Y ahora que los grillos no suenan

santiago:vesag 250Inédito

 

El viento se llevaba el olor de la sal que se pegaba en la piel y se endurecía. En el patio de la choza colgaban dos hamacas, al borde de un arrecife esquelético donde crecían cientos de caracoles bañados una y otra vez por la marea que se abalanzaba sobre ellos. En la noche no se veía mucho más allá del patio: sólo un par de palmeras iluminadas por una única bombilla; más allá, la penumbra escondía el mar y el tronar de las olas.

—Hoy casi no suenan los grillos— dijo la casera mientras yo me desvestía para dormir.

—Será el calor— dije, y pensé que era cierto; el mar apenas traía brisa y la arena se había quedado caliente hasta después del anochecer.

Aquella noche hizo demasiado calor como para dormir. Me revolqué entre las sábanas y conté las salamandras en el techo más veces de las que me puedo acordar, pero no conseguí dormirme: el calor era agobiante y las olas no dejaban de estrellarse ruidosamente contra el arrecife. Decidí salir a caminar con los pies en el agua. La luna se reflejaba en el océano una y otra vez creando una avenida iluminada que iba desde la playa hasta el horizonte.
Entré en otra de las temblorosas casas de madera que sonaban como los espantos cuando la brisa es muy fuerte. Pero hoy no había brisa.

Era la casa de José, un negro alto, ya canoso, que se sentaba en el patio del frente de su casa hasta tarde mirando el mar. Hace dos meses apenas estaba empezando el verano en la playa. Verano, en oposición a la época del año donde el temporal inunda los pisos de las casas y en el pueblo caen peces como llovidos del cielo, y se quedan retorciéndose en las calles hasta que los barren de nuevo al mar o los recogen para el almuerzo. Yo había llegado hasta ese pueblo en una avioneta destartalada, y en una pista de aterrizaje pavimentada en el medio de la selva me había encontrado con él.

Me llevó en una carreta halada por un caballo, bajo el apaleante sol mientras él cantaba vallenatos que hablaban del ron de caña y del mismo sol bajo el cual estábamos siendo arrastrados ahora.

Mi madre había muerto hace poco. Cuando era pequeño, ella me trajo hasta aquí y había quedado encantada con el azul del mar que se difuminaba con el cielo lejos allá en el horizonte. Cuando iba a morir, me pidió que esparciera sus cenizas en mar abierto. Por eso estoy aquí.

—Desde que llegaste hace calor,- me dijo José apenas aparecí bajo la luz del patio.

—¿Y es que desde antes no hacía calor?

—Sí, pero no tanto. Además ahora no suenan los grillos.

La playa estaba en verdadero silencio. Las olas se habían calmado apenas salí de la choza, y los grillos no sonaban.

—Nadie puede dormir con este calor— dijo.

—Es el verano— dije mientras me sentaba en una silla a su lado.

Solo se veía el reflejo de la luna. Cerré los ojos. Se podía probar el sabor de la sal que se quedaba entre las comisuras de los labios.

—No sé por qué a todo el mundo le preocupa que no se oigan los grillos— murmuré como para nadie, como para que el mar me respondiera.

—Porque entonces— respondió haciendo una pequeña pausa, —vienen a gemir las almas de los ahogados en el mar.

No lo creí. En la ciudad no se cree en supersticiones. Mi abuelo era del llano, allá del otro lado de las montañas donde no hay mar, y de pequeño me contaba historias de espantos que se aparecían frente a las puertas y hacían bulla detrás de las ventanas. Pero siempre me parecieron nada más que cuentos ociosos que hacían que la voz trémula de los pequeños se perdiera en la estepa cubierta por las estrellas.

Charlamos hasta que el sueño evaporó lo que quedaba de mi conciencia, así que retorné derrotado a la choza.
Soñé entonces con la carreta de José, el día que me recogió en el aeropuerto. Pero en vez de cantar vallenatos, daba gemidos de angustia, pidiendo socorro mientras su voz disminuía, hasta que quedaba en silencio solo gesticulando con la boca en desesperación.

Desperté con los cantos de la casera que barría el patio en la mañana. Las salamandras que correteaban por el techo en la noche amanecieron muertas en el piso del patio, secas por el calor.

Hacía más calor ese día. Los burros se arrodillaban contra las palmeras buscando algo de sombra. Me quedé en la choza hasta el mediodía, para evadir el calor, que debía haber sabido que era un terrible precursor de lo que se avecinaba, y abanicándome desesperado con un sombrero de paja.

—Las salamandras amanecieron muertas— gesticulé al desayuno.

—Sí, pero esas se mueren a cada rato, y luego vuelven a corretear en el techo. Los grillos saltan a la selva y no vuelven.

Me estaba cansando de oírla quejarse de los grillos.
En la tarde, salí a preguntar por un lanchero que me pudiera adentrar en el mar para lanzar las cenizas de mi madre. Me estaba hartando del calor y en cuanto realizara la tarea me podría ir.

Pasé por la playa y encontré a un par de lancheros, pero me dijeron que con este calor nadie se iba meter a mar abierto, porque se volvían locos.

Sin embargo, creo que si los hubiera escuchado, tal vez no estaría sonando mi voz en vez de la de los grillos.
Sabía que José tenía una lancha, y fui hasta su casa para que me la prestara. La playa al frente de su casa estaba calmada, el mar casi quieto, y José estaba sudando en el patio mirando el mar.

—Tómala a ver si decides por irte— me dijo, más bien en serio. —A ver si se acaba el verano y podemos dejar de oír esos gemidos en la noche.

—¿Hubo gemidos?

—Yo mismo gemí. Me quedé dormido aquí y soñé que me ahogaba; gritaba hasta quedarme sin voz.

—Yo soñé que usted gritaba como si se ahogara.

—Tal vez seas tú el que se ahoga.

Ahora creo que tenía razón.

Tomé la lancha, la empujé hacia el mar y me subí. Me tomó varios minutos encender el motor. Ahora estaba solo, o casi solo, pues José lo único que hacía era verme luchar contra aquella pieza de infernal maquinaría y reírse con jactancia.

El motor por fin encendió. Olía a gasolina quemada. Sonaba como una moledora de café destartalada, y soltaba un humo azul que marcaba el paso de la lancha.

Ya se estaba haciendo tarde. La lancha surcaba la superficie del agua clara hasta fuera de la bahía. El arrecife no estaba muerto allí, y la luz tenue del ocaso se reflejaba en las escamas de los peces de colores debajo de la superficie. Las anémonas fosforescentes iluminaban picadamente el agua, reflejando un vivido atardecer naranja que enceguecía y deslumbraba. Debajo de la superficie, una morena se aventuró a olisquear la madera del bote, pero salió despavorida cuando la turbina del motor se acercó demasiado.

Los caracoles eran más grandes allí. Sobre las partes más altas se veían grandes conchas de colores: rosadas, moradas, rojas, repartidas como piedras preciosas expuestas a la luz sobre una mina submarina.

El sol descendía lento. Ya había superado la bahía y estaba ahora en mar abierto. La marea era baja, lo que era poco común en las noches. Así había sido desde que inició el verano.

Llevaba la urna con las cenizas de mi madre. El crepúsculo se agazapaba y la penumbra se hacía casi total. Encendí la lámpara que se encontraba entre el bote y la puse en la proa. En un momento ya estaba oscuro.

No sé por qué seguí navegando tanto, incluso a sabiendas de que me podía quedar sin gasolina ahí a la mitad de la noche; incluso sabiendo que los grillos en mar abierto no suenan. Los murmullos del mar agitándose con pequeñas olas raspaban el silencio como un lento quejido, susurrado por las corrientes que se movían debajo del bote.

La lámpara iluminaba poco y se notaba una tenue niebla sobre la superficie marina. Era un vapor espectral, causante de las sombras más allá del alcance de la lámpara.

Con la luz de la luna se iluminaba el escenario apenas un poco, sólo se veía el cielo claro lleno de estrellas, y el mar que me movía al pulso de la corriente, empujándome lejos de la playa. Este vapor se hacía más denso. Era como una niebla bochornosa y húmeda que se desprendía de la superficie apaciguada del mar.

Ahora había superado por más de treinta metros el borde exterior de la bahía desde dónde se veía las pequeñas luces de la ciudad como estrellas en el mar. Estaba suficientemente lejos para soltar las cenizas de mi madre, así que detuve la lancha; levanté el jarrón inclinándolo hacia el mar. En ese momento hubo una brisa leve que bamboleó la lancha como una pequeña cuna. Pero había algo más que brisa.

Eran como murmullos, y el aire se hacía opaco a mí alrededor. La niebla iba creciendo y era más caliente cada vez. El vapor de agua se levantaba con siluetas espectrales que se acercaban hacia mí en medio de la noche, mientras se acercaban y la lancha se movía cada vez más. Eran siluetas blancas, y parecían murmurar algo. Los alcanzaba a oír, pero no sabía si los gritos de auxilio y llantos sofocados por aquellos pechos que alguna vez se habían quedado sin vida en medio del mar Caribe venían de mi cabeza o del mar.

Cada vez se podían ver más siluetas acercándose a la lancha. La sacudieron. Al tratar de conseguir equilibrio solté en el océano la urna con las cenizas de mi madre, que se hundió. Los gritos de desesperación me ensordecían; el grito desesperado de un ahogado que reclama “por qué no me salvaste, por qué me dejaste hundir en el abismo hasta allá donde no hay luz ni vida ni esperanza”, allí donde los pulmones pierden lentamente el oxígeno mientras se lucha en vano por patalear.

Los grillos no suenan en medio del mar.

Las almas que propiciaban mi suplicio tumbaron la lancha. La luz de la luna se transformó de repente. No luché. No sé si alguien se volvió a preguntar por mí. De pronto José. De pronto la casera. No importaba igual. Ahora soy una de las almas que atormentan los sueños supersticiosos de la gente del pueblo. Pero nadie oyó mis gritos.
Desde que me fui, los grillos volvieron a sonar.

 

santiago vesga 350Santiago Vesga
Colombia, 1997. En el 2014 emprende el camino hacia la creación literaria con el cuento “Las más refinadas costumbres”, su primer cuento y fundador de una serie inicial de relatos dentro del cual está “Donde caen los presagios”, con el cual le otorgaron la primera mención de honor en la categoría de cuento del IV Concurso de Escrituras Creativas y Talleres de Creación Literaria de la Bibliored de Bogotá. En la actualidad estudia Literatura en la Universidad de los Andes, en Bogotá, Colombia.

 

"Y ahora que los grillos no suenan" enviado a Aurora Boreal® por Santiago Vesga. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Santiago Vesga. Foto Santiago Vesga © Camila Vega.

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