DOS: Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo

guillermo_090Analista senior con amplio y comprobado conocimiento de programación en java se requiere para trabajar en proyecto de magnitud considerable. Al menos cinco años de experiencia comprobada. Disponibilidad inmediata. Salario a convenir de acuerdo con experiencia. Ver mayores detalles en página web e instrucciones para enviar solicitud laboral.
Octavio terminó de beber de un solo sorbo el resto del primer café de la mañana. Prendió su tercer cigarrillo mecánicamente. Se tocó el mentón mientras pensó que primero se afeitaría la barba de varios días y luego entraría en la página web que mencionaba el aviso del periódico. Dio una aspirada profunda y lenta al cigarrillo mientras comentó en voz alta para sí mismo:
¡Carajo, es que ni mandado a hacer a la medida! Ese puesto me calza como anillo al dedo -


Miró por la ventana por primera vez desde que se había levantado. En realidad miró por la ventana por primera vez en varios años. El eco de su voz, que retumbaba en la habitación, le recordó que el apartamento se sentía más vacío desde que Lorenza lo había abandonado. Se había llevado todo. Sólo le dejó aquel cuadro que ella odió siempre, desde que había decidido irse a vivir con él y que había sido el motivo de la primera gran disputa, y también de la última que tuvieron hasta que todo culminó en la tarde de aquel martes que se sorprendió al llegar al departamento y encontrarlo completamente desocupado. Le dejó sólo el cuadro como testigo mudo y algunos de los libros de programación de java que encontró tirados y revueltos por el piso con la nota:
-¡Vete a la mierda, cabrón!

Guillermo Camacho escritor colombiano. En la actualidad reside entre Dinamarca y España.Desde aquella tarde había decidido tomarse la vida con calma y filosofía. Acto seguido, renunció a la MICROSOFT donde había trabajado como un animal los últimos cinco años. No ponía en discusión que en aquel lustro había aprendido una cantidad nada despreciable como programador, y posteriormente como analista de java. Tenía una cuenta bancaria abultada que le había permitido tomarse inicialmente un año sabático, aunque ya estaba entrando en su tercer año sabático dedicado exclusivamente a la lectura, sin horarios. Por supuesto sin pactos, empeños o vínculos amorosos que lo comprometieran a cumplir itinerarios y rutinas establecidas. Definitivamente sin reloj. También había decidido que la pintura de la discordia debería pasar a ocupar un lugar privilegiado en el departamento. La sacó del corredor al baño donde después de largas horas de discusión con Lorenza habían pactado prácticamente esconderlo de la vida en común de pareja. Aquel cuadro más un colchón, un centenar de ceniceros llenos de colillas, y libros, que empezó a adquirir desenfrenadamente, conformaban toda la decoración de su piso desde que Lorenza se había marchado. Después de un par de meses decidió comprar una lámpara para poder terminar de leerse la obra completa de Jorge Francisco Isidoro, tirado en el colchón, donde pasaba noche y día, mientras ocupaba el tiempo de las mañanas, sin prisa, ojeando viejos ejemplares de la revista Los Anales de Buenos Aires que había encontrado por casualidad en un mercado de pulgas y se los regalaron por una miseria. Ahí leyó Bestiario, un cuento publicado en un número de la revista del año mil novecientos cuarenta y siete que estaba firmado por un tal Julio Denis, escritor éste que también lo apasionó de una manera obsesiva. Leía infatigablemente mientras escuchaba siempre el mismo bolero que hablaba sobre tus ojos brujos, que se llenen de arena y de agua del mar y que te encuentres la hembra que te vuelva loco y que nunca, nunca, te quiera besar.
Una mañana se levantó del colchón, fue a una agencia de viajes y compró un boleto de avión. Decidió pasarse una temporada en Veracruz, en México, aquel rinconcito donde hacen su nido las olas del mar. Seguía leyendo incansablemente toda la obra de ese Julio Florencio Denis, y alternaba con los libros de Jorge Francisco Isidoro. Después de casi un año por México, donde pasaba las tardes perfumadas con besos de arena y lecturas, siempre de los dos mismos autores, volvió a su departamento en su ciudad. Recogió los ceniceros, botó las colillas a la basura. Saludó a su cuadro con honores, y una vez hubo desempacado las pocas cosas que trajo del viaje a Veracruz, siguió leyendo. Escasamente salía para comer o comprar tabaco o más libros de Jorge Francisco Isidoro y del tal Julio Denis.
Al final del tercer año, leyó una tarde un poema del tal Denis que decía que "ahora escribo pájaros. No los veo venir, no los elijo, de golpe están ahí, son esto, una bandada de palabras posándose una a una en los alambres de la página, chirriando, picoteando, lluvia de alas y yo sin pan que darles, solamente dejándose venir. Tal vez sea eso un árbol o tal vez el amor". (Julio Denis)
Entonces le volvieron las ganas de trabajar. Se levantaba temprano, salía a la calle a comprar el periódico y cigarrillos. Volvía al departamento. Se preparaba un café negro bien cargado y se fumaba todo un primer paquete de cigarrillos en la mañana mientras se leía de cabo a rabo el periódico y releía los anuncios de trabajo. Hasta esa mañana en que lo encontró.
Después de afeitarse y bañarse, como se había prometido, entró a la página web del anuncio y envió un currículum vía electrónica.
Botó las colillas de cigarrillos a la basura. Lavó los ceniceros.
Pensaba salir a almorzar cuando sonó el teléfono. En ese instante cayó en la cuenta de que el aparato llevaba tres años sin timbrar. Al otro lado le habló una voz seca e inexpresiva. Se presentó como Rino Ricci, propietario de Sistemas Asociados, la misma firma del anuncio del periódico. Acordaron encontrarse la mañana siguiente para una entrevista. No tuvo más remedio que ir a comprarse un traje nuevo, una camisa y una plancha. Paró en una peluquería del barrio antes de la cena. Mientras le devolvieron un corte de pelo común y corriente, se prometió frente al espejo que ya era hora de reemprender su vida laboral. El viaje a Veracruz, con sus tardes perfumadas de besos de arena era un recuerdo remoto. En ese instante creyó entender que el lenguaje de programación java le gustaba más que la lectura del tal Jorge Francisco Isidoro, que tanto le había exigido y le exigía, y que trataba de compensar con las lecturas del otro, del tal Julio Denis. Entre los dos autores lo habían ayudado a pasar el trago amargo de Lorenza, que le había dejado el corazón hecho pedazos. Pero había empezado a creer que sus dos escritores lo estaban volviendo medio loco. Que a pesar de que era delicioso pasarse días enteros leyendo y leyendo tirado en el colchón y fumando, debía volver a darle un orden a su vida. Eso de los horarios, el reloj, los colegas de la oficina. Aquellas cosas de la MICROSOFT que estaba curiosamente comenzando a extrañar y que, cada vez más frecuentemente, lo sorprendía saboreando mientras miraba por la ventana y extrañaba a Lorenza con sus histerias y neurosis.
- Lorenza, si supieras de lo mucho que he llorado en silencio...
Se durmió temprano, sin leer, sin prender la lámpara. Se levantó más temprano que de costumbre. Se bañó y se perfumó. Se vistió con las ropas nuevas y con la camisa planchada. La sensación le volvió a gustar. Como antes, tantas veces con trajes de lino, camisas ciento por ciento de algodón y corbatas de seda. Tomó un taxi rumbo a la dirección donde tendría la entrevista de trabajo.
Disfrutó minuto a minuto la conversación con el taxista en el tráfico infernal de la mañana. Habló con el chofer de diversos temas que hacía años no tocaba. De deportes, de política, de la amante del taxista y sus vacaciones con ella en una isla del Caribe. A su vez, Octavio alcanzó a confesarle de sus tardes en Veracruz leyendo tranquilamente. Se lo contó con tanta pasión y credibilidad que el taxista estaba convencido de que había sucedido la semana anterior. El rostro de Octavio estaba verdaderamente relajado. El color de la piel conservaba ese cobrizo que sólo se obtiene bajo el sol en calma. Octavio también llegó a confesarle, casi en tono secreto y algo silencioso, que amaba a Lorenza de veras y que le seguía de cerca sus pasos, aunque ella no lo quisiera, y que nada ni nadie haría que se olvidara de ella.
La primera impresión que Octavio tuvo de Rino Ricci, el propietario de la empresa donde tuvo la entrevista de trabajo, fue la de un rostro obeso con bigote de morsa en un cuerpo amorfo y redondete. Sin proponérselo le descubrió restos de comida en aquel bigote que le cubría el labio superior de forma grotesca. Seguramente sobras del desayuno o de la cena de la noche anterior. Para rematar, el individuo tenía el pelo liso y grasiento que le caía desordenadamente por la frente. La empresa era definitivamente pequeña. Rino era uno de los tres propietarios. Tenían un único cliente: una institución educativa. Una universidad a la cual desde hacía un par de años le estaban montando toda una serie de sistemas y páginas electrónicas.
Después de una breve introducción y el obligado saludo para romper el hielo, Octavio y Rino se encerraron a discutir los pormenores del empleo, en una oficina mal ventilada y con poca luz donde éste último tenía su despacho. Las menudencias del trabajo eran pan comido para Octavio dada su extensa experiencia laboral. Sin embargo, Octavio tuvo una ligera desconfianza de todo aquello cuando Rino regateaba rebajas absurdas al paquete salarial. Insignificancias, pensó.
Tuvo un mal sabor cuando salieron a preparar un café en una sala amplia contigua, donde los otros tres únicos empleados trabajaban frente a pantallas de computador ensimismados en su propio mundo. Una preocupación más seria lo asaltó cuando Rino, en vez de presentarle a los colegas, se refirió a ellos en un lenguaje soez y vulgar. No le gustó para nada cuando le metió un grito a la joven programadora que aprovechó para consultarle una duda sobre el trabajo que estaba realizando. Bebieron el café que se impregnó nuevamente en el bigote de morsa de Rino y se mezcló en una melcocha con los sobrados de comida que reposaban sobre él. A la hora del almuerzo ya se había acordado que Octavio empezaría a trabajar esa misma tarde, inmediatamente después de la pausa de medio día.
A las doce y media Rino, Octavio y los otros tres empleados salieron en grupo. Rino iba a la cabeza. Se acomodaron en un restaurante de la zona. Durante la charla del almuerzo todo quedó claro: Rino peló el cobre. Era un ser desagradable que hablaba en forma déspota y consideraba a todo el mundo inferior a él. No era sólo la forma como hablaba. La altanería y prepotencia con que se refería a todos los asuntos que trataron. Los comentarios viles sobre los otros tres empleados, que pacientemente se tragaban las ofensas en silencio mientras consumían los alimentos. Terminaron de comer; en silencio se dirigieron a un bar a veinte metros del restaurante. Ordenaron cinco cafés. Cada uno lo tomó sin decir palabra. Rino era el único que continuaba hablando. Monopolizando las palabras y escupiendo gotas de saliva que salían como pequeños proyectiles por entre los pelos pegajosos del bigote de morsa, que para ese entonces tenía una colección de restos de comida, sopa, salsa de pasta y gotas del café en casi toda su superficie.
Regresaron en silencio como niños regañados los últimos quince metros que separaban al bar de las oficinas donde trabajaban. Rino no paró en todo el trayecto de humillar a los tres empleados con nuevos comentarios. Octavio estaba mudo. Tal vez algo atónito. Por un instante creyó que estaba fuera de forma. Así era la vida laboral, sólo que él no lo quería recordar. Se limitaba exclusivamente a observar la escena.
Cuando llegaron a la puerta de la oficina, Octavio se llenó de valentía y finalmente habló por primera vez desde el almuerzo. Con voz firme y segura dijo:
- Adelántense ustedes que me olvidé de comprar cigarrillos; ya vuelvo.
Y sin decir palabra, retrocedió al bar como la cosa más natural. Los futuros colegas, incluido Rino Ricci, con su bigote grasiento y lleno de sobras de comida, entraron en las oficinas. Encendieron los computadores y se sentaron como autómatas frente a las pantallas. Rino, antes de sumergirse en su despacho, le dijo en tono despectivo al chico español:
- Oye tú, dile al nuevo apenas regrese de comprar cigarrillos que pase por mi oficina para pasarle el trabajo que debe comenzar hoy mismo.
Se lo quedaron esperando toda la tarde. Octavio jamás regresó.
Octavio volvió al departamento, prendió un cigarrillo calmadamente. Se quitó los pantalones, tomó el libro que le faltaba por leer, se tiró en el colchón y dijo en voz alta:
- ¡Nunca más carajo, ni por asomo! -
Entonces recordó el poema, abrió el libro en la segunda página y leyó en voz alta la primera frase que daba las Instrucciones para llorar. Se quedó leyendo el gran libro de por vida, sin importarle un comino la gente y sus horarios. Solo hacía pausas para ir a comprar cigarrillos al bar de la esquina, donde siempre se despedía jocosamente y de la misma forma del empleado de confianza del bar.
Por favor, déle mis recuerdos al señor Rino, ése, el del bigote de morsa lleno de mierda. Y volvía a casa y se tiraba en el colchón a seguir leyendo.

Voy a comprar cigarrillos; ya vuelvo enviado a Aurora Boreal® por cortesía del autor. Foto Guillermo Camacho©Agustina Balangero.

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