Contra el silencio

juan carlos arteaga 001Las palabras no nos sirven para comunicarnos con el otro
sino para abolirlo.
Octavio Paz

 

Todo esto empezó con una pregunta muy simple: ¿cuál es la importancia de la palabra en un ambiente terapéutico? Pero inmediatamente se trasciende la pregunta, se la amplía, se la lleva precisamente al campo de lo humano. No se puede mirar el famoso «campo terapéutico» como, simplemente, un espacio propio de ciertos «escogidos» que han ganado algo de reconocimiento. La pregunta se trasciende —como si en el momento mismo de formularla ya estuviéramos mirando más allá— porque no se trata de la importancia de la palabra en una determinada técnica, de terapia concreta. Se trata de preguntar por aquello que nos define, por aquello que nos otorga la única condición que nos separa del resto de mamíferos: la condición de sujetos. La palabra, en su relación directa con el testimonio, nos otorga lo que de humanos tenemos, nos humaniza en el acto y, por supuesto, nos humaniza en el ámbito histórico de perdurabilidad que posee. Entonces, la palabra, el testimonio, no únicamente se relacionan con la metodología de la terapia —recordemos que «hacer explícito lo implícito» es una de las directrices de la Terapia Gestalt—, sino que se constituye como el mecanismo, jamás neutro, de la posibilidad de convertirnos en sujetos, de convertirnos en seres humanos, de volvernos lo que somos y, por tanto, de re-crearnos en la propia libertad que brinda la palabra o en la misma libertad que quita el silencio.

Octavio Paz —una de esas mentes lúcidas que ha producido América Latina en las últimas décadas— habla de la palabra en relación a esa libertad que nos vuelve humanos en la capacidad intrínseca de auto-definirnos, de crearnos en posibilidades infinitas de reinvenciones en donde, contra el mismo contexto social, estamos decidiendo la existencia que deseamos tener y, por tanto, el tipo de sujetos que estamos siendo:


Invento la quemadura y el aullido, la masturbación en las letrinas, las visiones en el muladar, la prisión, el piojo y el chancro, la pelea por la sopa, la delación, los animales viscosos, los contactos innobles, los interrogatorios nocturnos, el examen de consciencia, el juez, la víctima, el testigo. Tú eres esos tres [...] Contra el silencio y el bullicio, invento la Palabra, libertad que se inventa y me inventa cada día. (Paz, 2003: p. 7).

Entonces, la importancia de la palabra trasciende el «ámbito terapéutico» porque es necesario —ahora más que nunca— retornar a su importancia en el campo de la vida humana en general. Ese «Yo» poético de Octavio Paz es un «nosotros» de la humanidad en donde vamos inventando todo lo que podemos inventar —desde el «chancro» hasta el «interrogatorio», pasando por la «sopa», por la «masturbación en las letrinas» o por «los contactos innobles»—, más allá de que la invención sea buena o sea mala. Pero, en medio de ese proceso, estamos definiendo nuestra propia condición. El resto de mamíferos, aunque tan cercanos al ser humano en términos de percepción si es que seguimos una senda evolutiva, no tienen la capacidad de crear y, por tanto, no tienen la capacidad de autodefinirse y volverse sujetos, la capacidad de humanizarse a fin de cuentas en un testimonio que es propio y que perdura. No se trata solamente de la palabra o el testimonio en términos de autobiografía, sino de la capacidad de «decir», de forma general. Sólo aquel que «dice» se vuelve sujeto, pero solamente aquel que puede «decir», lo hace. Por tanto, la lucha es continua por mantener esa condición, por la creación política de un «Yo» —que no esté psicologizado— que vive en el mundo y que tiene derecho a crearse a sí mismo porque, por supuesto, tiene derecho a hablar.

Juan Carlos Arteaga. Ecuador, (1985). Editor y profesor. Ha publicado los libros: Transtextos (2006) en co-autoría con Andrés Cadena. Sexualidad Virtual (2011). Lectura y escritura de lo obsceno (2013). Los textos: La heteronormatividad y la nada (2010) en Ecuador Debate. La vieja carne y la nueva carne (2012) en la revista Anaconda.

Sin embargo, en ciertos contextos, en ciertos momentos individuales o colectivos, esta voz se pierde, esta capacidad de auto-definición se extingue, esta Palabra que nos «inventa cada día» calla y desaparece. Hay indudablemente contextos que silencian. —Si tuviésemos que aventurar una respuesta rápida a la pregunta inicial, afirmaría que la labor terapéutica tiene que ver con la voz; es decir, en el terapeuta está la capacidad de «acompañar» a la persona que «trabaja» en terapia con él hasta adquirir de nuevo esa voz y, por tanto, adquirir de nuevo la capacidad humana de auto-definirse. Que la vida emocional se recupere en ese recuperar la voz; pero no ya únicamente la vida emocional sino que la vida misma se recupere en esa capacidad de testimoniar la propia existencia y decidir, de humanizarse, de compartir con un terapeuta que acompañe ese proceso de humanización—.

juan carlos arteaga 002Y en el ámbito general —que ya se confunde el ámbito terapéutico con el ámbito de la vida porque sus bordes, poco a poco, se desdibujan: la vida es aprender y la terapia es aprender y la terapia es la vida y la vida también es parte de la terapia, en una dialéctica en donde todo se confunde, en donde todo confluye y únicamente emerge, por sobre todas las categorías abstractas y por tanto artificialmente creadas, la vida humana—; y en el ámbito general, la construcción política de ese «Yo» tiene que ver con el exterminio de los contextos que silencian, con la abolición de los espacios que asfixian y oprimen. Y el silencio, en una de sus facetas más perturbadoras, no atañe únicamente a quien sufre sino también a quién es el causante de ese sufrimiento pues, en la historia del ser humano, si hacemos una de esas revisiones profundas, encontraremos que en la vida cotidiana las posiciones de «juez», de «víctima» y de «verdugo» son intercambiables... todos tenemos algo de «juez», algo de «víctima» y algo de «verdugo». El pasado, por lo menos, así nos lo enseña. «En uno de los episodios más tristes de la historia del pensamiento» se rastrea ese silencio, se lo encuentra en su dimensión de existencia «inconmovible» que no conjura el poder, sino que lo apoya, que lo legitima, que lo vuelve más monstruoso por, justamente, mantenerse «inconmovible». Por tanto, este silencio se vuelve cohercitivo en su potencial de destrucción, en su fuerza devastadora y, sobre todo, en su fuerza deshumanizante. No hablar es sinónimo de muerte, el silencio es sinónimo de muerte. Edmund Husserl, por ejemplo, es quien le enseña a Martin Heidegger la fenomenología y, aunque el discípulo después continúe ampliando el campo, modificándolo con reflexiones propias, con formas de trabajo particulares aportando a la filosofía —¿reinventándola quizás?—, no ya únicamente repitiendo los conocimientos aprendidos en una clase, Edmund Husserl es quien le abre dicho campo, quien lo apadrina, quien le enseña, por lo menos en los primeros años. Estudiantes de Husserl, de entre los más estacados, son Jean-Paul Sartre, Max Scheler o Martin Buber; pero, no; ninguno de ellos cumple con las expectativas de Husserl. Él escogió a Martin Heidegger, lo ayudó a publicar, publicitó su carrera, le dio una lista de varios conocidos que, más por un favor personal al viejo profesor, ayudaron al joven estudiante, promesa aún en esos tiempos en los que Husserl confió en el muchacho. Pasan algunos años, no muchos en realidad, y el movimiento Nacional Socialista asume el poder, controla el estado y gobierna el territorio. Martin Heidegger, un claro simpatizante del régimen, es nombrado rector de la Universidad de Friburgo y, en su discurso de posesión, deja clara su simpatía con el partido. Después, ¿qué hace Martin Heidegger?, solamente calla. No se trataba de que el rector se condoliera por el dolor de los demás en abstracto; sino que, más bien, desde su posición privilegiada pudiera ayudar a aquellos que se encontraban cerca y que sufrían por el contexto que, poco a poco, los silenciaba; que, poco a poco, los deshumanizaba, les arranchaba cada día su condición misma como sujetos. No se puede negar todo su legado –amplio, basto y, sobre todo, trascendental en la historia de la filosofía y el pensamiento del siglo XX; legado sin el cual el funcionamiento societal en la actualidad, sin lugar a dudas, fuera diferente— si no de remarcar su silencio:


La conducta del nuevo rector para con los colegas no arios o ideológicamente escépticos fue fea, pero de una manera esporádica, mezquina. Hubo muchas cosas de las que simplemente prefirió no darse cuenta. Husserl resistió en un macabro aislamiento. Dice un rumor obstinado que Heidegger le denegó el acceso a la biblioteca de la universidad. No hay pruebas fehacientes de ello. Lo que es seguro es que no hizo nada para aliviar la situación de su maestro. (Steiner, 2007: p. 85).

juan carlos arteaga 003¿Era Husserl no ario o ideológicamente disidente?, ¿quizás ambas? Lo importante es cómo Heidegger prefiere «no darse cuenta» de la situación, prefiere voltear, darle la espalda —incluso a la historia, sugeriría Kristeva— y el silencio del filósofo se transforma inmediatamente en «ocultamiento». Su existencia «inconmovible», completamente al margen del dolor real, concreto y cercano de los que conocía, no solo se deshumaniza sino que, por obra misma del silencio —y cabría decir a través del silencio—, se «oculta» su propia deshumanización. Se extingue lo que de humano hay en Edmund Husserl y lo que de humano hay en Martin Heidegger. Uno y otro pierden, lentamente, su propia condición como sujetos y su palabra, su testimonio —comprometido ya con el devenir histórico— va perdiéndose también. Claro que sus posiciones son diferentes pero, al final del día, padecen el mismo proceso: mueren en el silencio —sea este cómplice o victimizador—. Lo realmente triste —si es que realizamos un salto a la época actual— es que en el contexto formativo contemporáneo todavía existen profesores, terapeutas o padres que silencian a quienes se encuentran cerca pero que, no por estar cerca, se encuentran en la misma situación de poder. Silencian a los estudiantes, silencian a los pacientes, silencian a los hijos y, en medio de ese proceso, la dialéctica de la pérdida de humanidad en todos los actores que acuden a ese acontecimiento del silencio. Si retornamos al famoso «campo terapéutico» la respuesta es simple. La terapia tiene que ayudar a «decir». Pero sin perder de vista que ese «decir» debería ser intrínseco del ser humano, que si no existieran contextos que perturban por su capacidad deshumanizante y, por tanto, exterminadora, la terapia no debería existir. El «decir» es tan propio de los seres humanos que no se requiere de fabulaciones artificiales —cualquiera que están sean, incluso aquellas que tienen a la no-violencia como uno de sus principios filosóficos que las dirigen, como centro mismo de su «trabajo», como es el caso de la Terapia Hakomi—: el ser humano es tal en cuanto «dice», en cuanto su palabra es legítima, en cuanto su testimonio —propio de la existencia que lleva— se pronuncia y puede «ser». Cuando aquello se ha perdido, lo importante es, estructuralmente, reconsiderarlo, recrearlo en contextos que aboguen por la palabra, que aboguen por esa humanidad. Y la Terapia termina —se extingue y muere, por suerte— cuando ese ser humano puede por fin «decir»; por tanto, cuando ese ser humano puede, por fin, ser humano. La responsabilidad de ese retorno a la palabra es conjunta entre el sujeto/organismo y entre el espacio/ambiente humanizándose y humanizando, en donde el testimonio puede volver a «ser». La memoria juega un papel preponderante en la construcción política de este «Yo», de la voz de este «Yo» que no olvida. La memoria se constituye en uno de los mecanismos de re-construcción de esa humanidad perdida. Porque no podemos olvidar —yo no puedo hacerlo, al menos, aunque nuevamente remarque la importancia de la obra de Heidegger—, que el filósofo, cuando tuvo la oportunidad de hacerlo, calló:


Heidegger, filósofo que nos señala el «olvido» de Occidente y de su metafísica, no tiene una sola palabra para nombrar a los olvidados de esa historia de sustracciones [...] Heidegger calla. En ese callar se manifiesta lo impronunciable del genocidio, la presencia de una obturación que hace resistencia a la voz exterminada y de la que Heidegger no puede, no quiere ni sabe decir absolutamente nada. En su silencio habla lo imposible de la memoria y pende como una lápida ilevantable allí donde lo atroz no es escuchado ni reconocido. ¿Cómo sostener el filosofar después de que lo inaceptable fue aceptado y silenciado? ¿Cómo seguir trabajando con el lenguaje cuando las palabras quedaron comprometidas con el mal absoluto? ¿Es acaso el silencio de Heidegger una astucia del mal? (Forster, 2003: p. 246).

Lo primero que reconocemos en las palabras de Forster —otro de los importantes ensayistas de América Latina— es que inmediatamente los «olvidados» se transforman en los «silenciados». Esos que han sido expropiados de la voz, lo han sido en la medida en la que, para la historia oficial —y principalmente para quienes ostentaban condiciones privilegiadas en aquel momento—, serán «olvidados» y lo serán, precisamente, porque ya no se trata de seres humanos. Y ese despojo, esa expropiación del testimonio es terrible pues se torna irrecuperable: nadie puede hablar por ellos; ni siquiera los mismos testigos que lograron sobrevivir a aquel contexto, peor aún el filósofo o el terapeuta posterior que poco o nada sabe de esa pérdida. Cuando la voz se extingue por el contexto que silencia, se pierde... se pierde ya. Y, ahora, la propuesta es pensar en esos nuevos «silenciados», no ya aquellos que pasaron por Auschwitz-Birkenau; sino por aquellos muchos otros que todavía no existen, que están entre nosotros pero que, a la vez, han experimentado ya esa expropiación. Llevemos esta reflexión más allá: pensemos en nosotros mismos, pensemos en todas esas ocasiones en las que, quizás por el contexto, hemos sido los «silenciados». Definitivamente, nuestra experiencia emocional y nuestra experiencia social ha sido maltratada. Pero no solamente eso. Sino que, ahora, pensemos en todas las ocasiones en las que, por el contrario, hemos sido los «silenciadores» —que la posición de «juez», «víctima» o «verdugo» son intercambiables—. La responsabilidad, entonces, es todos; de todos nosotros que pertenecemos al género humano, y no ya solamente de aquellos que estuvieron en el campo de concentración, que estuvieron dando las órdenes, que estuvieron industrializando el asesinato; y no ya solamente de ese Martin Heidegger que calló, que no hizo «nada por aliviar la situación de su maestro». Forster es claro cuando sugiere que Hiedegger —ese silencio que sigue pesándonos después de tantos años—, es un fenómeno de todos porque el lenguaje, la palabra o el testimonio, cuando fue pronunciado, se «comprometió» con el «mal», con esa industrialización del asesinato —auspiciado desde el estado—: palabra comprometida; no liberadora, sino asfixiante. Claro, la vergüenza que de ese acontecimiento se desprende es así mismo colectiva. ¿Por qué Forster pregunta por el filosofar después de Auschwitz-Birkenau? Pues precisamente porque el despojo de la condición de sujetos, de aquellos que estuvieron dentro, es el despojo masivo —históricamente nunca antes visto hasta la Segunda Guerra Mundial— de la condición de sujetos por parte del género humano mismo. El gesto de silencio es imposible de olvidar. Si Annah Arendt se enamora de Martin Heidegger por lo que Julia Kristeva llama su «estar Vivo-Pensando» —como una intelectualidad que crea pero que, al mismo tiempo (tal cual lo presenta la Fenomenología) no se separa de su contexto sino que es parte de él, sufre por él, se construye en él y dentro de él y a la vez construye el ambiente mismo con el que interactúa), tendríamos que aceptar que el silencio de Heidegger se transforma en muerte. El filósofo va perdiendo, lentamente, su «estar Vivo-Pensando» y, por tanto, se va extinguiendo. Arendt se aparta de Hiedegger y esa separación es una metáfora nuevamente: nadie puede estar enamorado de un muerto. El autor del libro Tiempo y ser va muriendo pero lo trágico es que, al mismo tiempo, va asesinando a quienes se encuentran cerca —muchos otros que se extinguen por ese silencio, en donde el caso de Edmund Husserl es solamente uno de los más evidentes, sin ser el único—.

Restituir a la palabra, al testimonio, su carácter de «vida» y de creación —o lo que es lo mismo: terminar con esa relación entre la palabra y su compromiso con el «mal»—, pienso es la verdadera tarea, no solo el «trabajo», cotidiano y esforzado, del terapeuta sino de todo aquel que increpe por el «sentido», por el «sentido» de la «vida» y el «sentido» de la «muerte». Sin embargo, esta restitución del carácter creador de la palabra —en donde la reconstitución como sujetos es parte de ese proceso de restitución—, no es una tarea que sea fácil o clara. «Decir» es solamente el primer paso. Hay que tener en cuenta que la palabra, pronto —más fácilmente de lo que podría pensarse—, puede volverse vana, emergiendo nuevas formas de «silencio», tan devastadoras y peligrosas como las que se vivieron en la década del 50 en Europa y en el resto del mundo. En esas nuevas formas de silencio, la palabra circula pero su trascendencia es nula. Walter Benjamin —quien podría ser uno de los verdaderos maestros del pensamiento de Foucault, por lo menos en donde podemos encontrar puntos de encuentro entre uno y otro— dice:


Con otras palabras, ya casi nada de lo que acaece conviene a la narración, sino que todo es propio de una información. Saturados de información, los hombres han ido perdiendo la capacidad para comprender, han olvidado el sentido de las palabras y han sido despojados de lo «extraordinario» para ser introducidos en el lenguaje de la banalización generalizada. Una pobreza del todo nueva ha caído sobre el hombre al tiempo que ese enorme desarrollo de la técnica... (Benjamin, 1973: p. 168).

juan carlos arteaga 004No se «habla» y, cuando se lo hace, es banalidad. Entonces, el asunto se vuelve muchísimo más complicado. Ya en los nuevos tiempos —en esa Posmodernidad de la que hablan algunos—, tenemos discursos por todas partes, testimonios que navegan a la velocidad de la luz, recursos tecnológicos y tecnologías comunicativas y, sin embargo, seguimos en ese «silencio» que se vuelve mortal. En la época Heidegger, era más fácil: al menos, se sabía que el silencio podría ser reemplazado por la palabra y, por tanto, allí un camino político y terapéutico a seguir. En el caso de los nuevos tiempos, es más complicado porque esa «saturación» de la información se torna inmediatamente en deshumanización: pérdida de la condición del sujeto por un nuevo tipo de «silencio» —«pobreza» la llama Benjamin—. La publicidad, el periodismo, la literatura o la terapia, solamente son algunos de los campos privilegiados de esa «saturación» de la información que no se convierte en nada más que en «silencio», de esa palabra vana que es sinónimo de silencio. No nos interesa que Heidegger «hable», que diga «cualquier cosa»; sino que, por el contrario, que su palabra adquiera la trascendencia necesaria para enfrentarse a ese poder central, que conjure esas formas de coerción que asesinan y que, por tanto, no dé la espalda a lo que sucede en su tiempo. Quizás el mismo reproche podríamos hacerle a Carl Jung quien, en medio de ese clima de devastaciones sociales en donde países enteros —¿enfermos?— se encontraban disputando el poder global y, como parte de esa batalla, la muerte de tantos seres humanos, mientras el psicólogo estaba «distraído» por sus «arquetipos» y su «inconsciente colectivo». Wilhelm Reich —otro de los grandes pensadores de la época—, no. Reich publica su libro Psicología de masas del fascismo en donde, entre muchas otras cosas, está afirmando que todo orden social produce en las masas sus estructuras de carácter; o, lo que es lo mismo, todo «orden social», sea fascista o no que aquello poco importa, «condiciona» el carácter de los seres humanos y los moldea tal y como ese «orden social» específico los necesita: allí la explicación del fascismo, del poder, del abuso, de la guerra, del autoritarismo. Y podemos estar de acuerdo o no con esas hipótesis presentadas —que a fin de cuentas, así se va construyendo la historia del conocimiento: plagándola de criterios aventurados, errados quizás en la mayoría de los casos—; pero no se puede desconocer el gesto: mientras Heidegger calla; Reich, habla. El psiquiatra, y no el filósofo, «dice», denuncia y testimonia. Wilhelm Reich, más allá de su propia obra, tiene el acierto histórico —incluso político me aventuraría a afirmar—, de no «silenciar» ni tampoco convertirse en «silenciador». Por el contrario, y en la medida de sus posibilidades —que si rastreamos la historia del psicoanálisis podríamos ir evidenciando como estás constantes posturas políticas fueron, lentamente, cerrándole el camino académico o terapéutico al negarle el reconocimiento, con actitudes tan mezquinas como su famosa «expulsión de la asociación de psicoanalistas»; y, por tanto, sus posibilidades cada vez fueron menores—, re-significa su palabra sin caer en el discurso vano. Allí, contra el silencio —que es lo mismo que decir contra la muerte—, emerge la palabra, aquella palabra que no se compromete con el «mal», con el poder central o con el «orden social». Wilhelm Reich plantea el problema de forma integradora: los cuerpos sociales están «enfermos» y reproducen su «enfermedad» en los cuerpos individuales. Por tanto, las soluciones deberían ser estructurales a nivel de colectividad. Nuevamente, se puede estar de acuerdo o no, pero lo importante es el gesto, es el tratar de mantenerse sobre el significado del testimonio personal, aún arriesgando la vida.
Entonces, una segunda forma de silencio —que ya no tiene que ver con la banalización— aparece. La palabra también puede comprometerse con la instrumentalización (Habermas; 2001) perpetuando el régimen de lo establecido, oprimiendo, configurando una cápsula que asfixia y extingue. Michel Foucault, hablando sobre la utilización de la palabra en la construcción de esa cárcel simbólica —cárcel que se encuentra dentro de la propia subjetividad y corporalidad del sujeto; es decir, cárcel que no es una metáfora sino que, más bien, se trata de toda una serie de «mecanismos de control» incorporados a los seres humanos— dice:


Resaltaré únicamente que en nuestros días, las regiones en las que la malla está más apretada, allí donde se multiplican las casillas negras, son las regiones de la sexualidad y la política: como si el discurso, lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica, fuera más bien uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes. (Foucault, 1999: p. 15).

La palabra y el discurso, aunque no sean exactamente lo mismo, los utilizo como sinónimos porque ambas se constituyen como el «artefacto» preciso, aquel vehículo que funciona a la perfección, para que los «mecanismos de control» puedan ser incorporados en los cuerpos y en las subjetividades de los sujetos —desde la Terapia Gestalt llamamos a esto introyectos—; es decir, la palabra conspira —nuevamente comprometiéndose con el «mal», en palabras de Forster—, para crear aquellas cárceles simbólicas que aprisionan, asfixian y terminan por «silenciar». La palabra no es «neutral» o «transparente» sino que posee una relación directa con el poder; y el silencio, también. Se trata, entonces, de que la sexualidad y la política no conspiren para que el sujeto pierda su propia condición como tal; se trata —si es que ya han conspirado— de que los seres humanos no continuemos en ese silencio —cualquiera de los tipos que éste posea o de los formatos en que se presente— que es sinónimo de muerte. Uno de los más claros ejemplos de la palabra comprometida con el «poder central», que se torna mucho más monstruosa por su propio carácter casi irreconocible, por lo menos en nuestros tiempos, tiene que ver con la «tolerancia». «Tolerar» significa nos trasgredir los límites; por tanto, estar lejos... donde no se te vea. «Tolerar» implica, por tanto, que la diferencia —esos muchos otros que también son sujetos aunque el «poder central» no quiera aceptarlos como tales— no sea vista. No importa si es que una persona es indígena, con tal de que no se la vea. No importa que una persona sea pobre, con tal de que no se la vea. No importa que una persona sea homosexual, con tal de que no se la vea. Es la vista —o mejor dicho, es el no estar a la vista— lo que marca ese discurso de la «tolerancia», aparentemente tan ingenuo, tan políticamente correcto. Esa palabra pronto se desplaza al espacio de la política y la sexualidad, abarcándolo todo. «Toleramos» a los otros diferentes en la política y «toleramos» a los otros diferentes en la sexualidad. Pero se los «tolera» siempre y cuando sus cuerpos no los delaten, se los «tolera» siempre y cuando no aparezcan en el espacio público; es decir, se los «tolera» siempre y cuando no sean vistos, cuando no perturben.

Quizás Martin Heidegger «tolera» a Edmund Husserl —que desprecio como tal, por un antiguo maestro, creo que no se puede sentir, quiero pensarlo así—. Pero también es posible que esa «tolerancia» se torne mucho más cruel que enfrentarlo a pleno día, que increparlo por sus opiniones disidentes. Si el problema no es que no estén de acuerdo. El problema preciso es el «silencio» poblándolo todo, incluso poblando la interacción entre el antiguo maestro y su estudiante más destacado. La «tolerancia» —con su gran cuota de ambigüedad, pues jamás sabremos la línea exacta, el límite preciso en el que la «tolerancia» se transforma en violencia abierta y descarnada— vuelve el silencio más abrumador, más temible porque, al no saber en qué dirección va su devenir, es mucho más complicado para los sujetos sobrevivirlo. Entonces, la propuesta política es clara: el «silencio» tiene que ser exterminado y la «tolerancia», abolida. Contra el silencio, la palabra no vana; la palabra sentida y «liberadora», no comprometida; la palabra que nos devuelva nuestra propia condición como humanos y que nos permita «ser». Retornamos al inicio de todo esto; retornamos a la pregunta simple para la cual planteamos una respuesta, así mismo simple —y simple no significa que no sea efectiva—: ¿Cuál es la importancia de la palabra en un ambiente terapéutico? Contra el silencio, la «aceptación», que significa convivir en la diferencia, temerla menos; volver horizontales lo más posible —pues es una utopía creer que se puede lograr del todo— las relaciones de poder y aprender de ese otro diferente. Por tanto, contra el silencio, la «aceptación», que significa «aceptarnos» entre humanos, «aceptarnos» como humanos y simplemente vivir.

Bibliografía:

  1. Benjamin, Walter (1973). "Experiencia y pobreza" en el libro: Discursos intempestivos I. Madrid: Editorial "Taurus".
  2. Forster, Ricardo (2003). Crítica y sospecha: los claroscuros de la cultura moderna. Buenos Aires: Editorial "Paidós".
  3. Foucault, Michel (1999). El orden del discurso. Barcelona: Editorial "Tusquets".
  4. Habermas, Jurgen (2001). Teoría de la acción comunicativa. Madrid: Editorial "Taurus".
  5. Kristeva, Julia (2006). «Introducción: el siglo del psicoanálisis». En el libro: El genio femenino: Melanie Klein. Buenos Aires: Editorial "Paidós".
  6. Paz, Octavio (2003). Libertad bajo palabra. Editorial "Sol 90": Buenos Aires.
  7. Steiner, George (2007). Lecciones de los maestros. México: Editorial "Fondo de Cultura de México".
  8. Palacio, Pablo (1997). Obras completas. Quito: Editorial "Libresa".
  9. Suskind, Patrick (1996). El perfume. Madrid: "O.N.C.E. Centro Bibliográfico y Cultural".

Contra el silencio enviado a Aurora Boreal® por Juan Carlos Arteaga. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Juan Carlos Arteaga. Foto Juan Carlos Arteaga  © Juan Carlos Arteaga.

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