Afilador

afilador 250Esta mañana al despertarme, con esos bostezos que le ganan al tiempo una partida, el pitar largo y desafinado del afilador de cuchillos y tijeras, o de cuanto fierro pueda a uno ocurrírsele; terminó de despabilarme. Me pareció raro oírlo. Era un sonido de presencia antigua, llegando junto con los recuerdos. A veces, volvían enmohecidos, como si el cuerpo se negara a recibirlos.
Esa música chillona y metálica me hizo sentir otra vez niña: acostada en la cama de la casa grande, tapándome con el acolchado de plumas, haciendo del renegar de mi madre una costumbre. Me gustaba dejarme estar acurrucada, mirando el techo agrietado, buscando duendes en las sombras y sintiendo los sonidos de la calle. El tranvía estremecía la casa. Era una casa que se merecía ser estremecida por algo, aunque más no sea para sacarle el sopor de las ausencias. Las voces del lechero y la del vendedor de gansos me eran conocidas. Eran justamente ellos, los que me despertaban.
Madre atendía a los vendedores, y al rato, alguna bataraza cacareaba en el fondo y un vaso de leche fresca me esperaba en la cocina.
En cambio, el sonido del afilador tañía la calle de un humor distinto. Amparado por los huecos, se metía en las casas para arreglar la eficacia de cuchillos y tijeras.

Siempre, alguno de los cuchillos de nuestra cocina quedaba en manos de ese hombre flaco y desgarbado, de ojos saltones y pelo ralo. Trabajaba sobre las ruedas; las zapatillas rotas eran hilachas envolviendo el caño ennegrecido.
Realmente era tan flaco como ánima en tránsito, opinaba mi madre. Tenía un sólo diente, quizás habría perdido a los otros por tanta ansiedad. El trabajo escaseaba, y las mujeres se contentaban con el poco filo de sus cuchillos. El afilador tenía una mirada larga, vagamente acelestada. Hablaba en un idioma extraño, como si su alma se hubiese quedado en algún lugar, de otro tiempo.
Hacía años que recorría las calles, pero siempre se le había negado al idioma. Las palabras nuevas lo asustaban como latigazos que podían arrancarlo de su mundo cautivo.
Mi madre le tenía compasión, adivinaba el padecer de ese hombre solitario. Con un poco de pan y algún pedazo de carne le preparaba un bocado con el que pudiera reponerse. Él la miraba a los ojos y le hacía una reverencia. Como si se hallara ante una reina y él fuera un noble de otras tierras. Tomaba el bocado y lo acariciaba, luego, comía valiéndose de su diente amarillo. Se quedaba un buen rato sentado debajo del árbol viejo. Los dos, tenían cicatrices antiguas que no podían ocultar.
Un vecino polaco, dijo que era paisano suyo, de su mismo lugar. Casi no le hablaba, parecía que verlo en esas condiciones lo humillaba. La guerra lo había dejado un poco despistado, toda su gente permanecía aún en el ghetto. Era por eso que no quería aprender el idioma, ni encariñarse con el país. Para no perder la esperanza del retorno. Pero la guerra, era un mar que iba hundiendo a Europa al compás de la batuta de un desquiciado.
Cada vez se le enflaquecía más el cuerpo, mientras su alma echaba a vagar por esas calles grises.
Se sentaba en la plaza. Seguramente, empezaba a soñar con chicos sonrosados, tan rubios como las cosechas de trigo, tan claros como la lluvia. Seguramente, de tanto querer encontrarla, su mujer se le escapaba en la bruma de la ausencia.
Un mañana, su llamado sonó distinto. Fue un grito largo que despertó a los vecinos y alborotó la calle. Se paró junto a nuestra puerta y se puso a gritar. Un grito sin llanto, como un lamento único que nunca más volví a oír. Salimos a la calle, el hombre estaba caído en la vereda, zarandeándose de un lado para el otro, hipando incoherencias. Sólo le habló quedamente al vecino que conocía su lenguaje. Al otro se le crispó la cara. Nos dijo que la mujer y los hijos del afilador estaban muertos. Alguien, quizás un pariente salvado del horror, los había visto conducir hacia el infierno.
El hombre lloraba con un llanto corto, que iba saltando las veredas rotas y se arrinconaba en los umbrales. Poco a poco, los vecinos se fueron yendo. El se quedó acostado en posición fetal, debajo del árbol. Esperando una muerte sin garras, porque no habría de llegarle hoy.
Pasado el tiempo, alguna vez volvió, saludó en nuestro idioma y al recibir la contestación del saludo, hizo una reverencia. Aún sin que nadie hubiera saciado su hambre.
El sonido de esta mañana me parece un aviso. El alma guarecida en este cuerpo viejo se me quiere escapar para andar por otros mundos. Si los hay. El afilador ya hace rato que debe andar por ellos con toda su familia de la mano. Y algún niño travieso quedará retrasado, y el lo llamará con ese sonido que sabe a cosa lejana.
Me duele el pecho, voy a prender la radio, que los ruidos apaguen los ecos de la infancia, que el pitar desafinado quede fuera de la casa para no perturbarme. Me taparé con las mantas y tendré la esperanza de un día de sol. Pronto, mi hija me traerá el desayuno y empezará a hablarme de sus nietos.
Pronto, el llamado del afilador de cuchillos y tijeras, no podrá entrar en mi cuarto.

 

cecilia vetti 250Cecilia Vetti
Argentina. Desde 1970 se dedica a la literatura. Estudió con Mirta Arlt y Mempo Giardinelli. Pertenece a la Sociedad Argentina de Escritores. Recibió en el 2002, La Faja de Honor de SADE, por su libro de cuentos La soga del tiempo. En el 2003 publicó Corredor de Silencios, en el 2007 Acurrucada en la luz, en el 2009 Sueño de alas azules y en el 2014 El despojo. Dicta talleres de cuentos y es jurado en distintos concursos.

"Afilador" enviado a Aurora Boreal® por Cecilia Vetti. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Cecilia Vetti. Foto Cecilia Vetti © Cecilia Vetti. Foto afilador tomada de internet.

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