Milena y el huracán

johnny jara 250Aquella tarde comenzó a llover temprano, no de una forma torrencial, sino una lluvia intermitente, una llovizna de media hora; luego un chaparrón de tormenta, una rociada, una ducha caliente, una ducha fría, un baño de aguas eléctricas. Entonces vino el viento huracanado. Las pequeñas calles estaban convirtiéndose, poco a poco, en una mucosidad amarilla y resbalosa, y el pueblo se desdibujaba lentamente en el mapa; terminaba abruptamente por todas partes.
Dentro de la casa hacía un frío húmedo, esponjoso. Me apresuré a cerrar las ventanas y coloqué un armario detrás de la ventana más grande; dispuse los muebles, las camas, la cocina y todo lo que pude en el centro de la sala. Afuera el agua se arremolinaba en medio de la calle, y lo que hasta hace unas horas era arcilla endurecida por el sol, arena, aridez, desierto, se había convertido ahora en una serie de terrazas flotantes, entrecruzadas por cascadas parduzcas y turbulentas, por ríos corriendo en todas direcciones, lanzándose hacia el enorme y humeante sumidero, cargados de tierra sucia, ramas tronchadas, guijarros, pizarras, minerales, flores salvajes, insectos muertos, lagartijas, carretillas, perros, gatos, pedazos de alguna casa pobre, nidos de pájaros, todo lo que no tenía inteligencia, pies o raíces para resistir.
A lo largo de la orilla del mar había una hilera de casas que parecían sacar las garras y aferrarse al suelo que se resbalaba lentamente hacia la playa. Era como si en cinco minutos pasáramos por todas las mutaciones habidas en cincuenta años. Cualquier cosa que se miraba daba la impresión de que se la veía por primera vez. Pensé que todo esto podría desaparecer, podría ser demolido, carcomido por el infinito etcétera de la lluvia en cuestión de minutos.

Milena estaba recostada frente al débil, casi extinto fulgor de la llama de una pequeña estufa. Estaba tapada con una manta y sostenía un vaso de ron con la mano derecha.
–No sé por qué se asocia el fuego con el infierno –dijo Milena entre sorbos de ron–, el fuego es luz, es calor, es vida. Pienso que es al revés, que el infierno debe ser helado y oscuro como el cielo en esta tarde. La humedad y las tinieblas engendran toda clase de demonios silenciosos y rastreros, como la mayoría de los pecados. Es en el cielo donde se producen los infiernos, concluyó Milena.
–Parece que este huracán nos va a borrar de la faz de la tierra, le dije con un tono preocupado.
–Si no es el huracán será otra cosa, otro día. Algún rato nos iremos sin dejar el menor rastro, respondió moviendo sus manos que no paraban nunca.
Me esforcé por penetrar con la mirada las tinieblas frías y cargadas de bruma; me pareció ver una abertura entre la lluvia, eran las palmeras, que a ésta hora daban la impresión de hombres primitivos, melenudos, piratas bárbaros deslizándose furtivamente en busca del botín. El cuadro era tremendamente siniestro y ahora el viento huracanado arrancaba los techos de zinc de las humildes viviendas, y las aves domésticas, perros callejeros, baldes, zapatos impares, se estampaban contra las paredes de las casas más resistentes y algunos entraban por las ventanas. Se veía gente apresurándose a salvar lo que podía; siluetas de gnomos, enanos, monstruos teratológicos dibujándose contra la lluvia. Este era el primer día de mi vida, en que abarcaba en un solo pensamiento a cada ser y cosa de esta tierra. Milena tenía razón, el infierno se desprendía del cielo.
dia invierno ny 200Milena era el producto de una extraña mezcla entre la belleza y la demencia; lo que había de bello en ella derivaba de su naturaleza angélica; lo que tenía de demente, de la carne. Lo carnal y lo angélico se habían separado y Milena era inexplicablemente bella, como una estatua que se desmorona. Su desnudez nunca fue una provocación a la lujuria, era bella en el mejor sentido, aunque podía ser tan seductora y provocativa como una foca en celo a la vista de un pescador solitario. Su cabello era negro, sus ojos de un color azabache; su pecho firme y lleno; su cadera, como un campo magnético. Lanzarse a aventuras carnales con Milena despertaba una sensación semejante a la que uno experimenta frente a un signo de peligro inminente: “curva peligrosa adelante”, “puente estrecho”, “zona de derrumbes”. La naturaleza precisa de la catástrofe. Yo había experimentado el terror y la fascinación que el perverso conoce, cuando en el tren subterráneo atestado, uno se rinde a la compulsión de acariciar un culo tentador o apretar la teta seductora que queda al alcance de los dedos. Pero con Milena era peor, cuando estaba con ella me sentía como un gato que ausculta los alrededores durante el coito y cuanto más reflexionaba sobre su belleza, más obscena parecía su demencia. Milena era una solitaria, con esa soledad de animal enjaulado que lleva al crimen y a la vida tal como nos está vedada.
A la mañana siguiente el huracán había pasado, la lluvia cesó y el pueblo, que no pertenecía a ningún tiempo ni lugar, que era un accidente, un súbito brote de actividad humana en medio de una playa perdida, se debatía entre el lodo, el frío y los mosquitos. Todo adquiría un tono siniestro, húmedo, bochornoso, helado. Y más allá… unas casas solitarias, rectangulares, hundidas profundamente en la tierra, envueltas en un vaho soporífero.
Caminé por lo que quedaba de la pequeña calle examinando las ruinas. Las señales de tránsito estaban tumbadas, de bruces sobre el lodo amarillento, como leyes que ya nadie obedece. Las únicas leyes que perduran son las no escritas. Pensé que el hombre es un transgresor de la ley. Pero un transgresor tímido.
Era una de las pocas veces en mi vida en la que tenía plena conciencia de encontrarme ante una gran experiencia. Y no solamente tenía plena conciencia de ello, sino que sentía una enorme gratitud, gratitud por estar vivo, gratitud por tener ojos, por tener manos, por tener en buen estado mis órganos, por haber vivido cerca de un río, por haber pasado hambre, por haber sido humillado, por haber hecho todo lo que hice, por llegar al fin a este momento culminante de felicidad.
Cuando regresé, entré corriendo en la casa y encontré a Milena en un rincón, como un animal agazapado, moviendo sus manos que no dormían nunca; tenía una mirada mansa y tierna y se podía oler la sangre de su soledad buscando una salida. Pude sentir su miedo antiguo, de raíz lejana y, aunque era principalmente un miedo nocturno, no estaba ausente de luz, era una versión de la dama de la niebla que rasgaba por las calles solitarias una tragedia abrumadora, sin saber que su llanto lloraba por todo el mundo, atrincherada en un miedo común de párpados de plomo: era garganta de arena, son de pezuña en el tejado, sollozo de odres vacíos, nido de trueno en las tinieblas, abalorio que estalla en el puño, jinetes fantasmales de la aurora. Dentro de su llanto se encontraba un ángel descuartizado que fijaba sus ojos en la luna que moría con el viento.
–El cielo ya se llevó su infierno y parece que nos quedaremos en la tierra, dijo Milena, y sus palabras eran como una sucesión de sílabas que goteaban de una noche de falda mojada. Agua sollozante. El rostro vago, que a esta hora se parecía a un trébol aplastado por la lluvia y la enorme boca lunar aflorando como una herida que murmuraba los recuerdos de la muerte. La tierra no cantaba. Sólo daba limosna.
Pero ahora yo sabía que la tierra me desea en la alegría de la creación. Podía descifrar sus signos como un amante lee en el rostro de su amada. La tierra tenía auroras, árboles, soles, semillas, lluvias, animales, los eternos astros, la mujer, la luna, el pan… Pero todo esto era un nudo que hombres de soledad vacía, creadores del cielo y del infierno, habían atado duramente y que era necesario deshacer para que el mundo fuese realmente nuestro, para que el huracán brillara en el aire como la canción diurna de la vida. Eso era lo que estaba sellado en la frente de Milena y que vivía invisible en su soledad de animal enjaulado, y en la vida tal como nos está vedada.

 

johnny jara 322Johnny Jara Jaramillo
Ecuador, 1956. Estudió Literatura en la Facultad de Filosofía de la Universidad de Cuenca y Musicología en la Pontificia Universidad Católica de Cuenca. Profesor de literatura en diferentes establecimientos. Ha colaborado con varias revistas literarias en Ecuador, Colombia, Estados Unidos y México. Un día de invierno en Nueva York y otros relatos, (Quito, 2012) es su ópera prima.

 

"Milena y el huracán" enviado a Aurora Boreal® por Johnny Jara Jaramillo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Johnny Jara Jaramillos. Fotos Johnny Jara Jaramillo © Johnny Jara Jaramillo. Carátula Un día de inveirno en Nueva Jork y otros relatos cortesía © Casa de la Cultura Benjamín Carrión.

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