Por qué (y para qué) seguir hablando de literatura latinoamericana

rosalba campra 255Ponencia completa de la escritora argentina Rosalba Campra, realizada durante el V Festival de Literatura en español de Copenhague, el día viernes 29 de septiembre de 2017 en las instalaciones de la Universidad de Copenhague.

 

Una anécdota: un congreso internacional, hace unos años. Conversación con colegas conocidos en ese momento. Presentaciones. Una profesora de los Estados Unidos, cuando le preguntan “ ¿Tú de dónde eres?” responde: ”Soy americana”. Me lo preguntan a mí, mi contestación es: “Yo también”. Ella se da vuelta, y corrige: “No, tú no eres americana. Tú eres argentina”.

Recordando esta negación me pregunto aquí qué significa hablar hoy de “Latinoamérica” y si implica acaso (o no) alguna responsabilidad el definirse como “latinoamericano”. Me lo pregunto a partir de mi elección del término “América Latina”, en el título del primer libro que, hace muchos años ya, dediqué a estos problemas: una elección no solo léxica sino conceptual (1). Tomo esa anécdota como un punto de partida para las reflexiones que siguen: sobre los nombres, el objeto que designan, el itinerario recorrido entre el siglo XX y XXI, el replanteo de la identidad... ¡No puedo prometer que sean una respuesta al título que he propuesto para esta conversación!

De todos modos, sobre las discusiones respecto al nombre para designar “eso que descubrió Colón”, sobre la historia y la ideología subyacentes a la elección entre “Hispanoamérica” (prolongación de la ‘hispanidad’) y “Latinoamérica” (inscripción en un mundo creado por el coloniaje), sobre la necesidad o no de denominaciones del tipo “Iberoamérica”, “Indoamérica”, “Afroamérica”, o una designación continental de orden geográfico, como “América” (problemas en los que no voy a detenerme), remito a las páginas eruditas y entretenidísimas que Miguel Rojas Mix ha dedicado al tema (2). Que no sea una cuestión indiferente lo demuestra el enfrentamiento feroz que tuve con el “corrector literario” de la editorial que, en mi libro Travesías de la literatura gauchesca (2013), cada vez que yo había escrito “latinoamericano”, lo tachaba y transformaba en “hispanoamericano”, y eso aunque se tratara de la cita del título de un libro de otro autor (3).

Desde este punto de vista me parece un ejemplo significativo el de las denominaciones utilizadas por otros países. En los medios de información italianos he podido comprobar que, cuando se hace referencia a la pintora mexicana Frida Kahlo, la especificación más frecuente por parte de revistas, diarios, programas de radio o de TV es la de “gran pintora sudamericana” (énfasis mío). Pero México, como se sabe, está en el hemisferio norte… No se trata pues de un mero error de colocación geográfica sino del matiz desdeñoso que la palabra ha terminado por asumir: una gran artista, sí, pero perteneciente al así llamado “Sur del mundo” ─un eufemismo más delicado que el de “Tercer Mundo” o de “Países subdesarrollados”, en uso en tiempos no tan lejanos, y hoy disfrazado tras “Países emergentes”.
Los cambios actuales, y en particular la afirmación de una sociedad multiétnica, podrían hacer suponer una aceptación de la diversidad como elemento enriquecedor en un mismo nivel, pero por más que esto se preconice teóricamente, los modelos imperantes son siempre los mismos. Análisis dedicados a las artes visuales muestran la marginación de ciertas realidades: tenazmente los reflectores se apuntan sobre las expresiones de los países ‘centrales’, cuya capacidad de expandir sus códigos en las países ‘periféricos’ no disminuye (4) . De aquí, creo, las insidias gemelas siempre al acecho en lo que se refiere a toda obra latinoamericana, no solo literaria: resignarse al exotismo –entendido también como autoexotismo– o bien a la homologación.

 

2. Una cuestión subyacente
De todos modos, y quizás como problema previo, querría subrayar la dificultad que entraña, de por sí, hablar de "literatura". Porque, como han señalado muchos, entre ellos Valéry y Borges, la literatura no existe. Lo único que existe son los libros: la literatura es una construcción de la lectura –de una lectura crítica– que elabora un sistema. El sistema que llamamos "literatura" no es sino el resultado de la voluntad clasificatoria que se ejerce sobre textos en los que la mirada del observador (lectores, profesores, teóricos) discierne elementos comunes, y en función de estos destina una serie de libros a la misma estantería, decidiendo también subsistemas: poesía, novela; novela policial, novela histórica... Y discierne, sobre todo, la supuesta preeminencia de una determinada categoría cultural en la que batallan por encontrar un resquicio las expresiones consideradas marginales (ya sea por el tipo de autores o de temas o de forma). Difícil encontrar la historieta o el tango en las historias de la literatura...

En nuestro caso, además, se trata de encontrar un espacio dentro de las líneas de una historia que no ha sido diseñada por sus sujetos: una de las muchas limitaciones impuestas por la condición colonial. Por eso, cuando hablamos de “literatura latinoamericana”, se multiplican las preguntas preliminares. No solo ¿cuál es el objeto? sino también ¿cuáles son los límites espaciotemporales que le dan forma? Este es, precisamente, el segundo término de la cuestión: el adjetivo "latinoamericana" aplicado a "literatura".

Definir estas fronteras temporales, de todos modos, resuelve solo una parte del problema, pues queda abierto el de las fronteras geográficas (además de las lingüísticas) que configuran, después de las luchas independentistas en el siglo XIX, los distintos estados. Como sabemos, el territorio americano anterior a la llegada de los españoles era una fragmentación de comunidades con lenguas, costumbres y religiones diferenciadas, que en muchos casos ignoraban la existencia los unos de los otros. Una primera unidad es la creada por el equívoco del nombre dado por los españoles a los habitantes: todos los pobladores de América, mayas o vilelas, sanavirones u otomíes, mapuches o ranqueles, onas o tlaxcaltecas, pasan a ser, uniformemente, "indios". Sobre la cancelación de lo existente la conquista crea una unidad: la unidad de un sistema de gobierno y de explotación de las tierras que transformó el inmenso territorio americano en una prolongación del mundo colonizador. Las luchas por la independencia conllevaron el sueño de una unidad de otro orden: "la gran nación latinoamericana" que preconizó Bolívar en el siglo XIX (y que, a través de figuras como la de Che Guevara en el siglo XX, muestra su persistencia en la idea de una revolución continental contra el imperialismo). Ese sueño sostuvo las luchas unitarias de emancipación pero fue impotente contra la fragmentación fomentada por tensiones internas o por intervenciones extranjeras más o menos subrepticias (por la presión de Gran Bretaña, hostil al surgimiento de grandes estados que hubieran podido oponerse a sus intereses, la cuestión de límites entre Brasil y Argentina se resuelve en 1828 con la creación del Uruguay; en 1903, oportunamente apoyado por los Estados Unidos que temen perder su influencia en la zona del canal, Panamá se separa de Colombia).

Existe así una tensión constante entre una voluntad de diferenciación y una vocación integradora. Por una parte choques sangrientos como la Guerra de la Triple Alianza que entre 1865 y 1870 ve sucumbir el Paraguay frente a Brasil, Argentina y Uruguay, o la Guerra del Pacífico que entre 1879 y 1884 enfrenta a Chile con Bolivia y Perú, o asuntos de límites entre Argentina y Chile. Por otra, empresas que afirman una ininterrumpida voluntad de unificación cultural: baste pensar en el gigantesco esfuerzo que significó la América poética, antología de la poesía hispanoamericana compilada en 1846-1847 por el argentino Juan María Gutiérrez; o bien, como uno de los efectos de la Revolución cubana, la fundación, en 1959, de Casa de las Américas: sede de encuentros, de discusión, de difusión de la cultura latinoamericana, con una revista de ininterrumpida circulación desde 1960. Una integración que, a través de soluciones como por ejemplo el Pacto Andino (1969, después con el nombre de Comunidad Andina), el Mercosur (primera declaración 1985), la Alianza del Pacífico (2011), trata de encontrar además una base económica.

Desde este punto de vista, es verdad que nuestro objeto, la literatura latinoamericana, presenta características heterogéneas: la gauchesca, por ejemplo, es casi exclusivamente rioplatense; el indigenismo prevalece en la zona andina. Una heterogeneidad que va más allá de la discusión de las nacionalidades (como ha subrayado Cornejo Polar), y tiene como producto superposiciones en las que coexisten y se entremezclan distintas temporalidades históricas –las antenas parabólicas y los ritos tradicionales (como ha subrayado García Canclini) (5).
Sin embargo, dentro de esas manifestaciones particulares y específicas percibimos una homogeneidad que nos lleva a identificar la presencia de constantes entre el indigenismo y la gauchesca, entre las obras de un mexicano y un chileno, de un colombiano y un paraguayo. Una “totalidad conflictiva” que podría sintetizarse en la frase de Martí sobre esa América que es una "en el origen, en la esperanza y en el peligro".

Tal vez un modo de simplificar estas cuestiones pueda proveerlo la metáfora cocineril con que el cubano Fernando Ortiz sintetiza la relación entre la cultura americana y las demás culturas, y que Alejo Carpentier retoma con estas palabras: "El ajiaco cubano, por ejemplo, plato nacional de la cocina criolla, reúne, en una misma cazuela, la cocina de los españoles –la que traía Colón en sus naves– con productos (las "viandas" llaman todavía a eso) de la primera tierra avistada por los descubridores" (6). Creo que es dable reconocer, en la literatura latinoamericana, una análoga invención de sabores inéditos a partir de ingredientes heterogéneos: la indeterminación de confines de los géneros, de las formas, del sistema de representación puede ser interpretada como marca de una cultura mestiza. Y reconocer, en este desordenado y fecundo mestizaje cultural, la posibilidad de una propuesta autónoma. Sin preconceptos dogmáticos o polémicos, sino como propuesta de una integración más –como todas, provisoria– tendiente al conocimiento de esa realidad latinoamericana cuyo carácter multicultural y multitemporal desafía todo intento de simplificación mitificadora.

 

3. De un siglo a otro: innovaciones y rechazos
Los años ochenta del siglo XX vieron el regreso a gobiernos democráticamente elegidos en los países que desde hacía mucho tiempo (a veces más de cuarenta años, como el Paraguay) se encontraban bajo dictaduras militares: Argentina convoca elecciones en 1983, Uruguay en 1984, Brasil en 1986, Paraguay en 1989, Chile en 1990.

El nuevo milenio marca entonces el regreso de muchos exiliados, pero también es tiempo de desencanto: democracias que desembocan en la corrupción, fragmentaciones, autoritarismos... Se multiplican, a partir de la conciencia de los cambios que se están llevando a cabo a nivel global, distintas tentativas de recuperación de la memoria inmediata. Para dar algunos nombres: Martín Kohan en Argentina, Santiago Roncagliolo in Perù, Rodrigo Rey Rosa in Guatemala.

Es cierto que la pérdida de capacidad utópica pesa sobre este período (que algunos llaman “posmoderno”) pero en cambio (o quizás precisamente a causa de eso) se afirma también una insistencia en la ironía o la alusión paródica. La novela policial como modo lateral de referirse a la realidad política se vuelve terreno de ejercicio para muchos escritores, de gran éxito a pesar de cierta dosis de previsibilidad, como en el caso de las novelas de Paco Ignacio Taibo II, que tienen como escenografía Ciudad de México, o a través de experimentos narrativos complejos como Plata Quemada (1997) del argentino Ricardo Piglia. Los aledaños del fantástico siguen explorándose, ahora según itinerarios que, acercándose a lo grotesco, se permiten tanto lo perturbante como un humorismo a menudo despiadado. Es el caso del argentino residente en Alemania Norberto Romero (El momento del unicornio, 2009, ed. ampliada) y de la mexicana Cecilia Eudave (Registro de imposibles, 2006, ed. ampliada)

Otras formas, carentes hasta de nombre hace algunos años, hoy despiertan una atención particular por parte de autores, lectores, críticos, editores, compiladores de antologías, organizadores de congresos, seminarios y talleres de escritura: es el caso del microrrelato o microficción. Narraciones brevísimas, poco más de un relámpago, cuya inauguración suele atribuirse al mexicano Juan José Arreola en su Confabulario (1952). Es un texto del guatemalteco Augusto Monterroso, “El dinosaurio” (1959), sin embargo, el que los críticos señalan como referencia obligada: “Cuando se despertó, il dinosaurio todavía estaba allí” (en Obras completas (y otros cuentos), Imprenta Universitaria, México 1960). Historias mínimas en las que a menudo reinan la intertextualidad, el humorismo y el final sorpresivo, y que, si bien a veces caen en la trivialidad del chiste o la boutade, pueden ofrecer en sus dimensiones reducidísimas un tal grado de complejidad y de calidad estética que las hace confinar con la metafísica, sin por esto excluir la diversión. Es lo que sucede, por ejemplo, en los argentinos Raúl Brasca y Ana María Shua, en el chileno Juan Armando Epple, el mexicano José Emilio Pacheco, el venezolano Luis Britto García.

La distancia del propio país, que en el siglo XX era la del exilio determinado por la circunstancia política, es hoy más bien una elección dictada en algunos casos por la circunstancia personal, en otros por la atracción de los polos editoriales (sobre todo en España). Colombianos como Santiago Gamboa residen en Italia, ecuatorianos como Leonardo Valencia en España... La lengua deja de ser un territorio inmutable para los autores cubanos de Miami, para los chicanos de Texas o de California, para los portorriqueños de New York ─los nuyorican─, en cuyas obras conviven, combaten y se reflejan el español y el inglés.

Tal vez por esas razones, ciertos enfoques críticos consideran que ocuparse de la identidad latinoamericana es un ejercicio arqueológico. En 1996 se publica en Barcelona una antología con el irónico título de McOndo; el mismo año aparece en México el manifiesto del Crack; en 2003 se reúnen en Sevilla en un congreso a puertas cerradas diez jóvenes escritores (Fernando Iwasaki, Ignacio Padilla, Jorge Volpi, etc.), cuyas intervenciones, coordinadas por el escritor chileno Roberto Bolaño, son recogidas en 2004 en Palabra de América (publicado por Seix Barral, que, dato significativo, es la misma editorial que ha convocado el congreso). Estas voces, nuevas y no tan nuevas, tienen en común la voluntad de subrayar provocativamente una distancia de las manifestaciones precedentes, proclamando una excepcionalidad que consistiría en la fragmentación y en la presencia de nuevas escenografías para sus propias narraciones. Y para prueba de sus afirmaciones, se destaca como innovación que una novela escrita por un latinoamericano se desarrolle en Francia o Alemania, Pekín o los jardines de Kensington (7) ... Forma parte de esta especie de manifiesto la declaración de libertad respecto a las etiquetas tradicionales de los géneros y el rechazo a ser considerados como representativos de la “latinoamericanidad”. La amplia y multiforme producción de Bolaño (cuya muerte en el 2003 a la edad de solo cincuenta años lo consagra como autor de culto) encarna muchos de los rasgos exaltados por estos grupos, y en particular la imposibilidad de encasillamientoa, como se hace evidente por ejemplo en La pista de hielo (1993), Los detectives salvajes, (1998) y 2666 (2004).

Blanco principal de las flechas de estos escritores son los aspectos que habían llevado al estereotipo de la literatura latinamericana como reino de un exotismo con ribetes mágicos. Innegablemente estos aspectos, que en García Márquez se presentaban como revelación y apertura, habían derivado, en la obra de los epígonos, en una retórica a menudo mecánica, pero por eso mismo garantía de segura venta a un público amante de lo “real maravilloso” y de las aventuras en selvas de papel mâché. Una deriva manierista que ya por lo menos a partir de los años ochenta, críticos y escritores habían denunciado abundantemente.

Tal diferencia, muy subrayada en la postura teórica, no se manifiesta con una intensidad análoga en las realizaciones concretas ─pero esta es una característica que comparten todos los manifiestos de ruptura. Por otra parte, los fenómenos reivindicados como innovadores ya estaban presentes en los escritores del boom, si bien en distinta medida y de manera menos programática y sobre todo, a causa de las elecciones unidireccionales de los editores, menos inmediatamente visibles.

De modo que, para concluir, querría retomar todo esto para replantear el concepto de “literatura latinoamericana” desde la óptica de la identidad.

En mi opinión, lo que habría que tener en cuenta es que, en tiempos de mundialización, problemas como el de la identidad se formulan con otras perspectivas. Pero siguen formulándose, como puede comprobarse en la experiencia cotidiana. En la primera edición de mi libro América Latina: la identidad y la máscara, el ensayo estaba precedido por una tira del célebre personaje de Quino, Mafalda, donde una amiguita de Mafalda concluía las observaciones sobre las diferencias entre “nosotros” y el primer mundo con estas palabras: “Y eso es lo que tenemos que hacer nosotros: ser como ellos, que solo se ocupan de ellos, porque el día que nosotros dejemos de imitarlos y logremos ser como ellos vamos a empezar a ser como nosotros”. A Mafalda no le queda más que suspirar: “Sí, por suerte la solución es muy simple” (8).

rosalba campra 357Creo que este diálogo al mismo tiempo desolado e irónico ilustra, con mayor elocuencia que muchas disquisiciones sobre la existencia de modelos (no solo culturales), las razones por las cuales hablar de “identidad” es un problema siempre abierto (y no solo privativo de los países colonizados): el problema del sometimiento a nomenclaturas dictadas por modas más o menos fugaces, que imponen como categorías hermenéuticas estereotipos como los ‘post/’ y los ‘des’/, terminando a menudo por sustituir con la engañosa seguridad de las etiquetas el esfuerzo de rastreo y confrontación con los textos, materiales primarios para un análisis independiente.
En estos años del tercer milenio sería una simplificación excesiva sugerir, como se podía hacer hasta las últimas décadas del siglo XX (yo misma lo he hecho) que para un ciudadano francés, inglés o español el problema de la identidad es menos acuciante: la pregunta sobre la identidad, que parecía reservada a los herederos de la condición colonial, en el siglo XXI ha adquirido visibilidad en lugares que (como en el caso de Europa) hasta hoy no habían necesitado (o no habían considerado necesario) plantearse la cuestión. Hoy, aun en los centros del poder, como en el caso de los Estados Unidos, la composición cada vez más marcadamente multiétnica de la sociedad ha llevado a violentas reacciones de racismo por una parte; por otra, a una búsqueda de nuevas formas, seguramente inéditas y complejas, de afincamiento e inclusión. Desplazamientos debidos al exilio político, a razones económicas, a los protocolos de reconocimiento de los estudios universitarios, hacen emerger identidades viajeras, fluctuantes, múltiples, contradictorias.
En esta época en que se enfrentan y se superponen homologación y reivindicaciones étnicas, hablar de “literatura latinoamericana” plantea el recurrente tema de la identidad en un contexto sin duda distinto. En una situación en la que ─no obstante se hable de “poscolonialismo”─ todavía buscan solución los dilemas creados por la condición colonial, el mundo latinoamericano tiene ante sí el desafío de descubrir y elegir, en la situación misma de la globalización, lo que es pertinente para reconocerse como un yo productor y destinatario de discursos propios.

Al respecto, me parece una indicación reveladora la decisión de Roger Caillois cuando en 1960 sugiere al editor Gallimard suprimir la colección “La Croix du Sud”, fundada en 1940, donde se publicaban los autores latinoamericanos: “Pedí [...] que la suprimiera, porque había tenido éxito, es decir, porque la literatura de ese continente o subcontinente ya se había hecho conocer, y no hacía falta, sino que resultaba perjudicial mantenerla en esa especie de apartheid, de segregación. Ahora formaba parte de la literatura mundial, y bajo este título debía ser publicada en la colección “Du monde entier”, junto a los libros alemanes, los libros italianos, los libros japoneses o norteamericanos” (9). Allí está ya enunciado el recorrido hacia la libertad de los estereotipos: ese salir de la jaula de “La Croix du Sud” es precisamente lo que da definitivamente la posibilidad de ser “literatura latinoamericana” sin tener que someterse a etiquetas como “exotismo”, “real maravilloso”, “revolución” (10)...

Porque “identidad” no es un concepto fijo sino mudable: nuestro pasado, lo que hacemos con el pasado en nuestro presente, nuestro proyecto de futuro. Tanto si estamos hablando de un ‘yo’ personal como si nos referimos a una colectividad, como sería el caso de Latinoamérica. No se trata de una cuestión de ‘representatividad’, en el sentido de aquella famosa frase que Jaques Vaché escribió en una carta a Breton (publicada en el conjunto Lettres de guerre), y que Cortázar cita como epígrafe a Rayuela: “Rien ne vous tue un homme comme d’être obligé de représenter son pays”. ¡Dejemos esa tarea a los diplomáticos de profesión!

casiopea 175Y para apuntar a mi colocación dentro de estas cuestiones en tanto que autora de ficciones y poemas: a veces me preguntan –me pregunto también yo– de dónde vienen mis libros. Creo, como Paul Auster, que “nadie puede decir de dónde viene un libro, y menos todavía, la persona que lo escribe”. Tal vez la respuesta –una respuesta tan inverificable como irrebatible– es la que señala Brodsky cuando identifica el origen de la escritura en la seducción (o, lo que me parece lo mismo, en la generosidad) de las palabras: “Alguien escribe un poema porque el lenguaje le dicta el verso siguiente” (11).
Si pienso en mis ficciones, quienes me las dictan son los personajes: una vez que, sin que los haya invitado, aparecen, es la curiosidad lo que me empuja a seguirlos, y a contar lo que voy viendo, sorprendiéndome a cada paso que damos juntos. Y por eso he escrito cuentos que se desarrollan tanto en París como en mi pueblo, Jesús María, en distintos lugares de la China o en una galaxia no identificada, y he escrito una novela que trata de la historia argentina a través de las aventuras de un arcángel que Dios manda en misión sin indicarle de qué lado debe estar, y otra que pone en escena a una contadora de sueños que se exhibe en un dudoso bar de Nyhavn, el puerto antiguo de Copenhagen...

Tal vez todo tenga que ver, entonces, con el hecho de que ningún ‘yo’ pueda considerarse propietario de la enunciación. Será por eso que no escribo para representar un país, ni una región, ni un género. Porque el sujeto de la memoria, y por ende de la palabra, es inevitablemente múltiple: resultado del entrecruzamiento de experiencias propias y ajenas. Ningún pasado –ningún mundo ficcional– se cierra en una narración. Si la completud de la memoria, o la de la imaginación, fuera posible, residiría en lo compartido. Al fin de cuentas, en la superposición de las lecturas (que también son experiencia). De aquí deriva, pienso, mi tendencia a la composición de un texto mediante fragmentos de brevedad variable (novelas que avanzan por acumulación de episodios, cuento, microficción) que una visión final puede recomponer como conjunto. Un conjunto que busca el rescate de la Historia, o más bien de sus zonas marginales, pero en una perspectiva de soslayo, la única que soy capaz de formular: más que la referencia directa, la alusión o la metáfora. Y lo mismo podría decir de otras exploraciones, las de de la realidad, en alguno de sus recovecos imprevistos. O tal vez se trate sobre todo de un tipo de mirada que invito a compartir.

rosalba campra 375En la lengua del país donde vivo hace mucho, Italia, no hay una palabra diferente para designar el ‘porqué’ y el ‘para qué’: causalidad y finalidad están amalgamados en una palabra sola: el ‘perché’ de las cosas. Y aquí regreso a la pregunta del comienzo. Respondería, en este caso, que escribo por la humana compulsión a contar para construir recuerdo –recuerdo no de la voz de quien contó, sino de lo contado: para que lo que fue y ya no es, vuelva a ser. Cuántos testimonios de esta fe en la persistencia a través de lo escrito, John of Salisbury refiriéndose a los alejandros y los césares, Carducci a los dioses muertos pero imperecederos en un verso, el infaltable Borges rememorando nórdicas batallas y guerreros derrotados... y la definitiva elocuencia de Martín Fierro en la Vuelta: “Más que yo y cuantos me oigan/ Más que las cosas que tratan/ Más que lo que ellos relatan/ Mis cantos han de durar”.

Más limitada en ambiciones, escribo para creer que la consistencia de un mundo, por más que parcial y mínimo –el mío–, no se perderá junto con mi propio tiempo. A pesar de la conciencia de que toda biblioteca puede reducirse a cenizas, toda escritura al cabo de los tiempos resultar indescifrable, apostamos a la palabra dada: dada a un destinatario que, este sí, se renueva indefinidamente.

Si intento, entonces, dar una respuesta al titulo de estas reflexiones, diría que:
Escribo porque existo. Escribo para existir. Creo que, si esas palabras son una respuesta, pueden extenderse, generalizando, a la literatura latinoamericana.
¿Escribir como “latinoamericana”? ¿Como argentina? ¿Como cordobesa? ¿Como mujer? ¿Como habitante de un país extranjero?

No: no es una voluntad, sino un resultado. Del mismo modo que las constelaciones son el resultado de una mirada, la literatura latinoamericana es un resultado de la lectura.
¡O sea de ustedes, lectores!

 

Notas:

  1. R. CAMPRA, América Latina: la identidad y de la máscara (1ra ed., en italiano, America latina: l’identità e la maschera, 1982), Siglo XXI, México 1998.
  2. M. ROJAS MIX, Los cien nombres de América. Eso que descubrió Colón, Universidad de Costa Rica 1997 (1ra ed. 1991).
  3. Fue el caso de Latinoamericanos buscando lugar en este siglo, de N. GARCÍA CANCLINI, Paidós, Buenos Aires 2002.
  4. Véase Anna DETHERIDGE, Scultori della speranza. L’arte nel contesto della globalizzazione, Einaudi, Torino 2012; Roberto PINTO, Nuove geografie artistiche. Le mostre al tempo della globalizzazione, Postmedia Books, Milano 2012.
  5. Véanse A. CORNEJO POLAR, “El indigenismo y las literaturas heterogéneas. Su doble estatuto sociocultural” [1ra publ. 1978], en Sobre literatura y crítica latinoamericanas, Universidad Central de Venezuela, Caracas 1982; N. GARCÍA CANCLINI, Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, Grijalbo, México 1989.
  6. A. CARPENTIER, “Problemática de la actual novela latinoamericana”, en Tientos y diferencias (1ra ed. 1964), UNEAC, La Habana 1974.
  7. Véanse por ejemplo J. VOLPI, “El espejismo de América Latina”, en AA.VV.”America Latina tierra de libros”. Dal realismo magico al mondo globale, Atti della Prima Edizione 2008, IILA, Roma 2009, pp. 9-13; F. IWASAKI, “No quiero que a mí me lean como a mis antepasados”, en AA.VV., Palabra de América, Seix Barral, Barcelona 2004, p. 120.
  8. La tira de Quino dedicada a este personaje se publicó desde 1964 a 1973, inicialmente en la revista Leoplán y luego en volumen por Ediciones de la Flor.
  9. Traduzco de R. Caillois, “La littérature du troisième jour de la création”, en La letteratura latinoamericana e la sua problematica europea, IILA, Roma 1978.
  10. Sobre esta imposición de roles, muy marcada en los ochenta, y no limitada solo a la literatura sino evidente también en el cine, en particular en lo que respecta a represión y revolución es elocuente el mensaje de protesta que el cineasta brasileño Carlos Diegues envía a la “Mostra del Nuovo Cinema” de Pesaro, 11-19 de junio 1981, denunciando el relegamiento del “tercer mundo” a esta función (La Repubblica, Roma, 19/06/ 1981)
  11. P. Auster, Leviathan, Penguin Books, New York 1992, p. 40. No estoy en cambio en condiciones de asegurar mi fidelidad a la cita de J. Brodsky: he perdido la referencia bibliográfica correspondiente...

 

rosalba campra 350Rosalba Campra
Argentina. Nacida en Córdoba y residente en Roma, ha publicado numerosos ensayos, textos de narrativa y poemas en distintos medios en Europa, América Latina y EE.UU. Entre ellos se cuentan Los años del arcángel, 1998; Las puertas de Casiopea, 2014 (novelas); Herencias, 2002; Ella contaba cuentos chinos, 2008; Mínima Mitológica, 2011; Ficciones desmedidas, 2015 (cuentos y microficciones), Ciudades para errantes, 2007 (poesía). Entre sus ensayos, Territorios de la ficción. Lo fantástico, 2008; Cortázar para cómplices, 2009; Itinerarios en la crítica hispanoamericana, 2014; Los que nacimos en Tlӧn: Borges o los juegos del humor y del azar, 2016. En otras obras, conjugando palabra e imagen, ha explorado diversas posibilidades del libro-objeto: Constancias, 1997; The book of Labyrinths, 2008; Moradas de los Mayores, 2012; Zona de Juego, 2014. Ha desarrollado una intensa tarea docente como catedrática de literatura hispanoamericana (Università di Roma La Sapienza) y dictando cursos y seminarios en universidades europeas y americanas.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Rosalba Campra. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Rosalba Campra. Fotos Rosalba Campra © Lorenzo Hernández. Carátula de la novela Las puertas de Casiopea cortesía de Editorial Ediciones del Boulevard. Foto mesa participantes durante el V festival de Literatura en español de Copenhague de izq. a der.: Julio Jensen, Chandra Schilling Cueto, Rosalba Campra, Lucas Ruiz © Lorenzo Hernández.

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