Ella cruza corriendo y, cuando se le tomó la foto, sus pies no tocaban el suelo: la joven parece entonces levitar a escasos centímetros del asfalto, lo cual le da un aspecto de liviandad extrema. Entre el ángulo de sus piernas pasan los círculos blancos que delimitan el paso peatonal por el lado derecho. Por el movimiento de la carrera, pies y piernas han salido levemente borrosos pero lo que sí sobresale nítidamente es su perfil, el resto del cuerpo y la maleta.
La joven lleva el pelo recogido atrás pero suelto en la nuca. Es un peinado que descubre las sienes y la frente y permite que el perfil se delinee sobre el primer piso del edificio de viviendas. Es un perfil muy regular, joven y voluntarioso (quizá por la forma de la barbilla). Ella lleva un abrigo oscuro con capucha y cinturón y a pesar de lo grueso del abrigo, se la ve delgada. Me olvidé decir que lleva medias oscuras y zapatos de taco bajo, con suelas gruesas. Con la mano derecha –una mano sin guante mientras la mano izquierda sí lo lleva– carga una maleta larga y estrecha, de forma poco usual. Parece un estuche para instrumento de música. Dada la forma no creo que sea para guitarra, ni chelo, porque no podría correr, sino más bien para clarinete, aunque, en este caso, me parezca muy grande el estuche… Un violín, quizás.
El cuerpo de la joven oculta el brazo izquierdo, ya que sólo se ve su perfil derecho pero, sí, se nota la mano enguantada; esta única parte superior de su cuerpo no ha salido muy bien y es difícil saber si lleva una hoja, un sobre blanco o si aquella mancha clara es el humo del segundo carro que arranca (aunque lo dudo porque el humo nunca sale cuadrado de los tubos de escape).
El fotógrafo la ha tomado en pleno impulso, en plena carrera, pero la velocidad sólo se nota en el abrigo que flota apenas y en el movimiento de las piernas; en cambio, a pesar de su aparente celeridad, su cabello sigue perfectamente peinado, lo cual añade a su perfil, de por sí hermoso, una imagen de pulcritud.
La joven parece concentrada como si toda su atención estuviera puesta en este único acto de correr, quizá porque se acerca un auto que no entra en el campo de la foto, y entonces ella se apura para alcanzar la otra vereda o quizá corra simplemente porque se atrasó.
Me gusta pensar que forma parte de una orquesta, tal vez la orquesta sinfónica, y que corre para un ensayo o que simplemente estudia en el Conservatorio y corre para no llegar tarde a clases. Me enternecen su apuro, su angustia por llegar a tiempo. Me conmueve su juventud eterna. Pero más aún me conmueven sus zapatos de suela gruesa que hacen contrapeso, junto con la maleta, a su liviandad; son zapatos que se parecen demasiado a aquellos que llevaban las mujeres en esos años de guerra que recién terminaban cuando le tomaron la foto. Mi madre también, en una foto de aquella época, llevaba el mismo modelo de zapatos y yo siempre sentía, al ver sus pies en la foto, una especie de ternura triste. Quizá porque no encajaban con la juventud y la delgadez de su cuerpo, con el conjunto sastre, con la sonrisa tímida que afloraba en sus ojos, quizá porque hacían de ella un ser demasiado terrenal, pegándola a la tierra con todo el peso de sus gruesas suelas de goma.
En la foto, si omitimos los dos autos que se alejan por la izquierda, la ausencia de tráfico aumenta la soledad de la silueta apurada, vuelve más insólito su movimiento detenido en medio de la pista, esa presencia veloz inconclusa que la propulsa hacia el fondo como si estuviese a punto de internarse en él y borrar así su propia imagen.
La miro y me pregunto quién es. Tendrá unos dieciocho años y, a pesar de la postguerra reciente, nada en ella (salvo los zapatos) alude a penas o privaciones, como si hubiese cruzado aquellos años de pesadilla bélica sin darse cuenta, con el mismo paso apurado, para alcanzar cuanto antes la otra orilla, esta zona liberada donde la esperan, más allá de la foto, siempre bien vestida y seria, hermosa y huidiza, con algo apenas perceptible de angustia en el cuerpo y el rostro. Dos pasos más y no habríamos sabido de su existencia, habría cruzado y escapado al lente, retomando un paso sosegado para incorporarse al olvido. ¿Adónde iba? ¿Dónde vivía? ¿Quién la estaría esperando? ¿Quién la amó? La foto la ha inmovilizado en un movimiento eterno, en un instante eterno. Tendrá eternamente los dieciocho años que le atribuyo, tendrá eternamente este impulso vital que la levanta en su carrera grácil por encima del asfalto, por encima del invierno, por encima del tiempo y del olvido.
Me pregunto si la mujer que habrá sido después se vio alguna vez, si hojeó alguna vez un álbum de fotos de Doisneau o vio una exposición suya y se reconoció, corriendo con su maleta/estuche por los Campos Elíseos en aquel invierno de 1946. Y si se vio ¿qué sintió? ¿Quién era ella cuando se vio? ¿Había aún en ella aquella fineza, aquella seriedad, aquella fuerza vital que la hizo correr aquel día? ¿Recordó aquel momento y el porqué de su carrera y si pesaba o no la maleta y si tenía frío o no a pesar del abrigo? ¿Qué siente uno al ver, años después, su imagen detenida en un tiempo que no había escogido, que era un simple momento de un día cualquiera, pero que un fotógrafo volvió eterno y que nos devuelve entonces a la conciencia de lo que fuimos sin saberlo? ¿Qué siente uno cuando, sin que se lo espere, se le echa en plena cara el fantasma de sus dieciocho lejanos años, vistos de perfil y en un París desierto, cuando ya se le había ido el recuerdo de aquel día? ¿Gratitud o rabia o pena por la fulgurante visión, por la desgarradora conciencia de lo perdido?
No es lo mismo que posar para una foto con la conciencia de tener dieciocho años y posar para rescatarlos de un futuro olvido, para más tarde, para siempre, para no olvidarnos que algún día tuvimos dieciocho años en aquel sitio, con aquellos amigos, o solo, pero aceptando plenamente la idea de detenernos en esa edad, en ese momento, como prueba de lo que fuimos a conciencia. Entonces estamos preparados para vernos, nos conocemos y reconocemos y, por lo tanto, nos aceptamos con la debida nostalgia.
Porque las fotos son la prueba tangible de nuestra nostalgia, por eso siempre duelen, pero duelen con esa suavidad tranquilizadora de lo eterno. Y es por esa suavidad que, a pesar del dolor, regresamos una y otra vez a ellas; nos confortan en lo que fuimos, nos consuelan de los que somos, son ese bálsamo amargo, testigo de un pasado que perdió su derecho a la felicidad simplemente porque ya no existe sino en nuestra memoria, o petrificado en la periferia de nuestra conciencia o estampado en una foto, pero del que necesitamos convencernos de que alguna vez existió.
Miro la foto de la joven desconocida de los Campos Elíseos y me conmueve el saber que seguirá suspendida en un tiempo que nos la ofrece corriendo eternamente para una cita perdida de antemano, siento pena por ella, siento nostalgia por su juventud como si fuese la mía corriendo para escapar del tiempo. Preferiría saber que no envejeció y que se quedó definitivamente hermosa, esbelta y seria, cruzando los Campos Elíseos aquel invierno de 1946 ante el lente tierno de Robert Doisneau.
Christiane Félip Vidal
Francia (1950). Ha publicado las novelas El canto de los ahogados (2012) y El silencio de la estrella (2015). También es autora del libro de relatos Descuentos (2004) y del bestiario refranero Soltando gallos (2012). Es coautora, junto con Cucha del Águila, de la antología Basta, 100 mujeres contra la violencia de género (2012). Relatos suyos han sido publicados en diversas antologías hispanoamericanas. Su segunda novela ha sido traducida al francés.
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El relato "Champs-Elysées - 1946" enviado a Aurora Boreal® por Christiane Félip Vidal. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Christiane Félip Vidal. Foto Christiane Félip Vidal© Inti Vidal. Foto carátulas libros © cortesía Inti Vidal. Foto Christiane Félip Vidal© Robert Doisneau.