Rosa sepulcral de nieve - La muerte de Robert Walser.

noel olivares 250Nochebuena de 1956 en Appenzell-Ausserrhoden, en el asilo de alienados de Herisau, Suiza. La sopa está servida y el asado humea en el gran comedor comunal. Los pacientes, correctamente sentados, esperan la señal del comienzo de la cena especial en compañía de la regidora frau Kanz y el doctor de guardia, señor Krauwenberg.
El poeta Robert Walser, viejo residente, aparece en último lugar con signos de cansancio en el rostro y las pupilas vidriosas. Por lo demás, viste su habitual traje gris marengo gastado por el uso con la dignidad de un rey y sin menoscabo de la labor de zapa que tiende la zarpa del tiempo.
A través de los gruesos ventanales no se percibe la intensa nevada cayendo copiosamente sobre la tierra esponjosa, sobre el bosque dormido, sobre los sólidos muros de la institución psiquiátrica como una noche más del largo y furibundo invierno en el apogeo de su interacción.
Tras la cena en silencio, el poeta se sienta junto al fuego y parece abstraído ante el baile de las llamas con mil reminiscencias fantásticas, rostros desaparecidos y familiares, amores esbozados y abortados, almas mezquinas con su veneno ya apagado, seres nobles congelados en la niebla de la edad, el poeta niño transportado en un sueño de encantamiento, el poeta joven convertido en un vagabundo con poder divino, desde las cárceles de las oficinas a las mazmorras de hospital, un alegre caminante por bosques y prados empapado de lluvia primaveral, abrazado a su cuaderno día y noche en la soledad de hosterías de paso, de la mano de quimeras ardientes desvanecidas en el aire febril de las tormentas, en la electricidad mayestática de rebeldías desesperadas de seres imposibles, disueltos por la campanilla del tiempo, fascinación y enamoramiento, decepción y fracasos, enfermedades del alma desbocada, muerte y resurrección.
El poeta intuye que la nieve continúa pertinaz, lo sepulta todo en miríadas de copos pero no puede sepultar su sueño del día siguiente: el paseo por el prado al otro lado de la pequeña aldea.

Y finalmente, tras su ensoñación principesca y poética, se retira a su lecho, donde le espera una noche intranquila, apesadumbrada por misteriosas razones que no viene al caso desmenuzar.
De madrugada, de un agitado sueño despierta con sofoco y toma el vaso de agua que yace sobre la mesilla, tratando de volver a dormir.
Y una estampa del pasado le transporta a la imagen de niño cuando la Nochebuena era una fiesta con toda la familia embriagada del calor de la inocencia y la fantasía, del misterio y la magia de seres encantados que traían regalos y buenos deseos, las caricias y abrazos, los besos mendigos de todo un año de austeridad.
Y rememora sus pasos en la oscuridad, el crecimiento y la pérdida, el vacío, la desorientación, las ocupaciones, la búsqueda del propio ser. Actor, oficinista, empleado, criado, vagabundo y esos mundos que brotarán fulgurantes de su pluma.
Amanece y una campanilla llama para el desayuno. El poeta permanece un instante con la cabeza apoyada en la almohada y siente la humedad en la tela de una lágrima furtiva única e insospechada. Hoy es día de Navidad y dará su paseo habitual después del almuerzo, solo que sin compañía. Su compañero de los últimos años no podrá acudir por la enfermedad de su perro y él, el poeta, saldrá solo con su sombra.
A media mañana, por la ventana del baño otea el camino que adivina como una línea blanca y gris confundida en el horizonte neblinoso. Las siluetas de los árboles nevados son fantasmas cuyos bultos inmóviles van desapareciendo en un blanco creciente.
Así y todo no está dispuesto a renunciar al paseo, su regalo del día, su poema de integración con la naturaleza.
A mediodía apenas come, y ve el rostro de su hermano Karl amoroso, señalándole un camino que termina en una hondonada donde un ángel se sienta para orientar al caminante.
Sin acabar el plato toma directamente el postre dulce, coge el sombrero y emprende su caminata. La nieve hizo un alto breve con lo que incita al paseante en su determinación de avanzar. No se ve un alma en los alrededores. Y la figura delgada del poeta con su traje oscuro pone una nota de color en el paisaje nevado. Sus huellas van quedando en el manto de nieve pero pronto empiezan a borrarse a medida que aumenta de nuevo la precipitación de los copos nevados como pétalos de flores blancas.
El poeta asciende penosamente un trecho no demasiado largo hasta llegar a un montículo, fácil en apariencia. Desde allí, donde por experiencia sabe que existe una cumbre, la figura frágil se vuelve insegura mientras arrecia un espeso desprendimiento de partículas fantásticas volviendo el aire lento y duro.
Fallan las fuerzas y el camino se oscurece, el cielo se confunde con la tierra y los pasos rebotan en un espejo negro perdiendo pie. No hay lugar donde aferrarse sino una repentina pendiente y las piernas no sostienen ya.
El corazón parece atravesado por un rayo.
Y el cuerpo tropieza, torpe y cansado, urgiendo a su avanzadilla una orden de alto sin obedecer.
Y cae.
Rueda sobre la nieve, ovillado, en la contracción del dolor, en la impotencia del control abandonado, yerto.
El sombrero vuela en dirección opuesta, el poeta no puede levantarse. La nieve se abate sobre su rostro y su cabeza desnuda, sobre su cuerpo inmóvil como un árbol sin viento.
No hay testigos salvo la nieve que le abriga y construye su mortaja en forma de rosa, salvo los árboles cubiertos de blanco con densas lágrimas nevadas.
El poeta ha muerto dulcemente durante el último paseo.
Y ante la presencia majestuosa del cuerpo del paseante detenido la nieve deja de caer. Detiene su paso ante la llegada igualmente majestuosa de una señora blanca.
Los cuentos arden en la chimenea de los hogares el día de Navidad.
Y en la aldea unos niños dan la voz de alarma, corren temerosos a ver la imagen extraña del caído caminante.
El doctor Krauwenberg acude con un juez al sendero nevado y certifica la muerte del residente.
El mundo es más humilde y más huérfano sin la presencia del poeta y aún ignora cuánto le necesitará.
El poeta, ajeno al frío, continúa el paseo espiritual y susurra a los oídos infantiles una pequeña historia en la desolada noche de invierno.

 

noel olivares 350Noel Olivares
España, 1954. Ha publicado verso y prosa con títulos como Mandolina 10 poemas bilingües (Maná, Berlín, 1992), Favor del cielo y comidilla de difuntos, (Málaga, El árbol de Poe, 1996), Cráneo o flor (El Gato Gris, Valladolid, 2000), Rasgos epigramáticos (Premio Ángel Urrutia, Navarra, 2004) y Tiranía del gozo (Al-Harafish, LPGC 2006), Me amarás cuando esté muerto (Lumen, Barcelona 2001) y ¿Quién soy yo? (Apuntes para una poesía sin autor) (Pre-Textos, Valencia, 2002), ambos coescritos con Leopoldo Mª Panero. Aparece en diversas antologías como Ínsulas encantadas (VVAA. Anroart Ed. LPGC.2005), Poetas canarios en Buenos Aires (La máquina del Tiempo, Buenos Aires 2009), Antología del microrrelato en Canarias, (Anroart, Ed. 2010) y Madrid en los poetas canarios (Puentepalo, LPGC. 2010). Autor de Prosas porosas (Idea,S/C de Tenerife, 2010) y El tapiz estelar (Aforismos para las cuatro estaciones) (Idea, S/C de Tenerife, 2011) así como de Muerte de poeta ( Aurora Boreal® ) 2014 y Fruto furioso (LPGC, 2014) e Historias monumentales (Ed. Idea 2014). Su último libro en imprenta es El levantador de pesas espirituales (Al-Harafish, 2016).

 

"Rosa sepulcral de nieve - La muerte de Robert Walser" enviado a Aurora Boreal® por Noel Olivares. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Noel Olivares. Foto Noel Olivares © Jurema Mosquera Barreiro.

 

 

 

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