Música incidental

orquesta aragon 250Inédito

 

El camión se asoma en la curva. Su andar lerdo y el sopor de la tarde, lo hacen ver como una añosa tortuga empeñaba en su trasiego. La montaña expulsa de sus matorrales unas bocanadas de brisa y el sol palidece buscando escondite en los meandros de la cordillera. Al llegar al puente, el desvencijado motor zozobra en un atasco de estornudos briosos que lo obligan a apagar.
Es el atardecer del último domingo de abril. Todos los pasajeros traen rostros soñolientos y los envuelve una duermevela de trasnocha y cansancio. El conductor, un cincuentón corpulento y de poblado bigote, desciende del carro y despierta a todos los dormidos con el cierre estrepitoso de la puerta. El carburador bebe el agua como un sediento extraviado que encuentra un oasis en la mitad del desierto. Antes de intentar revivir con la vuelta de la llave al carro, se detiene a contemplar las casas del pueblo, que vistas a través del empañado vidrio, lucen como un manchón de crayola roja hecho por un niño en la hoja de un cuaderno.
Al reanudar el viaje, Cipriano Argote, que cabecea de manera acompasada y no pocas veces violenta, al someter su cuello a inesperados bandazos en cada jadeo de velocidad, vuelve a caer en el pesado sueño que lo acoge desde que partieron de Santa Ana. El conductor examina de manera socarrona los movimientos de títere del cuello y la cabeza del director de Los Agraciados.
En su trance onírico, Cipriano sube a la tarima de madera iluminada por decenas de bombillos pintados de colores de vinilo. Mientras se detiene a dar instrucciones al bajista, el pianista, el congero, el saxofonista y los cantantes; una multitud a sus espaldas aplaude y lanza gritos medianamente audibles: ¡Que suenen los agraciados¡; ¡Que toquen la primera¡; ¡Se prendió esto¡. Los silbidos y la ovación apuran el alistamiento del grupo. El impecable frac de Cipriano le da un aura de acicalado penitente en busca de la comunión. Todos beben una copa de ron mientras que Cristela, la bailarina, se acicala el capul y tolera los insolentes piropos que los primeros borrachos de la noche le lanzan. José Ricardo Ricuras, el animador estrella de las veladas y los bazares de la provincia, imposta la voz y se empina frente al micrófono. Al anunciar la presentación de la orquesta tropical más "querida y aplaudida de la región", osados adolescentes toman de la mano a muchachas que aparentan desdén y ensimismamiento. Después del último golpe de las baquetas del timbalero, cientos de parejas se apiñan y se desdibujan en el patio de la vereda Santa Ana, acompañando cada paso de baile de rictus de alborozo y frases raudas que traslucen alegría. La Danza del Pato invade a los lugareños de una festiva convivencia al tiempo que pasan, de mano en mano, copas con bebida para no dejar sofocar el incendio de ánimos que a todos atrapa. El acople es logrado. Las viejas cabinas de sonido han respondido al reto. Cuando Cipriano observa el ceño fruncido del bajista y las peripecias de sus dedos para evitar que algo malogre la canción, una cuerda del bajo revienta generando una profunda estridencia que aturde a todos los bailadores.

 

La mano del conductor se ha deslizado por la pierna de la mujer de Cipriano y el camión se ha precipitado por un insondable precipicio que lo hace dar tumbos y volteretas. Los instrumentos, las herramientas, las cabinas y los músicos, salen del carro en beligerantes piruetas y caen acezantes mientras vociferan y maldicen. Pareciera que una invisible mano les hubiera dado un empellón y los esparciera en los montículos de la escarpada colina. El camión es una caja de pandora que expulsa juguetes de sus vísceras. El sueño se ha esfumado; ahora Cipriano vive una pesadilla real originada en los muslos de su esposa.

 

***

 

Antes de entrar a la cabina, Oliverio Mateus repasa el listado de canciones para su programa Tropicaniando. Unos tacones negros que se asoman debajo del escritorio de la secretaria, dejan ver unos pies de piel blanca y unas pantorrillas que se anuncian para ser ocultadas por la vieja lata decorada con calcomanías y adhesivos de la emisora. Lucy ha sido desdeñosa e indiferente ante los trajinados cortejos de Oliverio. A sus acostumbradas frases de cajón, siempre responde con una ligera sonrisa que se pierde en la comisura de sus labios en fracción de segundos. Al verlo acercarse, sospecha el embate de sus habituales galanteos. Ella lo increpa con su gesto, mirando absorta la hoja de papel que se dobla en el rodillo de la máquina de escribir Olivetti: Don Arcesio llamó a decir que suspendía la pauta del estanco. Dice que usted no está pasando la cantidad de cuñas acordadas. Ruda y con un tono de fingida iracundia, ella susurra números simulando operaciones para distraer al incómodo invasor de su oficina. No te preocupes mi niña, dígale a Checho que hoy lo nivelo... Y usted cuando se va dejar invitar a tomar unas copitas... La voz aflautada de Olvierio se apaga a medida que apoya sus manos en el escritorio y acerca su cara a Lucy. Ella no responde y sobre la silla da un medio giro para tomar con la mano derecha un lápiz que descansa en un portavasos.
En la cabina reina la confusión. El teléfono no para de timbrar y el operador de la consola no encuentra el acetato de la canción que un enamorado le ha dedicado a su novia. Don Arcesio también ha llamado a pedir que se repita el comercial que él ha contratado con Oliverio. En su cabeza se cruzan nombres de tenderos que piden un saludo, canciones que uno de sus compadres le ha encarecido que programen y el nombre de los negocios y restaurantes que han contratado los servicios de publicidad. No hay duda: Tropicaniando es el programa más escuchado de la radio en la ciudad. El final de las dos horas se acerca. Frente al micrófono despacha los últimos saludos y anuncios y atiende las señales del operador que le indican que hay una nueva llamada al aire. 3 y 45 de la tarde y a esta hora hay un nuevo oyente: ¿A quién tenemos en línea, por favor?...Sí, adelante, lo escuchamos... Una voz cansina responde el ampuloso saludo. Soy Cipriano, y he buscado monedas toda la tarde para poder llamarlos... Un tímido gimoteo, como quien contiene el llanto, se advierte en el sonido al aire. El extraño oyente toma aire hasta llenar el último rincón de sus pulmones y proveerse de la energía necesaria para pronunciar la frase que se forma en su mente. Fui el director de los Agraciados, la orquesta que ha sonado varias veces en el programa de hoy. Alegramos las fiestas de los salones más famosos del país. Fuimos aplaudidos en muchos escenarios y gozamos del aprecio de miles de fanáticos de la música tropical. Pero fui el único sobreviviente de un fatal accidente. Ahora dirijo a mi grupo en las calles... La llamada se ha caído y el sonido entrecortado de las comunicaciones truncas ha invadido el radio en un intervalo que ha Oliverio le ha parecido eterno. Ahora retoma los ánimos para salir de la perplejidad.

 

***

 

Las calles humeantes delatan el descomunal aguacero que bañó a la ciudad toda la noche. La bruma cobija los cerros y el amplio salón de ensayo ve sus vidrios empañados por la brisa glacial que cala en los huesos. En una casona de una estrecha calle del centro de la ciudad, se reúnen todos los viernes en la mañana para preparar las nuevas canciones que Cipriano ha compuesto. Pero el ensayo de hoy goza de una entretenida singularidad. Los cantantes del grupo obrarán como jurados en la selección de la nueva bailarina y cantante de la orquesta. Discos El Girasol los ha convertido en su grupo estelar y le ha pedido a Cipriano que preparen las canciones para su primera grabación.
Un taxi frena unos metros más allá de la puerta principal de la casona en la que se ubica el salón de ensayos. Al mirar de soslayo, Cipriano advierte unas piernas rollizas y una mano que libra un pulso con la brisa, empecinada en levantar la corta falda negra. La mujer cuyo cabello brilla por las briznas doradas que penden de su melena, saluda con una pregunta: ¿Esta es la casa de los agraciados? Los músicos pasean sus miradas escrutadoras por todo el cuerpo de la mujer. Uno de ellos, con frases empalagosas que mezclan con torpeza el tú y el usted, asedia en atenciones a la niña que se anuncia como la candidata para ser la voz principal de la orquesta. Cipriano, enviando una señal de autoridad, revela su jerarquía al pedirle al impertinente que se ocupe del fusible fundido de una de las plantas de sonido. Tomándola del brazo izquierdo e invitándola a sentarse en una butaca de madera acojinada con espuma, Cipriano se presenta como el director y le agradece el atender la convocatoria hecha a través de la emisora. Los trompetistas y el timbalero, enseñan unos ojos lascivos y unos piropos procaces que son susurrados mientras la mujer se presenta. Aunque acepta que no tiene experiencia en orquestas, en su hablar atropellado y sibilante, enumera todos los coros parroquiales y religiosos que ella ha liderado. La prueba de ingreso, le explica Cipriano, será la canción que ella escoja para que sea interpretada en un par de minutos con la compañía de la orquesta.
Como quien ha esperado una postergada oportunidad y no vacila en mostrarse segura ante el momento preciso, ella pronuncia con decisión: Los Tamalitos de Olga. Voy a Cantar los Tamalitos de Olga. Los músicos que han aguzado el oído durante toda la conversación de Cipriano con la cantante, se apresuran a buscar las partituras de la canción. Vamos con los Tamalitos de Olga; ¡muchachos por favor¡  Unos limpian las boquillas, otros bruñen con la camisa el instrumento, alguno suspende el metrónomo que ha puesto a funcionar hace un rato y otro azuza con un grito para aligerar la canción. Un, dossss, un, dos, tres... El son se suelta y la mujer que lucía modosa y tímida, ha empezado a bailar apoyando sus manos en el pedestal del micrófono. Una súbita marejada de emoción y cadencia invade el salón. La cantante se granjea con guiños la simpatía de los músicos y todos ellos se convierten en sus cómplices. El primer estribillo enseña una voz exquisita en el fraseo y juguetona en el cantar. Cipriano colabora en los coros y la mujer le corresponde con una sonrisa. Apropiada, marca con exactitud el regreso de las trompetas y el trombón y afirma la comunión con el grupo musical. Su cintura se acompasa al ritmo y su cabello largo sale en volandas con los movimientos del cuerpo. Varias frases de alborozo escapan en los intervalos de la melodía y su destreza escénica se despliega como si una multitud en concierto celebrara la orquesta. El pregón del cierre se escucha impecable y unos inéditos matices en los tonos graves corroboran la pulcritud del canto. Jadeante, pronuncia un "gracias", mientras todos la premian con un aplauso. ¡Bienvenida a los agraciados¡ , le dice Cipriano.

 

***

 

Una grabadora, una libreta de apuntes, un bolígrafo y una cámara fotográfica acompañan a Oliverio en su morral. La cita fue acordada a la seis de la tarde. Van cuarenta minutos de retraso y la impaciencia lo invade. Se ha tomado tres tazas de café cargado en la tienda y una incómoda ansiedad no da tregua. Las frases pronunciadas por el oyente en el cierre del programa de la semana anterior las recuerda a cada rato y lo hacen experimentar compasión pero también una insaciable curiosidad. Espera que el viejo coleccionista de discos de la calle 30 le permita escarbar en su profuso archivo y confirmar los datos que hasta ahora son piezas dispersas de una historia empañada de bruma. Como una miniatura que emerge paulatinamente en la lejanía, observa al coleccionista caminar hacia el ruinoso umbral del caserón en el que vive. Enseguida le paga al tendero las tazas de café que ha bebido durante la espera y camina con apremio hacia el coleccionista. Un frío saludo que no oculta la incomodidad por la llegada tardía y el tiempo perdido, es respondido al cabo de unos segundos por el hombre del que Oliverio espera atesore la claves para resolver sus inquietudes. Mientras suben las escaleras, le adelanta al anciano el objetivo de sus pesquisas: los acetatos de una orquesta llamada Los Agraciados. El silencio como respuesta le hace suponer que su búsqueda será infructuosa. No obstante, al llegar al cuarto colmado de discos, el anciano le señala el lugar de la copiosa colección en la que se pueden ubicar los acetatos buscados. El coleccionista le pide revisar con cuidado y procurando conservar el caótico orden que sólo a él le resulta comprensible. Es un oscuro salón al que la humedad y el encierro le dan un aura lúgubre. Oliverio enciende las lámparas que emanan una amarillenta luz y toma aire como quien se alista para una ardua tarea con resultados impredecibles.
El anciano se retira a la cocina en un acto de confianza con quien ha sido uno de sus clientes más asiduos. Olvierio, seguro de estar realizando la que será una de sus mejores investigaciones periodísticas, saca la grabadora y la cámara fotográfica. Acercando la primera a su boca, describe el itinerario de la tarde, la hora y las condiciones del encuentro con el anciano que apila discos de todas las décadas y géneros en un sombrío caserón de la calle 30. El flash ilumina el cuarto y hace pensar en un relámpago de luz que se ha filtrado por la ventana. Toma fotografías a varios de los montones de discos diseminados en el piso y organizados en los módulos ubicados junto a las paredes del cuarto. Aunque lacónica e imprecisa, Oliverio intuye que debe atender la orientación dada por el coleccionista y por eso decide escudriñar la zona indicada. Cada minuto que pasa le acrecienta su interés y le hacen una vez más rememorar las palabras lastimeras pronunciadas por ese desconocido hombre en el cierre de su programa.
Mujeres en biikini y semidesnudas, fotografías de músicos vestidos de frac y acostados en una playa, paisajes bucólicos y panorámicas de ciudades, son algunas de las carátulas que observa y le hacen pensar en la estética gráfica que el paso de los años ha vuelto pintoresca y obsolescente. Nombres como Los Vencidos, Los Incontinentes, Los Maltrajeados y Los Sobornables, le provocan una silenciosa risa contenida. Al completar ya la hora, una carátula completamente blanca, con el nombre Los Agraciados en letras góticas, en uno de los entrepaños inferiores, capta su atención. Junto a ese acetato se apiñan otros de la misma orquesta con fotografías de sus integrantes que reflejan el certero e ineluctable paso del tiempo. Son cuatro en total. Oliverio lee detenidamente la información de cada uno de ellos. Los nombres de las canciones, los compositores y arreglistas, el estudio de grabación y el sello discográfico, hacen parte de los datos de rigor que las fundas desleídas conservan. En una de ellas un hombre con camisa guayabera y una batuta en su mano derecha le hace suponer que observa a quien fuera el director. En el respaldo, el nombre de Cipriano Argote figura como el director de la agrupación. Al revisar con minuciosidad que no quede ningún disco de la orquesta fuera de su preciado botín musical, los agrupa para después llamar al coleccionista. Sorprendido por lo que considera barato, dado el valor histórico, y al tiempo gratificado por encontrar lo que para él ya es una joya musical que atesora los elementos para resolver los enigmas que lo han abocado a esta inexplicable tarea, decide pagar el doble de dinero que ha pedido el anciano por los discos.
De nuevo en la calle, toma el primer taxi que pasa por la calle a esa hora de la noche. Con una protección infantil hacía los cuatro acetatos, los guarda bajo su camisa, recibiendo una tufarada de aire nocturno que engranuja su piel. Los pitos y las luces de neón se difuminan a través de la ventana del taxi. Al cambiar el semáforo de color y obligar al vehículo a frenar, ve a un hombre que camina hasta el centro de la calle. Al mirar de frente a los carros, el desarrapado levanta sus brazos y con un madero delgado en la mano izquierda dirige una imaginaria orquesta. Enseguida recuerda la frase final de la llamada al aire en el programa de radio: Ahora dirijo a mi grupo en las calles...

 

Marcos Fabián Herrera Muñoz
marcos fabian herrera 011Colombia, 1984. Poeta y periodista cultural. Integra el comité editorial de la revista Puesto de Combate y del periódico virtual Con - Fabulación. Sus diálogos con escritores y artistas para la prensa cultural hispanoamericana le han reportado unánimes elogios y lo han ubicado como uno de los cultores más versátiles, documentados y agudos de la conversación literaria. Autor del libro El Coloquio Insolente - Conversaciones con Escritores y artistas Colombianos (dos ediciones) y del poemario Silabario de Magia. Incluido en antologias de cuento, poesía y periodismo literario.

 

Música incidental enviado a Aurora Boreal® por Marcos Fabián Herrera. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Marcos Fabián Herrera. Foto Marcos Fabián Herrera © Carlos Andrés Beltrán. Foto Orquesta Aragón tomada de internet.

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