No hablemos de él

sandra araya 252Fue lo último que dije. Y seguramente será lo último que escuche. Para qué seguir, indagar, preguntar, si ya sé, ya creo.
Empezó todo aquella noche, una que pudo ser una noche cualquiera, pero que no lo fue, obviamente, porque entonces cambió mi vida. No recuerdo la fecha. No recuerdo la hora exacta. Era una noche, hace poco más de una semana. Recuerdo, sí, los detalles, pequeñas señales que entonces no supe interpretar como tales, sino que ahora, a la luz de esta penumbra, puedo descifrar, leo claramente como en un manuscrito iluminado por una potente lámpara.
Habíamos cenado ya, entonces, quizá eran poco más de las nueve de la noche y por algún motivo, algo que no puedo recordar en este momento, bajé al estudio, quizá olvidé apagar la computadora, quizá olvidé enviar un correo, olvidé todo, en realidad, cuando sucedió.
Estaba sentado frente a la pantalla del computador, concentrado, cuando frente a mí, en el corredor, lo vi. Una silueta, la silueta de un hombre, la figura de un hombre, un hombre que se movía en el corredor, que caminaba desde la entrada hacia la otra habitación, pasó frente a mí, lento, seguro, suave.

Sentí frío.
Pasaron algunos minutos.
El frío seguía ahí, en la habitación, en mis piernas, impidiéndome cualquier movimiento. Y sin embargo, debía levantarme, revisar el otro cuarto.
Alguien había entrado al otro cuarto.
Pasaron algunos minutos más.
Logré incorporarme, caminar, atisbar, desde el umbral, el interior de la habitación: nadie.
A mis espaldas, el frío, poco a poco, se iba, desterrado por un poco de calor, por el paso de mi propio cuerpo que aún latía en el espacio.
De esa misma forma, tal como ocurrió, como lo sentí, se lo conté todo a ella.
Ella me miró y de pronto sentí frío, otra vez, en el cuarto, entre nosotros.
Pronunció cuatro palabras, solo cuatro, que me dejaron en mi sitio, helado, el frío entre nosotros se hacía más denso.
No hablemos de él.
¿Quién era ese él?, era la pregunta que me acosó durante la noche, así como su respuesta, en cada vuelta que daba yo en mi cama, tratando de tantear uno de sus pies, quizá su costado, para despertarla, para que me aclarase el significado de lo que había dicho.
¿Acaso lo conocía? Acaso.
prange 350Cuando llegó el día, ella se levantó como si hubiera dormido sola. Se estiró con placer, miró la ventana, se miró los brazos, no me miró.
Habló, sí, aunque su voz parecía llegar de muy lejos:
—Debes dejar de pasearte por las noches, él te ha visto…
Iba yo a preguntarle a qué venía aquello, quién era él y quién debía cesar en sus paseos, cuando ella continuó con la oración:
—Pero mejor no hablemos de él.
Se fue, me dejó frío, aterido entre las sábanas que en ese momento me pesaban sobre el cuerpo como lienzos mojados.
A los pocos minutos, segundos, quizá, se asomó por la puerta y me miró, directa, precisa, a mí, ¡a mí!, y me preguntó qué quería desayunar. Incluso, pronunció mi nombre.
Después de balbucear una respuesta, me levanté, hice mi vida, viví, como todos los días, quizá un poco a medias, pensando, a ratos, que algo no cuadraba, que no era yo quien hacía su vida, que vivía, como todos los días. Así pasó una semana, por lo menos, unos días, horas, un número indeterminado de segundos que se dilata en mi recuerdo, hasta que algo nuevo sucedió.
Soñé una noche con una voz que me llamaba por otro nombre. Seguía a la voz entre unas ruinas blancas, deseando encontrarla para explicarle que mi nombre era otro, que respondía solo por gusto, que quería solamente sacarla de su error. Caminaba sobre guijarros sueltos, una gravilla que parecía ceniza.
El nombre, el nombre no era el mío, aunque yo respondía.
Cuando dije mi propio nombre en voz alta, desperté, aunque sin abrir los ojos. Tenía un mal sabor posado en la lengua. Quizá había cometido una especie de herejía en mi propio sueño.
La escuché, entonces, muy cerca de mí, a mi costado, sobre la almohada contigua, la voz de mi mujer era la que se había colado en mi sueño, la voz que me llamaba a mí con otro nombre. ¿O era el mío?
A oscuras, no encontraba mi propia respiración.
Abrí los ojos.
Como en un sueño, ya no estaba echado sobre mi lado derecho, descansando, sino que estaba sentado en mi estudio. Miraba hacia el corredor, sin recordar el motivo preciso por el cual estaba yo ahí, buscando algo que no podía aún definir.
Una mano, una mano de mujer, estaba posada sobre mi hombro.
Al tiempo que una oscura silueta, la silueta de un hombre, la figura de un hombre, un hombre que se movía en el corredor, caminaba desde la entrada hacia la otra habitación, la mano de mujer iba incrementando su presión sobre mis músculos, como si quisiera asir mi cuerpo para que este no escapara de aquel sitio, de aquel momento.
La voz susurró un nombre, en mi oído, no, la voz sonó lejos, no tanto, solo a unos pasos de distancia, dentro de la habitación. Seguramente, era la voz de la mujer que posaba su mano en el hombro del hombre, y aunque en susurros, yo podía escuchar, claramente, lo que decía:
—No hablemos de él.

 

sandra araya375Sandra Araya
Ecuador, 1980. Estudió Comunicación y Literatura. Tiene una editorial llamada Doble Rostro. Sus cuentos han sido publicados en las revistas El Búho, Aceite de perro, Big Sur, Ómnibus y Aurora Boreal®. Está incluida en la antología Ecuador Cuenta, coordinada por Julio Ortega. En 2010 ganó la Bienal Pablo Palacio. Fue editora del suplemento cartóNPiedra. En 2014, La Caracola publicó su novela Orange y en 2015 ganó el premio La Linares con su obra La familia del Dr. Lehman.

"No hablemos de él" enviado a Aurora Boreal® por Sandra Araya. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Sandra Araya. Foto nr. 1  Sandra  Araya ©  Sandra Araya. Foto nr. 2 Sandra Araya © Sandra Araya. Carátula Orange  © cortesía © Editorial La Caracola.

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