El peligroso juego de la multiplicidad de pareceres

jorge_kattan_003Aquel miércoles, a las cinco de la tarde y como de costumbre, se hallaban reunidas en la cantina "El Patriota", de don Afrodisio Aguado, todas las autoridades municipales de Cojontepeque para discutir, por sexta vez, un controvertido tema. Se trataba, nada menos, que de la construcción de una modesta represa que vendría a aliviar los drásticos efectos de la sequía que estaba azotando tanto a Cojontepeque mismo como a los villorrios aledaños.
-¡Se me están muriendo los chanchos! ¡Hay que construir ese embalse cuanto antes! -dijo quejumbrosamente el alcalde, don Everardo Salazar. -¡Muy cierto! Se me están secando las hortalizas. ¡Hagamos la mentada presa! -se lamentó amargamente el tesorero municipal, don Lactancio Clavijo.
-¡Palabra de honor! ¡Esta calamidad está acabando con mis pobres gallinas! ¡Esa represa es la única solución! -sentenció el juez de paz, don Restituto Paniagua.
-¡Es la merita verdad! ¡Si no llueve pronto, hasta nuestras vidas corren peligro! -indicó don Macario Cárcamo, quien, además de cronista oficial, fungía como regidor.
La cuestión es que a nadie le cabía la menor duda de que había que construir una pequeña represa; pero cuando se abocaron al arduo asunto de determinar a qué altura del riachuelo, que atraviesa el pueblo y la comarca entera, sería conveniente levantarla, se armó la gran samotana porque cada uno ofrecía poderosas razones para que no se construyera en sus terrenos. En resumidas cuentas, nadie estaba dispuesto a que le anegaran sus tierras.


Todos, pues, querían un embalse, pero, al mismo tiempo, cada uno esgrimía, desenvainado, el desnudo machete de sus intereseses personales para que tal proyecto se realizara en propiedad ajena.
Por encima de aquel barullo, digno de la Torre de Babel, se alzó entonces la trémula voz de don Macario Cárcamo, cronista oficial de Cojontepeque:
-¡Señores, vergüenza nos debería de dar! Esta es la sexta vez que nos reunimos para discutir el asunto del embalse, sin lograr ningún acuerdo. Estamos anteponiendo nuestros mezquinos intereses en desmedro del bien común. Si seguimos así - les advirtió -, bien nos podría pasar lo que les sucedió, allá en la capital, a ciertas damas de la Cofradía de Santa Agueda hace más de tres décadas.
Como el viejo cronista, con su afilada inteligencia, era venerado por sus dotes de desfacedor de entuertos y ejercía gran influencia en la comunidad por ser la voz de la cordura, los contertulios exclamaron en afinado coro:
-¿Qué historia es ésa, don Macario?
-Si tienen la buena voluntad de venir a mi casa, mañana por la mañana, antes de que apriete el sol, con gran placer podría yo leerles ese aleccionador relato,- contestó muy solícito el anciano.
Barruntando lo provechoso del cuento prometido, se aceptó el convite sin que hubiera un solo voto de disensión.
Y dicho y hecho. A eso de las siete y media de la mañana del día siguiente, todos los huéspedes municipales comparecieron a la cita y se sentaron en el engramado jardín del cronista, formando un semicírculo.
Don Macario, descansando en su comodísima poltrona y sosteniendo en una mano un vetusto y arrugado periódico, luego de calarse las gafas y de cruzar con parsimonia las canillas, se zambulló en la lectura del relato, condimentándolo con pausas reflexivas y con bien estudiados ademanes y dramáticas muecas:

Jorge Kattán Zablah. Cuentista y ensayista salvadoreño. Abogado (Chile) y Doctorado en Letras por la Universidad de California en Santa Bárbara, California. Autor de las siguientes colecciones de relatos: Estampas pueblerinas, Acuarelas socarronas, Por el carnaval de la vida, Cuentos de Don Macario y Pecados y pecadillos. Director emérito del Departamento de Español, Defense Language Institute, Monterey, California. Sobre su obra se han escrito numerosos ensayos y se han dictado conferencias. Es miembro correspondiente de la Academia Salvadoreña de la Lengua y de la Academia Norteamericana de la Lengua Española.-

EL RECEPTÁCULO AMBULANTE

 

Esa mañana en que yo, María Angélica de Gorrigoicoechea, con acusado desgano leía la gaceta capitalina, mis ojos se posaron de repente en una entrevista que le habían hecho al propietario de una modesta compañía de transporte de carga. En ella, luego de dejar establecido que el señor de marras empleaba, como era la usanza, carretas tiradas por acémilas para la consecución de sus menesteres comerciales, el mentado caballero hacía las siguientes declaraciones:
"-En los treinta y pico de años que llevo sirviendo con honradez a la comunidad, yo he acarreado cuanta cosa pueda caber en la imaginación... He transportado desde redadas de iguanas y de zorrillos hasta borrachos, macheteados y difuntos; pero nada de eso se compara con lo que me tocó llevar durante la reciente visita del Sumo Pontífice a nuestras tierras... Aunque parezca increíble, en esa ocasión me correspondió la incalculable dicha de acarrear, con toda la pompa del caso, el inodoro portátil del Santo Padre."
Si se toma en cuenta mi calidad de Presidenta de la Cofradía de Santa Agueda, se comprenderá fácilmente la acuciante curiosidad que despertó en mí aquel pasaje. La verdad sea dicha, caí yo presa de un cosquilleo que inconscientemente me obligaba a determinar a ciencia cierta la razón que tendría el Papa para descolgarse en nuestras latitudes acompañado de tal artefacto ambulante cuando aquí había excusados en todos los puntos cardinales.
Pues bien, aquella comezón espoleó tanto mis ánimos que casi sin darme cuenta, convoqué a una sesión extraordinaria y con carácter inaplazable de la directiva de nuestra cofradía para tratar el sonado asunto.
En dicha reunión, que se llevó a cabo a puerta cerrada dado lo espinudo de la cuestión, tuve el valiente atrevimiento de proponer la organización de un concurso en el cual apelaríamos a la sabiduría, a la fantasía y a la inventiva popular para esclarecer el motivo por el cual el Santo Varón realizaba su periplo, llevando consigo semejante aparato de mal gusto.
Mi sugerencia fue aprobada en un santiamén y por unanimidad y, además, fue seguida del aplauso de toda la concurrencia, lo cual fuera de halagar mi vanidad, vino a sellar y rubricar aquella sesión plenaria. Acto seguido se acordó otorgar un premio único de 200 pesos al participante que proporcionara la repuesta acertada.
Al día siguiente apareció en la gaceta capitalina la convocatoria a aquel peregrino y asombroso certamen, donde se sentaban las bases para participar en él y asimismo se estipulaba que el plazo para concursar se cerraba en treinta días cabales.
El anunciado evento provocó un monumental revuelo y alboroto entre la población y su desproporcionada resonancia rebasó con rapidez las estrechas fronteras de la nación, llegando sus ecos hasta los más remotos confines de la comunidad internacional. Fue como que con esa convocatoria hubiéramos abierto una pequeña ventana para que circulara el aire universal por el país, oxigenando así nuestras adormecidas inquietudes.
En cuestion de tres días empezamos a recibir las primeras respuestas, las cuales, sin ser leídas, fueron depositadas en urnas de cedro que teníamos reservadas para ese propósito. La acogida fue tan grande que su flujo no cesó sino hasta mucho después del vencimiento del plazo señalado. Luego, en presencia de un notario público y de la directiva de la Cofradía de Santa Agueda, procedimos ansiosamente a abrir los candados que aseguraban las tapaderas de las urnas, a la apertura de los sobres y a la lectura de las respuestas.
La cuenta final arrojó un total de más de once mil cartas cuyos autores incluían desde médicos, historiadores, detectives, brujos, nigromantes, ambientalistas, teólogos, estrelleros y especialistas en dietética, hasta ciudadanos de la más humilde prosapia, pues tal fue el vendaval que generó el concurso.
Como ese astronómico número de respuestas podría haber dado pie a que se escribieran varias novelas de respetable calado, por razones de tiempo y economía consignaré aquí sólo algunas de ellas, tomadas al azar; eso sí, debo anticipar que encontramos que había un común denominador que ligaba a todas las contestaciones: el hecho de ser admirablemente lógicas y de estar bien fundamentadas.
Un médico con pretensiones de historiador señaló que durante el Renacimiento se les atribuía el carácter de transmisible a varias enfermedades que no lo eran, como la lepra, o que, siéndolo, se contraían a través del contacto sexual y no por el mero hecho de dar un apretón de mano o de sentarse en el mismo lugar que antes había ocupado un individuo aquejado por una de esas dolencias. Este último es el caso de la sífilis. Añadió que Cesar Borgia, hijo del Papa Alejandro VI, tenía el semblante tan desfigurado por las pústulas sifilíticas que le habían brotado que, por vergüenza, siempre llevaba el rostro cubierto con un finísimo velo de seda de color negro. Finalizó diciendo que aquel triste estado del hijo estremeció muchísimo a su padre, el Papa, quien, creyendo, como se sostenía en aquel tiempo,que la sífilis se podía contraer por el sólo hecho de sentarse con las posaderas desnudas donde antes lo había hecho un sifilítico, inició como medida de precaución, la tradición papal de viajar en compañía de su propio retrete.
Una señora, que seguramente sería historiadora y detective por añadidura, sostuvo que la razón habría que encontrarla en la enervante desconfianza que al Papa le inspiraban tanto sus cardenales como sus amigos y enemigos. Este recelo, prosiguió, se hizo más evidente durante el papado de Alejandro VI, de quien dice la leyenda, avalada por la historia, era experto en deshacerse de todos aquellos que de de algún modo podían socavarle su inmenso e insondable poder, valiéndose para ello de las más inverosímiles formas de envenenamiento. Tanto es así, continuó, que el mismo Alejandro VI fue víctima de sus propias artimañas cuando, coludido con su hijo César Borgia para envenenar en un ceremonioso banquete al cardenal Adriano da Corneto, por un error del mayordomo, el Papa mismo terminó ingiriendo el infame brevaje que estaba destinado al cardenal. Luego de incesantes vómitos, AlejandroVI expiró en cuestión de una semana. Indicó igualmente que a ninguno de aquellos que vieron su cuerpo inerte les cupo la menor duda de la causa de su deceso, pues mostraba el rostro retorcido y la piel negruzca, tenía la boca abierta de par en par y la lengua exageradamente hinchada , rasgos típicos del que ha muerto por envenenamiento. Después de tal desgracia, acabó diciendo la señora, ¿quién iba a ser el valiente Papa que se atreviera a viajar sin llevar consigo su propio excusado, cuando a cualquier hijo de vecino se le podría ocurrir untarle al asiento alguna mezcla química, hecha a base de substancias tóxicas o corrosivas, capaz de penetrar en el cuerpo humano a través de los poros de la piel?
Hay que comprender, subrayó un concursante con visos de teólogo, que las secreciones y excreciones de los santos, y por consiguiente del Papa, que no es lo menos, han tenido la categoría de codiciadas reliquias desde tiempos inmemoriales y se les ha atribuido propiedades curativas y hasta milagrosas. Por ese motivo, incluso hoy en día, es posible adquirir en la Plaza de San Pedro, por moderadas sumas de dinero, filtros que contienen las lágrimas de la Virgen de Siracusa, la cera de los oídos de Santa Eulalia de Alejandría, el sudor de San Pantaleón El Bueno y las secreciones y excreciones de otros conocidos mártires del cristianismo. Para evitar , pues, recalcó el participante, que se comercie con bienes sagrados que son del monopolio exclusivo de la Santa Sede, el Papa, en sus giras, jamás se olvida de ir respaldado por su inseparable y fiel receptáculo.
Un detective puntualizó, en cambio, que durante una visita que el entonces Primer Ministro de la Unión Soviética, Nikita Krushev, hizo a los Estados Unidos, los agentes de la CIA se las ingeniaron para apoderarse de sus excreciones. Se sabe que, luego de minuciosos exámenes de laboratorio, se descubrió que el mandatario ruso sufría de cáncer del colon, cosa que inmediatamente provocó un torbellino político y una baja tremenda en el mercado de valores. ¡Imagínense ustedes lo que sucedería si le ocurriera al Santo Padre una experiencia semejante! ¡La sacudida que produciría la noticia trastornaría por completo el mercado espiritual de bulas, indulgencias, prebendas, medallas, estampas y escapularios! De ahí, recalcó, la inevitable presencia del inodoro portátil en las peregrinaciones papales.
Una señorita con profundos conocimentos de dietética manifestó que, debido a que la alimentación del criollo centroamericano es a base de maíz, frijoles y arroz, nuestros parajes sólo producen gente menuda, de baja estatura, y cuyos músculos carecen de grasas. Por el contrario, subrayó, la dieta papal, que se compone fundalmente de spaghetti, lasagna, fettucini, cannelloni, polenta y ravioli, es superabundante en carbohidratos, lo cual contribuye a estimular el crecimiento y la adiposidad. En buenas cuentas, resumió la mentada señorita, por el gran temor de que en nuestras latitudes no le fuera posible al Santo Varón localizar un receptáculo donde pudiera acomodar sus amplias posaderas con holgura, él prefirió viajar con el suyo propio que, por lo demás, está hecho a su medida.
Hubo un concursante que fue directamente al grano, aunque con un tonillo socarrón. Dijo que debido a la antigua y falsa creencia del Pontífice de que por nuestros pagos todavía andábamos con taparrabos y hacíamos nuestras necesidades bajo la sombra de generosos arbustos o la protección de acogedores matorrales es que el Vicario de Cristo vino con semejante artefacto. En otras palabras, recalcó, lo trajo para no caer en el estado de barbarie e incultura en que él suponía que nosotros vivíamos.
Ahora que la tecnología está muy avanzada, indicó otro concursante, de no viajar con su propio receptáculo, el Papa se expondría a que cualquiera le adhiriera o adaptara un dispositivo especial al inodoro reservado para su servicio, con el cual los actos pontificios que requieren la más privada e íntima contrición, correrían el peligro, no solamente de ser radiodifundidos, sino hasta televisados.
En fin, y para no alargar tanto el asunto, quiero dejar constancia aquí que las damas de la directiva de la Cofradía de Santa Agueda tardamos nueve días en la lectura de aquel diluvio de respuestas que, como anoté hace unos momentos, eran de una lógica admirable y venían bien fundamentadas. Precisamente por ese mero hecho, nosotras estábamos alarmadas, perplejas y estupefactas pues, ¿a cuál de ellas le íbamos a adjudicar el premio de los 200 pesos, cuando cada una de las once mil y pico de contestaciones que recibimos era aceptable, válida y tenía ribetes de plausibilidad?
Dado el caso, además , de que las arcas de nuestra cofradía no contaban, fuera de los socorridos 200 pesos, ni con un miserable tomín, habría sido ridículo, insultante y hasta censurable declarar ganadores a todos los participantes, premiándolos por igual a razón de centavo y medio a cada uno, que es, según mis cálculos matemáticos, lo que les habría correspondido de haberse dividido equitativamente el premio que habíamos prometido.
En esa encrucijada estábamos, cuando, de repente, hice de tripas corazón y ordené en forma dictatorial que el premio fuera declarado desierto y que el maldito concurso fuera dado por nulo. Dictaminé asimismo, luego de encomendarme a las Once Mil Vígenes, que la cofradía le remitiera los mentados 200 pesos al Santo Padre para que le introdujera mejoras a su inodoro, no sin antes, claro está, explicarle en una carta el lío en que nos habíamos metido.
Visto esto retrospectivamente, hoy me arrepiento once mil veces de haber concebido la idea del escandaloso, patidifuso y descabellado certamen y de todo lo concerniente a su ejecución y a sus imprevisibles ramificaciones. Me arrepiento, digo, no sólo porque nuestra organización quedó desconceptuada ante la comunidad internacional, sino también porque a los pocos días recibí una carta de puño y letra del Santo Varón, en la cual, luego de agradecernos efusivamente el desprendido gesto de mandarle los 200 pesos para aquella piadosa obra, sentenció con carácter perentorio que todas las distinguidas damas de la cofradía quedábamos excomulgadas a perpetuidad por haber intentado penetrar con acusada temeridad en los insondables misterios de la liturgia y lograr así el conocimiento de lo absoluto, y pontificó que en la misma fecha que llevaba su misiva había castigado nada menos a la mismísima Santa Agueda, arrancándola del Santoral con icontrolable violencia.
Y colorín, colorado, exclamó abruptamente don Macario Cárcamo, este apestoso cuento se ha acabado.
Ipso facto, el señor alcalde espetó al cronista:
- Mire don Macario, no le voy a negar que en esta sesión municipal nos hemos
desternillado de la risa y que hemos gozado como enanos de circo. Eso, no obstante el entreverado lenguaje del relato; pero, en realidad, no encuentro ninguna conexión entre su jocoso cuento y el asunto de la construcción del embalse.
- ¡Don Everardo tiene razón! ¡Nos hemos reído a mandíbula batiente, pero no hemos aprendido nada! -exclamaron los demás funcionarios al unísono.
- Me sorprende -respondió don Macario -que ustedes, que se jactan de ser tan vivos, no hayan podido ver el encadenamiento de los dos enredos.
Aquí el anciano cronista hizo una dramática pausa para tomar aliento, y prosiguió:
-Vean ustedes, mis amigos. La cuestión es muy simple. Cuando todas las opiniones sobre un mismo asunto son declaradas válidas, aceptables y hasta verosímiles, siempre se desemboca en un remolino cataclísmico... Por eso las caritativas damas de que les he hablado acabaron sin concurso, sin cofradía, sin su Santa Agueda bendita y, de remate, anatemizadas per sécula seculorum ; como quien dice, se quedaron sin el plato y sin la cena... Idéntica cosa nos va a ocurrir a nosotros si no nos ponemos pronto de acuerdo y elegimos una sola de las tantas razonables opiniones que hemos emitido sobre la forma y detalles en que se realizará nuestro proyecto. De lo contrario, vamos a terminar en ridículo, desacreditados, sin embalse y muertos de hambre y de sed. ¡No antepongamos más nuestros mezquinos intereses en desmedro del bien común!
La arquitectura verbal de dicha explicación produjo el efecto de dotar de nuevos ojos y oídos a la concurrencia, ayudándoles a los contertulios a comprender y a concientizar la magnitud de aquella lamentable realidad. Se puede inferir que en aquel glorioso momento los funcionarios edilicios escucharon, de boca de don Macario, la formulación de un novedoso y práctico axioma que afirma y postula que una acumulación de pareceres y de aparentes verdades puede ser más fulminante que una sarta de mentiras o de contradicciones.
Y así fue como, gracias al itinerante receptáculo del Papa, se emprendieron sin más dilaciones las obras del embalse, evitando de este modo que los funcionarios municipales se convirtieran en actores de una ópera bufa similar a la que habían protagonizado las filantrópicas damas de la Cofradía de Santa Agueda, lo cual vino a redundar en beneficio de Cojontepeque, cuya frágil tranquilidad tan a punto estuvo de hacerse añicos.

 

El peligroso juego de la multiplicidad de pareceres enviado a Aurora Boreal® por el cuentista y ensayista Jorge Kattán Zablah. Foto Jorge Kattán Zablah © Sharon Richmnod de Kattán.

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