Nada de luto - Awilda Cáez

awilda caez 251El dinero no es nada, pero mucho dinero, eso ya es otra cosa.
George Bernard Shaw

 

 

Imagino que prefiere las historias de gente salvada de entre los escombros días después, como los bebés del Hospital Juárez. Un verdadero milagro, ¿no le parece? Para mí fue diferente. Digamos que el terremoto me dio una oportunidad. No quiero decir que me fastidió la vida porque sería egoísta; por lo menos vivo para contarlo. Nadie sabe el número oficial de muertos: el gobierno dice seis mil, pero existe la sospecha de que muchos cuerpos se fueron con el cascajo que recogieron. A los dos días entraron las máquinas a llevarse todo y ya no se supo más.
Veinte años de historias, buen título para su reportaje. Agradezco que haya venido a escuchar la mía. Usted decide si la publica.
Llegué de Sinaloa dos años antes del terremoto. Me había graduado del curso de oficinista y tenía un puesto como gestora de cobranza, pero quería venir a la capital a ganar más dinero. A los diecinueve años, con dos mil pesos en el bolso y un abrigo que me regaló una tía, decidí mudarme. En esa época creía todo lo que presentaban en las telenovelas de Lucía Méndez. Pensé que podía ser una de esas provincianas que llegaban al DF a trabajar y conocían al amor de su vida. Lo que encontré fue una ciudad con escasez de agua y apagones, en donde no servía para nada que hubiese aprendido con mi madre a pescar y sembrar maíz. Hasta la misma gente que había nacido aquí actuaba como si no perteneciera a algún lado.

Empecé a trabajar como mucama en el Hotel Regis. Sí, el mismo que derribó el temblor. Allí estuve hasta marzo del 85. Me salvé por seis meses de que me aplastara una pared. En total murieron ciento cincuenta y cuatro excompañeros. Allí había gente mejor que yo, que no hubiesen sido capaces de inmiscuirse en un negocio tan sucio como el que hice. De eso quiero hablarle, para que vea cuán bajo se puede caer por dinero.
Me había ido del Hotel cuando conseguí trabajo de cantinera en Reinas, el bar más lujoso de la Zona Rosa. En una de esas noches de pocos clientes conocí al gerente de Seguros Nacionales. Era un señor alto, bastante feo, de apellido Gutiérrez. No me impresionó para nada, aunque me hacía reír cuando se sentaba a la barra para contar chistes. Lo escuchaba porque era respetuoso, no como los demás que se mantenían a raya cuando estaban rodeados por los empleados, pero si me veían en la calle gritaban cosas feas. Como si yo fuera una güila solo porque trabajaba de noche como cantinera.
Un día Gutiérrez dijo que tenía un negocio para mí. Si hacía lo que él pedía me garantizaba treinta y cinco mil pesos. ¿Qué necesitas?, pregunté. Tú nombre y número de credencial del IFE, contestó. También mencionó un cheque que cambiaríamos juntos, pero no dio más detalles. Pidió que nos reuniéramos al otro día en un café de la avenida Niños Héroes. Acepté. Lo que ganaba en el club me daba para vivir, pero quería cambiar de vecindad y esa lana me caía chido.
ailda caez l 300Llegué a las once. Gutiérrez esperaba sentado frente a una mesa llena de papeles. Me dio la bienvenida con una sonrisa que parecía falsa, como la que mostraba cuando terminaba de hacer uno de sus chistes. Ya vas a ver, Amalia, si nos sale bien podemos volverlo a hacer, dijo. Le voy a explicar en qué consistía el plan, así entenderá mejor lo sucio que era todo. El enredo funcionaba de esta forma: uno de sus clientes tenía una enfermedad terminal, algo de los pulmones. El seguro de vida tenía como beneficiarios a la esposa y al hijo, mitad para cada uno. Gutiérrez se encargaría de llenar en su oficina un formulario de autorización para cambiar el nombre de la futura viuda por el mío. Con la firma no había problema, según él, porque sabía falsificarla. Cuando muriera el hombre, solicitaría al hijo que le trajera el certificado de defunción para cobrar lo que le había dejado su padre. Una vez lo tuviera, haría las dos reclamaciones. Pregunté qué pasaría con la mujer cuando fuera a buscar su cheque y se enterara de que no le habían dejado nada. Gutiérrez contestó que él se encargaría de inventar la historia de que el cliente había solicitado el cambio de beneficiario antes de morirse. Lo peor es que la pobre creerá que su marido le dejó el dinero a una amante, comentó. Explicó que la señora no podría ir a ningún juzgado a exigir que me quitaran la lana porque la ley establece que el beneficiario puede ser cualquiera que escoja el dueño de la póliza. Eso sí, yo tenía que ir al banco junto a él cuando llegara el cheque para cambiarlo y darle la mitad. El único que podía descubrirnos estaría muerto, por eso acepté la propuesta. Gutiérrez dijo que un amigo de Acapulco lo había hecho cuatro veces sin problemas.
Yo quería el dinero. No me importaba la mujer para nada.
Veinte años y todavía recuerdo cada detalle. Dicen que los mexicanos cambiamos con lo del terremoto. Que nos convertimos en una mole gigantesca de gente que quería ayudar. El que más o el que menos perdió a alguien ese día. Hasta los bebés del Hospital Juárez que rescataron de entre los escombros quedaron huérfanos. Habían nacido el día antes y sus madres estaban en el piso de maternidad. ¿Sabe qué? Yo también volví a nacer aquella mañana.
Gutiérrez visitaba el bar casi todas las noches. Un viernes llegó muy contento a decir que el dueño de la póliza estaba en el hospital, que sería cuestión de días. Le pregunté cómo lo sabía. Soy amigo de la familia; coincidí con el hijo en el banco y me lo contó, dijo. Sí, Gutiérrez era una rata. Se portó como un conchudo cuando habló con el hijo del moribundo. Yo seguía sus instrucciones para ganarme el dinero. Pensaba que era más inocente que él porque, por lo menos, no conocía a las víctimas. A las dos semanas mi nuevo socio llegó al club harto de contento. Informó que el hombre ya había muerto y que él se iba temprano para llegar hasta la funeraria. Le iba a pedir al hijo que le dijera a la viuda acerca de los papeles necesarios. Cuando tenga todo, solicito el cheque y nos vamos juntos al banco, dijo.
Esa noche me emborraché con lo que gané en propinas. Luego estuve feliz. Pensé en lo corrupto que era el gobierno, usted sabe cómo el PRI se robó el dinero y nos dio una vida miserable. Lo que yo hice no comparaba: solo le robaba a una persona. En Sinaloa nos ayudábamos mucho, pero acá en el DF era otra vida. No era el mejor lugar para vivir, pero ganaba más dinero. Conocía a poca gente, por eso me gustó que Gutiérrez contara conmigo. Por lo menos esa complicidad hizo que no me sintiera tan sola. Alguien dependía de mí para lograr una meta. Era como si yo tuviera el poder de hacer algo, aunque fuera una porquería.
awilda caez l 2La llamada ocurrió tarde en la noche, el miércoles 18 de septiembre. El Chusco fue a buscarme al almacén porque un señor en el teléfono preguntaba por mí. Era Gutiérrez y tenía el cheque. Yo debía llegar a su oficina a las siete y media al otro día para firmar unos papeles y de ahí nos iríamos juntos al banco de la avenida Reforma. Enganché el teléfono. Pensé en la viuda y en lo que pasaría por su mente al enterarse que su marido le había dejado el dinero a una supuesta amante desconocida. No pude dormir esa noche. Hice planes, quizás demasiados. Ni siquiera era tantísimo dinero, pero lo necesitaba. A las siete de la mañana tomé un taxi en dirección a la colonia Roma número 752, la oficina donde Gutiérrez me esperaba. Yo vivía en la colonia Portales, al sur del DF. Tomaba media hora llegar al norte.
A las 7:19 sentimos los movimientos. El taxista se detuvo para bajarse del coche y yo hice lo mismo. ¡Es un temblor!, gritaba la gente que estaba en la calle y corría a refugiarse debajo de los marcos de las puertas o se tiraban al piso. Abracé a una señora que lloraba y las dos nos pusimos de rodillas. Se escuchaban explosiones a lo lejos. Para mí, que lo más fuerte que había oído en la vida era una ráfaga de disparos en Sinaloa, aquello fue suficiente para darme cuenta de que algo malo pasaba. Esperamos unos cinco minutos hasta que el taxista dijo que podíamos seguir el viaje al norte de la ciudad, y lo intentamos, pero el avance fue poco, no más veinte kilómetros. De ahí en adelante la policía nos impidió continuar. En la colonia Roma se había sentido muy fuerte el terremoto, había edificios derrumbados. Todavía no sabíamos cuánto nos cambiaría la vida a todos lo que acababa de ocurrir.
Le pagué al taxista y me bajé. Caminé en dirección a la oficina de Gutiérrez. Tuve que pisar con cuidado porque los escombros cubrían la calle. Entre los pedazos de cemento vi un cachito de azulejo de baño, la agarradera de una jarra plástica y una cortina rasgada. Levanté la cabeza. Allí estaba el edificio Balmori, destruido, con sus ventanas, sus pasillos, las escaleras y los marcos de puerta que no salvaron a nadie porque se cayeron también. Pensé en Gutiérrez y continué el paso. Por poco no encuentro el sitio; la mitad de los pisos del edificio se habían derrumbado sobre la otra mitad. La policía comenzó a acordonar el área y me impidieron pasar. Esperé por horas en la calle, con los ojos puestos en los cristales rotos. A través de un agujero improvisado entraban y salían a duras penas los rescatistas. Se necesitaban dos para agarrar los cuerpos, uno lo tomaba por las manos y el otro por los pies como si fueran hamacas. Los colocaban en la calle hasta que alguien los identificaba. El cadáver de Gutiérrez lo sacaron en la tarde, un poco antes de que cayera el sol. Le pedí permiso al oficial encargado de velar los muertos para acercarme con la excusa de que éramos familia. Me arrodillé para verlo de cerca. Tenía la cara hinchada con moretones violeta y sangre en la oreja izquierda. La ropa estaba sucia y desgarrada. Con disimulo verifiqué los bolsillos del pantalón; en el de atrás tenía la billetera. Entre el desorden y la oscuridad noté que nadie me miraba, así que la guardé en mi bolso. Me incliné sobre el cadáver como si estuviera llorando para rebuscar en los bolsillos del frente. Encontré el cheque. Lo guardé también y salí del área. El oficial me detuvo para firmar un papel que certificaba el nombre del muerto. Tenían instrucciones de llevar los cadáveres a una fosa común antes de que empezaran a descomponerse. Gutiérrez se convirtió en uno más de los fallecidos enterrados sin que nadie rezara ni guardara luto por ellos. El bar cerró por doce días. Decidí irme a la zona de Tlatelolco a ayudar en lo que pudiera. Separé medicinas y repartí tortas a los voluntarios. Por semanas no se habló de otra cosa en este país que no fuera el terremoto. Usted sabe cómo son las noticias. Muchas historias me hicieron llorar. Eran demasiadas personas tomando decisiones para las que nunca se habían preparado: Ampúteme la pierna, pero sáqueme ya, cuentan que dijo un señor en la Conalep.
En esos días tuve la viuda en la mente muchas veces. Después de todo lo que ocurrió, decidí usar el dinero para regresar a Sinaloa. Tenía miedo de que me atraparan, aunque Gutiérrez había asegurado que era imposible. Trabajo en una fábrica de mantelería desde entonces. No había vuelto al DF hasta hoy que vine a hablar con usted. Digo que mi vida la divido en antes y después del temblor; la rutina diaria es más o menos la misma, la diferencia es la intensidad. Vivir en la capital requiere de un esfuerzo adicional hasta para cruzar una calle. En mi pueblo todo es más tranquilo, pero no hay esperanza. No es que sea pesimista, pero nada me trae la ilusión que llegué a sentir aquella mañana cuando salí de la casa y subí al taxi. Por unos minutos creí que con el dinero tendría por fin la vida de telenovela que vine a buscar a la capital.
Si usted puede, publique esta historia. Escríbala como se la he contado por si ocurre un milagro y en algún lugar la viuda lee su reportaje. Que por fin se entere cómo pasaron las cosas. Si recibe alguna respuesta, llámeme. Quiero devolver el dinero. Todavía tengo el talonario del cheque y allí está escrito el nombre del muerto, creo que con todos estos datos se podría identificar a la mujer. He ahorrado por años, aunque sé que después de tanto tiempo esa cantidad no vale mucho. Le parecerá que es una tontería, pero para mí es muy importante.

¿Me cree si le digo que todavía guardo la billetera de Gutiérrez?

 

awilda:caez 350Awilda Cáez
Puerto Rico. Narradora, agente literaria, periodista cultural, editora y una de las encargadas de la producción del Festival de la Palabra que se celebra en el Museo de Arte de Puerto Rico. Es autora del libro de cuentos Adiós, Mariana y otras despedidas, seleccionado por el periódico El Nuevo Día como uno de los diez mejores del 2010 y Manchas de tinta en los dedos (2013). Actualmente trabaja en su primera novela. Cáez también ha sido premiada en varios certámenes literarios en Puerto Rico. Ha trabajado como periodista cultural para radio y prensa. Fue cofundadora de editorial Pasadizo. Diseña e imparte talleres de cuento y es conferenciante de temas relacionados a la edición, corrección y publicación de libros.

 

"Nada de luto" enviado a Aurora Boreal® por Awilda Cáez. Publicado en Revista Aurora Boreal® Nr. 13 de mayo de 2013, Especial autores de Puerto Rico. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Awilda Cáez. Foto  Awilda Cáez © cortesía Beatriz Navia. Caratulas de los libros Adiós, Mariana y otras despedidas y Manchas de tinta en los dedos © cortesía Awilda Cáez.

 

Para descargar el especial Aurora Boreal® Nr. 13 Autores de Puerto Rico pulse aqui.

AB 13 may 2013 250

Suscríbete

Suscríbete a nuestro boletín y mantente informado de nuestras actividades
Estoy de acuerdo con el Términos y Condiciones