libros destacan: La marcha al pueblo en las letras españolas 1917-1936 (1980 y 2006), Buñuel en México (1993) y La mirada de Buñuel: cine, literatura y vida (2005). Ha publicado ediciones críticas de La Regenta y Misericordia (Akal). Bajo el heterónimo Floreal Hernández es personaje la novela Morir en Isla Vista, parte de una trilogía memorialista, cuyos otros dos libros, ya bajo su nombre, son: Bio-Grafia americana (publicado en el 2008, por la Fundación Jorge Guillén) y (en preparación) Toda una vida... Entre el exilio y el transtierro, del cual forman parte los fragmentos que publicamos.Las imágenes que guardo de aquellos meses de infancia pasados en Barcelona, la ciudad condal, pero con sus torres abatidas, aparecen en claroscuro, en aquel piso de desarraigo, pues en él comenzábamos el exilio interior, donde penetraba la luz del Mediterráneo iluminando un mobiliario y unos estómagos semi-vacios, y, a veces, por debajo de la puerta, la grata sorpresa de unos folletines, deslizados por una mano invisible, de novelas por entregas, práctica ya en sus últimas A los seis años, y como escape de las penurias externas, era ya un ávido lector. "Qué bien lee el niño", solía elogiar mi abuelo, poco tiempo después, ya en el piso de Madrid. Propiciaba nuestra afición a la lectura el que en la misma calle Muntaner, y en sus adyacentes, había varias editoriales y no deleitábamos contemplando, en el escaparate, los libros que nos gustaban, sobre todo, los de la serie del niño inglés Guillermo o de Celia, y hasta comprando alguno. ¡Cuántos días durante las comidas me tuve que dar por satisfecho, lamiendo con la lengua de la imaginación las fuentes de dulces, pasteles, flanes y otras golosinas que vaciaban, en Inglaterra, Guillermo y sus amiguitos!
Días soleados de Barcelona, en que nuestra madre nos llevaba a jugar al "Turo Park", no lejano de donde vivíamos, atravesando la gran vía de la Diagonal y varias de sus glorietas. En este camino nos llenábamos los ojos con el rutilante despliegue de quienes, por aquellos "señoriales" lugares, y nada más terminada la guerra, medraban o se enriquecían, a espalda de la gran miseria de la población: elegantes Bares y Cafés, con sus terrazas y espejos: afilados tacones altos de mujer, risas, puros, cerveza y langostinos. Y el destellante escaparate de una tienda de automóviles con tres o cuatro lujosos modelos en venta. En el Turo Park nos hicimos amiguitos de un niño rico que venía acompañado de su aya, con cofia y todo. Se sentaba, ella, en el mismo banco con mi madre, a departir y contarla de lo bien que vivían en casa de sus opulentos "amos". Ya de mayor me gusta imaginarme que aquel niño señorito de la casta de los vencedores, con quien jugábamos, bien pudiera haber sido, Carlos Barral o Jaime Gil de Biedman -aunque estos eran algo mayores que nosotros-, quienes también han escrito sus Memorias de aquellos tiempos, contrarias al Régimen.
Nosotros en Barcelona, aquellos meses, vivíamos socialmente aislados. No recuerdo que hubiéramos hecho o recibido alguna visita en todo aquel tiempo, ni fuimos a la escuela. Menos mal que leíamos los periódicos, nuestros cuentos y aquellas deslizadas novelas por entregas. Tampoco recuerdo ninguna música ni canción en aquel entonces. ¡Aunque todavía oigo el pito del guardia de la circulación! ¡Ah, y esto que me cae, por sorpresa, de entre las páginas de un vetusto libro de Quevedo que teníamos y qué no sé como lo he conservado yo hasta ahora: dos pequeñas hojitas, ilustradas de un Calendario- Album del Buen Humor, con 365 chistes, fechadas el 21 y el 28 de septiembre. Sus dos chistes me devuelven la risa que aun en los más duros momentos no nos debió de abandonar. En el primero se lee: "Doctor: --Sus piernas no me gustan. Enfermo:--Es que yo no soy Marlene Dietrich, sino Diego Romaguera". Y en el otro, todo un adelantado del feminismo militante, mientras una rubia mujer, sentada al borde de un acantilado, y vestida de rojo, se deleita leyendo o cantando página en mano, abajo, con el agua hasta la boca, su marido se debate, emitiendo, "Glu, Glu...". La esposa prudente le aconseja: " --Bebe despacio, que te va a hacer daño".
Vivimos, entonces en Barcelona, literalmente hablando, el "tiempo de silencio", con excepción de alguna imprecación en catalán lanzaba contra mi madre por esta o aquella mujer acusándola de querer colarse en una de las múltiples colas de las tiendas de alimentos a las que también nos llevaba. En nuestras salidas, en tranvía o paseando por algunas calles más lejanas, también nos mirábamos en el enorme cinturón de miseria, hambre, represión y persecución, de la capital catalana que, contrario a los dos escritores catalanes antes mencionados, sí vivió Juan Marsé y dejo novelado en Si te dije que caí. De aquellos atisbos, se nos quedó a mi hermano y a mí el bautizar a las casas, estragadas y comidas de miseria, de las calles pobres de Barcelona y, luego, a las de Madrid, de "puentes". No sé de dónde saldría la comparación, tal vez por ver aquellas míseras construcciones tan tendidas a la intemperie.
Como emblema de la inconsciente desazón vivida en aquellos meses de la primera posguerra en Barcelona, evoco un episodio que ha quedado a flor de piel en mi memoria, como emblemático de tantas tardes y noches oscuras en la capital catalana de los primeros tiempos de la posguerra. Una de ellas nos llevó mi padre al Circo; nos iban a entrar gratis unos payasos amigos suyos, de fama internacional, los hermanos Andreu, si mal no recuerdo. Así fue. Uno de ellos nos entró de la mano y nos puso en una de las primeras filas, mi padre iba a entrar poco después. Sin embargo, al encenderse los focos e irrumpir tronando el estruendo de la música, "Tarara chin-chin.chin. Burumbu-bun-bun. Tarata-chin-chin-chón" (nos hace oír Ramón en El Circo) y ver que no llegaba, me puse a llorar de forma desgañitada --¿cuando como mi padre no venía con el montón de refugiados que cruzaron, días después de nosotros, la frontera a Francia?-- y tuvo que sacarme mi hermano. Al salir, ya fuera, tropezamos con él a punto de entrar, y tuvimos que quedarnos los tres en la calle, en la fría noche, mientras que en el interior se vivía el esplendoroso espectáculo circense que habíamos anticipado con tanta ilusión. Después, la triste vuelta a casa, agravada por los reproches del mi hermano, dos años mayor, que me hacían sentirme, a mis seis años, más payaso que el no visto en la función, encajonados en el semi-vacío tranvía, avanzando hacia atrás por oscuras y desoladas calles.
Años más tarde leyendo Nada, título tan apropiado para aquellos años de posguerra y también para el episodio que recuerdo, de Carmen Laforet, sentí que mi alma infantil se identificaba con la de Andrea, su joven protagonista. Quizá aquella misma noche iba ella en el mismo tranvía o, en su angustioso deambular nocturno, por alguna de aquellas calles desiertas, oscuras, por las que atravesábamos de vuelta a casa, con las manos y los ojos vacíos: ella en la novela y nosotros en la vida.
El primer grito de rebeldía de la juventud española ante el estado de cosas de la sociedad española de posguerra lo dio, en novela, aquella joven catalana. Me encanta el episodio de su rechazo del mundo de la alta y ostentosa sociedad catalana franquista de la primera posguerra, de espaldas a la miseria y la represión del pueblo. Se trata de una visita a casa de un pretendiente: mansión, sita en nuestra propia calle de Muntaner, pero en la parte alta, cruzada la Diagonal, que era donde estaban las casas de lujo. Aquel mundo que nosotros atisbamos en nuestros paseos por la Diagonal, a la rebelde joven, visto por dentro, la hace casi vomitar.

 

Foto de Víctor Fuentes por Isaac Hernández http://www.isaachernandez.com/

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