'Cajambre' Novela ganadora del primer premio para novela corta “Concejo de Siero”, España.

cajambre_001Capítulo 1

- Fue la noche la que mató a Ruperta -dijo Marroquín.
- Estás loco -repuso Samuel, el de la pata gorda.
- No, fue por esos ojos de guagua, de estar mirando para donde no se debe ver -aseveró Arsecio, mi tío, buscando decir la última palabra.

Yo los oía desde mi cuarto, mejor dicho, desde ese cuarto inmenso que era toda la casa de madera y donde dormía en un catre pequeño, al lado de la cama de mi otro tío, Segundo. Las camas estaban cubiertas por toldillos, blancos como fantasmas al viento. Mi tío roncaba pero yo me desperté apenas oí el ruido de algunos que corrían, hablando a medias, entre gritos. Traté de reconocerlos por sus voces, pero aunque no era fácil, algo familiar me hizo suponer que eran algunos de los trabajadores más cercanos a mis tíos Arsecio y Elodia, además de ellos.
¿Serían los ojos de la noche? Me pregunté descubriendo que aunque los oía clarito estaba semidormido, soñando con túneles, no importa que el aire húmedo cayera sobre la cama, junto a las palabras afuera, como susurros. La noche tiene muchos ojos, en verdad, les hubiera dicho. Por todas partes hay ojos aquí en Cajambre. Los ojos de los chinches, en el colchón, son pequeñitos, los de los murciélagos, en el techo, oscuros y directos. Son vampiros también, y los negros los llaman chimbilacos. Debajo de la casa, corrían entre las ratas, las culebras, que se las comían, todas ellas llenas de ojos, vibrantes, escurridizas. El suelo que se mueve, lo invisible. Y en el inodoro, al lado del mar, con el hueco sobre las olas rompientes, las ranas, y esos ojos grandes, que nunca se cierran.


El que Horacio Flemming hubiera matado a Ruperta de un solo balazo decía que era un hombre que tenía muy buena puntería, eso creo se lo oí a Serafín, porque no podía ser otro el que hablaba.
-Y póngase usted a ver don Arsecio que dicen que Ruperta estaba engañando a su marido con Balanta, el que hace las cargas en Yurumanguí. La muy sinvergüenza -agregó. Y ahora sí era claro que era Serafín.
Mi tío dijo algo que no oí bien, pero pienso que era bueno ir a dormir porque pronto todo fue silencio de voces. Sólo ese ruido de la selva que es tan escalofriante: los insectos.

ARMANDO ROMERO, (Cali, Colombia 1944). Perteneció al grupo inicial del nadaísmo en Cali. Master y doctor en literatura latinoamericana de la Universidad de Pittsburgh, Estados Unidos. Viajó y residió en varios países de América, Europa y Asia, entre ellos México y Venezuela. En este país fue promotor cultural, editó libros, hizo cine. En Grecia escribió su primera novela, Un día entre las cruces (1993) y el libro de poemas, Cuatro Líneas (2002). Traductor e investigador, ha sido distinguido con el título de Charles Phelps Taft Professor de la Universidad de Cincinnati, donde es profesor de literatura latinoamericana.

armando_romero_022Serafín fue el primero que me recibió en Playitas. En sus manazas una botella de gaseosa Postobón dulce, la cual me caía muy bien para aliviar lo reseco de los labios por tantas horas de sal a mar abierto en la lancha rápida que mi tío Arsecio maniobraba ágilmente entre los rompientes de las olas. Mi tía Elodia no estaba en el caserío porque había salido río arriba, por el Timba, a coserle el seno a una mujer que se lo habían cortado de un machetazo en una pelea. Y Arsecio, luego de ayudarme a bajar de la lancha salió corriendo en la misma con Marroquín a ver lo que pasaba, no sin antes pedirle a Serafín que le trajera una botella de aguardiente.

-Trátame bien a este muchacho, que no sé a qué horas regreso. Avísale a Segundo -le dijo a Serafín, quien me miraba sonriente.
Mi tío Segundo no estaba en ese momento, y nadie tenía noticia de él, aunque una muchacha joven señaló como si estuviera en el baño.
Mientras caminábamos por el caserío hacia la casa principal, que estaba frente al río Cajambre, y me ayudaba cargando las maletas de lona, Serafín me iba diciendo que el machete era para los cosas buenas, para el trabajo, para ayudar a la gente, no para cortarle las tetas a las mujeres, ni más faltaba; y con la mano libre que le quedaba sacó su machete y empezó a darle planazos a la tierra, al aserrín, que era el suelo de Playitas, porque así fue como levantaron mis tíos ese caserío, me dijo, de donde sólo había agua, el cual era ahora una isla de trozas de árbol y aserrín, que cortaron también con machetes.

El lunes 31 de enero de 2011 se reunió en la Casa de Cultura de Pola de Siero, España, el jurado que otorgó el premio del II CONCURSO DE NOVELA CORTA "CONCEJO DE SIERO". Después de leídas y analizadas las tres novelas finalistas que habían sido seleccionadas previamente entre las 98 obras presentadas al concurso, y tras una pormenorizada valoración, el jurado decidió, por unanimidad, otorgar el premio,-dotado con 5.000,00 € y edición de la novela a la novela Cajambre del escritor y poeta colombiano Armando Romero. El Jurado estuvo presidido por D. José Antonio Noval Cueto, Alcalde-Presidente del Ayuntamiento de Siero, Mariví Díez Álvarez (Responsable de Talleres Literarios), Nacho Guirado Blas (Escritor) y Antón García Fernádez (Escritor).

Casi supe desde ese momento que Serafín iba a ser mi amigo en Cajambre. Región de selvas, mar, ríos, quebradas, islas, caseríos, manglares, aserríos, signados por el río que lleva este nombre, Cajambre. Con sus habitantes negros en abrumadora mayoría, y unos cuantos habitantes, colonos blancos. "Paisas" eran los recién llegados; "culimochos" los que estaban allí desde tiempos coloniales.
Serafín era alto y fuerte aunque bien entrado en años, con el cabello canoso, pero se decía el negro más negro de todos los negros, y lo repetía a las carcajadas. "Mi mamá era negra chambimbe", argumentaba con delicia. Pero Arsecio me diría después que eso no era cierto, que a su madre seguro se la había montado un coco blanco, de los que exploraban el oro a comienzos del siglo, y que Serafín era un tanto mestizo no cabía duda. Viejo Sera, don Sera, le decían.
-También el machete es bueno para las culebras cuando pasan, pero no hay que confiarse porque uno no las ve hasta que le dan el brinco -agregaba.
Las culebras invisibles, y ahí mismo comenzó en mí ese miedo que no veía el suelo sin sentir que algo se arrastraba siniestramente por él, entre el aserrín y los pedazos sueltos de madera.
Serafín depositó mis maletas en el cuarto inmenso que era la casa en palafito donde yo iba sólo a dormir, ya que la vida diaria se hacía afuera, a pleno sol o en el pequeño alero que se abría frente a la casa principal, la que ocupaban mis tíos Arsecio y Elodia. Un agujero en el empinado techo permitía que corriera el aire y saliera por la puerta, siempre abierta, sin naves. Y allá, cerca del techo, entre las vigas, Serafín me señaló los chimbilacos, durmiendo patas arriba entre lo oscuro de los recovecos del techo. "De día no hacen nada, dijo, sólo de noche pueden morderlo a uno, pero para eso están ahí los toldillos y para los zancudos, y no se olvide que aquí tenemos cucarachas voladoras, que pican también". Suerte hubiera sido que estos fueran todos los insectos. Tal vez por prudencia Serafín se quedó corto en el glosario de su entomología.

Primer capítulo de la novela Cajambre enviado a Aurora Boreal® por cortesía del escritor y poeta Armando Romero.

 



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