Lucía Donadío - cinco relatos

lucia donadio 250Lucía Donadío, (Colombia,1959). Es antropóloga de la Universidad de los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad Eafit, Medellín. Escribe poesía y prosa. Es directora de Sílaba Editores. Fue codirectora de la revista de cuento Odradek, el cuento. Dirige dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad EAFIT con jóvenes y en la Biblioteca Publica Piloto de Medellín con mayores de 60 años que llegan hasta los 85. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio (poemas, 2005), Alfabeto de infancia (relatos, 2009), Cambio de puesto (cuentos, 2012) y Los ojos que me nombran (poemas , 2014). Cuentos y poemas suyos han sido publicados en revistas y periódicos.

 

Estatua

 

El ser más inesperado es uno mismo:
hasta las esfinges nos miran con ojos asombrados.
Silvina Ocampo

 

Descubrí en el jugo de mango el ala de una mosca, justo en el momento en que mis ojos centrados en el amarillo del vaso, podían descifrar claramente las partículas reinantes en ese mar. Detuve el flujo del líquido hacía mi garganta seca y puse el vaso sobre la mesa. Sumergí de nuevo mis ojos en el océano amarillo y encontré la perfecta simetría de un ala de mosca nadando en la superficie. Me paré tímidamente y llamé a la madre Paloma para que verificara la existencia del ala de mosca.

Con sus ojos fijos en la órbita del que todo lo sabe y todo lo puede, órbita para mí lejana e imposible, comprobó que sí era un ala de mosca y ejecutó el recorrido de su cuerpo: sacó la cuchara bañada en espinaca del plato de la sopa y sin siquiera escurrirla la introdujo en el vaso y en un solo movimiento pescó el ala de mosca.
–Ya se puede tomar el jugo –dijo con voz de monja.
La miré con ojos a punto de lluvia.
–Ya no tiene alas de mosca ni rastros de tiburones –añadió con una sonrisa de bruja.

Más humillada que el ala de mosca, no supe qué decir o hacer. Me volví estatua. Aprendí a ser estatua cuando jugábamos a explorar la casa de la abuela y en medio del coro de voces, gritos y carreras, Aurora decía un nombre y el nombrado se convertía en estatua, inmóvil, perpleja y muda. Aurora nos convertía a todos en estatuas, desperdigadas por corredores, alcobas y rincones. Durante eternos minutos debíamos permanecer quietos, estatuas completas y absolutas, para que ella, ama y señora del juego, arrebatara del corazón de la abuela todos los sí que añoraba conseguir. Aún siendo estatua, podía ver a Aurora, derrochando poderes y saberes que la nona le endilgaba en un abrir de sus ojos azulados por el velo de las cataratas. –Sigan como estatuas –decía Aurora con voz de mando y constancia de abeja, mientras nuestras piernas flaqueaban, el sudor chorreaba por las frentes y las lágrimas contenidas estaban a punto de explotar. Ella, indiferente al mundo de las estatuas en que nos había convertido, sacaba del baúl del bisabuelo cartas y fotos, medallas y estampillas, jugaba con trompos y canicas y danzaba libremente por los anchos corredores, mientras hilaba canciones en un idioma antiguo.

Había aprendido a volverme estatua, cuando los mayores me ordenaban hacer lo que no quería. Tenía horas de entrenamiento en el oficio que cada vez perfeccionaba más. Aprendí la lógica de la estatua, la sumisión de sus quietos atributos, la indomable paciencia de la espera, la semántica de la quietud.

Aurora nunca fue estatua. Era la mayor y reinaba en el universo del juego, satélite de la infancia. Sus ojos recorrían la órbita del que todo lo sabe y todo lo puede, y toda ella era dueña absoluta del planeta de las certezas. Yo temblorosa y tímida, abrazaba el mundo de las estatuas como nebulosa intentando adquirir un contorno definido. La quietud mitigaba los temores. Aurora decía que las estatuas no temían a nada y yo cuando era estatua no temía a nada. Aurora decía que las estatuas no lloran y yo cuando era estatua no lloraba. Aurora decía que las estatuas no hablan y yo cuando era y no era estatua no hablaba.

Aurora nunca dijo que las estatuas no miraban. Yo siempre miro. Hundo mis ojos en las órbitas de los otros ojos, en los movimientos de los cuerpos, en las apariciones fugaces, en las manchas oscuras y claras. Las estatuas miran silenciosas, digo yo, desde mi quietud de piedra. Convertida en estatua silenciosa me quedé mirando a la madre Paloma Pimienta, con ojos de sal.

–Tómese el jugo –repitió por tercera vez, mientras la estatua que soy cuando me vuelvo estatua no se inmutaba, concentrada en escuchar el habla de la lluvia que mitigaba la voz de la monja y en observar las diminutas gotas que golpeaban la ventana.

–Pues si no se lo va a tomar sin ala de mosca, entonces se lo va a tomar con ala de mosca
–dijo gritando, mientras las venas de la frente se le hinchaban. Cogió la cuchara del plato de la sopa e introdujo de nuevo el ala de mosca en el jugo. Seguí en estatua mientras el comedor se iba quedando vacío y las que salían miraban a la estatua que era, hasta que mi paciencia de estatua derrotó el último grito de la madre Paloma, que cayó al suelo convertida en estatua para siempre.

 

 

Vísperas de viaje

 

De nuevo un viaje moviendo de raíz
mi cuerpo como un barco,
de nuevo el grito de otro ignoto horizonte.
Eugenio Montejo

 

Mientras iba empacando lentamente en la maleta azul, mamá escribía la carta que siempre entregaba en el último momento a alguno de sus hijos mayores. Sabía que regresaría sana y salva de su viaje, que los aviones eran más seguros que los automóviles, que las distancias son efímeras cuando las raíces están ancladas en la tierra firme de los afectos. Sin embargo, desde que comenzaba a planear su viaje un murmullo de miedo recorría su piel. La oscuridad de lo imprevisto que en la vida cotidiana se arropa con las dulces olas de la rutina, soltaba sus amarras de puerto lejano cuando sacaba la maleta del cuarto útil del garaje.

Empacaba con muchos días de antelación, poniendo el vestido verde, uno de sus preferidos en el fondo de la maleta, y depositando en sus ires y venires por la casa la prenda que en el momento se le ocurría. La maleta permanecía abierta en un rincón de su cuarto, mientras los ojos curiosos, de nosotros sus hijos, veían como se iba llenando día a día. La carta se gestaba en el secreto del silencio de la casa, cuando el rostro de la muerte acechándola le hacía el guiño de que sería su próxima presa.

Imaginaba el avión destrozado en la espesura de la selva y su casa sin sus pasos habitándola. Y sus niños pequeños sin el abrigo de sus certezas, sin la torta de papa con miel, sin sus palabras que son orilla y manto para arrullar el día. A quién pedirle que lleve a orinar a Sandra a las once de la noche para que no se moje en la cama y develar así el secreto de esas sábanas siempre secas en las mañanas frías; quién brindará un abrazo dulce a Aurora para despertarla y sacarla de los turbios sueños que la anclan a las cobijas; quién asegurará a Irene que la bruja que emerge del fuego de las hojas secas del jardín no podrá devorarla para que juegue en el patio enrocado y cocine su sopa de flores sin el temblor acechándola; quién reconfortará a Tomás cuando llegué del colegio con el dos en el examen de matemáticas y la decisión firme en sus ojos azules de que no volverá al colegio nunca más.

¿Quién buscará los vestidos perdidos de las muñecas y ahuyentará la tristeza oceánica que ronda los ojos de Irene desde pequeñita? A quién pedirle que ponga hielo en los chichones que Tomás se hace en la frente en sus interminables tropezones de día y sus caídas de la cama de noche. Quién tolerará el miedo infinito de sus pequeños hijos sin que este resuene como un gran eco en el túnel de los propios miedos, brotando así la lava del descontrol que tantos años le llevó apaciguar, para poder calmar el miedo de los niños.

Cuando creía terminada la carta, que parecía siempre interminable, porque alguna nueva recomendación surgía en las noches de desvelo y la obligaba a pararse de la cama y encerrarse en el baño para escribir en esas hojas blancas que se iban llenando de sus más profundas verdades, se arrepentía de haber aceptado el viaje a la isla. La inminencia de su muerte parecía tan cercana como la víspera del viaje y el horror de dejar a sus pequeños la paralizaba. Su maleta viajaría como estaba, la casa quedaría al vaivén de la empleada y los niños al amparo de la niñera. La larga carta de recomendaciones que dejaba en un sobre cerrado; solo estaban autorizados a leerla en caso de que ella muriera.

Durante esos largos días, vísperas de viaje, ibas y venías bordeando las estrechas fronteras de la casa, como si caminaras perdida en territorios lejanos, tus ojos fijos en la maleta azul, tus manos concentradas en escribir, tu rostro olvidado de nosotros. Nosotros, náufragos de tu ausencia, desde antes de tu viaje.

 

 

La sopa

 

Está la muerte, la muy segura muerte
y están también estas pequeñas muertes
diarias, estos renunciamientos, estas ausencias.
Darío Jaramillo Agudelo

 

cambio puesto 331A Laura le dio dolor de estómago cuando vio a Ángela, su mejor amiga del colegio, sacar de su maletín el almuerzo: tres panes, varios quesos, una manzana y una pera, dos chocolatinas grandes y un pedazo de torta. Laura sacó despacio el suyo: un pan, un pedazo de queso y una manzana. Mientras sus ojos devoraban el almuerzo de su amiga, va mordiendo con pequeños bocaditos su pan con queso, para hacerlo durar.

Ángela sigue comiendo. Laura ya terminó, no pudo alargar más su almuerzo. Va al baño, pensando en el pedazo de torta. Se mira en el espejo y recuerda la clase de historia que viene. Ha olvidado todas las fechas y las batallas, solo recuerda la fecha de la muerte de Bolívar. Tiembla ante la palabra muerte. El dolor de estómago va aumentando.

Quisiera comerse todo lo que Ángela trajo. Sabe que no puede tocar nada de lo que ella tiene. Lo ajeno no se toca, le ha dicho su padre, que no le permite ni tocar las herramientas de la carpintería donde trabaja. Le duele cada vez más el estomago. Regresan al salón en silencio aturdidas por sus pensamientos. Ninguna de las dos sabe responder las preguntas del profesor. En el alma de Laura solo resuena la fecha de la muerte del libertador.

Esa noche en casa, Laura no habla con nadie, se cree mala por haber querido quitarle la
torta a su amiga. Se sienta a la mesa callada y triste, como escondiéndose. Pasa la madre sirviendo la sopa de pescado de plato en plato, y a ella, a Laura, no le sirve. Pasa a su hermanito del lado. Son tantas bocas para alimentar, que saltarse uno de los once platos podía ser un error. Pero nadie se da cuenta y Laura sigue allí quieta, pequeñita, con su cabeza que apenas sobresale de la mesa esperando el rojo líquido y mirando la olla que se va quedando vacía y que la madre inclina más y más cada vez para intentar llenar el cucharón.

Laura mira las cucharas que suben y bajan de los platos a las bocas y el inmenso deseo de pedir su ración de sopa se le atraganta, se le convierte en una tos poderosa, que hace que todos la miren a ella y no al plato vacío, y la madre corre a levantarla de la silla y a llevarla a su cama pues la ve pálida y enferma.

La tos la acapara más y más en la cama fría, donde el pedido de la sopa se ahoga. La madre teme que uno de esos ataques de tos, como los que le daban a ella de niña, le de a Laura y se quede sin oxígeno. La abraza tratando de aliviarla.

Ya la fiebre se anuncia en la frente de Laura, apaciguando un poco la tos, y tomándose poco a poco su cuerpo, que ahora hierve como una olla de sopa.

 

 

 

El cuarto de costura

 

El cuarto de costura de mamá era amplio y bondadoso. Aunque estaba lleno de telas, hilos, revistas, vestidos y retazos, ella nos recibía siempre con carros y balones, muñecas y ollas de cocina, manos sucias y ojos reclamando caricias.

Fue la última ampliación que papá le hizo a la casa antes de morir. Fue construyendo de cuarto en cuarto, de piso en piso, esta casita que soñaba ver revocada y pintada de amarillo. Fue su sueño desde que se vino a la ciudad: tener una casa amarilla y se le fue la vida sin lograrlo. Los sueños son a veces pesadas armazones en que se apoya la vida para subsistir, son como mantos que nos abrazan y ahogan en medio del andar de los días.

Cuando papá terminó el cuarto de costura, se le escapó el final del sueño. El mismo pegaba los ladrillos, hacía las instalaciones eléctricas y sanitarias, revocaba y pintaba de blanco las paredes interiores, en las tardes que le socavaba a su labor de albañil, en la firma constructora que lo enganchó desde el año en que llegamos a la ciudad. Cuando el cuarto de costura estuvo terminado y fue bendecido con la misa que el padre Orlando dijo ese domingo, todos pensamos que ahora la casa sí estaba completa.

Mamá subió la Singer, la fileteadora, la mesa de corte y el banquito de las pruebas, donde se paraban las señoras para ella tomarles el ruedo y marcar los ajustes necesarios en vestidos, faldas y pantalones. Pegamos el afiche de Sofía Loren de vestido rojo en la pared del fondo y pusimos la mesa de corte contra una de las esquinas. Las clientas empezaron a llegar ese lunes por la tarde.

Subían las estrechas escaleras entre asustadas y felices, cuando les decíamos que había un nuevo cuarto de costura, que allí estaba mamá esperándolas, que debían subir al tercer piso. ¡Cómo le quedó de lindo doña Alicia! ¡Qué iluminado y amplio! ¡Qué cambio que dio! ¡Qué felicidad! No fue sino nombrarla, se la oímos decir a doña Julia que la dijo y la redijo, como ahuyentándola.

Ese sábado la felicidad del cuarto de costura se descosió por completo. Desde que se inauguró, nadie estaba en su propio cuarto por las tardes. Todos invadíamos el de costura de mamá, quien había sido la última en tener su espacio propio en la casa. Antes cosía en la sala, pegadita a la puerta de entrada. Ahora parecía como si añorara esa sala oscura y solitaria. Antes, apenas la saludábamos al llegar, el beso rápido y el cómo te fue y cada uno escalaba a su habitación, nadie se interesaba por los vestidos que colgaban de los ganchos en la barra de madera que papá le instaló en un rincón.

Ahora, todos llegábamos derecho al cuarto de costura y jugábamos y hacíamos como si hiciéramos las tareas y soñábamos con que mamá un día volviera a la sala y nos dejara el cuarto de costura, para que las señoras que venían no tuvieran que subir tres pisos por esas escaleras empinadas y estrechas y para que papá no siguiera mirándoles las piernas, cuando subían y bajaban y mamá no se estremeciera sin saber qué decir. Muchas se espantaron de sus miradas indiscretas, del desorden de libros, cuadernos y juguetes y de la cara triste de mamá que siempre soñó con su cuarto de costura en el tercer piso, para trabajar a sus anchas.

Hoy, cuando los de la constructora vinieron a darle el pésame por la muerte de papá y a contarle sobre los beneficios e indemnizaciones que recibirá por muerte accidental del cónyuge, quisieron subir al cuarto de costura, querían ver la escalera por la que rodó mi padre, experto en construcciones en alturas, quien jamás en veinte años de labores tuvo un accidente.

Nadie se atreve a decir que el cuarto de costura fue la perdición de esta familia, que papá no soportaba ver esas señoras hermosas subir las escaleras, que ese sábado salió detrás de una jovencita de vestido amarillo que lo hizo correr escaleras abajo como si fuera un niño, dejando a mamá sola en su cuarto de costura, que hoy es nuestro, por fin.

 

 

Querer morirse


Todos estamos bajo pena de muerte.
Clarice Lispector

 

Muchas veces he querido morirme. La primera vez tenía trece años y la muerte de mi madre me arrastró al vacío. Quería irme con ella para el cielo. Desaparecer de ese nido de lágrimas en que se convirtió la casa. Alejarme de los gritos de papá. No quise verte en el ataúd. Muchos decían que estabas muy bonita, que se te veía la cara serena, casi feliz. No quería verte feliz muerta. Quería irme contigo, como en las noches de dolores y angustias en que el llanto te devoraba y buscabas refugio en mi mano que apretabas. Nos íbamos al país del silencio y el dolor; allí donde no hay palabras, ni frases, ni nada.

Tu muerte se llevó a papá que a los cinco meses moría de un derrame, en la misma silla negra de la sala donde te encontramos muerta. Él se fue quedando como dormido, como ido, cuando rezábamos el rosario de cada noche por tu alma y las nuestras. Dejó de contestar las oraciones y cuando le hablábamos no respondía. Íbamos a llevarlo a la cama para que durmiera y descansara, pero notamos su boca abierta, como si no tuviera fuerzas para cerrarla.

Cuando vino el señor Rivoli, que siempre llegaba a las ocho en punto a saludar, y le contamos que papá estaba enfermo y que llevaba un largo rato sin moverse, entró corriendo a la sala y le puso la mano debajo de la nariz y le tomo el pulso que ya no tenía y nos dijo lo que no habíamos sido capaces de decir: se nos murió también. Éramos cinco huérfanos de madre y un padre recién muerto. No teníamos familiares, ni tíos, ni abuelos, ni primos; no éramos como los vecinos, llenos de parientes.

El señor Rivoli se quedó a dormir esa noche en casa. A papá lo dejamos en la silla, después de que vino el médico y escribió el certificado de defunción. Así empecé a aprender las muchas palabras que nombran a la muerte. Lo velamos en la sala, como velamos a mamá en un ataúd prestado. Después de un mes y antes de que pusieran la lápida definitiva, había que devolverlo y poner el cuerpo en otro ataúd de madera barata y que valía muy poco. Eso lo hacía el sepulturero solo, en sus noches de labores. Tumbas sí teníamos en el Cementerio Central, una para cada uno, es lo primero que compramos los pobres, llevamos la muerte asegurada en el pecho.

Lo enterramos al otro día por la tarde, en medio de un aguacero que se llevaba nuestras lágrimas y mojaba el alma. El señor Rivoli se quedó a vivir con nosotros las primeras semanas y siguió pagando a la señora que contrató cuando mamá murió, para que se encargara de la casa y de los más pequeños. Yo era el mayor y sin pensarlo siquiera, estaba trabajando de vendedor de telas en el almacén del señor Rivoli. El dolor no deja pensar, es como un monstruo que nos va devorando por dentro y se lleva todo lo bueno, dejándonos como muertos en vida. No quise volver a la escuela, me sentía distante del tablero, del maestro, de números, ríos y próceres.

El señor Rivoli no tenía hijos, ni mujer ni familia alguna en América. Nos adoptó a los cinco huérfanos. Sin saber qué quería hacer de mi vida, abracé la certeza de ser el hermano mayor y tener que trabajar y cuidar a los menores. La muerte de mis padres me sumergió en un abismo en el que todo se diluía, los pensamientos propios eran esquivos y ambiguos como marejadas. Hoy quería comer sopa de cebolla para recordar a mi madre. Mañana odiaba la sopa de cebolla, que me la recordaba demasiado. Ensayaba ponerme las camisas de mi padre, pero después de algunas horas sentía que era un muerto como él y me quitaba la camisa aterrorizado. En la noche me ponía su piyama y cerraba los ojos, deseando el dulce y definitivo sueño de morirme también. Despertaba con el horror de no saber si estaba vivo o muerto; si el señor Rivoli me llamaría para que fuéramos al almacén o si todo era un sueño.

Nadie fue capaz de sacar la ropa de mis padres del armario. Doña Aura, la señora que nos cocinaba y cuidaba, lo abría de vez en cuando y barría y movía los tres pares de zapatos que tenían y luego se ponía a llorar y lo cerraba. Todo seguía como si ellos estuvieran vivos o de viaje. Yo, como hijo mayor me sentía culpable, por no haberlos cuidado bien, por no haberlos querido más. Me sentía malo por estar vivo, en vez de ser ellos los que estuvieran vivos. Mi vida no valía nada al lado de la de ellos. En el día trabajaba duro, como si fuera otra persona pues sacaba fuerzas de no se donde y corría de aquí para allá haciendo todas mis labores. En las noches, cuando llegaba cansado del almacén, me encerraba en el baño y me daba golpes contra las paredes, esperando morirme así.

Quería morirme, porque el vacío de algunos días, era la muerte misma. Estuve en cama durante un mes, cuando el primer aniversario de la muerte de mamá. Me dieron unos dolores de cabeza muy fuertes y el médico ordenó reposo absoluto. Aunque podía ver los objetos y sentía frío y a veces hasta sueño; no existían más que esas sensaciones elementales, que me alejaban de los otros. No recordaba nada del almacén. No escuchaba a mis hermanos, solo veía sombras y escuchaba sonidos que no entendía. Al principio pensé que era falta de sueño, pues llevaba meses durmiendo mal y empecé a tomar café seguido, a ver si regresaba a este mundo. Me fui desmoronando, el cuerpo fue perdiendo peso y el alma se fue yendo. No tenía bordes, ni límites, ni aristas. Me fui hundiendo lentamente. Las sombras me iban despojando de mí.

Me mejoré y regresé al almacén y seguí trabajando para alimentar y cuidar a mis hermanos.

 

* * *


Paso veinte años como vendedor en el almacén del señor Rivoli. Paso veinte años sufriendo cada noche cuando llego a casa y solo quiero llorar y morirme. Me acuesto temprano para no sentir ni pensar. Y me levanto temprano y corro para el negocio. El señor Rivoli tiene ya tres almacenes y para celebrar mis veinte años de trabajo con él me regala un pasaje a Italia. Me emociona el viaje, el mar, el barco. Quiero llegar a Roma y llamar a todos los parientes que no conozco, pero de los que papá hablaba en los almuerzos de los domingos, cuando preparaba él mismo la pasta y la salsa y nos contaba historias de primos, tíos y abuelos. A algunos los conocíamos por fotos que llegaban en las cartas que papá recibía y que nunca más volvieron a llegar, después de que yo les escribí, contándoles de su muerte.

Organizo el viaje, les escribo a los parientes a las mismas direcciones que conservé en la libreta de mi padre. Ninguno me responde, pero supongo que el mes de plazo es poco para que una carta vaya y vuelva, si el viaje en barco demora tres semanas. Empaco la maleta, me despido de mi hermano menor que es el único que todavía vive en la casa que mis padres habitaban y que el señor Rivoli nos compró para que no tuviéramos que pagar más arriendos. Voy a almorzar donde mis hermanas, beso a mis sobrinos y a mis ahijados que son como mis hijos. Sueño con Italia, esa tierra lejana y perdida.

Llego a Roma con un frío que rompe los huesos. Es otoño y llueve mucho, casi todos los días. Me hospedo en el Albergo Il sole, donde el señor Rivoli ha pagado para mi una pieza por los veinte días de mi viaje. Los dueños del hotel me reciben como a un gran señor, ya que vengo de América. Me aprecian pues conocen al señor Rivoli quién viene todos los años. Me dan un cuarto con vista a la calle en el quinto piso. Me asomo al vacío cada mañana y cada noche cuando abro la puerta del balcón.

Al otro día de haber llegado, llamo a los parientes. Casi todos están en la guía telefónica y habitan en las mismas direcciones de hace veinte años, pero ninguno ha recibido mis cartas. Me llamaran pronto para que nos veamos, acaban de regresar de las vacaciones de verano y tienen mucho trabajo. Se alegran de oírme y de saber de mis hermanos y sobrinos.

Espero con impaciencia sus llamadas. Los primeros días camino por Roma y me pierdo entre sus calles laberínticas, sintiendo en mi alma el peso enorme de la soledad. Pasa una semana y no he recibido llamada de ninguno de mis parientes. La tristeza va abriéndose cauce. Todos los días, cuando bajo a desayunar y a comer pregunto si alguien me ha llamado. Nadie signore me dice la camarera con sonrisa dulce. Querer morirme es un pensamiento que se intercala entre las horas del día, va y viene como una marea inmensa. En la noche se apaga con el sueño y al abrir los ojos toca otra vez mi alma.

Pasan diez y ocho de mis veinte días en Roma. Llamo a Yolanda que fue tan cercana a mi padre y me dice que está enferma, que pronto me llamará. El día de la partida me asomo al balcón. Dejo que mi cuerpo caiga al vacío.

Todos los parientes de Roma se congregaron en el entierro de Orlando. Depositaron su cuerpo en el mausoleo familiar. Pusieron su fotografía en la lápida y se turnaban cada domingo para llevarle flores.

 

Selección del material  del libro Cambio de puesto de Lucía Donadío. Material enviado a Aurora Boreal® por cortesía de Lucía Donadío. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Lucía Donadío. Foto Lucía Donadío © Lucía Donadío.

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