Gastón el bibliófago

vivian jiménez 250Sería injusto decir que Gastón es un bibliófago. Si consideramos que así les llaman a los insectos que se alimentan de papel, que reducen a trizas los libros, sin importar la calidad ni antigüedad, Gastón no lo es.
En uno de sus textos Claudio Magris cuenta que un hombre, durante la guerra civil española, huyendo de la violencia y las amenazas, se escondió durante meses entre los libros abandonados de la muy dañada Biblioteca de Madrid. Magris imaginaba a aquel hombre saliendo en las noches, arriesgándose para buscar comida y luego regresar veloz a los anaqueles más seguros. Quizá usaba algún libro como plato y arrancaba las hojas de otro para envolver los restos que desprendieran olores comprometedores, aunque los alimentos podridos en la guerra, jamás superan el olor de la sangre.
Me lo imaginé protegiéndose entre paredes enciclopédicas, haciendo almohadas de sinónimos y antónimos para intentar equilibrar su incertidumbre. Los libros salvaban a ese hombre en riesgo, a un solo hombre que Magris no pudo olvidar y llamó bibliófago. Más o menos así me supuse a Gastón.
La primera noche de visita en Miami, llegó a buscarme mi gran amiga. Después de un abrazo prolongado como la cantidad de años que estuvimos sin vernos, no supimos qué decir, qué proponer ni qué preguntar. El abrazo se lo había llevado todo. Finalmente, nos rescató el timbre de su teléfono, y aunque no lo atendió, la encaminó a una propuesta, visitar la Cinemateca. Ante situaciones que no sabíamos controlar, mi amiga siempre fue así, tomaba la iniciativa lanzando lo primero que se le ocurría.

Ella sabía que el cine era una alternativa que me hubiese interesado, pero ese día se equivocó. Su carga de trabajo en la Clínica (graduada de medicina en Miami y antes de filología en La Habana) y la emoción del reencuentro no le permitieron dar un buen diagnóstico sobre mi estado. Le recordé las más de catorce horas de vuelo que tuve más las de diferencia de horario. Una sala de cine a oscuras, en lugar de ayudar a retomar un acercamiento, hubiese complacido a mis alteradas horas de sueño. Mi propósito era pasear por la ciudad junto a ella. Si bien Miami no es un lugar para disfrutar caminando durante horas, al menos podría conocer, rozar y oler sitios que me mostraran la ciudad más famosa en Cuba.
La mejor alternativa fue visitar una librería en Coral Gables. Pretendía encontrar libros en español, lo deseaba con todas mis fuerzas. Por vivir mucho tiempo en un país de lengua diferente, donde conseguirlos, tocarlos, elegirlos, rechazarlos, hojearlos, saber que están, es imposible, exalta ahora mis emociones.
La librería a la que llegamos fue diseñada para esa noche. Contaba con un cafetín y un salón para las presentaciones (esa noche una actriz de telenovelas presentaba un libro de crecimiento personal). Tenía además un patio con jardín que convirtieron acertadamente en restaurante. Pero, sobre todo, disponía de muchos anaqueles a reventar de libros.
Cuando me encuentro alguna librería o biblioteca luciendo su enorme cargamento de libros, me entristece recordar la Biblioteca de Alejandría, de la vivianJiménez 350Alejandría de hoy. Un espacio enorme que mira cómplice al Mediterráneo, del que guarda en secreto las memorias durmientes echadas en sus profundidades; donde símbolos como la flor de loto crecen en enormes columnas; con una estatua de Ramsés y un busto de Alejandro Magno custodiando sus exteriores; con grandes salones de exposiciones y museos tan importantes como el de la Caligrafía Árabe; con muchas salas abiertas para el estudio y las consultas. Pero también, un lugar donde sus anaqueles lloran la ausencia de libros, grandes autores no ocupan lugares merecidos. La mirada curiosa tropieza con vacíos imperdonables, rueda por las escaleras y salta hasta depositar su decepción en el mar. Si esto ocurre en otra biblioteca o librería, tal carencia no nos llevaría más que a cuestionamientos sin importancia. Sin embargo, la Biblioteca de Alejandría tiene otra responsabilidad, una responsabilidad histórica, que no le permite ofrecerse famélica ante el mundo.
Las mesas del restaurante se ubicaban unas próximas a otras, a esas horas casi todas ocupadas. La nuestra estaba cerca del jardín. Esa noche se reunían todas las condiciones para que no creyéramos en la existencia de algo mejor. El café y el té siempre se han llevado bien con los libros, sin hablar de su hermano mayor, el vino, que no tardó en llegar. Nos encontrábamos en un lugar donde se podían satisfacer necesidades básicas del cuerpo y del espíritu. Y en ese orden decidimos proceder.
La buena coincidencia de compartir la noche con visitantes de diferentes países, permitió que pudiéramos escuchar idiomas pululando de una mesa a otra. La convergencia de varios idiomas me refuerza la sensación de rompimiento y de vastedad. Mis fronteras y controles racionales desaparecen, me burlo de cualquier tentativa de sometimiento intelectual. En la mesa de al lado se tomaban el mismo vino y comían el mismo queso, pero desde un movimiento de lengua distinto. Podíamos pasar de un idioma a otro en instantes; apostar por el significado de una palabra suelta esperando que alguna persona la hiciera suya; disfrutar de los chasquidos o del enredo de sonidos; consentir los movimientos extraños de labios, parejas de vocablos que podían traducirse en una frase entera para mí. En ese momento no se teme a la lengua, se hace de ella una cómplice, se le deja atravesar nuestro oscuro silencio. Pasa de ser un engorroso canal de encriptaciones, a un espacio lúdico en el que pequeños sonidos se van cargando de intenciones y significados, para luego unirse y concebir la palabra.
Cada mesa representaba un punto geográfico distinto, se podía recorrer el mundo sin artificios. Bastaban el cuerpo y los sentidos. Ni tierra ni mar se imponían de por medio, ni eran capaces de alejar. Aquel mapamundi era un lugar de trueque y de relaciones, como en los viejos tiempos.
En la boca las lenguas se encuentran, se ajustan, ninguna quiere alejarse de la otra, ni se asustan. A veces corren el riesgo de ahogarse y creen perderse, pero se aferran y se salvan. Luego al abandonarse se van con la sensación húmeda de que algo queda en el otro, sin importar el dominio alcanzado por la lengua. De ese modo se acoplan en mí los sonidos de otro idioma. Un espectáculo de músculos asumiendo posiciones nuevas. Se diluyen el miedo y las defensas ante la lengua desconocida. Un juego de los sentidos en el que mientras unos abrazan lo ajeno, otros esperan celosos.
Mi primera salida en Miami transcurría frente a una botella de vino francés y una tabla de quesos. Noche fresca de noviembre, lejos del vapor del verano y de la obsesión permanente por el aire acondicionado. La decoración estaba garantizada por el jardín y por los miles de libros que luego visitaríamos.
Con el mesero hicimos buena relación desde el principio. A eso favoreció el comentario un tanto confuso de mi amiga, de que yo trabajaba en la metrópoli del Imperio Otomano. Este hombre que tenía gran destreza con las copas, las botellas y las bandejas, la tenía también con la palabra, había entendido perfectamente. Era guía de turismo y a Estambul había llevado varios grupos. Cada vez que se acercaba a nuestra mesa, insistía en lo importante que era visitar ‘la única ciudad del mundo que pertenece a dos continentes, Europa y Asia’. Tan bueno era que convenció a mi amiga, no para que pidiera otra botella, ni siquiera para que imaginara un viaje a la antigua Constantinopla –ella no hubiese tenido tiempo-, sino para que hiciera un crucero por el Caribe.
La noche avanzaba presurosa para quienes como nosotras no habían podido tener una conversación con hilaridad. Lo que alcanzábamos a decir, llegaba sin comas ni puntos, mucho menos con guiones. Las únicas pausas la imponían las uvas, el queso, el vino, y las interrupciones del mesero-guía para puntualizar detalles del viaje en el crucero, sin olvidar alguna anécdota de su última visita a Estambul.
Vimos cómo fueron marchándose los visitantes, nosotras no sabíamos cuándo acabar. Llegó el momento en que, además de nuestra mesa, sólo otra seguía ocupada. Se mezclaban las últimas gotas del Bordeaux Chateau du Pin y del pasado común en las copas que mi amiga y yo sosteníamos aferradas, como si pudiéramos lograr que lo dicho se quedase para siempre en ellas. Todo se vaciaba. Después de más de veinte años sin vernos, necesitábamos liberarnos del estancamiento que producen algunos recuerdos, ciertos recuerdos frágiles que nos llenan de quimeras engañosas. Era el buen momento para limpiar la memoria y dejar sólo a los viejos amigos, los amores en la universidad, el chancleteo por el Malecón, aquellos libros que pasaban por nuestras manos presentándonos a autores prohibidos; la Habana, aquella Habana de noche… Ella tenía una memoria excelente para recordar detalles. Escucharle fue como ver una película en la mejor cinemateca del mundo sin que afectara el cansancio ni me dieran ganas de dormir.
vivianJiménez 351En nuestra conversación por mucho que acercamos nuestros labios para que las palabras recorrieran el menor tramo posible, sólo lográbamos enlentecernos. Las chispas de saliva saltaban incendiando historias. Lo más difícil fue recordar la última madrugada que nos vimos, del otro lado del mar. Nunca le conté que mientras no supe de ella, seguía yendo a ese lugar de la costa del que había partido. El mar se convirtió en mi peor enemigo. Busqué la belleza dentro de mi angustia, adornándola de metáforas y colores, pero la realidad era que tanta gente viajando en una lancha multiplicaba los riesgos de no sobrevivir. El salitre y el sol lastimaron por días mis labios, aun así no soltaba los versos de Szymborska, …es hermosa esa seguridad, pero la inseguridad es más hermosa 1. Cuando por fin supe que mi amiga había llegado, desbaraté con gusto las flores que estuve a punto de entregar al mar.
El silencio de la noche se aproximaba veloz, queriendo ganar la batalla a nuestra tertulia. Esta vez no entonamos viejas canciones, pero la lluvia de versos fue inevitable, tanto como la que luego cayó del cielo apresurando nuestro final. No pude evitar deslizarme hasta el cuello de mi amiga y perderme nuevamente en un abrazo. Mientras disfrutaba su olor, vi salir de entre la jardinera, con paso ágil y confiado, a una enorme rata.
A pesar de que había alguna distancia entre el animal y nosotras, lo pudimos ver claramente. No era un pequeño mus, temeroso, que había extraviado el camino de regreso a su cueva. Era una rata grande, gorda, de cola larga. No había en ella ningún asomo de miedo. La vimos buscar y reunir comida, y después esconderse en el jardín. Luego salió de nuevo, anduvo un tramo largo, recogió más comida y volvió a perderse. Una vez más, y otra, hasta que desapareció.
El mesero, que escuchó alguna expresión nuestra en un tono más alto, se apresuró a traer la cuenta que le habíamos pedido. Aún en nuestro asombro le comentamos acerca de la rata desinhibida que vimos salir del jardín. Y como un guía turístico frente a visitantes ignotos, nos presentó el tesoro del lugar: ¡No es una rata, es Gastón!
Desde el paraíso lingüístico de mi mente creí entender la broma. Supuse que había dicho garzón, muy propio para el contexto. ¿Dijiste Garzón? Y repitió sonriente: ¡No, Gastón, Gastón! Es nuestra mascota, no molesta ni sale cuando hay muchas personas. El mesero-guía nos fue dando detalles de la vida social del animal, sus gustos, su horario de comer, de pasear. Quedamos convencidas de que conocía perfectamente a su inusual mascota. Además, como una confesión nos dijo que Gastón contaba con el respeto de los otros meseros, tenía más antigüedad en el lugar que la mayoría de ellos. Le preguntamos por la seguridad de los libros, si no estaban en peligro de ser dañados. Respondió, con un gesto de brazos que abarcaba todo el lugar y negando con la cabeza, que Gastón sólo buscaba comida y luego se iba a proteger escondiéndose de los incomprensivos.
La lluvia inesperada impidió seguir escuchando. Terminamos de pagar, no sé si al mesero o al guía turístico, sumergidas en el ominoso mundo de la duda. El final de la historia coincidió con el momento de pasar a la librería, faltaba poco para el cierre. El mar de libros nos engulló.
Luego de transitar por autores y títulos, y escoger los que me interesaban, fui directo a la parte de los libros más antiguos. ¡A solas con tomos de obras valiosas! Libros que me hubiese gustado hojear toda la noche si lograba quedarme y nadie se acordara de mí. Suponer que Gastón podía encontrarse en cualquier sitio, dispuesto a defender el entorno donde era protegido, inhibía mis deseos, pero el olor del papel viejo me atraía con fuerza, me hacía olvidar cualquier temor. Como era un rincón apartado me sentí con la libertad de disfrutar mi privacidad. Tenía la esperanza de pasar inadvertida, incluso con la ayuda de mi amiga. Impondría mi satisfacción por encima del miedo a violar las normas del buen comportamiento.
Acerqué algunos libros para olerlos mejor, mi nariz disfrutaba perdida entre las hojas amarillentas de algunos. Prefería los más voluminosos, guardan mejor su intimidad entre las cientos de páginas apretadas. Dejé correr por mi rostro los de cubierta más rugosa. El placer del olor inquietaba mi paladar, el roce cerraba mis ojos. Mis dedos prolongaban las incrustaciones doradas. Mi pecho, obedeciendo un mandato involuntario, se incrustó contra los libros de tapa más dura. No creía que Gastón fuera capaz de resistirse. El mesero-guía, mentía.
El aroma de un libro pequeño me recordó el mar. Sin revisar el título lo escondí debajo de mi blusa, encima de mi ombligo. Inmediatamente comencé a sudar, sentí cómo el salitre ascendía por mi cuerpo hasta marchitar mi garganta. Me pedía flotar con él durante una larga travesía que me permitiera secar todos los pies mojados. Un sonido a lo lejos interrumpió mi propósito. Podría ser Gastón que aparecía celoso. Revisé algunos libros cercanos buscando un mordisco o una lastimadura de uñas que lo delataran; nada, todo en orden. Continuó el sonido, cada vez más cercano. Era el taconeo exagerado de mi amiga al caminar. Venía por mí antes que nos pidieran salir de la librería.
¿Te quieres robar un libro? La pregunta me empujó lejos de ella. ¿Tendría que explicarle que no, que no quería llevarme el libro oculto, sino que estaban pasando otras cosas en mí? Tanto tiempo de separación impedía que acertáramos en detalles que unen a dos para siempre. Las ausencias se hacen presente a través de lo que cambian. Me di cuenta que pedir su complicidad para quedarme, sería fútil. Saqué el libro que había puesto debajo de mi blusa, le respondí que sí quería llevármelo, y lo devolví al primer espacio vacío que vi en el anaquel.
De regreso, mi amiga conducía. No sabíamos aún dónde pasar la noche. ¿Por qué miras tanto hacia atrás? Entonces vi sus ojos vidriosos por el alcohol. Me gusta mirar la hilera de luces de los coches, mentí. Debía decirle que era la mejor postura para pensar en Gastón. Me incomodaba ser capaz de imaginarlo entre los destrozos suculentos que pudiese cometer cada noche. Quizá al igual que el hombre de Magris, usaba la librería como paredes que lo protegían del peligro y lo cubrían de la intemperie. Para él la oscuridad podría convertirse también en una amenaza de muerte.
Llegamos a una habitación de cama redonda, o tal vez el cansancio y la ensoñación hacían círculos en mi cabeza. Pude sentir cómo mi amiga empezaba a contar los botones de mi blusa, emprendiendo un recorrido infinito. A esas horas Gastón, el verdadero dueño de la librería, estaba solo, buscando comida. No tardaría mucho en regresar veloz a los anaqueles más seguros. No usaba libros como platos ni cogía sus hojas para envolver restos de alimentos que pudieran delatarle. Se lo comía todo, pero los libros no. Tal vez, una noche de esas conoció al libro que olía a mar, o tropezó con el ejemplar de Magris para convencerse de lo útiles que son los libros en la guerra, cualquier guerra que esté por comenzar.

1. Szymborska Wislawa. Amor a primera vista

 

 

vivian jiménez 350Vivian Jiménez
Cuba, 1968. De nacionalidad cubana y española. Licenciada en Psicología, Universidad de La Habana (1991). Ha publicado dos novelas: La columna que dibujaste dentro de mí (2003), Premio Letra Erecta, traducida al alemán, y Las ciudades de tu cuerpo (2007). Ha colaborado en varios medios digitales e impresos en Venezuela, Perú, Ecuador y México. Ha residido por largos períodos en Venezuela, Perú, México, España y Egipto. Actualmente reside en Estambul.

 

"Gastón el bibliófago" enviado a Aurora Boreal® por Vivian Jiménez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Vivian Jiménez. Foto Vivian Jiménez. © Toño Labra. Carátula de las novelas cortesía © Vivian Jiménez.

 

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