Esa “puta perra paridora” de Fernando Vallejo

osscar osorio 240La Virgen de los sicarios es la novela más exitosa de Fernando Vallejo. En el vigésimo aniversario de su publicación, cuando abundan las traducciones, los ensayos, las investigaciones y las tesis doctorales sobre la obra de este autor y muy especialmente sobre esta novela, me propongo ofrecer unas claves de lectura nuevas, a través de las cuales mostraré cómo esta novela está modelizada por un pensamiento criminal, esto es, que todos los funcionamientos textuales se orientan por dicho pensamiento.
Los acontecimientos ocurridos en torno a la relación de Fernando y Alexis, en la primera parte, y de Fernando Wílmar, en la segunda, constituyen el eje diegético de la novela. Pero la segunda historia es una repetición de la primera. Esta historia duplicada de las dos relaciones se construye en dos bloques de tres secuencias: viaje a Sabaneta con Alexis y rememoración de la infancia feliz (7-19), periplo con Alexis (19-80), viaje a las comunas y constatación de la miseria y la infelicidad (80-90); visita a Sabaneta con Wílmar y rememoración de la infancia feliz (90-98), periplo con Wílmar (98- 116), visita al anfiteatro y constatación de la inutilidad de la vida (116-121).

El texto abre con la evocación de Sabaneta, "un pueblo silencioso y apacible" (7) cerca del cual quedaba la hacienda de los abuelos, Santa Anita, donde transcurrió la infancia del narrador protagonista. Fernando recuerda cuando armaron un inmenso globo de china deleznable, lo soltaron y lo persiguieron en el Hudson del abuelo. Allí en Sabaneta también quedaba "el sitio más mágico del Universo, la cantina Bombay" (13) y entre las casitas de la carretera había una donde el 16 de diciembre armaban "el pesebre más hermoso que hayan hecho los hombres" (13). Desde el 16 hasta el 24 de diciembre, cuando nacía el niño Dios, eran "ocho días de una dicha interminable en espera" (13). Por esa carretera bordeada de casas campesinas, que eran como la prolongación en el paisaje del pesebre, Fernando caminaba, a la edad de 8 años, con los padres, los tíos, los primos, los hermanos, "y la noche era tibia, y en la tibieza de la noche parpadeaban las estrellas incrédulas: no podían creer lo que veían, que aquí abajo, por una simple carretera, pudiera haber tanta felicidad" (15).

Óscar Osorio. Colombia, 1965. Profesor Titular de la Universidad del Valle. Licenciado en Literatura y Magister en Literatura Colombiana y Latinoamericana de la Universidad del Valle, Master y Ph.D in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures and Laguage of The Graduate Center, City University of New York (CUNY). Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002), Historia de una pájara sin alas (2003), La mirada de los condenados (2003), Poliafonía (2004), Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005), Hechicerías (2008), El cronista y el espejo (2008), Una porfía forzosa (2012), La Virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia (2013), El narcotráfico en la novela colombiana (2014). Hace parte de las antologías Encuentro 10 poetas latinoamericanos en USA (2003), Nueva novela colombiana: ocho aproximaciones críticas (2004), Cali-grafías la ciudad literaria (2008), Voces y diferencias. Poesía (2009), Voces y diferencias. Relatos (2010). Es coautor del libro Yo hablo, tú escuchas, ella lee, nosotros escribimos, una pedagogía compartida (2007). También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas como Poligramas, Hybrido, Con-textos, Ciberayllu, Letras Hispanas, Revista Cronopio, Letralia, Aurora Boreal, Archivos del Sur, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, Hispanic Journal. Ha recibido las siguientes distinciones: Calificación Meritoria a la tesis de maestría (Univalle 2000); XXXII Premio Cáceres de Novela Corta por El cronista y el espejo (España 2007); Premio Gutiérrez Mañé a la mejor tesis doctoral (New York 2013); Premio de Ensayo Autores Vallecaucanos Jorge Isaacs (Cali 2013).Esta imagen inicial, que define la primera secuencia del primero de los dos bloques de la diégesis, aparece interrumpida por una serie de afirmaciones sobre la infelicidad del presente: la evocación del globo en el primer párrafo se cierra con un símil entre la candileja y un corazón encendido, y con una comparación entre el corazón del globo y el corazón de Jesús, cuyas gotas de sangre son "la sangre que derramará Colombia" (8). La pregunta por el destino del globo que se perdió tras la montaña conduce a la hipótesis de que quizá el globo se hubiera quemado, "como se nos incendiaría después Colombia" (8). También aparece, en contraste con aquel lugar idílico del pasado, la imagen de la Sabaneta del presente, la de las peregrinaciones(1) de los martes: ruidosa, llena de sicarios, un lugar que "había dejado de ser un pueblo y se había convertido en un barrio más de Medellín" (11). Y Medellín, a su vez, se había convertido en "la capital del odio" y Colombia en el "país más criminal de la tierra" (11).
Esta primera secuencia establece una serie de contrastes derivados del contraste central entre el pasado feliz y el presente infeliz: "El proyecto narrativo en La virgen está edificado sobre la noción del desastre y la nostalgia por un orden ido" (Jáuregui y Suárez 378). El pasado es el pueblo apacible de Sabaneta, la ciudad de Medellín rodeada de montañas, la infancia, la felicidad, el silencio, el Hudson del abuelo, los cigarrillos Victoria. El presente es la atiborrada Sabaneta convertida en barrio, la ciudad de Medellín rodeada de comunas, la vejez, la infelicidad, el ruido, los buses atestados, el bazuco. Esta serie de contrastes sirven para justificar la profunda decepción existencial de Fernando, quien no logra sobreponerse a las ruinosas transformaciones que han destruido su idílico pasado: "Su discurso explícito es el de una nostalgia nihilista que condena a muerte al presente" (Inzaurralde 217).
También se presenta en esta secuencia la relación entre Fernando y Alexis. Fernando es un hombre culto ("el último gramático" de Colombia, según su propia afirmación) que ha regresado a Medellín ya "vuelto un viejo, a morir" (8), y a quien su generoso amigo José Antonio Vázquez le regala, un lunes de diciembre del año 93, a Alexis, un sicario joven, que tenía los "ojos verdes, hondos, puros" y "el corazón dañado" (9), que "no podía vivir sin ruido" (18) y que llevaba "como diez muertos" (10). Esta relación también se estructura a partir de contrastes, que el narrador protagonista explicita en las primeras páginas: "Mira, Alexis, tú tienes una ventaja sobre mí y es que eres joven y yo ya me voy a morir, pero desgraciadamente para ti nunca vivirás la felicidad que yo he vivido. La felicidad no puede existir en ese mundo tuyo de televisores y casetes y punkeros y rockeros y partidos de fútbol" (14). El contraste Fernando-Alexis es una variación del contraste entre el pasado y el presente, sobre el que se estructura la novela y del cual cada uno de estos dos actores es una encarnación simbólica: Fernando es el pasado, la vejez, el silencio, el conocimiento, la austeridad, el verbo; Alexis es el presente, la juventud, el ruido, la ignorancia, el consumismo, la acción.
Fernando vuelve a Sabaneta con Alexis y se encuentra, en lugar de la arcadia del pasado, un barrio ruidoso y atiborrado de sicarios. Esa Sabaneta es ahora el mundo del sicario. Alexis encarna ese presente de violencia, vacío existencial, ruido, corrupción del idioma, que a Fernando le resulta oprobioso, y a la vez encarna la belleza y el sexo, que para Fernando son el único aliciente en ese mundo degradado. El mundo de Fernando está congelado en el pasado y el de Alexis se disuelve en el presente. Es decir, ambos personajes existen según dos modos diferentes de intemporalidad, que la relación de los amantes hace confluir a través del sexo y de la muerte.
Esas dos intemporalidades hacen eco en una serie de elementos que se mueven entre lo sagrado y lo sacrílego: el cuarto de las mariposas, el lugar donde los dos amantes hacen el amor por primera vez, está en ese "templo" prostíbulo de homosexuales (2) donde José Antonio "regala" muchachitos sicarios a viejos pederastas para que en el deleite sexual consigan "desaburrirse" (3). El cuarto está lleno de relojes "detenidos todos a distintas horas burlándose de la eternidad, negando el tiempo" (11). Refiriéndose a ese encuentro, Fernando dice que el destino le dio ya viejo lo que le negó en la juventud: un amante que "no respondía a las leyes de este mundo" (17), lleno de escapularios en su cuerpo y con una "pureza incontaminada de mujeres" (19). Alexis comenzó a desvestirlo, precisa el narrador, con "una espontaneidad candorosa, como si me conociera desde siempre, como si fuera mi ángel guardián" (12).Y será en un templo católico, en la iglesia de Sabaneta, donde Fernando se encomienda a María Auxiliadora y le pide: "Que este niño que ves rezándote, ante ti, a mi lado, que sea mi último y definitivo amor; que no lo traicione, que no me traicione, amén" (15), "que mi vida acabe como empezó, con la felicidad que no lo sabe" (16). Fernando dice que después de esto, el alma "se fue yendo hacia lo alto como un globo encendido, sin amarras, subiendo, subiendo hacia el infinito de Dios, lejos de esta mísera tierra" (16). Esta ascensión sagrada se contrasta en los párrafos siguientes con la referencia al encuentro sexual del día anterior en el cuarto de las mariposas. Con este contraste sacrílego, termina la primera secuencia.
La primera secuencia del primer bloque es fundamental porque en ella se establecen todos los motivos centrales de la novela: los antagonismos entre el pasado y el presente (y sus subcategorías: pasado: infancia, felicidad, armonía familiar, silencio, tranquilidad, ciudad amada / presente: vejez, infelicidad, soledad, ruido, intranquilidad, ciudad caótica) y entre Fernando y Alexis (y sus subcategorías: Fernando: viejo, silencioso, gramático, austero, intelectual / Alexis: joven, ruidoso, habla en jerga, consumista, hombre de acción).
oscar osorio 350La segunda secuencia del primer bloque se inicia en la página 19: "Tengo muy presentes los sucesos de mis primeros días con Alexis". En este primer párrafo, Fernando da cuenta de un asesinato que presencia cuando sale a la calle, dejando a Alexis con su música, "en el apartamento en su estrépito", y ve cómo un atracador le dispara a su víctima y "cuando cayó el muchacho el hombre se le fue encima y lo remató a balazos. Por entre el carrerío detenido y el caos de bocinas y de gritos que siguió se perdió el asesino". Aquí aparecen dos de los motivos centrales que definen la ciudad en la conciencia del narrador: ruido (estrépito, tráfico detenido, caos de bocinas y de gritos) y violencia. Dos párrafos después, cuando Fernando le cuenta a Alexis sobre el suceso, este le dice: "El pelado debió entregarle las llaves a la pinta esa" (20). Fernando dedica todo el párrafo a trasladar a "buen castellano" el sentido de la frase. Así se introduce el otro motivo central: la corrupción del idioma. Corrupción que, según Fernando, es otro de los atributos de esa ciudad despreciable.
La descripción de Medellín se hace a través de párrafos sumarios ―la mayoría sobre las comunas―, en los cuales se informa sobre el mal uso del lenguaje (23), el origen de las comunas (29), el desorden arquitectónico (56), la delincuencia y la violencia indiscriminada que se vive en sus calles (57) y la influencia del narcotráfico (62). Estos párrafos se articulan con otros en los que se narran múltiples asesinatos y se detallan las visitas a las iglesias (4).
La columna vertebral de esta secuencia es el movimiento permanente de los dos amantes por Medellín. Según Fernando, durante los siete meses que están juntos, Alexis mata aproximadamente a 250 personas (76), esto es más de un homicidio por día. El narrador se detiene, minucioso y feliz, en 35 de estos crímenes, y los recrea en 39 páginas, entre la página 37 y la 76. Es decir, uno por página. Aparte de los crímenes cometidos por su amante sicario, Fernando también detalla otros asesinatos: la víctima que no entregó las llaves del carro; la mujer embarazada y los dos niños que estaban con ella cuando los embistió el carro cuyo chófer Alexis acababa de matar; la mujer embarazada a quien los sicarios matan cuando intentaban asesinar a Alexis; los muertos de los enfrentamientos entre bandas, que ocurren en Sabaneta y en Junín.
Además de acompañar al amante en esta orgía sangrienta, el narrador protagonista bendice estos crímenes con su indolencia y a veces con expresiones de júbilo: ante el crimen del punkero no solo anota la ausencia de culpa (33), sino que expresa su placer por el homicidio: "Estaban ellos incluso más contentos que yo" (27); el de los tres soldados le provoca ganas de irse a almorzar (38); el del transeúnte boquisucio le parece que "estuvo bien este último 'cascado'" (41); ante el crimen del taxista, la mujer embarazada y sus dos hijos, festeja la "espléndida explosión" (48); después de la muerte de la empleada de la cafetería, salen limpiándose "con un palillo satisfechos los dientes" (49); el crimen del gamincito y los tres espectadores le parecen "nada" (54); insulta los cadáveres aún tibios del mimo y del señor que se había burlado de los Hare Crishnas (66); le parecen justificados los seis muertos de la cantina a quienes Alexis asesinó "por la simplísima razón de andar existiendo. ¿Le parece poquito?" (67); con ocasión del asesinato de los dos niños que peleaban y los cuatro espectadores, ironiza que ellos quedaron "con su marquita en la frente, escurriendo unos chorritos rojos como de anilina, unos hilitos de lo más pictóricos" (72). Esta secuencia se cierra con la escena de un perro herido que está atascado en un caño y a quien Alexis (el despiadado asesino) es incapaz de matar. Fernando lo mata por compasión, para que no sufriera más, y es tan honda la pena que esta muerte le causa, que se convierte en un muerto vivo e intenta suicidarse (77-78). Al día siguiente matan a Alexis y se cierra la secuencia. La aprobación y felicidad que le provocan los crímenes del joven amante: "¡Jua! La muerte es mía pendejos, es mi amor que me acompaña a todas partes" (71), contrasta con el dolor que le causa la muerte del perro: "Entendí que la felicidad para mí sería en adelante un imposible" (78). Este privilegio de la vida animal sobre la humana es coherente con el discurso permanente del narrador en torno a la indignidad del ser humano.
Otro elemento esencial en esta secuencia es la pasión amorosa de los amantes, que opera como una especie de contrapunto con la imagen que se va construyendo de la ciudad: "¿Tenía alguna compensación ese tormento a que me sometía Alexis, mi éxodo diurno por las calles huyendo del ruido y metido en él? Sí, nuestro amor nocturno. Nuestras noches encendidas de pasión, yo abrazado a mi ángel de la guarda y él a mí con el amor que me tuvo, porque debo consignar aquí, sin jactancias ni presunción, lo mucho que me quería" (24). Fernando y sus amantes se mueven por una ciudad violenta y van sembrando sus calles de cadáveres. Al mismo tiempo, gozan su amor y exhortan a la violencia y al genocidio. La compañía del amante niño compensa todo ese desastre al que asiste coléricamente y que provoca el narrador protagonista. En ese amor encuentra su redención. La pasión amorosa se convierte para Fernando en la única experiencia que dota de sentido la existencia y aleja sus intenciones suicidas. Y a ese sentimiento se aferra: "Aquí guardo una foto suya dedicada a mí por el reverso. Me dice simplemente así: 'Tuyo, para toda la vida', y basta. ¿Para qué quería más? Mi vida entera se agota en eso" (45).
La segunda secuencia es la inmersión de Fernando en la ciudad, que es una inmersión en el ruido y en el caos, en el lenguaje de las comunas (5) y en la violencia. Estos son los elementos centrales que constituyen a la Medellín del presente: caótica, ruidosa, descompuesta, ignorante y violenta. Alexis encarna esos mismos atributos negativos de la ciudad: ruidoso, ignorante y violento. Pero Medellín también es bella, como Alexis: "Desde esas planchas o terrazas de las comunas se divisa a Medellín. Y de veras que es hermoso. Desde arriba o desde abajo, desde un lado o desde otro, como mi niño Alexis" (59). Alexis es el Medellín de las comunas (Medallo) por su violencia y es el Medellín visto desde abajo por su belleza. En esa ciudad de la muerte y la belleza, en Alexis, Fernando encuentra el amor. La secuencia se articula así en torno a un contraste fundamental: el amor y la muerte.
La tercera secuencia tiene por núcleo el viaje de Fernando a las comunas. Es la única vez en su vida que sube allá y es parte de su duelo por la muerte del amante. Fernando visita a la madre de Alexis y nos deja sus impresiones sobre las comunas, que, junto con las impresiones recogidas en las secuencias anteriores, completan el cuadro de una ciudad dividida y descompuesta por razón de la presencia de estos asentamientos suburbanos (82-86): Medellín, "la de abajo, intemporal, en el valle" (82); Medallo, "la de arriba, en las montañas, rodeándola. Es el abrazo de Judas (...), la chispa y leña que mantienen encendido el fogón del matadero" (82). Fernando dice que estos asentamientos se formaron con campesinos que "llegaron huyendo dizque de 'la violencia' y fundaron estas comunas sobre terrenos ajenos, robándoselos" (83) y cuyos hijos "cambiaron los machetes por trabucos y changones, armas de fuego hechizas, caseras, que los nietos a su vez, modernizándose, cambiaron por revólveres" (84). Las comunas son una sucesión de "casas amontonadas, apeñuscadas, de las que salen niños y niños" (85) y donde hay "una guerra casada desde hace años, de barrio con barrio, de cuadra con cuadra, de banda con banda" (83). Son esas comunas las responsables de la violencia, pues "la ciudad de abajo nunca sube a la ciudad de arriba pero lo contrario sí: los de arriba bajan a vagar, a robar, a atracar, a matar. Quiero decir, bajan los que quedan vivos, porque a la mayoría allá arriba, allá mismo, tan cerquita de las nubes y del cielo, antes de que alcancen a bajar a su propio matadero los matan" (82). De este modo, Fernando construye la imagen de una ciudad fracasada en su conformación, tremendamente violenta y dividida.
El narrador también transmite sus impresiones de la familia de Alexis: la madre, un niño de brazos y otros dos muchachos semidesnudos, que se arrastraban por un piso de tierra en una casa miserable. Esta mujer le recuerda a una sirvienta de la infancia y Fernando siente "una inmensa compasión por ella, por sus niños, por los perros abandonados, por mí, por cuántos seguimos capotiando los atropellos de esta vida" (87). Ella le da el nombre del asesino de Alexis, él le da dinero y se despiden.
La secuencia se cierra con la expresión de la honda pena de Fernando: "En mi desierto apartamento sin muebles y sin alma, solo, me estaba muriendo" (88-89). El aliciente vital que le daba el amor se desvanece en la muerte del amante y la desesperanza se instala de nuevo en él.
El segundo bloque diegético cuenta la historia de Fernando con Wílmar y es una repetición especular de la historia con Alexis. Esta segunda historia se desarrolla en treinta páginas, cubriendo una cuarta parte del texto. Su brevedad se justifica en el hecho de que se trata de una duplicación diegética y estructural cuyo propósito es reforzar el complejo procedimiento textual de la repetición, que transmite la idea de una violencia cíclica: la noción de que la violencia en Colombia es una repetición incesante de un mismo fenómeno, en diferentes escenarios y con distintos actores.
En primer lugar, el Fernando que se encuentra con Wílmar es el mismo ser derrotado que al comienzo de la novela se encuentra con Alexis (6). En segundo lugar, Wílmar es una repetición de Alexis: la misma edad y origen en las comunas, similar disposición criminal y prontuario sicarial, usan escapularios y tienen ojos verdes. En tercer lugar, la historia erótica de Fernando y Wílmar es muy parecida a la de Fernando y Alexis: inmediatamente se conocen se hacen amantes, la primera salida juntos fue a una peregrinación a Sabaneta, su unión se consolida en las noches de sexo y con los asesinatos diurnos que ejecuta el muchacho al vaivén de las circunstancias y los deseos del amante viejo. Por último, a Wílmar, como a Alexis, lo matan desde una moto.
Sin embargo, todas estas coincidencias podrían ser originadas por el contexto de la historia: muchachos jóvenes y desempleados, homosexuales, asesinos, bellos, de ojos verdes (algo quizá más raro) y asesinados por sicarios motorizados hay muchos en las comunas de Medellín. Pero el narrador desarrolla otros procedimientos textuales para ahondar en la particularidad de esta repetición diegética: el día en el cual salió del apartamento y entró a la iglesia de La América a pedirle "al Todopoderoso que puesto que no me mandaba la muerte me devolviera a Alexis" (90), Fernando se encontró con Wílmar. En decir, Dios le cumplió el deseo a Fernando devolviéndole a Alexis en Wílmar. Ese mismo día fueron a la iglesia de San Antonio y, a la salida de esta iglesia, Fernando leyó "bajo el reloj detenido" (93) una sentencia en latín. Esto constituye otra simetría: con Alexis entra al "templo de las mariposas" donde los relojes están parados y con Wílmar entra al templo de San Antonio donde el reloj también lo está. Es decir, con los dos amantes Fernando entra en la intemporalidad. En varias ocasiones, Fernando se refiere a Wílmar como si este fuera Alexis (92, 95); cuando Wílmar se desvistió para Fernando la primera vez se le cayó un revólver (94), igual que se le había caído a Alexis la primera vez que se desnudó para él (15) y en las dos ocasiones Fernando relaciona el revólver con una hipotética muerte suya y llama a su amante de turno de la misma manera: "Ángel de la guarda" (12, 94); durante el viaje a Sabaneta con Wílmar lo atrapa la nostalgia y se ve corriendo con sus hermanos: "Felices, inconscientes, despilfarrando el chorro de nuestras vidas pasábamos frente a Bombay persiguiendo un globo" (97), que es exactamente la misma escena que recuerda cuando pasó por Bombay en su primer viaje a Sabaneta con Alexis, y que es la escena que abre la novela y cierra la primera secuencia; cuando lleva a Wílmar al apartamento, este se extraña, como lo hizo Alexis al entrar al mismo apartamento, porque no había música (17, 93); cuando sale con Wílmar a la calle y este comienza a cometer los crímenes el narrador nos dice: "Volvimos a lo de Alexis" (98); usa la misma fórmula para referirse a Alexis y a Wílmar: "Mi niño, Alexis, el único" (113), "Wílmar, mi niño, el único" (118); los crímenes que comete Wílmar tienen motivaciones baladíes y reciben los aplausos y júbilos de Fernando, tal como había ocurrido con los crímenes de Alexis.
Ahora bien, más allá de la historia duplicada de Fernando y sus amantes, y de la estructura que repite los dos bloques de tres secuencias, hay otros elementos textuales que están al servicio de afianzar la idea del ciclo. Durante su periplo con Wílmar, el Difunto les cuenta que mataron al Ñato. El narrador dedica tres páginas a esta historia (106-109) que parece no tener mayor conexión con la historia central. Fernando no puede creer que el Difunto le esté contando que mataron al Ñato, "el tira de Junín que detestaba a los maricas". Fernando conecta el presente con el pasado y afirma que "al Ñato sí lo mataron, y ahí, en ese mismo punto del espacio, pero hace treinta años, cuando ni siquiera habían abierto la Avenida Oriental, que era una calle estrecha" (106-107). Fernando sube con Wílmar a Manrique, a la casa del Ñato, para comprobar si era el mismo a quien habían asesinado treinta años atrás y, cuando abre el ataúd y ve el cadáver, nos comenta que "en efecto era El Ñato, el mismo hijueputa. Las bolsas bajo los ojos, la nariz ñata, el bigotito a lo Hitler... Igualito. Era porque era. Pero si habían pasado treinta años, ¿cómo podía seguir igual? Ahí les dejo para que lo piensen el problemita" (109). Y remata la historia pensando: "¿No sería que la realidad en Medellín se enloqueció y se estaba repitiendo" (109).
Esta historia de repetición está contenida dentro de la historia Fernando-Wílmar, que es una repetición de la historia Alexis-Fernando. Además, el narrador insiste en ello, obliga a no pasarlo por alto. Subrayo sus palabras: "¿No sería que la realidad en Medellín se enloqueció y se estaba repitiendo?". Esta pregunta tiene el propósito de marcar el sentido de la historia del Ñato, que no es otro que apuntalar la idea de un tiempo suspendido, o, lo que es lo mismo, de una historia que se duplica, de un ciclo fatal de repeticiones. Además, el narrador protagonista va dejando en todo el texto frases que refuerzan esta idea del ciclo: "Bombay era la misma como yo siempre he sido yo: niño, joven, hombre, viejo, el mimo rencor cansado que olvida todos los agravios por pereza de recordar" (13); "Que mi vida acabe como empezó, con la felicidad del que no lo sabe" (16); "La trama de mi vida es la de un libro absurdo en el que lo que debía ir primero va luego" (17); "Ese río es como yo: siempre el mismo en su permanencia yéndose" (31).
El sistema de repeticiones se remite específicamente a la realidad de la violencia. El Ñato era un asesino de homosexuales que fue asesinado dos veces y cuya historia se cuenta dentro de la historia de Wílmar, el asesino (que pronto será asesinado) del sicario Alexis. Es la duplicación de una historia violenta dentro de la duplicación de otra historia violenta. Por eso, es en torno a la repetición de la violencia que el texto se hace más incisivo y más explícito: "Es que Colombia cambia, pero sigue igual, son nuevas caras de un mismo desastre" (12); "En el momento en que escribo el conflicto aún no se resuelve: siguen matando y naciendo" (28); "Una venganza trae otra y una muerte otra muerte (29). Toda esta cuidadosa y repetida estructura cíclica está al servicio de la transmisión de una idea rectora del texto: la violencia en Colombia es cíclica, es un mismo fenómeno repetido: "Es la sangre que derramará Colombia ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén" (8), como lo afirma el narrador en el primer párrafo de la novela.
Esta idea de la repetición sin fin de la violencia ha sido un lugar común en Colombia desde el siglo pasado. Así lo concluye Daniel Pécaut: "Un buen número de colombianos resultan persuadidos de que la violencia constituye la trama subyacente de su historia política y social. Una violencia que, más allá de su materialidad, comanda así un imaginario en el que adquiere la figura de un destino que estaría condenado a repetirse sin fin" ("Reflexiones" 26-27). En Guerra contra la sociedad, Pécaut insiste en esta idea de la persistencia de un imaginario: "No hay entonces nada de asombroso en que numerosos colombianos estén persuadidos de que la violencia no puede tener fin, ni en que, hacia 1978, cuando efectivamente resurgió, no hayan visto en ello sino el reinicio de la antigua violencia" (Guerra 111).
La estructura cíclica del texto, definida en todos estos elementos de repetición está al servicio de tramitar ese viejo lugar común sobre la violencia en Colombia. Lugar común que se convierte en la idea rectora del texto y que define la interpretación de la realidad de la violencia en Colombia que propone la novela. La novela sustenta la tesis de la violencia cíclica y es esta la que define el espíritu apocalíptico del texto y promueve la conclusión de la imposibilidad de salir del desastre.
En esta línea argumental de la novela, la violencia producida por el narcotráfico y el sicariato es una simple manifestación o actualización de la violencia de siempre. Por ello, el narrador no hace mucho énfasis en el asunto, a pesar de que sus protagonistas son sicarios que hasta hace poco trabajaban para el capo de capos. Jácome señala acertadamente esta característica de la novela: "No se ahonda ni en las dinámicas del narcotráfico ni en el proceso por medio del cual el sicario se ha involucrado en el asesinato como profesión. De modo que, en contravía de su título, la mira de la narración en la novela de Vallejo no es la caracterización detallada del sicario, aunque la historia exhiba la ola de asesinatos que aquel consuma" (87).
Solo dos pasajes hacen referencia a la relación entre la economía y el narcotráfico: el narrador anota que los treinta y cinco mil taxis que circulan en Medellín fueron comprados con el dinero del narcotráfico (22, 81) y recuerda los acercamientos del cura García Herreros con Pablo Escobar (68) y los negocios del cardenal López Trujillo con el capo (69). En torno a la relación Estado-narcotráfico, se señala el tema de la corrupción. Fernando se pregunta: "¿Qué narcotraficante conozco yo como no sea nuestro embajador en Bulgaria porque salió en el periódico?" (44). También menciona la guerra que declaró el presidente Virgilio Barco a los narcotraficantes (42, 60) el sometimiento de Pablo Escobar a la justicia durante el gobierno de Gaviria, su posterior huida de la prisión La Catedral y la persecución que terminará con la muerte del capo (60-61).
En lo atinente a la relación narcotráfico-sicariato, se reitera en algunos pasajes que el narcotráfico es la fuente de empleo fundamental del sicariato. Precisa, además, el narrador que una vez muerto Pablo Escobar, que mató "más de mil, pero por interpósita persona, por manos de sicarios" (76), estos asesinos se quedaron sin empleo y se dedicaron a otros delitos: "Con la muerte del presunto narcotraficante que dijo arriba nuestro primer mandatario, aquí prácticamente la profesión de sicario se acabó. Muerto el santo se acabó el milagro. Sin trabajo fijo, se dispersaron por la ciudad y se pusieron a secuestrar, a atracar, a robar" (34).
virgen sicarios 350Aunque no se desarrolla el tema del modo de articulación entre estas bandas y los carteles de la droga, se advierte que estos sicarios están agrupados en bandas y que estas eran contactadas y contratadas por los narcotraficantes para sus ajustes de cuentas y para presionar a la prensa y al Estado (62). El narcotráfico es la fuente de esta violencia y la razón de ser del sicariato: "...una terrible familia de sicarios allí enterrada, cuyos miembros fueron cayendo, uno por uno, uno tras otro 'sacrificados', según rezaban sus lápidas pero sin decir por qué causa, por la blanca causa de la coca" (70).
En fin, en los pocos pasajes donde se menciona el narcotráfico en su relación con el sicariato, la actividad sicarial se supedita a la capacidad de contratación de los carteles y se deja claro que una vez muerto Pablo Escobar, "el gran contratador de sicarios" (61), el sicariato cesa. Es decir, en la lectura de mundo del narrador, la muerte del gran capo viene a ser algo así como la muerte del narcotráfico y, por ende, el fin del sicariato: "Parados en una esquina de las comunas, los sobrevivientes de las bandas esperan a ver quién viene a contratarlos o a ver qué pasa. Ni nadie viene ni nada pasa: eso era antes, en los buenos tiempos, cuando el narcotráfico les encendía las ilusiones. No sueñen más muchachos, que esos tiempos, como todo, ya pasaron" (59) (7). Es el fin del sicariato, pero no el fin de la violencia que sigue con igual o peor ferocidad, pues ese es el modo de ser del colombiano.
Esta lectura se refrenda con la anécdota completa del texto, pues Alexis y Wílmar son sicarios que, sin embargo, durante su periplo en la novela no cometen un solo crimen bajo la motivación de una remuneración económica. Son sicarios desempleados que continúan asesinando impelidos por un impulso criminal que parece hacer parte de su naturaleza y por un modo de interacción social perverso que el amante gramático aplaude e incentiva.
En cuanto al tema del consumo de drogas ilegales, únicamente hay una breve referencia a que en el apartamento de José Antonio Vázquez no se usaban drogas, mientras en la Basílica Metropolitana se vendían muchachos y travestis, armas y drogas, y se consumía marihuana (11, 53) y la afirmación tajante de Alexis que él nunca había fumado basuco (18).

Discurso del narrador como expresión de un pensamiento criminal
Otro elemento fundamental en la novela es la combinación de los crímenes y sus aprobaciones jubilosas con frases tremendamente agresivas. (8) Si se compara la primera secuencia ―tan poética, tan eficaz en el uso del procedimiento del contraste, tan prometedora en la caracterización de los personajes― con el resto de la novela ―tan irregular en los contrastes, tan entregada a la recreación homicida, tan plana en la definición de sus personajes―, se podría pensar que a partir de la página 37 todo se reduce a una fatigante acumulación de frases repulsivas y de crímenes absurdos, aliviados por algunas referencias amorosas y la gracia de algunos juegos de lenguaje. (9)  El narrador se delita en esos crímenes: "Y sigamos con los muertos que a eso es a lo que vinimos" (62). Fernando parece diluirse en esa complicidad gozosa y en esa lengua feroz; el personaje duplicado Alexis-Wílmar se limita a ser una extensión, armada y asesina, de los aparentes desvaríos y del furor verbal del anciano amante; Medellín queda reducida a ser una "puta perra paridora" de homicidas, indigentes y pobres. Ante esta avalancha, Segura concluye que la novela es "un caos lógico en el que los hechos se sostienen unos a otros sin causa o propósito" ("Kinismo" 124). Me parece que es todo lo contrario: en todos sus elementos, el sistema textual es coherente con un pensamiento criminal.
Básicamente, la diatriba del narrador está dirigida contra la comunidad, la Iglesia y el Estado. Contra la comunidad por su descomposición, contra la Iglesia y el Estado por su perversión y por su evidente fracaso en la formación espiritual y en la regulación de las relaciones sociales.
Fernando señala que la comunidad, de la cual él mismo ha salido, adolece de una lamentable condición étnica y cultural: "No hay plaga mayor sobre el planeta que el campesino colombiano, no hay alimaña más dañina, más mala. Pedir y pedir, matar y morir, tal su miserable sino" (83-84). Y ofrece una explicación de carácter etnohistórico, según la cual esta condición étnica pervertida es producto del cruce de razas ocurrido en la conquista y durante la colonia: "De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol" (90). Inzaurralde propone la siguiente explicación para entender las fuentes de esta interpretación del caos social que hace Fernando:

Atribuir los males nacionales a una estirpe ilegítima y a una mezcla genética desafortunada es un tópico desprestigiado que desapareció o más bien se atenuó en la cultura escrita, pero que se mantuvo tercamente vivo en el imaginario continental. La virgen de los sicarios no hace más que devolverle una brutal visibilidad a través de los razonamientos racistas del narrador (...) Fernando asume sin complejos un discurso sobre 'la raza' inaceptable en su formulación y en sus premisas para la moral (letrada) contemporánea. Es un discurso que como hemos visto 'cita' de hecho textos 'serios' de la época colonial (que forman el magma primigenio del racismo latinoamericano) y convicciones científicas del racismo decimonónico (...) Es de la vida cotidiana que Fernando recoge o hereda este discurso callejero y lo articula con la naturalidad del que escribe como habla y habla como siente, atravesando las fronteras entre lo que se dice y lo que no se dice o entre lo que se dice y no se debería decir (pero se piensa). En los años 90 del siglo XX resulta una provocación, no en tanto pronunciado sino en tanto escrito (179-180).
Sin duda alguna, esta explicación etnohistórica de las causas de la violencia hace parte de una interpretación vulgar y generalizada de la misma que persiste en amplios sectores sociales y es posible que Fernando se haga eco de ella. Pero no se puede olvidar que a ella también se recurre en Comandante y en Rosario, y que en Comandante y en Virgen está formulada por narradores letrados. Más que una creencia popular, que sin duda existe, lo que se pone en juego es una interpretación racista de la violencia que los narradores de estas novelas patrocinan en contravía de elaboraciones más complejas y mejor fundamentadas que se proponen explicar con mayor acierto las causas de la violencia en Colombia. La condición de inferioridad subhumana del colombiano le produce a Fernando un rechazo profundo: "Me avergüenzo de esta raza limosnera" (15) y ofrece una solución genocida para el problema: "Esta es una raza ventajosa, envidiosa, rencorosa embustera, traicionera, ladrona: la peste humana en su más extrema ruindad. ¿La solución para acabar con la juventud delincuente? Exterminen la niñez" (27-28). Además, como una de las expresiones de esta perversión étnica y cultural es la pobreza, insiste en una fórmula genocida dirigida a quienes están en situación de pobreza: "Mi fórmula para acabar con ella [la pobreza] no es hacerles casa a los que la padecen y se empeñan en no ser ricos: es cianurarles de una vez por todas el agua y listo" (68), "Mi fórmula para acabar con la lucha de clases es fumigar a esta roña [los pobres]" (96), "Por razones genéticas el pobre no tiene derecho a reproducirse" (104). Como los elementos centrales de esta reproducción, que perpetúa la raza y la pobreza, es la mujer y la niñez, la emprende contra los niños: "La niñez es como la pobreza, dañina, mala" (106), y contra las mujeres a quienes califica de "putas perras paridoras" (64) o "perra humana embarazada" (101).
También dirige su iracundia contra la Iglesia. Lo primero que denuncia es la hipocresía de la Iglesia: "El Diablo es el gran zángano de Roma y ustedes [curitas salesianos], lambeculos, sus secuaces, su incensario" (66-67). Luego se despacha contra la figura de Jesucristo, cuyos valores le parecen una mentira: "De ese amor que jamás sintió Cristo el tremebundo", y cuya influencia sobre el entorno social es valorada como negativa: "Cristo es el gran introductor de la impunidad y el desorden de este mundo" (73). Finalmente, contra Dios mismo, a través de una sistemática inversión de sus propiedades divinas: "Desde el punto de vista del sentido común, de la sensatez, se hace evidente la maldad, o en su defecto la inconsubstancialidad de Dios" (74), "Hace dos mil años que pasó por esta tierra el Anticristo y era él mismo: Dios es el Diablo" (74), "Dios no existe y si existe es la gran gonorrea" (78) "La inmensa, la sobrecogedora maldad de Dios" (119). Todo este discurso contra la Iglesia y la figura divina sirve para soportar su tesis: la influencia de una Iglesia hipócrita, cuya divinidad es tremebunda, incapaz de amar y llena de maldad, genera una comunidad, como la colombiana, espiritualmente pervertida.
El Estado, como institución reguladora de las relaciones entre la comunidad, también ha fracasado. En el centro de la constitución de un Estado está la ley, pero en Colombia, precisa el narrador, esta no consagra la justicia sino la impunidad: "La ley de Colombia es la impunidad y nuestro primer delincuente impune es el presidente" (20), "El primer atracador de Colombia es el Estado" (45). Luego ironiza con el magnicidio de Luis Carlos Galán, magnicidio en el que se expresa una de las más contundentes aberraciones de nuestro sistema político: la eliminación sistemática y selectiva de los líderes políticos que se oponían al maridaje entre política y narcotráfico y de los políticos que se oponían a la hegemonía bipartidista. Por la sensibilidad social que despierta este crimen y por su eficacia para evidenciar la precariedad del Estado, el narrador escoge burlarse del magnicidio, poniéndose del lado de quienes se benefician del mismo: "Me sentí tan, pero tan orgulloso de Colombia" (40), "Cuando tumban los sicarios a uno de esos candidatos al susodicho de un avión o una tarima, a mí me tintinea de dicha el corazón" (90). La "felicidad" de Fernando deriva de la evidencia que este crimen le ofrece para consolidar su idea: un Estado que promueve la impunidad y que impide el desarrollo democrático instala y profundiza la crisis social.
El Estado y la Iglesia han pervertido su esencia y su función. Dichas instituciones, en vez de regular la vida civil y espiritual de la comunidad, han terminado ejerciendo una influencia negativa que contribuye a la descomposición del tejido social. La diatriba de Fernando contra la Iglesia y el Estado, completa su argumentación sobre el envilecimiento social.
Con la explicación étnica del talante del colombiano necesariamente inclinado a la violencia y al desorden, la argumentación en torno a la incapacidad de las instituciones reguladoras y su influencia en la formación de una sociedad anómica, y la descripción y registro del desarrollo violento y desordenado de las comunas de Medellín y de su lenguaje, el narrador protagonista construye un diagnóstico del problema de la violencia en Colombia. (10) Este diagnóstico es coherente con la idea que define la estructura de la novela, según la cual la violencia colombiana es cíclica y los colombianos estamos condenados a padecer sin fin este fenómeno. Fernando considera que si la disposición a la violencia está en nuestra definición identitaria, en nuestra esencia ontológica y en nuestros genes (de razas ya inferiores y más debilitadas en su cruce), y, además, las instituciones no funcionan, los colombianos no tenemos salida de la violencia y la descomposición social. Esta constatación le permite al narrador protagonista insistir reiteradamente en la solución que a él le parece la única posible: aniquilar a los pobres. Es tal su convicción sobre el asunto que explícitamente descalifica otros intentos de explicación del fenómeno procedentes de disciplinas como la sociología que procuran, además, proponer salidas más humanitarias (100).
Este diagnóstico y la solución propuesta son consecuentes con el desarrollo argumental del texto, que gira en torno al crimen, esto es, a la materialización de las ideas criminales del narrador. Claudia Ospina anota: "Se propone en esta novela una fórmula genocida como solución al conflicto y caos reinantes que sólo llevan al exterminio total de su región y, por extensión, de su país" (164). Montoya coincide con esta apreciación: "Provocador exaltado, Vallejo propone un ámbito ficcional de disgregación y odio que abruma. Una geografía mental, acaso tierna y poética, dolorosamente nostálgica en algunos pasajes de su obra, pero genocida y cargada de tintes apocalípticos" ("Fernando" 26). Felipe Oliver llega a una interpretación similar: "Después de que todos los relatos políticos, religiosos, económicos, etcétera, han ido cayendo uno detrás de otro, ¿no es acaso un acto de necedad creer en algo que no sea la extinción de la especie? Se trata de una postura desde luego radical, pero en esta exageración reside el encanto de Vallejo" (50). No obstante, es inquietante su aplauso final. Oliver deriva el placer ético y estético que le produce la novela de Vallejo de la propuesta de solución genocida de Fernando, que apenas le parece una exageración radical. Ética y estéticamente esto me resulta inaceptable.
Para precisar el constructo ideológico que orienta la construcción de mundo de la novela y las valoraciones del narrador protagonista sobre ese mundo, es especialmente importante analizar el intertexto que se establece en la siguiente cita: "Eso de que se vuelve al sitio son pendejadas de Dostoievsky" (49). La referencia a Crimen y castigo de Fedor Dostoievski y específicamente la burla al sentimiento de culpa que define los comportamientos de Raskólnikov entraña una posición sobre la reflexión misma del personaje de Dostoievski. Raskólnikov sostiene que los "hombres extraordinarios" estarían autorizados para eliminar a otros hombres, incluso a pueblos enteros, si estos hombres estorbaran la realización de sus proyectos superiores:
Los individuos, por la ley de la naturaleza, divídense, en términos generales, en dos categorías: la inferior (la de los vulgares), es decir, si se me permite la frase, la material, únicamente provechosa para la procreación de semejantes, y aquella otra de los individuos que poseen el don o el talento de decir en su ambiente una palabra nueva (...) los crímenes de estos tales son, naturalmente, relativos y muy diferentes; en su mayor parte exigen, según los más diversos métodos, la destrucción de lo presente en nombre de algo mejor. Pero si necesitan, en el bien de su idea, saltar aunque sea por encima de un cadáver, por encima de la sangre, entonces ellos, en su interior, en su conciencia, pueden, a juicio mío, concederse a sí propios la autorización para saltar por encima de la sangre, mirando únicamente la idea y su contenido (Dostoievski 241).
Fernando funge como hombre superior: "The narrator's profession imprints on his self-characterization the label of intellectual. In the novel, Fernando's ''testimony'' is presented on the basis of a moral and educational superiority bestowed on him by his role as an earned person living among the anarchy of Medellín and, by extension, Colombia" (Lander, "The Intellectual" 78). Esta superioridad autoriza, haciendo eco de la tesis de Raskólnikov, el crimen de sus inferiores, a quienes ejecuta por mano ajena. En esta referencia a Dostoievski está la clave ideológica que nutre el pensamiento del narrador protagonista y modaliza el universo de ficción. Toda esa insistencia del asesinato de los pobres y la masacre que le sigue, obedecen a una idea superior: limpiar la ciudad de "esa roña", ya que no es posible restituir el paraíso perdido que esa "peste humana" destruyó.
Raskólnikov ejecuta el crimen para confirmar su superioridad sobre los demás, como queda señalado en su confesión a Sonia: "Yo quería ser un Napoleón... por eso, maté" (Dostoievski 382), "Yo quería, Sonia, matar, sin casuística, matar para mí solo (...) yo necesitaba saber entonces, y saberlo cuanto antes, si yo era también un piojo, como todos, o un hombre" (Dostoievski 386). Pero el crimen de la usurera y de su hermana Lizabeta lo llena de tribulaciones, de culpa, y Raskólnikov tiene que reconocer su falta de grandeza: "No tenía derecho a lanzarme a ello, porque yo era precisamente un piojo como todos, y nada más" (Dostoievski 387). Es decir, la culpa de Raskólnikov sobreviene porque él era también un "hombre inferior", porque sus anhelos de grandeza eran vanas ilusiones. Y esa inmensa culpa lo lleva a la casa donde cometió el crimen. De eso se burla Fernando, de ese regreso, de ese sentimiento de culpa, de esa condición de hombre inferior. Con las "pendejadas de Dostoievsky", Fernando se refiere al sentimiento de culpa de Raslkólnikov. Fernando, que se concibe a sí mismo como un "hombre superior", está más allá de la culpa y ejerce, a través de sus sicarios, su derecho al crimen, derecho que le concede su manifiesta superioridad sobre los "piojos humanos" que le fastidian su existencia. Polit Dueñas afirma acertadamente que "la superioridad de Fernando yace en la negación del otro al que representa" (131) y que "La virgen es una novela cautivante, con chispas posmodernas, pero no deja de ser un discurso cargado de un profundo neo-fascismo" (133). (11) Fernando se rige por un propósito superior que autoriza el genocidio, un sistema moral que lo permite y unos sicarios que lo ejecutan.
Aunque la novela está llena de ironías, de juegos de lenguaje, de hipérboles, se advierte una clara posición ideológica del narrador protagonista en su propuesta de exterminio de la gente pobre, en sus frases lapidarias y en sus explicaciones sobre la formación de los asentamientos humanos en las montañas de Medellín, en su valoración repugnante de los habitantes de estos suburbios, en la distancia purista de sus disertaciones respecto del lenguaje de las comunas y en su exasperante misoginia. En palabras de Segura: "Al narrador letrado (es un gramático) lo caracteriza su mirada crítica y escéptica, su soberbia, su desacralización. Es un narrador racista, clasista y totalmente misógino" ("Kinismo" 113). Esta posición ideológica del narrador se refuerza con la materialización de sus deseos genocidas a través de los crímenes que cometen sus sicarios amantes y, como ya lo anoté, se refuerza con funcionamientos textuales de carácter estructural.
Fernando hace permanentes alusiones literarias, filosóficas, musicales y citas en latín que nos develan su formación culta. Además, se llama a sí mismo "el último gramático de Colombia" (50). Este no es un sarcasmo, como afirma Serra (68), sino una dignidad que el narrador protagonista reclama para él. De hecho, toda su reflexión sobre el lenguaje, su explicación sobre las corrientes idiomáticas que conforman ese "no español" de las comunas, su vocación correctora y su decepción lingüística solo tienen lugar en su rol de gramático, que, en palabras de Alberto Fonseca, está "anclado en la tradición del siglo XIX" (72). A propósito de esta tradición, Walde afirma: "Rufino José Cuervo mostrará cuáles son los errores y desviaciones que alejan a miles de miles de bogotanos del acceso de la letra y del buen uso de la lengua. Él y Caro sabrán cuál es la forma correcta de decir" ("Limpia" 75). Estos criterios lingüísticos están en la base del ejercicio corrector y descalificador del narrador protagonista respecto del habla de las comunas y es con base en estos criterios que califica despectivamente dicha habla de "argot" o "jerga". (12) La figura de Rufino José Cuervo (1844-1911) es axial en el imaginario de Fernando: "Is the narrator's hero" y, por ello, "the linguistic logic of the narrator is unrelenting, there are only good and bad uses of language, and the bad ones have to be eradicates" (Anke Birkenmaier 501). Esa es la razón por la cual, ante el habla de Alexis, Fernando recuerda al filólogo colombiano. Evocación que contiene una profunda significación: "Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río" (20).
Más allá del homenaje al maestro filólogo, (13) con la imagen del agua arrastrada por el río-tiempo se establece una queja de hondos contenidos. Además de los cambios lingüísticos, el río había arrastrado a los campesinos a las urbes, había masificado las ciudades y había provocado la caída del lugar hegemónico del intelectual. La referencia a Cuervo entraña un lamento por la realidad que vive Fernando e indica el tiempo histórico y la estructura social que Fernando añora: "La visión del narrador tiene particular resonancia en el contexto de una tradición lingüística colombiana que ha visto en la figura del letrado el garante del orden social tradicional" (Fonseca 43). Ángel Rama sostiene que a los intelectuales "les correspondía enmarcar y dirigir a las sociedades coloniales, tarea que cumplieron cabalmente. Incluso lo hicieron los poetas, a pesar de ser sólo una parte del conjunto letrado, y aún lo siguieron haciendo por un buen trecho del siglo XIX independiente, hasta la modernización" (29).
Cuervo fue uno de los gramáticos latinoamericanos más conspicuos del siglo XIX y fue junto con Caro uno de los fundadores de la Academia Colombiana de la Lengua. Rama señala que la aparición de las academias de la lengua "fue la respuesta de la ciudad letrada a la subversión que se estaba produciendo en la lengua por la democratización en curso" (83), que "la ciudad real era el principal y constante opositor de la ciudad letrada, a quien esta debía tener sometida: la repentina ampliación que sufrió bajo la modernización y la irrupción de las muchedumbres, sembraron de consternación..." (94) y que en esas ciudades del XIX "lo realmente cierto fue la idealizada visión de las funciones intelectuales que vivió la ciudad modernizada, fijando mitos sociales derivados del uso de la letra que servían para alcanzar posiciones, si no mejor retribuidas, sin duda más respetables y admiradas" (74). Esas ciudades que crecían al ritmo de las migraciones internas y externas del siglo XIX distan mucho de ser las "ciudades masificadas" del siglo XX, en términos de Romero. En estas ciudades se desvanece el mito letrado y, por ende, el lugar hegemónico del intelectual y su capacidad de incidencia social. Esa caída del lugar hegemónico del intelectual, producida por la invasión de la masa, le duele profundamente a Fernando y es uno de los acicates de su odio desmesurado:
Hay en la construcción de ese pasado personal idílico la manifestación de una nostalgia de clase que está presente como un residuo cultural, como remanencia del privilegio del hombre letrado. En este sentido, a la imagen del intelectual posmoderno que proyecta Fernando de manera consciente en su discurso nihilista, le traiciona un gesto de clase que aparece de manera inconsciente en la escritura y revela la nostalgia de una clase extinta. Por eso el referente específico que no parece tener juicios de valor, se lo encuentra en un registro más conservador y peligroso (Polit Dueñas 130).
Además, hay un segundo desplazamiento muy importante en la definición del constructo ideológico del texto. Fernando tiene una imagen positiva del pasado, de un antes feliz y pleno, que se materializa en la imagen arcádica de Santa Anita, la finca de la infancia. Cuando Fernando regresa, viejo e infeliz, a Sabaneta ve en el lugar de la finca una urbanización y le dice a Wílmar que Santa Anita fue destruida para construir una urbanización "para los hijueputas pobres, para que parieran más" (97). Más allá del lamento por la destrucción física de Santa Anita, el narrador protagonista expresa un dolor más hondo, el dolor de un desplazamiento. Santa Anita (la felicidad, la infancia, el orden "natural") fue borrada de la faz de la tierra para hacerle un lugar a la masa ignara, a los inferiores pobres: "Creo que lo central es destacar que a lo que se opone el intelectual es a la otredad inferior, negativa, pero que ha tomado los espacios que el narrador consideraba exclusivos de su cultura" (El-Kadi 10). A Fernando le duele la pérdida de su lugar hegemónico en el entramado social. De ese dolor nace su odio, que se dirige contra la masa que produjo tal desplazamiento: "Era la turbamulta, invadiéndolo todo, destruyéndolo todo, empuercándolo todo con su miseria crapulosa. '¡A un lado chusma puerca!' Íbamos mi niño y yo abriéndonos paso a empellones por entre esa gentuza agresiva, fea, abyecta, esa raza depravada y subhumana, la monstruoteca" (64-65). En la conciencia de Fernando, la ciudad se ha degradado por la invasión de la masa, de los hombres inferiores, de los pobres, que, además, trae insumos culturales que a Fernando le resultan despreciables, como bien comenta Maite Villoria: "El discurso de La Virgen de los sicarios contiene rasgos de racismo resemantizado como el asco por la multitud heterogénea y la multiculturalidad" (113).
En la ciudad del presente, Fernando es un desplazado del poder simbólico y social. La hegemonía familiar se ha perdido y el lugar simbólico del intelectual y su ascendiente social está tremendamente debilitado. Esta doble pérdida está en la raíz del dolor del narrador. Fernando añora la ciudad letrada y su lugar en ella: "Fernando seemingly carries on his shoulders the elites' frustration with their loss of direct access to power, which had been hitherto guaranteed by their exclusive status as possessors of knowledge" (Lander, "The Intellectual" 82). Esa añoranza se vuelve rencor ante la presencia de los culpables de la caída. La rabia que le produce su descentramiento define su actitud vital y hace que la cólera de su verbo se desate fundamentalmente contra los pobres, la causa principal de dicho desplazamiento. (14)
Es cierto que su diatriba también se dirige contra otros sectores sociales, pero, en el caso de los pobres, no se queda la novela en la furiosa invectiva del narrador protagonista, sino que esa rabia se convierte en actos criminales cometidos por sus amantes asesinos. Es importante anotar que ni una sola de las víctimas de Alexis pertenece a un sector social medio o elevado. Lo propio con Wílmar. Es decir, la constante invitación a exterminar a los pobres se acompaña de varios cientos de asesinatos que el narrador patrocina, incita y aplaude. El discurso genocida del narrador se continúa en una verdadera carnicería cuyo objeto son los pobres.
Dada la alta dosis de ironía en el discurso de Fernando, "la mayor parte de los críticos tratan de recuperar este texto y sus otras obras en su carácter de denuncia" (Serra 70). La misma Serra concluye que "el narrador se vuelve contra su personaje" y que "la novela no puede ser una apología de la violencia sencillamente porque es una novela polifónica, donde el narrador también encarna una figura sumamente crítica, aunque indirectamente, de los sicarios" (66), de tal manera que la novela "constituye una devastadora ―aunque indirecta― crítica de la violencia" (66). Montoya entiende, en ese mismo sentido, que "su voz, que hemos escuchado a lo largo de 142 páginas, termina siendo algo así como una voz disonante, o mejor aún, una de esas voces que recuerdan las ásperas estridencias con que a veces suele hablar la conciencia humana" ("La representación" 114). William Ospina afirma que "el fin de Vallejo, con todo, es menos retratar una conciencia que zarandear un país". González plantea que "Fernando Vallejo es la voz de la conciencia de Medellín" ("Visión" 127). Fonseca sostiene que "Fernando se convierte en el crítico cultural de su país" (74). A Javier Murillo le parece que Vallejo "construye una honesta caricatura de la violencia que vive hoy Colombia" (242) y que el libro "necesita un lector que descubra un sentido desde lo que no se dijo. La brutal crítica que hace esta novela de la Colombia actual no está en el evidente desenfreno de cómo se mata sino en el choque que produce el paso de la ficción y la realidad: no hay ninguna diferencia entre la caricatura y lo caricaturizado" (248). Antonio Torres opina que "Fernando es un Quijote con afán justiciero" (336). Hubert Pöpper, mucho más sereno, considera que "lo que Fernando dice y lo que hace, difiere de tal manera que la misma narración pone en tela de juicio la veracidad del narrador" (255). En este mismo sentido se pronuncia Inzaurralde: "El discurso de Fernando está minado desde el principio por su incoherencia" (236). (15)
No parece que haya tal incoherencia. La aparente incoherencia está remitida a algunas afirmaciones incongruentes de Fernando, pero, en lo esencial, el texto responde a un sólido sistema de ideas que materializan un pensamiento criminal. También creo que hay, como lo señalan algunos críticos, una conciencia crítica en Fernando, pero para concluir que no hace un discurso apologético de la violencia y que su voz es de denuncia hay que hacer un gran salto interpretativo sobre el texto. Primero, los sicarios son prolongaciones armadas de Fernando: él mata a través de ellos y se solaza en esos crímenes. Segundo, la estructura de la novela está montada sobre la idea de la imposibilidad de salir de la violencia. Tercero, las argumentaciones sobre las causas de la violencia ―todas ellas ajenas de cualquier dejo irónico― son de carácter étnico y clasista. Cuarto, Fernando propone el genocidio como única solución y para ello se fundamenta sobre intertextos bíblicos y literarios. Quinto, la misoginia del narrador protagonista es auténtica y profundamente violenta, y escapa a cualquier lectura en clave irónica. Polit Dueñas señala que "resulta imposible leer con ironía los párrafos en los que Fernando habla de lo femenino con desprecio, de la mujer en su función reproductiva" (132) y que "si la propuesta de la novela es la ironía y la crítica mordaz a las instituciones, como se ha afirmado, y si lo que busca Fernando en su narrativa es exponer lo execrable de Colombia de una forma brutal, la excesiva misoginia que recorre el texto lo vuelve sospechoso y lo aleja de cualquier propuesta de crítica seria" (132).
Fernando sí hace una apología de la violencia. Entender todo este discurso como un signo que entraña otro significado implicaría el entendimiento del texto en clave irónica y ello estaría autorizado por algunos procedimientos textuales: la ironía, el sarcasmo, la parodia, la burla, la exageración, el humor, el ingenio. Como sostiene Inzaurralde, "el monólogo del narrador está construido con los materiales retóricos de la diatriba: la crítica directa a un adversario imaginario o supuesto, la injuria, el insulto y la ironía" (164). Sin embargo, aunque sea ostensible la presencia de dichos elementos en el discurso de Fernando, estos se agotan dentro de micro-contextos específicos, que no alcanzan a resemantizar la totalidad de la novela. Hay una estructura, unos discursos y unos funcionamientos textuales que orientan los contenidos esenciales del texto y que no permiten una lectura en clave irónica. El texto no ofrece contrapesos. Me parece que hay que desatender todo el sistema textual para dejarse engañar por esos juegos de lenguaje y no reconocer que todo el sistema está determinado por un pensamiento criminal auténtico: "En la historia que cuenta Fernando no hay con qué contrastar su visión nihilista. Sus comentarios acerca de Colombia no provocan hilaridad, sino que develan odio y evocan las palabras de Slavoj Zˇ izˇek: ''Today neo- Fascism is more and more 'postmodern,' civilized, playful, involving ironic self-distance ... yet no less Fascist for all that'' (Polit Dueñas 133).
Esto no quiere decir que no haya una postura crítica sobre la realidad colombiana. Por supuesto que el narrador protagonista tiene una mirada crítica que desacraliza e interpreta la realidad, que expone los agudos males de la sociedad colombiana, que exhibe el fracaso de las instituciones reguladoras de lo social. Como sostiene Valencia Solanilla: "La novela de Vallejo es un gran alegato contra los falsos mitos de nuestra identidad cultural, las instituciones religiosas, políticas, sociales, mediante una voz en primera persona que increpa radicalmente, furiosamente contra todo, develando y revelando duras verdades de nuestro pasado y nuestro presente" (sin número de página). Todo ese juicio negativo del narrador es necesario y merecido, pues una sociedad que produce más sicarios que albañiles debe ser enjuiciada con severidad. Pero no es la crítica mordaz del narrador protagonista la que entraña un pensamiento criminal, sino la solución que propone a los males que señala, la ejecución de los crímenes por mano prestada, la celebración de los mismos, el llamado al genocidio.
Teniendo en cuenta esto, es difícil entender cómo Fonseca puede concluir que "para el narrador de La Virgen de los sicarios la solución a los problemas de su ciudad está en la afirmación de los valores tradicionales y en el restablecimiento de una vieja burguesía educada y letrada" (79). No creo que haya la formulación de tal salida. La novela es apocalíptica. Se constata, sí, la añoranza de una estructura social, pero no se vislumbra la posibilidad del regreso al viejo modelo social. El narrador protagonista propone reiteradamente la solución extrema de la aniquilación para el caos social que registra. Esta salida única sólo es posible en una configuración novelesca definida por un pensamiento criminal.

 

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Notas

  1. Una breve, pero sustanciosa descripción de estas romerías a Sabaneta se encuentra en la crónica "La Virgen de los sicarios" de Jorge Lesmes. También en el artículo "Los sicarios" de Mario Vargas Llosa hay una breve impresión sobre estas procesiones.
  2. El narrador protagonista de la novela se apresura a aclararnos que no se trata de un burdel, pero muchos elementos parecen desmentirlo: el dueño del lugar le da la orden a Alexis de que se lleve a Fernando al cuarto de las mariposas. Allí tienen relaciones sexuales sin que medie entre ellos más que un ligero intercambio de palabras y, al terminar, Fernando le paga a Alexis. Fernando también tuvo en ese "templo" encuentros eróticos con la Plaga y con el Difunto. Además, allí hay una interacción permanente entre jóvenes sicarios y otros hombres. Es tan evidente la condición del lugar que Claudia Ospina señala directamente que "Fernando conoce a estos dos jóvenes [la Plaga y el Difundo] en el prostíbulo de un amigo" (136, nota 132). En la película, esto es más explícito, pues las luces bajas y el decorado estilo kitsch y algo barroco, la música, el licor, los jóvenes a la espera de los visitantes y la circulación de parejas hacia distintos lugares del apartamento indican claramente el tipo de actividad que allí se desarrolla.
  3. A propósito de este intercambio sexual, Polit Dueñas propone una interesante reflexión en torno al sicario como objeto de consumo: "Así se reproduce y legitima la idea de que los muchachos son objetos a quienes buscan narcos y políticos para matar, ciertos hombres para tener sexo y algunos escritores para hacer novelas" (129). También Jáuregui y Suárez lo hacen respecto de Rosario Tijeras "El consumo del cuerpo de Rosario es paralelo al consumo, en el texto literario y en sectores de clase media y alta, de la lengua marginal de las comunas" (382). Sin duda, frente a este asunto los sicarios son plenamente posmodernos, son sujetos y objetos de consumo.
  4. Fernando dice que visitan más de cien iglesias (41). Para Valencia Solanilla, "las iglesias representan el recogimiento, la soledad, el lugar del rito para sentir con pesadumbre el vacío de Dios en medio de la catástrofe social, pues allí va siempre Fernando abrumado por la violencia pero cómplice con su inanidad" (sin número de página). Para Polit Dueñas, "el tono religioso que fluye en la narrativa, aun en esa postura intelectual-anticlerical de Fernando, asume lo religioso como algo propio de la cultura; sin embargo, aparece revertida: Dios no es el agente del bien, sino del mal. La omnipotencia divina es, en última instancia, lo que explica la existencia del infierno en Medellín y por eso la peregrinación a las iglesias se convierte en la búsqueda de los orígenes del mal" (127).
  5. "Argot o jerga" (23), según el narrador protagonista. A esta definición del parlache como una jerga o argot se oponen Castañeda y Henao: "Aunque la mayoría de los investigadores que se han ocupado del parlache lo definen como una argot, en esta investigación se pretende demostrar que es un dialecto social, porque el argot se construye fundamentalmente por pequeños grupos con fines solamente cripticolúdicos y con muy pocas posibilidades de extensión, lo que no ocurrió con el parlache, el cual en estos momentos se ha extendido en forma amplia por toda la geografía antioqueña y nacional, y es utilizado aun por los jóvenes de estratos superiores a los de sus iniciadores" (6).
  6. Fernando es un personaje estático, cuya tremebunda historia no lo transforma. Es cierto que la pasión amorosa es un aliciente que lo aleja temporalmente de su negación absoluta del valor de la existencia y le abre algún camino de esperanza, pero eso está reducido a un ámbito muy íntimo, que en ningún momento hace desaparecer su pesimismo furioso, su desprecio por las comunas y por su lenguaje, su desilusión por Medellín y por la humanidad deleznable, su llamado a la violencia. Con la muerte de sus amantes sicarios desaparece esa íntima alegría y en el personaje sigue intacto su desprecio del mundo como al principio del texto. Por eso, no comparto esa idea de "la transformación de Fernando" (Lander "La voz" 70). No hay tal mutación, ni aprendizaje ni degradación; su entendimiento del mundo es uno y el mismo desde la primera hasta la última página. Me parece que la lectura de la novela como un bildungsroman invertido (María Mercedes Jaramillo, Aileen El-Kadi) es imprecisa. Más apropiada es la idea de Claudia Ospina, quien sostiene que "esta obra es también una parodia de la novela de formación o bildungsroman al invertir y devaluar este tópico clásico" (138). Pero es Ana Serra quien acierta plenamente al afirmar que pensar la novela como un bildungsroman "sería contraria al mundo estático e inamovible que presenta Vallejo" (67). Jácome va más allá y en su afán por encontrar elementos que le permitan hacer definiciones de género para la narrativa del sicariato propone que "las vivencias de un adolescente protagonista abre la posibilidad de considerar el género de la novela sicaresca como una variante de la novela de formación" (89). A esta pretensión le responde Molina Lora afirmando que "la posibilidad de considerar los textos sobre sicarios como experiencias de formación, a nuestro juicio, queda desvirtuada, en tanto es una experiencia que no tiene la oportunidad de ser convalidada en el futuro" (252).
  7. Esta lectura simplista del fenómeno de la violencia del narcotráfico no es producto de la candidez de Vallejo sino de una ilusión que se ofreció a los colombianos para justificar tanto los acuerdos como la guerra contra los carteles y que tuvo una enorme acogida. Tanto que a la muerte de Pablo Escobar, muchos creían que los días aciagos de la violencia asociada al narcotráfico habían pasado. Ante las cámaras de televisión, Alba Marina Escobar, la hermana de Pablo Escobar, increpaba a una periodista durante el entierro de su hermano que estaba equivocada, como toda Colombia, sí creía que con la muerte del capo se iba a acabar el problema del narcotráfico y la violencia.
  8. No me parece afortunada la afirmación de Margarita Rosa Jácome, según la cual hay una "actitud pasiva de Fernando frente a los crímenes que presencia" (67). Al contrario, en la actitud y en el lenguaje de Fernando se evidencia una agresividad muy fuerte. Sobre este asunto, es mucho más atinada la reflexión de Lander: "En el intento de localizar responsabilidades, el personaje principal y narrador progresivamente va abandonando la posición asumida de vocero de 'la gente decente' para convertirse en el autor intelectual de los crímenes que cometen sus amantes" ("La voz" 169).
  9. Es tan fatigante esta abultada recreación de crímenes que los críticos no se ponen de acuerdo a la hora de determinar las cifras: para el caso de los asesinatos de Alexis, Walde, en "La sicaresca colombiana", suma 16; Edwin Carvajal cuenta 35; José Osorio aproxima "más de cien". Yo coincido con Carvajal: son 35, sin contar las muertes de la mujer embarazada y los hijos, quienes mueren en el accidente que es consecuencia de un crimen previo de Alexis.
  10. Estas conclusiones implican mi desacuerdo con la apreciación de Birkenmaier: "This confirms more than anything the priority given by the writer to the 'real thing' in the novel, as if he wanted to confine his profession to registering what has happened, without offering explanations" (495).
  11. Este mismo juicio hace Montoya, pero ya no aludiendo solamente a Virgen sino a toda la obra del autor: "La obra de Vallejo está permeada por un furor racista que lo sitúa como el último escritor fascista de Colombia, país ineludiblemente vallejiano por la gran cantidad de reaccionarios que ha producido" ("Fernando" 24).
  12. Fernandez L'Hoeste ve este asunto en una perspectiva diferente: "De sus críticas a las instituciones, lo más notorio es el lenguaje. El mérito léxico reside, de manera innegable, en su legitimación de voces provenientes del habla de los sicarios. Vallejo puede que sea gramático, mas no es purista. Su propuesta literaria, pese a destilar furia crítica, es ―por lo menos en términos léxicos― incluyente y tolerante" (764). Me parece que es todo lo contrario. Fernando padece la experiencia del lenguaje verbal de las comunas como una degradación y exhibe esa habla como prueba de la decadencia del idioma y, por ende, de la comunidad. Una explicación de la airada reacción de Fernando frente al parlache, quizá pueda encontrarse en este segmento del texto de Castañeda y Henao: "Se define el parlache como un dialecto social, porque una variante de esta naturaleza es la materialización de una visión del mundo claramente distinta a la dominante, una visión que, por consiguiente, resulta potencialmente amenazadora, sino coincide con lo aparentemente normal. Sin duda esa es la explicación de las actitudes violentas hacia el habla no estándar" (2). El desprecio de Fernando por el parlache es una manifestación de su desprecio por las comunas.
  13. Homenaje que el autor Fernando Vallejo completa con la reciente publicación de El Cuervo Blanco, la biografía de Rufino José Cuervo.
  14. Ese odio hacia los pobres no es solo un sentimiento cultivado por el narrador protagonista de Virgen sino que es otra de las constantes vallejianas: "El pueblo pobre para Vallejo no es la causa de la violencia en Colombia, él mismo es el supremo generador de la violencia. Y como Vallejo es claramente oligárquico, pide a los ricos del mundo que se unan para acabar con tal flagelo. Por tal razón el pueblo, como si fuera una entelequia de papel ansiosa de fuego, merece que se le queme" (Montoya, "Fernando" 24-25).
  15. Hay que anotar que muchos de estos críticos no discriminan entre Fernando narrador personaje y Fernando Vallejo autor. Este trabajo se refiere al personaje construido en la ficción literaria. No propongo una reflexión sobre los rasgos autobiográficos en la novela de Vallejo, pero dejo constancia de que esta es una discusión por la que pasan los críticos muy a menudo, no solo por las coincidencias entre el narrador protagonista y el autor, sino por la estricta correspondencia entre las posiciones del narrador de Virgen y las de Fernando Vallejo en su vida pública (conferencias, entrevistas, artículos), y porque esta visión de mundo es coherente en la totalidad de la obra vallejiana. Así lo sostiene Montoya: "En cuanto autobiografía novelada es difícil seguir el consejo de los estructuralistas cuando plantean diferenciar al narrador del autor. Ambas entidades, en realidad, casi siempre se funden en Vallejo. Desde las cinco novelas de El río del tiempo hasta Mi hermano, el alcalde, y desde las biografías de los poetas Barba Jacob y Silva ―El mensajero y Chapolas negras―, hasta los ensayos contra Darwin y Newton ―La tautología darwinista y otros ensayos de biología y Manualito de imposturología física―, el hombre Vallejo está presente. De ahí que sean discutibles las interpretaciones que proponen separar al autor del narrador porque eso significaría creer que esa entidad que fustiga sin cesar todo establecimiento, todo orden, todo sistema, no tiene que ver con el señor radicado en Ciudad de México y que cada determinado tiempo sale de su madriguera a lanzar las mismas diatribas que se repiten en su obra y que hacen de ellas, a veces, un bochornoso espectáculo del escándalo" ("Fernando" 20). Es por estas coincidencias que algunos críticos, como Fernández L'Hoeste, optan "por no distinguir entre Vallejo y el personaje" ("La Virgen" 766, nota 2); otros, como Murillo y Alejandra Jaramillo, le ponen el apellido Vallejo al Fernando de la novela; otros, como María Mercedes Jaramillo, Lander y Walde, cuestionan la continuación del personaje literario en la vida pública de Fernando Vallejo y el daño que tal postura hace a la sociedad.

 

 

Este ensayo es parte del libro de Óscar Osorio La Virgen de los sicarios y la novela del sicario en Colombia. Ensayo enviado a Aurora Boreal® por Óscar Osorio. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Óscar Osorio. Foto Óscar Osorio © Óscar Osorio.

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