El hombre lobo

jorege_kattan_001A Don José Arturo Zablah Kuri
y a Juanpi, su nieto.

 

La leyenda del Hombre Lobo no es ni puede ser patrimonio exclusivo de ninguna nación porque no existe país o localidad, por insignificante que sea, que no tenga, o haya tenido, su propia versión de esa aberración humana. El de Cojontepeque, objeto de este relato, físicamente no distaba mucho del Hombre Lobo tradicional o clásico, pues poseía un rostro exageradamente poblado de pelos. Exceptuando la nariz, la melena le cubría las mejillas, la frente y hasta buena parte de sus puntiagudas orejas. Fuera de lo dicho, exhibía unos enormes ojos fosforescentes cuyos destellos infundían terror, y cuatro largos y afilados colmillos, dos en cada maxilar, que no podía ocultar ni aun con las fauces bien cerradas. La diferencia entre este Hombre Lobo pueblerino y el conocido modelo tradicional estribaba en dos hechos fundamentales: jamás se supo que el de Cojontepeque atacara bestial y desaforadamente a nadie; a pesar de su feroz figura, era más bien un manso cordero de Dios y, por otro lado, no necesitaba de los auxilios de una luna llena para convertirse en Hombre Lobo porque él, por así decirlo, había nacido ya convertido en tal, con ese aspecto de fiera humana.


Una calurosa tarde de noviembre el Hombre Lobo se dirigió a zancadas redobladas hacia la morada de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque; parecía poseído por los demonios. Era evidente que traía un asunto urgente entre manos. He aquí la conversación que entablaron:

Jorge Kattán Zablah. Cuentista y ensayista salvadoreño. Abogado (Chile) y Doctorado en Letras por la Universidad de California en Santa Bárbara, California. Autor de las siguientes colecciones de relatos: Estampas pueblerinas, Acuarelas socarronas, Por el carnaval de la vida, Cuentos de Don Macario y Pecados y pecadillos. Director emérito del Departamento de Español, Defense Language Institute, Monterey, California. Sobre su obra se han escrito numerosos ensayos y se han dictado conferencias. Es miembro correspondiente de la Academia Salvadoreña de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española. --Bienvenido, Anselmo. ¿A qué se debe esta inesperada visita?
Antes de responder, el Hombre Lobo vaciló por un momento, pues hacía muchos lustros que no escuchaba de boca de nadie su nombre de pila; todos recurrían siempre a su vilipendioso y abominable apodo.
--Mire usted, don Macario... Ya no soporto este pueblo de porquería... Pienso emigrar al Norte, pero he venido aquí a suplicarle su consejo. ¿Qué me dice usted?
La verdad es que razones no le faltaban para detestar a su pueblo, pues desde su tierna infancia había sido blanco de innumerables y despiadados apedreos por parte de todos los chiquillos escolares; el mismo cura se santiguaba en su presencia y las beatas, al verlo pasar, empezaban a rezar sus letanías y terminaban, invariablemente, besando sus escapularios.
Don Macario se hallaba en un peliagudo atolladero. En aquel instante muchas ideas desordenadas acudieron a su mente, pero todas ellas estaban ligadas entre sí por el común denominador de intentar que el inesperado visitante desistiera de su loco empeño. El cronista podría haberle dicho que el mercado laboral norteño se hallaba completamente saturado, que a los alguaciles gringos no les caían en gracia los inmigrantes indocumentados, que "era mejor lo malo conocido que lo bueno por conocer", que si en Cojontepeque lo hacían sufrir, no era más que por aquello de que "quien te quiere te aporrea", de que "en todas partes se cuecen habas" y tantas otras cosas por el estilo; pero no, el anciano prefirió hacerlo de la manera tan personal y muy suya que tanta fama le había dado a su nombre y a su esmerilada sabiduría no sólo en Cojontepeque, sino a nivel nacional; es decir, recurriendo, para resolver espinudos entuertos, a la lectura de algún relato de su propia cosecha o, simplemente, de ésos que con frecuencia aparecían en el periódico. Fue así como don Macario se dirigió, con pasos inciertos, hacia sus empolvados anaqueles y extrajo de ellos una gaceta capitalina.
--Mirá, Anselmo, acomodate en ese taburete porque te voy a leer unos párrafos que te vienen como anillo al dedo y que yo encontré hace unos días en este diario-- indicó, al paso que se calaba sus anticuadas antiparras y se instalaba, con las canillas cruzadas, en su vetusta poltrona. Y, sin derrochar ni siquiera un segundo, el cronista dio comienzo a la prometida lectura, con su característica voz grave y engolada:


Las bondades norteñas

El desfigurado cadáver había sido descubierto al pie de un empinado risco por dos alpinistas desprevenidos. Presentaba desgarrones en el rostro, en la espalda y en el pecho. Eran unas profundas heridas, en series de tres o cuatro a la vez, las que habían transportado a mejor vida a aquello que ahora sólo constituía despojos humanos, y era evidente que no se trataba de un simple homicidio.
Tan pronto vio aquel cuerpo inerte, el sherife dictaminó:
--Esto no puede ser otra cosa que la obra de uno de esos "mountain lions" que suelen merodear por estos parajes-- empleando un término que, traducido al cristiano, indicaba que se trataba de un "puma". Y enseguida prosiguió:
--¡Miren, estos son los zarpazos de la fiera!
En la morgue, la autopsia practicada en el maltrecho cadáver de la víctima arrojó el siguiente dato: que irrefutablemente se trataba de una mujer que andaría por los treinta años de edad.
Tras las pesquisas de rigor se averiguó más tarde que no poseía marido y que tenía dos hijos de escasa edad.
Al difundirse la noticia por toda la geografía regional, varias señoras caritativas, conmovidas ante aquel trágico suceso, organizaron sin mayores dilaciones una colecta de dinero con el desprendido propósito de contribuir al sostenimiento de los dos huérfanos que habían quedado a la buena de Dios y en un estado de absoluto desamparo.
Por otra parte, el sherife reclutó a un grupo de rancheros para darle cacería a la bestia criminal. La batida se emprendió rápidamente y resultó fructífera, pues luego de seguirle la pista, con la ayuda de una jauría de media docena de sabuesos rastreadores, lograron acorralar al puma en una hondonada. Consiguieron, luego, que el animal se encaramara a una robusta acacia y allí mismo lo acribillaron a balazos, dejándolo más perforado que un colador.
La autopsia practicada en la fiera muerta reveló que efectivamente se trataba de la misma bestia que le había arrebatado la vida a la señora de marras, lo cual quedó bien en claro al encontrársele restos humanos en el vientre. En esa oportunidad se determinó también que el puma era una hembra parturienta que inequívocamente acababa de dar a luz, y se dedujo que seguramente tendría su guarida cerca del lugar donde fuera fulminada a balazos.
Acto seguido y sin pérdida de tiempo, el sherife organizó de nuevo una batida para ir en búsqueda de los cachorros.
Otra vez la buena fortuna estuvo de parte del sherife porque en cosa de un par de horas se logró localizar la guarida y se descubrió que en ella sólo había un indefenso cachorro, esponjoso todo él como una bolita del más fino algodón.
El hallazgo del cachorrito desamparado conmovió a medio mundo, al grado de que numerosas familias ricas o acomodadas comenzaron a disputarse fieramente entre ellas el derecho a adoptarlo y a criarlo en el seno de su hogar, como si se tratara de un hijo o de un pariente muy querido. Y las mismísimas señoras caritativas que en otra ocasión habían emprendido la colecta para los huérfanos, se organizaron también para recaudar fondos que serían destinados al cuidado del infortunado animal.
Pero, ¡ay, ironía de las ironías! A los treinta días cabales de iniciadas aquellas colectas, se dieron a conocer los resultados de ambas gestiones: mientras que para los huérfanos, para los cuales se lanzó una intensa campaña publicitaria, a duras penas se habían recaudado mil dólares, para el cachorrillo, en cambio, se habían logrado recolectar, sin mayores esfuerzos, más de cuarenta mil, y los dólares seguían llegando a chorros ininterrumpidos.
Aquí puso abruptamente don Macario punto final a la lectura de aquella curiosa y aleccionadora monserga con visos de inofensivo relato.
Luego de una dramática mueca, se dirigió a Anselmo en estos términos:
--Ahora, andate a tu casa, tranquilo, y reflexioná sobre lo que acabás de escuchar.
Ya sos casi mayor de edad y podés sacar tus propias conclusiones.
Y el Hombre Lobo, luego de besarle y lamerle melosamente las huesudas manos al cronista, en señal de genuino agradecimiento, se rascó la nariz lampiña e hizo un instintivo y desmayado intento de rascarse la larga y peluda cola que no tenía, pero que seguramente le hacía mucha falta. Y tras esto, empezó a alejarse por la misma vereda que lo había traído.
Mientras la silueta del Hombre Lobo se iba desdibujando en lontananza, el cronista oficial de Cojontepeque, muy cogitabundo, aquilataba su brillante intervención en aquel trance, dejando traslucir una acentuada satisfacción que no podía esconder: "Estoy convencido de que la desbordante y contundente moraleja encerrada en el par de páginas que le leí a Anselmo habrá hecho mella en su espíritu y le habrá estimulado y le habrá abierto los ojos para que desista de una vez por todas de su descabellado empeño."
Mas don Macario se equivocaba de medio a medio porque mientras él meditaba de esa peregrina manera, el Hombre Lobo enfilaba ya sus pasos hacia el mítico Norte, creyendo escuchar una sublime música de ritmos inéditos, sintiéndose dueño de una dicha incalculable y diciéndose a sí mismo:
"¡Qué hermosas palabras las de don Macario! ¡Ahora, y gracias a su sabiduría, con mayor razón tengo que marcharme al Norte, pues, con esta cara de cachorro desamparado y huérfano que Dios me ha dado, estoy segurísimo de que por allá encontraré a muchas familias caritativas que se apiadarán de mí y me colmarán de regalos y dinero y de todo lo demás que me merezco! ¡Hasta puede que se peleen encarnizadamente entre ellas por adoptarme! ¡Que Dios bendiga a don Macario y le dé larga vida!"

 

El hombre lobo enviado a Aurora Boreal® por el cuentista y ensayista Jorge Kattán Zablah. Foto Jorge Kattán Zablah © Sharon Richmnod de Kattán.

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