Yo es un otro

jan gustafsson 251Como todas esas cosas, esto empezó un jueves por la tarde, un día completamente normal, hacia el final del verano, con un poco de sol. Agradable, placentero, lo que se quiera. Llegaba del trabajo, como siempre a esa hora. Y ahí lo vi, digo, me vi. Ya había llegado yo, parece, bastante antes de llegar, porque me vi sentado en el balcón, tal como me gusta, la copa de ginebra con limón en la mano, mirando hacia ese plácido atardecer. Digo, supuse que sería ginebra con limón, que es lo que me gusta beber a esa hora, y lo que vi en el vaso tenía el color exacto de la ginebra con limón y yo tenía en la cara la expresión exacta que seguramente suelo tener al tomarme una ginebra con limón -aunque eso no lo sé, claro, o mejor dicho no lo sabía hasta entonces, pero, como sea, la verdad es que tenía pinta de estar saboreando una ginebra con limón, que no es lo mismo que tener cara de, por ejemplo, estar saboreando un whisky sour. De modo que nada más lógico que suponer que a quien vi ahí en una situación tan conocida y de cara y cuerpo tan conocidos era yo. ¿Quién si no? Digo, si era mi casa, mi balcón, mi trago preferido y mi cara. Pero tan natural y todo, la cosa no dejaba de preocuparme, porque el llegar a casa del trabajo suponiendo que estás llegando a la casa del trabajo y luego encontrarte a ti mismo ahí, a cualquiera le inquieta. Para empezar, si uno llega a la hora de siempre, a eso de las seis de la tarde, y se encuentra con que uno ya está y tiene pinta de llevar por lo menos una hora en el lugar y sabiendo lo que se tarda del trabajo a la casa, pues claro está, o salí del trabajo antes de la hora, y antes de salir, claro, o en el peor de los casos ni siquiera fui a trabajar. Y como están las cosas con el desempleo y los nervios y el genio del jefe, la verdad es que es una estupidez no cuidar al máximo el empleo. Y como soy yo el que lleva las cuentas de las ausencias y los permisos y licencias hasta de por media hora, me consta que no pedí permiso para salir antes de tiempo ni avisé que estaba enfermo. Aparte de que no tenía la menor cara de estar enfermo, sino más bien contento, contentísimo, con la copa y el cigarro y el periódico, totalmente despreocupado de los graves aconteceres mundanos de los que hablaría ese mismo periódico, el cual lee uno justamente para no preocuparse demasiado de las cosas que salen en los periódicos. Ahora, al releer estas líneas, me doy cuenta de que para mucha gente, tal vez para cualquiera, la pregunta principal sería otra: si ese que está ahí en mi balcón soy yo, cosa que parece indiscutible... ¿quién entonces soy yo, es decir este yo que está mirándolo y escribiendo o pensando esto? Pero la verdad es que no, no fue la idea que se me ocurrió entonces, y a decir verdad tampoco después ni ahora, pues en ningún momento he dudado de que yo fuera yo, que lo soy, el problema en todo momento me pareció ser ese otro yo mismo que plácidamente bebía ginebra en el balcón. Bueno, por poco me da por arreglar el asunto de una vez, preguntarme que qué me creía, que quién me creía yo estando así en mi lugar y más encima probablemente sin siquiera habiendo ido a trabajar. Y sé que para la mayor parte de la gente la solución sería esa, arreglar las cosas de una puñetera vez, saldar las cuentas, aclarar quién es el impostor y el otro a desaparecer o morir y todo eso que se supone que hace la gente en una situación semejante. Pero yo, viéndome tan tranquilo y contento no quise un conflicto que incluso podría no tener ni solución, y, pensando además que como había un solo balcón, un solo sillón plegable y una sola copa de ginebra con limón, mejor irse, despejar el área, hacer un silencioso mutis por el foro o como se llame, aprovechando eso sí la distracción mía (distraído yo en el balcón) para llevarme el libro que había empezado el día anterior y una razonable suma de dinero, como para estar preparado para pasar unos días en algún hotel y comiendo en la calle. Debo admitir que también me llevé el automóvil, nada del otro mundo, pero bueno y confiable, pensando yo, este yo, que al que se iba le haría más falta que al que se quedaba.

Ya estaba oscureciendo cuando encontré un hotel, modesto, pero limpio y con teléfono y desayuno. Me quería acostar temprano, pero antes de hacerlo no pude resistir más la tentación: cogí el teléfono y marqué mi número. Al oír mi voz en el contestador automático pensé casi con alivio que la situación no sería tan grave después de todo, que yo estaba aquí en un hotelito en algún barrio y en ningún otro lugar, y que simplemente habría sufrido un ligero trastorno por la tarde, de esos que ya son tan comunes hoy en día y que los psiquiatras y psicólogos despachan por docenas con pingües ganancias. Pero como soy algo precavido y cauteloso (casi demasiado, dice mi novia, de quien no he hablado todavía, pero eso viene ya) pensé que antes de volver a casa lo mejor sería asegurarme que no estaba en casa de mis padres o de mi novia, que son los lugares adonde suelo ir cuando salgo.

Hablé con mi madre, una señora ya bastante mayor, por lo que cambié mi voz antes de hablar para no asustarla y para que no pensara que me había vuelto loco, cosa realmente desagradable, o sea la locura, tanto para quien la presencia como para quien se ve acusado de ella, sea justificado o no. Ella me informó que yo no estaba allí y que no sabía de mí desde hacía semanas, cosa que no era muy exacta, pues habíamos hablado el domingo por la tarde, y esto ocurría, como dicho, el jueves, pero por otra parte era una exageración muy típica de mi madre. Interrumpí su alegato con un "gracias, muy amable", colgué y volví a marcar, esta vez el número de mi novia. Contestó ella que yo no estaba, y ahora sí sentí alivio, aunque solo por un instante, porque a continuación me informó que yo llegaría muy pronto, que en realidad ya debía estar en su casa, pero que me había atrasado porque tuve que ir a la policía para denunciar el robo de mi automóvil. Eso me pareció ya el colmo, no sólo disponía de la casa y del derecho a hablar con mi novia como quien era, como yo, y ahora encima reclamaba el coche, incluso por vía legal, tratándome como a un simple ladrón. No se me había pasado aún por la cabeza el hecho esencial de que él, o sea yo, no tenía por qué tener noción de mí, y parece que sin querer expresé mi enojo con mi voz habitual, porque ella me dijo muy rápido y muy enfadada que ya estaba bueno de jueguitos, que si no iba ahora mismo a su casa se acostaba y dejaba la puerta cerrada y a mí en la calle, a lo que yo, manso como soy, sobre todo con ella, respondí que sí, que iba enseguida.

Después de colgar volví a reflexionar con alguna calma, dándome cuente de que me hallaba inmerso en un terrible dilema. Primero y antes que nada, le había prometido a Nina (mi novia) ir a su casa, y una promesa es una promesa, y más todavía si es con Nina, mujer hermosa y dulce pero enojadiza si se ve defraudada. Pero si no solo iba yo, sino también yo, o sea ese yo que había estado tomando ginebra el balcón y que no me había visto y que por lo visto pensaba que me habían robado el auto, habiendo pasado efectivamente por la comisaría para denunciar el robo, entonces iríamos dos, dos yo, y aunque a lo mejor yo me las arreglaría por las buenas conmigo mismo (ya he dicho que soy un tipo tranquilo), probablemente para Nina sería demasiado, ella es una mujer de este mundo y además sin vicios (jamás se le ocurriría sacar provecho económico o sexual del asunto), así que vérselas de repente con dos donde para ella hay uno solo le podría causar traumas tal vez irreparables, amén de algún arrebato de mal humor bastante desagradable. Luego había lo del coche. Lo lógico sería irme para su casa en él, los taxis son carísimos y el transporte público lento y pesado. Pero si yo efectivamente había denunciado el robo, no sería conveniente pasearme en ese auto, ya que me tomarían por ladrón o por loco. Me quedé esperando un buen rato, cavilando profundamente hasta estar a punto de dormirme. Era ya bastante tarde, casi las once, pero como sabía que cuando estaba con Nina siempre nos quedábamos viendo televisión u oyendo música hasta casi la medianoche, decidí llamar otra vez. Busqué esta vez una voz diferente, amable pero segura de sí como un jefe de trabajo. Pregunté por mí disculpando lo tarde que llamaba, pero cuando me puse (en casa de Nina) y dije ¿sí?, no supe qué decir y colgué sin hablar conmigo. Pensé que toda esta historia me podría ocasionar algunos problemas con Nina, quien estaría preguntando por las dos llamadas tan extrañas, pero me convencí de que al final ella se conformaría con la explicación que en ese mismo momento yo le estuviera dando en su casa. Total, siempre he sido bastante bueno para las explicaciones. Después todo sería normal, beberíamos una copa y luego a acostarse, probablemente a hacer el amor. Y este pensamiento me llenó de repente de celos. Pensar que yo estaba en la cama de Nina con pleno acceso a su cuerpo tan suave y dócil mientras yo me encontraba en este hotel, que si bien no estaba feo, tampoco redimía a nadie de una inmensa soledad. Por lo tanto me vi necesitado de intentar consolarme con una botella de vino que el recepcionista me vendió a sobreprecio, pero el áspero líquido ingerido de sorbo en sorbo, de vaso en vaso, no pudo quitarme de la mente la imagen mía en la cama de Nina y con Nina en ese mismo momento, a la vez que yo estaba en esa otra cama bebiendo vino malo, fuera de mí y fuera de ella, sabiendo que otro yo estaba en mí, dentro de mí y además dentro de ella. Solo mediante un enorme esfuerzo me abstuve de ir a casa de Nina a arreglar el asunto de una cabrona vez, y si no lo hice fue por ella y quizás un poco por el miedo de no saber quién de los dos saldría ganando.

Al final me dormí y me desperté justo a tiempo para llegar al trabajo a la hora, tras bañarme, afeitarme, desayunar y comprobar con alivio que el coche se hallaba donde lo había estacionado la noche anterior. Mientras iba camino del trabajo pensé que ese día, ese hoy, sería el de la suerte, de la fatalidad, se arreglarían las cosas, todo quedaría bien y yo podría volver a estar con Nina a quien ahora amaba más que nunca, así son los celos, y a quien ni siquiera podría recriminar el haber estado con otro, si ese otro era yo mismo. Estos pensamientos me despejaron algo la cabeza de todo el malestar de la noche anterior, y llegué al trabajo de un humor que -al menos según las circunstancias- podría calificarse de casi bueno. Dejé el coche donde siempre, pero antes de entrar en el edificio de la empresa me sobrecogió un miedo repentino: ¿Y si yo había llegado primero? Nadie entendería, me tomarían por un impostor. Y si llegaba después...De pronto las consecuencias me parecieron incalculables y pensé en huir, pero ya me había visto el portero, quien saludó tan amable como siempre, por lo que supuse que yo no había llegado todavía, o sea, que yo había llegado primero, cosa que efectivamente resultó ser el caso. Me incorporé a mi trabajo como todos los días, alternando papeles e informes con alguna taza de café o conversaciones con las secretarias, siempre tan simpáticas, pero constantemente atento a la posible llegada mía, cosa que temía y esperaba a la vez, pero nada pasó. A la hora de la merienda, un café o un té con pan dulce a las tres de la tarde, lo llamé, quiero decir que me llamé, desde mi oficina. No salió nadie, solo el maldito contestador cuyo mensaje pretendidamente gracioso ya me parecía ridículo. Salí a la hora exacta, nada de horas extra, y fui directamente para mi casa, sin pasar por el hotel, pensando que por lo menos ese derecho lo tendría aún. E imagínese mi enfado, ya casi ira, al verme sentado otra vez en el balcón, disfrutando nuevamente del suave sol vespertino y con otra copa de ginebra en la mano. Solo mi proverbial calma (alabada por mi madre y a veces por Nina, aunque a ella otras veces la altera) impidió que fuera a las manos conmigo o que al menos me interpelara pidiendo de una vez por todas la explicación de toda esta calamidad, pero pensándolo dos veces llegué a la conclusión de que yo (yo-ginebra-en-mano) aun menos que yo no podría explicar nada, y de que un enfrentamiento podría empeorar las cosas. Así que me conformé con coger un poco más de dinero y algunas pertenencias banales antes de retirarme otra vez, camino del hotel.

Mientras iba conduciendo se me fue llenando la cabeza de pensamientos que no solo me entristecían, sino que me dieron rabia y hasta ganas de venganza. ¡Qué injusto que yo tuviera que trabajar y dormir solo en un hotel mientras el otro yo me daba tragos en el balcón y me acostaba con Nina! Nina, mi Nina, cómo la echaba de menos, cómo extrañaba estar con ella, sentirla, darle un beso. Y sin siquiera mi consentimiento (al menos no consciente) cambié de dirección y escogí la avenida que desemboca en la calle donde está su casa. Iba a estacionar donde siempre, junto a la puerta de la calle, cuando me acordé de que para ella el coche estaba robado. Lo dejé a dos cuadras y llegué a pie. Toqué el timbre abajo (ella vive en el segundo piso), y dije quién era. Mejor dicho, dije que era yo, una de esas absurdas identificaciones que son el privilegio de novios y novias, esposos, madres, hijos y hermanos. Antes de abrir la puerta (desde arriba, claro) dijo algo que no entendí, pero en un tono de protesta. Cuando me abrió la puerta de su casa adiviné que lo que entonces dijo sería la repetición de lo que no entendí:
-¿Pero a qué estás jugando tú, si me acabas de llamar para pedirme que fuera a tu casa? ¿Y cómo llegaste tan pronto?
Esa posibilidad no la había calculado. Pensé.
-Es que te echaba mucho de menos (cosa que era verdad) y...te llamé del celular nuevo que me compré, y, quise darte la sorpresa...
-Mira, si me estás controlando...
-Que no, que no, jamás. Cariño, amor, si yo confío en ti. -Mira a ver. Oye, después me enseñas el teléfono.

"Después", felizmente, no llegó, porque era después de un beso que se prolongó en un abrazo durante el cual nos llegamos (con la torpeza normal de ese tipo de movimientos) al dormitorio donde terminamos haciendo el amor. Debo admitir que lo hice con todas las ganas acumuladas de los últimos días, y además con la contradictoria pero secreta y perversa alegría de estarme poniendo los cuernos a mí mismo. Aunque esa alegría se disipó en parte cuando ella me comentó la energía que tenía en esos días:
-Primero anoche, luego hoy por la mañana, y ahora de nuevo. Vaya, vaya.
"Qué descarado", pensé. Así que había tenido una ausencia laboral para estar en cama con la novia. Y otra vez los celos. Los jodidos celos que me lo empañaban todo, la vista, el oído, los pensamientos. Pensé en quedarme. En decir que había cambiado de opinión, que prefería quedarme en su casa y no ir a la mía, para que él, yo, me quedara esperando, frustrado como yo ¿él? lo había estado, celoso tal vez, sabiendo en algún momento que había otro...
Pero no servía. Tarde o temprano, y me temo que temprano, la llamaría, claro que llamaría, cómo no, me conozco, y preguntaría que qué pasaba, que por qué me dejaba esperando, si sabía lo mal que me caía eso, y otras cosas por el estilo, y cómo, digo ¿cómo explicar que yo estaba ahí en su casa, tal vez en su cama, y a la vez llamándola por teléfono? Así que otra vez opté por la retirada. Inventé una explicación cualquiera y le dije que al rato nos veríamos en mi casa, tal como acordado; lo dije así, aunque tragándome la rabia, masticando las ganas de rebelarme contra el otro, sudando celos.

Bajé en el ascensor, no porque así ahorrara tiempo, más bien al contrario, sino para tener un minuto para pensar dentro del mismo, encerrado a solas con la estúpida e inevitable angustia, la cual se convirtió en susto al salir a la calle para llegarme al coche y ver que un coche de policía se había detenido al lado del mío y que dos guardias ya lo estaban examinando con caras satisfechas y apuntando ferozmente en sendas libretas.
Ahora me doy cuenta de que tal vez lo mejor hubiera sido acercarse tranquilamente a los policías, disculparme por no haber avisado que yo mismo acababa de encontrar el vehículo extraviado en un callejón en las cercanías de mi casa, o algo por el estilo, y así llevármelo tranquilamente, e, incluso podría haber esperado a que bajara Nina y llevármela a ella también, invitarla a cenar, y hasta a salir de paseo todo el fin de semana, gastar los ahorros que hasta entonces no había querido tocar, llevándola a un hotel de la playa y a comer en los mejores lugares, y luego...

...y luego qué? Esa pregunta insoportable que no se dejaba contestar sino con la inevitable confrontación y algún tipo de eliminación de uno de los dos, de mí o de mí. Me estaba dando cuenta de que si a lo mejor podría seguir soportando por un tiempo el ir al trabajo día tras día mientras él-yo- me daba tragos en el balcón (total, llegaría el invierno y el final de los plácidos atardeceres de ginebra, limón y cigarro y puestas del sol), lo que sí no soportaría era la soledad del hotelucho con la idea de que otro yo estaba, como digo, dentro de mí y dentro de Nina. Eso no.

Eso no. Dos palabras que sigiuieron resonando en mi cabeza mientras rápidamente me di la vuelta antes de llegar al coche sin que los policías me vieran (probablemente innecesario, ya que seguramente no conocerían mi cara) y fui a la parada del ómnibus para ir al hotel. Acostado sobre la cama de mi odiosa habitación seguí pensando las mismas cosas, experimentando la ira, sentimiento tan inacostumbrado en mí, ira hacia mí mismo, ese otro mí mismo, que en ese momento estaba esperando a Nina, mi Nina, dentro de quien yo acababa de estar y dentro de quien estaría él, seguramente, más tarde, haciéndola gozar como lo hice yo y además haciéndola asombrarse nuevamente de mi inagotable energía sexual. Y aparte de recibirla a ella recibiría de parte de la policía la agradable noticia de que habían hallado el coche en buen estado, sin daños, y de que lo podría recoger en la comisaría a cambio de firmar un recibo. Pensé en coger un taxi e ir a mi casa, hacer la confrontación en grande y con Nina presente, pero otra vez me aguanté. No podía. La sola idea de hacerle daño, de causarle un trauma, incluso volverla irremediablemente loca, me hizo desistir. Y sin ella no tendría sentido la confrontación, pues ¿quién sino ella podría juzgar cuál de los dos era el yo de verdad? ¿Y si juzgaba mal? ¿Y si el falso, el impostor, resultaba ser yo? No, no podía ser. Tendría que haber otra solución.
La había. Terrible, eso sí, pero la había. Bebiéndome otra botella del mismo vino malo y caro del depósito particular del recepcionista nocturno me la fui ideando. Parecía que yo, el yo de la casa y el balcón, no me percataba de mi entrada cuando estaba bebiendo mi copita en el balcón a las seis o seis y media de la tarde, y la verdad es que esa hora y esa tranquilidad siempre había sido algo casi sagrado para mí. Y por eso sería el momento perfecto para cometer la única solución posible. Y digo cometer, porque hay soluciones así, que no se eligen ni se producen sino que se cometen.

Al otro día me levanté decidido, casi contento, con esa satisfacción que produce el saber que una situación insoportable va a acabar. Desayuné en un café, di vueltas por la ciudad, descansé durante la tarde en un parque lleno de gente feliz hasta que me pareció ser la hora. En realidad me había ido acercando de a poco a la casa, a mi casa, de modo que a la hora de la ginebra ya estaba prácticamente allí. Un rato antes había llamado, por si acaso, a Nina para asegurarme de que no estaba en mi casa, conmigo, y, efectivamente no, estaba en su casa, y me recordó que nos veríamos unas horas más tarde. "Sí", pensé, "sí que nos veremos". Al subir la escalera hasta mi casa pensé en la posibilidad de que no estuviera, pero confié, yo conocía mis costumbres. ¿Quién si no?

Y así era. Al entrar en el apartamente pude vislumbrarme en el balcón, copa en mano, cigarrillo encendido. Fui a la cocina, donde también guardo las herramientas, y dudé un momento entre un cuchillo y el martillo, pero opté por el cuchillo, más silencioso, más discreto, más apto para los ajustes de cuentas. Cogí el más afilado, un cuchillo de filetear de hoja muy fina y delgada, perfecta para ahondar en un cuello, una nuca, la cerviz. Antes de salir de la cocina me asusté, porque oí mis pasos en la sala, cosa que no me gustó, porque no quería una lucha ni una confrontación abierta, sino solo el placer de matarme de una cuchillada sin que ese yo me percatara de nada más que de aquello, la oscuridad, la noche perenne, el gran sueño. Pero al oír los primeros compases de mi disco favorito me di cuenta de que simplemente había entrado en la sala para poner música, y al asomarme me vi otra vez sentado en el balcón. En silencio crucé la sala, salí al balcón, él -yo- no me percaté de nada, yo ya estaba a mis espaldas, y en ese momento, de pie ahí, con el cuchillo a la distancia justa de su cuello, mi nuca, como para poderme matar de un solo movimiento, me detuve, comprendiendo que ese hombre feliz y sonriente y despreocupado nunca podría verme, que yo podría matarlo sin que él se percatara, sí, sin que se supiera muerto y mucho menos por quién, y entonces lloré, lloré por mí, condenado a la soledad, y por él también, por mí también, por saber que él no me conocería nunca, no sabría jamás que yo también existía, que yo también amaba a Nina y le hacía el amor, que yo era él y él yo, pero que nunca volveríamos a unirnos, separados eternamente por su ceguera o por la mía o por el mundo, yo qué sabía y qué sé, y entonces opté por la única solución humana cuando no hay más opción que la muerte o la eliminación: me eliminé, no física y espectacularmente hundiéndome el cuchillo o tirándome del balcón hacia la plácida tarde, sino retirándome tranquilamente, dejando el cuchillo en su lugar en la cocina y la tarjeta de crédito y algunos otros documentos relevantes en una mesa, cerrando por última vez mi puerta, no de un portazo sino en silencio y con tristeza.

Bajé la escalera y salí a la calle y a la tarde ya casi hecha noche y a la certeza definitiva de que ya yo no era yo, de que el único yo desde entonces en adelante era aquel hombre contento sentado ahí arriba con su copita y su cigarro y su teléfono para llamar a su amada, un hombre común y corriente y feliz que tal vez miraría un momento hacia la casi oscuridad de la calle y hacia la figura de otro hombre tan parecido y distinto a él, a mí, alejándose de esa casa y entrando cada vez más en la plácida tarde ya hecha noche.

 

jan gustafsson 350Jan Gustafsson
Infancia y juventud en un pueblo al norte de Copenhague. Inicia estudios de filología hispánica en la Universidad de Copenhague, realizando durante este tiempo viajes a España y América Latina, incluyendo una estancia de varios meses en Lima en 1980. Tras graduarse en 1983, se traslada a La Habana, Cuba, donde vivirá por cerca de cinco años, experiencia que será fundamental para su vida en lo personal y lo profesional. Tras su regreso a Dinamarca se desempeña como profesor de lengua y cultura hispánicas en distintas universidades, a la vez realiza algunas traducciones y empieza a escribir por cuenta propia. Desde 1995 inicia estudios de doctorado, y desde este momento –para bien y para mal– ocupa la mayor parte de su tiempo en la academia. Desde 1999, es profesor-investigador de la Copenhagen Business School y desde 2012 de la Universidad de Copenhague. Intenta, desde hace un par de años volver a combinar el trabajo académico con la expresión literaria. Está casado y tiene cuatro hijos. Traducciones: Tag mit liv (Arráncame la vida), Angeles Mastretta, Tiden 1988, En beskidt lille krig (No habrá más penas ni olvido), Osvaldo Soriano, Tiden 1990, Et hjerte så hvidt (Corazón tan blanco), Javier Marías, Gyldendal 1993, Følelsesmennesket (El hombre sentimental), Javier Marías, Gyldendal 1994. Novelas: Havana Moon, Cicero, 1992, Sommerfuglens skrig (El grito de la mariposa), Cicero 1993. Producción académica: Artículos y antologías dentro de diferentes temáticas, incluyendo semiótica, teoría cultural, estudios culturales y otros. La mayor parte de esta producción tiene enfoque, además, en temas latinoamericanos. Temáticas relacionadas con la utopía como fenómeno teórico y empírico ha sido central en los últimos años.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Jan Gustafsson. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de jan Gustafsson. Foto Jan Gustafsson © Lorenzohernandez.

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