O quizás ya estaban muertos y es ahora cuando los reconozco como tales. Ahora la habitación vuelve a ser como una placenta en la que solo estamos tú y yo, y que observan esos muertos que te hablan y que me miran a distancia. Como todos los muertos que irrumpieron en nuestra vida con los años. Pero no te escuchan, solo se te acercan y te hablan, como si fueras un eslabón previo a su propia muerte, causada o reconocida por mí. Por eso solo atiendo a tu voz. De hecho, por eso he provocado mi muerte, para que vinieras y poder oír una vez más tu voz como cuando estábamos en la placenta y en la lluvia, en el domingo por la mañana, como cuando soñabas y hablabas, solo que ahora soy yo quien parece estar soñando. No suenas distinta, ni siquiera inconexa como entonces, parecemos casi los mismos de hace tantos años: tu voz escapada y huyendo aún de las infancias que perdiste, y yo muerto, como ahora, como tan a menudo estuve. Nunca presté demasiada atención a lo que decías, en realidad me daba igual la conversación, solo quería oírte, como si emitieras una longitud de onda hipnótica que alineara mis sentidos y aquietara la bestia en mí. Unos minutos, un par de palabras de buenos días sin mayor profundidad, una confesión picante, una confidencia a medias. Se me acaba la longitud de onda, y la bestia tira de mí como si fuera a romperse a la entrada del infierno, o de la conciencia, como si ya no quisiera escuchar. El oído es el último de los sentidos que se pierde, dura unos minutos más que el resto en cesar sus funciones. Mis últimos minutos de oyente los dediqué a aislar todos los sonidos del mundo hasta encontrarte, a separar los autobuses de las televisiones, las risas de las preguntas, hasta encontrar tu voz, tu garganta, el lugar desde el que me quisiste. De hecho es lo único que mantuve durante los últimos años: tu voz; oírte, poder oírte, saberte viva. Llamarte y escuchar tu eco, como si fueras parte de mi propia voz; decir tu nombre y escuchar el retorno en las habitaciones de esta casa y en esta placenta ahora vacías. Ahora ya no hablo; hace mucho que ya no hablo. Y lo que es peor y nunca imaginé: tampoco oigo. ¿Cuándo es nunca para mí ahora? Maldita sea mi puta muerte, porque sé que te estás despidiendo, que me coges la mano, que me dices algo; se me alinean mis muertos, amor, aunque ya no oigo tu voz.
Alguien me llama a lo lejos. Háblame un poco, amor. No querría ir tan solo.
Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. Licenciado en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en publicaciones como Almiar (Madrid), Botella del Náufrago (Valparaíso), Los Bárbaros (NY), ERRR Magazine (México DF), Revista Virtual de Cultura Iberoamericana (NY), Narrativas (Madrid), entre otras. En la actualidad vive en un pueblito costero de Galicia, tratando de ser... un digno bárbaro.
A lo lejos enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorizción de Miguel Rodriguez. Fotos Miguel Rodriguez © Luciano Teixeira. Foto relato cortesía Miguel Rodríguez © María Byanca Stegaru.