Solos

imagen prostituta chinaWe live, as we dream—alone. . . .
Joseph Conrad

 

En cuanto el chasquido de la llave resonó por el pasillo y las escaleras vacías, el hombre, con las yemas de los dedos, empujó la puerta, tanteó la pared a su derecha, encendió la luz y se volvió a la mujer:

—Pasa. Como si estuvieras en tu propia casa —a ellas siempre había que cederles el paso, no importaba lo que fueran o el país del que vinieran; así le habían enseñado de niño y así debía ser.

La mujer, acostumbrada a entrar en viviendas de extraños, miró a su alrededor sin reparo: el vestíbulo pequeño y su perchero, la cocina a la izquierda, el cuarto de baño a la derecha, otra puerta y su penumbra, que más que miedo le produjo curiosidad. Él entró y, sobre una mesita frente al sofá, encendió una lámpara que dio una luz blanco azulada.

—¡Wooo! —se sorprendía ella; pero no por el salón, los muebles, las cortinas; con lo que le había costado buscar, decidir, elegir, comprar; sino que se sorprendía por lo más natural: las paredes de suelo a techo cubiertas de estantes llenos de libros.

—Esta luz es mejor para leer —aclaró y señaló la lámpara para asegurarse que le entendía—, no hace reflejos sobre el papel —no tenía por qué dar esas explicaciones, pero era esa falta de roce con la gente, y más en su propia casa, y más con una mujer, la obligación de decir algo; además, qué se decía a una de esas mujeres; y encima extranjera; aunque pensándolo bien mejor que fuera extranjera, nadie la conocería, ni ella conocería a nadie.

—¿Leel mucho tú? —la pronunciación entrecortada, la voz que quería ser cálida, subrayaba el exotismo de los ojos rasgados, de la piel leonada; invitaba a cosas ocultas, que no se hacen y si se hacen no se dicen.

—Se hace lo que se puede, como decía Belmonte.
—Yo no entiendo —separaba tanto las sílabas que parecían monosílabos aislados; yo – no – en – tien – do. El abrigo chillón querría ser sugestivo. Comenzó a arrepentirse de la referencia.

—Un torero famoso, que decía eso cada vez que Valle Inclán le decía que debía morir en el ruedo.

—¿”Va que” qué?

—“Valle”. Un escritor —por qué hacía esas referencias, si esa mujer sería una ignorante, aquí y en su país, cualquiera que fuera; pero no iba a entrar en explicaciones vanas—. La calefacción está puesta; ¿por qué no me das el abrigo? —era muy confiada, ella; entraba en la casa de cualquier desconocido; nadie sabía dónde estaba; ahora le daba la espalda; el pelo tan negro, era único; y el cuello; ese cuello que de tan delicado se podía retorcer con sólo dos dedos; Sara no tenía un cuello como ese, y sin embargo en él había forjado recuerdos que aunque se esforzara ya no podría olvidar.
Los hombros eran huesudos y los brazos finos. No tenía frío así, por la calle, sin más que esos tirantes debajo, preguntó; además anunciaban nieve. Yo acotumplada, decía, o sea que estaba acostumbrada, se tradujo mientras colgaba el abrigo en el perchero.

A través de la puerta de la cocina podía verla: se ponía de puntillas como si fuera a ser más alta que sobre esos tacones como agujas. ¿Cómo se apañaría para andar sin caerse? Y los zapatos dorados. Se estiraba. ¿Qué libro cogía? Por el color Los crímenes. Seguía las letras del título con el índice, con lo grande que eran. La dificultad de ser extranjero; las barreras en todas partes, y había que salvarlas, solo, o sola, y hacer lo que se pudiera para vivir, incluso esto, tan repugnante. Y encima, como si no existiera; él mismo podía hacerle lo que quisiera a esa mujer; si desaparecía no se enteraría ni Cristo, y si aparecía flotando en el río, a quién le iba a importar. Era una mujer de la calle, esa era la cruda realidad. Y había venido del quinto pino. ¿Por algo? Quizás tuviera alguna ilusión; quizás sintiera algo por alguien.

—Los cli-me-nes de la cale Mor-ke —decía, con “l” y con “r”, daba igual, y sonreía, orgullosa de su esfuerzo y del resultado de ese esfuerzo; ¿sería igual en su trabajo?

—Ah! Los crímenes de la calle Morgue —corrigió él en un tono que no parecía corregir.

Ahora lo hojeaba; no entendería nada; y daba golpecitos con el tacón puntiagudo ese que la hacía alta y más delgada, flaca en realidad, famélica. ¿Por qué taconearía? Lo estaba poniendo nervioso. ¿Sería un gesto de impaciencia? ¿Querría terminar pronto con él? ¿Y él con ella? ¿Y cómo quería terminar él con ella? Eso él ya lo sabía; pero ella no. Lo de la noche entera había quedado claro. El final de la noche era otra cosa.
Y seguía golpeteando con el tacón, ese ruidito, y el de las hojas que pasaba; no sabía manejar un libro, algo que ni siquiera la impresionaba como objeto de lectura, medio de conocimiento, de sabiduría; porque había dicho “Wooo!”, o sea que la había impresionado la cantidad y habría exclamado lo mismo de haberse topado con patos o naranjas o marionetas vestidas de Papá Noel. Sara no se habría sorprendido; porque habría previsto una biblioteca, que sería parte de su mundo, por ser parte de su personalidad. Qué fácil era hablar cuando se hablaba con uno mismo. A ver cómo terminaba esa noche, tan especial para él, y para ella una de tantas, o al menos eso creería ahora. Si le dijera sus intenciones seguramente no le alcanzarían las piernas para bajar las tres plantas y cruzar la calle y tomar un taxi hasta su puesto; estaba lejos; y no se imaginan lo que quería el tío ese, diría a sus compañeras de minifaldas brillantes y blusas apretadas, y todas escucharían y seguirían comentándolo toda la semana; pero no, porque seguro que esas mujeres olvidaban enseguida, no podían recordar; la gente, los hechos, las cosas les resbalarían, y el olvido estaba a un paso.

—En el dormitorio hay más —agregó por decir algo, se había impuesto decir algo antes de que el silencio tuviera más sentido que las palabras, y ella le sonreía, y se acariciaba entre los pechos como lo había hecho en el coche; sería algo estudiado, una forma de incitación.
—¿Estal acotumplado tú a esto? —lo había pillado por sorpresa la china; debería haber tenido una respuesta, ahora sólo podía decir la verdad. Pero se le atascaron las palabras y sólo pudo encogerse de hombros.

Homple bueno pala mujer buena. Pero de homple bueno bueno, mujel no debe fial. Pronunciaba algunas “r” como en los chistes; pero con la “b” y la “gue” no se quedaba atrás. Ahora fue él quien paseó la mirada por la habitación sin decir nada. Se dio cuenta de que estaba nervioso, de que él no era lo que ella esperaba. Y sin embargo no era un monstruo, pensó, pero no era el tipo de hombre al que ella estaría acostumbrada; ya lo habría notado, tenía calle, eso era indudable; quizás en ese mismo instante por dentro estuviera riéndose de él; o quizás estuviera simulando esa atención a los libros, que nada le importaban, era obvio, para que él se sintiera cómodo; sería parte de su oficio; lo que esa mujer no sentiría era miedo, podía asegurarlo; él nunca había dado miedo, era una suerte. —Éste mal esclito. Le gland Maulnes: glande falta “e”. —Sí, está fatal —asintió sin interés. —¡Bah! No sabel esclibil. Yo estudiar español con amiga. Un día yo estudiar en colegio.

Sorprendido, él calló. La minifalda por allá arriba pese a la entrada del invierno, la blusa de tirantes escotada, y toda ella un palillo. Pero debía de haber un mundo dentro de ese ser que había venido vaya a saber de dónde para ganarse la vida en las esquinas, incluso para arriesgar esa misma vida que quería ganarse, porque cada salida sería un riesgo. Se habría aburrido de los libros porque ahora iba a la ventana: tenía una buena vista, el pisito; la avenida era amplia, y la calle de enfrente desembocaba en el río; los árboles y la gente y los coches parecían estar al alcance de la mano. Él estaba acostumbrado a esa vista; y ya no salía al balcón, salvo que fuera necesario.

Distraído, había servido un par de cervezas y estaba junto a ella. Sólo cerveza, dijo; no tenía para elegir, él casi no bebía, y eso había sido tan inesperado, un impulso, ¿se daba cuenta? Ella era como los policías, no bebía en horas de trabajo. Tenía la sonrisa blanca, la cara delgada y angulosa, los ojos como engastados en esa cara, el pelo casi carbón. No podía saber si era guapa; en su país los patrones de belleza serían diferentes.

—¿China? —preguntó.

—No. Corea, del sur —la corrección al pronunciar le indicó que estaba acostumbrada a decir esas palabras.
Estaban de pie en el centro de la habitación; ella miraba vagamente de un lado a otro, como si buscara un rincón que no encontraba. Tenía que hacer algo, pensó él. Le ofreció el sillón y se sentó en el sofá. Uno frente al otro, se contemplaron. Eran dos amantes decimonónicos separados por la carabina, pensó él; daría un espectáculo patético, él. Pero ella sonreía, y ahora se inclinaba hacia adelante hasta tocar las rodillas con la frente; trataría de sofocar la risa. Ahora se incorporaba y echaba el pelo hacia atrás; los labios entreabiertos se asemejaban a los ojos. Era muy joven; y eso no le iba a sus ropas, ni a lo que quería parecer.

—Eres muy joven —dijo, y se preguntó en el acto si no sería menor de edad; concretó la pregunta.
Ella soltó una risa larga, que él juzgó llena de sarcasmo.

Veinte y uno.

Sí, eso era mayor de edad; además, esa risa no mentía: esa chavala era una mujer hecha y derecha, y se burlaba; incluso eso de tocarse tanto entre los pechos, lo hacía con las yemas de los dedos unidas, estaría bien aprendido. Bajó la vista: sus pies eran pequeños, quizás todavía les estrujaran los pies a las niñas, ¿o eso era en Japón?

—Y tú un viejo, ¿no? —pero ahora no se burlaba, se le notaba en la sonrisa, y hasta en el cuello erguido, que parecía más largo y le daba un cierto aire de realeza, como el de esas mujeres de África.

—Lo que la vida me ha dejado vivir —dijo—. Mucho, pero menos de lo que imaginas. Es muy difícil calcular la edad cuando hay muchos años de diferencia. Te pareceré más viejo de lo que soy; como tú, ahora, a la luz, me pareces más joven de lo que eres —calló; se dio cuenta de que no había hablado tanto desde que la había recogido en Calle Ancha.

—¿Tú sentil viejo? —tenía que admitir que era encantadora cuando dudaba; su voz se hacía susurro; y aunque fuera parte de su profesión, le acababa de preguntar cómo se sentía.

—No —y se echó hacia adelante, apoyó los codos en las rodillas y entrelazó las manos; bajó la mirada—. Hacía mucho —siguió— que alguien no me preguntaba cómo me sentía; en la oficina, ya sabes, los compañeros; los veo todos los días; a ninguno le preocupa cómo me siento; en realidad no les preocupa cómo me siento, ni qué pienso, ni quién soy. A decir verdad ni siquiera saben si siento, si pienso, si soy. Si soy algo. Desayunamos juntos. Pero eso no sirve más que para hablar de fútbol, y es inevitable no estar al tanto en la liga; o de lo buena que está Carmen la nueva, y es inevitable no mirarla después y hasta sentirse incómodo; o del nuevo sistema de incentivos, y es inevitable no criticar a la Dirección. Y hace casi treinta años, parece mentira, que trabajo allí. La documentación por favor, firme aquí, tome el carné; la documentación por favor, firme aquí, tome el carné. Como si fuera una máquina —levantó la mirada hacia ella; advirtió que escuchaba absorta—. Ellos, los de todos los días, no sabían que él leía, ni que pensaba, ni que escribía, ni que le publicaban los ensayos en El Buril; no sabían ni querían saber un pimiento de él. Qué hastío de vida. Y vienes tú, una desconocida, una cualquiera de cualquier parte, y me preguntas si me siento… si me siento…—se levantó y comenzó a caminar por el salón—. Tú te das cuenta que siento, das por hecho que siento, y me preguntas—. Detuvo su ir y venir y la miró; ella lo miraba absorta. No se acariciaba el pecho, pensó; sería señal de que lo había escuchado y entendido, o quizás de que la que escuchaba no era la mujer de la ropa brillante. Tragaba saliva; se notaba más en un cuello tan largo; era un cuello ideal para un estrangulador.

—Tú pleocupado. Yo nota.

Callaron. Él se miró los pies y volvió a levantar la vista hacia ella. Había quedado como petrificada, y los ojos parecían estrechársele, como si quisieran penetrar lo que veían, o como si quisieran llorar.

—Mucha cosa no entiendo— dijo—, pero si tú cuenta, yo también contal. Yo también pelocupada. Duele. Aquí —y se señaló el pecho.

—¿Qué te pasa? —él volvió a sentarse. Ese era el ser más indefenso que había sobre el planeta, se dijo; aunque pareciera una pájara era un pajarito. —¿Qué pasar? —preguntó como ella sin darse cuenta.

Maniana...

—Ya es hoy.

—Hoy dos anios murió mi hija. Tenía uno y terés meses. Nació aquí, en la Espania. Mucha enfemmedad, mucha fieble. Dijo “ma” y dolmil, a la maniana muelta —bajó la mirada, y luego la dirigió hacia la ventana.
Él apoyó los codos sobre las rodillas, entrelazó las manos, y también bajó la mirada. Cómo sería eso, una hija muerta, se preguntó y volvió a mirarla. Ella todavía miraba por el ventanal hacia la noche. Recordaría a esa hija perdida, que a pesar de los años siempre estaría igual, como Sara. El silencio se hacía largo. Buscó palabras. Pero ella habló primero:

—Noche toda, ¿no? —seguía separando demasiado las palabras, pero su voz se había hecho susurro, quizás el recuerdo, ese aniversario, quizás porque convenía a lo que era.

—Sí, sí, pero sin prisa; tenemos tiempo para todo; para más de lo que jamás te hayas imaginado; la decisión ya está tomada, desde el instante en que te vi en aquella esquina —afirmar se le daba bien, pero era seco, carecía de gracia, lo sabía.

Calló. Miró a su alrededor buscando qué decir pero encontró su propia crítica: era lento, y torpe; cuántos se lo habían dicho, de niño, de quinceañero; y ya no se lo decía nadie por eso que él sabía muy bien; debía esforzarse, y ser como todos, y estar con todos, y pasar inadvertido.

—Tú tenel plan conmigo, ¿no?

—Pues sí.

Ahola yo también contigo plan. Nunca pasal a mí. Esta plimela vez.

Se dio cuenta entonces de que su entonación no cambiaba: ni antes le había parecido abatida, ni ahora le parecía entusiasmada. Era plana, sin temblores, hecha como de pequeñas explosiones sucesivas.

—¿Y cómo te llamas? —preguntó y volvió a sentirse seco, incapaz de seducir a una mujer, auque no hiciera falta seducirla.

—Elisa.

—Eso es imposible —aprovechó para soltar una sonrisa, destensar los músculos—. Cómo te vas a llamar Elisa; ese es un nombre nuestro —seguía siendo un incrédulo, pensó; mamá siempre se lo decía, por eso pensaba tanto, por eso le daba tantas vueltas a las cosas, que le iba a hacer mal, que se le iba a ir la cabeza, que a ver en qué loquero terminaba.

—Te llamaré Dèshi, entonces; lo leí en un libro, creo.

—Eso no posible, malo. Nomple chino, de homple chino. Chino no gusta. Homples sí, mucho. No sólo euros —otra palabra cotidiana, pensó él.

Cómo movía las manos, los dedos extendidos y tensos. Parecía nerviosa; no estaría acostumbrada a hablar tanto, y mucho menos con un cincuentón; era una cría todavía, y más cría parecía de tan pequeña y delgada. Pero tendría más experiencia que el Filipo, como decían. Y quería ir al grano, estaba claro, y luego dejarlo durmiendo como a un bebé; eso estaba reservado para Sara, que en realidad nunca lo había dejado durmiendo como a un bebé, porque siempre se habían dormido como dos bebés.

—¿Quiele sel plimitivo y leal? —querrá decir “real”, se dijo él; sonreía, inclinaba la cabeza, estiraba el cuello. En el fondo hablaba con candidez; como una niña, que no era, ni tampoco cándida; y desde luego nunca la hubiera imaginado capaz de semejante sutileza lingüística “primitivo y real”; sería la necesidad. ¿Adónde había leído que el amor y el hambre movían el mundo?

—Pero no me has dicho tu nombre —qué formal era él, ni siquiera se atrevía a contestar su pregunta; ¿o era miedo?

—Elisa pala ti es fásil, más. En Corea Park Sanja. Sanja, que tiene sabidulía, sabia —seguía sonriendo; era esa sonrisa lo que la hacía cándida, no la voz.
Callaron. Se habían quedado como estancados. Y se observaban, casi escudriñaban, como dos oponentes. ¿O estaban esperando? No hacían falta ni cumplidos ni formalidades, sin embargo esperaban. Ahora bajaba la vista, cogía la falda, no le cubría una palma de los muslos, y la estiraba, como si quisiera alargarla, y ahora la alisaba con la mano derecha. Lo hacía despacio.

Nomples no impoltal —volvía a los nombres, pero ahora sí que parecía afligida, quizás ese instante de intimidad, ese recuerdo, ahora salía…—. Aplendes, olvidas. Un alemán me dijo “mi valquilia oliental” y me llamó “Mein Val” la noche toda. No me acueldo el nomple de ese homple, pelo acueldo cala, bigote y no pelo.

Aunque parecía triste, hablaba con desparpajo, y daba por hecho que él daba por hecho la ristra de amantes, las fiestas que terminaban en orgías, incluso lo antinatural si compensaba. No podía imaginar a Sara hablando de esa manera; por de pronto Sara no tenía nada que ocultar, y esta Elisa o Sanja, que sí lo tenía, no lo ocultaba. Sería deformación profesional; acaso publicidad. Al final, agregó: —Te llamaré Park, entonces.

—No Park, Sanja. Park es familia. Sanja, yo. Mi nomple Sanja.

—Sanja,…. Sanja —repitió él pensativo—. Suena a sangre.

—¿Sangia…, de sangia? —y estiraba el cuello, alarmada—.

¡Tenel cosas de loco tú! —quería bromear y se llevaba un dedo a la sien. —Siempre me dijeron que era raro —cuántas veces esa mujer habría repetido esos gestos, cuántos hombres habrían visto esos gestos, cuántos hombres habrían sentido esos gestos, gozado con ellos. Ya no tendría nada que dar. Se intuyó un nuevo alemán. Acaso a él lo recordara, si pudiera recordarlo, por “sangre”. Pero no, después del amanecer ya no recordaría nada.

—¿Por qué tú elegil a mí? —preguntaba con sinceridad, pero no había vuelto a sonreír—. Cloti es muy kuapa; y homples gustan aflicanas, más altas, más fueltes, más salvajes, homples piensan. Siemple llevan plimelo ella.

—Esa era demasiado fuerte —por qué tenía que ser tan seco—. Además —sintió la necesidad de suavizar sus palabras—, se nota que tú eres dulce. Hay algo de comprensiva en ti. Y si te cambiara ese uniforme de rondar esquinas seguramente podrías pasar por una señorita.

—¡Seniolita! Yo tenel que palecel esto, si no no euros.

—¿Ganas bien? —comenzaba a sentirse cómodo él; lo sabía porque acababa de apoyar la cabeza en el respaldo del sofá, y respiraba despacio.

Pala vivil. ¡Pelo eso no plegunta! —bromeaba; y hacía un rato que no se tocaba entre los pechos.

—¿Y cómo te metiste en esto?

Hase mucho, mucho. Oflecielon, dolares. Pelo hase muchos años. Y no pagal a mí, a mi tío, él cuidal de mí.

—¿Muchos años?

Quinse.

—¡Hace quince años! —y se incorporó—. Tú tío es más pervertido que el mayor de los pervertidos, vender a su sobrina de seis años.

Ella callaba. Bajaba la mirada, se volvía hacia la ventana.

—No gusta mentil. Pelo yo mentíl antes; yo más de veinte y uno. No mucho año más; pelo los homples decil cuanto más joven mejol. Niña mejol de todo, lo sé; yo sé mucho de homples, de ti.

Él sintió que pertenecía a un género perverso, capaz de prostituir, causar dolor, angustia. Ahí tenía, ante sí, un drama, igual ¿o peor? que el suyo, causado por sus semejantes. Ella había callado y con los dedos en pinza sacaba una bolita del brazo del sillón.

—Sólo veinte y nueve —agregaba—. Y esta vez veldad.

Esta confesión también le dolía; quizás por la edad, que no perdonaba y podía tener la certeza de que iba a quitarle la herramienta de trabajo; quizá por la vida misma, que la había hecho sufrir y ahora empezaba a notar que se le escapaba. ¿Tendría consciencia del tiempo esa mujer?

—¿Y te gusta tu vida? —se atrevió después de una pausa larga.

—Es fásil. A veses diveltida.

—¿Cómo con el alemán?

—Un poco. No sólo conosco mucho homple, también conosco fiestas, muchas fiestas, todas semanas; me gustan mucho fiestas de disflases; última ves disflasé de Aliel silenita; y también gusta sine, mucho sine, películas amelicanas; y amigas, muchas, buenas, de la esquina, ayudan yo, yo ellas.

—Aburrida esta noche, ¿no? Porque yo soy un tostón —no podía evitar juzgarse aburrido; así lo veían todos, no podía ser de otra manera. Sara sí lo había visto de otra manera; la única. Pero eso había sido antes de que empezara el suplicio.

Se acomodaba en el sillón como una gata casera, sólo le faltaba ronronear, y con los ojos entornados, de gata casera relajada, miraba el techo; querría aparentar que estaba distraída; todo el mundo aparentaba. ¿O se sentiría a gusto de verdad?

—Tú homple lalo —“raro”, lo decía con sinceridad y sin ánimo de ofender; se le notaba en los ojos, ahora tan fijos en él—. Yo pensé eso en cuanto entlé. Nadie tanto liblo. Pala qué quelel tanto liblo si tanto liblo no podel leel.

—Si es lo único que haces… —él no hacía más que leer, desde lo de Sara, aunque antes también, ella se quejaba.

—¿No fiesta, no sine, no zolológico?

—Antes, cine. La última que vi fue Taxi-driver.

Ella soltó una carcajada estridente. Era desagradable, parecía una hiena, pero una hiena basta; no le pegaba a su delicadeza, a ella toda. Doblándose, la manos en la barriga, y esas lágrimas.

—¡Película vieja como mi tío! —estalló en otra carcajada al explicarse. A él sólo le quedaba la sonrisa, y esperar que pasara el efecto de sus palabras; al menos el efecto de las palabras normalmente pasaba, en cambio el efecto de los gestos, y más tanto aspaviento, permanecía.

—Disculpa. Mucha lisa —al menos se disculpaba, pero ya estaba hecho, había roto el encanto que se había estado acumulando, de a poco, con cada palabra, con cada mirada, incluso con cada respiración; y de pronto una carcajada y había quedado desnuda como una cualquiera.

—Ya veo ¿La risa te da siempre así, tan… tan escandalosa?
—por suerte él era como era; seguro que otro le habría cruzado la cara un par de veces en ese mismo instante; él, en cambio, sabía esperar; eso sí siempre había sabido.

—¿Y nunca tienes miedo? —preguntó mientras observaba cómo recogía las piernas encima del sillón y se sentaba sobre los pies.

—¿Miedo? —Miedo. Sí. Te subes sola al coche de cualquiera, vas sola a la casa de cualquiera. Como ahora, por ejemplo. No sabes quién soy, ni cómo soy, ni qué hago, y estás totalmente a solas conmigo; los vecinos de arriba, claro que tú no sabes, no están; los de al lado son dos viejos sordos como tapias.

Ella miró hacia la puerta.

—Sí, al entrar, eché la llave. Siempre lo hago, aunque esté en casa.

Advirtió que se erguía en el asiento, que los ojos parecían querer ser redondos, que los puños se le cerraban; estaba tensa, estaba repentinamente alerta.
Él fue hasta la puerta, quitó la llave y la dejó sobre la mesilla; ella exhaló una bocanada de alivio. Así mejor, se dijo él; relajada está mejor.

—¿Y tú quién eles? —había unido las palmas de las manos entre los muslos; la minifalda era ya una línea imaginaria, pensó; y la tenía ahí, a su merced; él era obviamente el más fuerte; con la africana habría sido el más débil.

—En realidad no soy nadie —titubeó—. Trabajo en Tráfico, la oficina. Hace más de treinta años. Imagínate si seré alguien.

Tlabajas. Yo también. Todo mundo. ¿Pelo tú quién eles?
Nadie preguntaba eso. ¿Lo hacía porque así era en su cultura, porque no hablaba bien, o porque había algo más dentro de ella? Había sido un golpe de suerte conocerla. Una extraña, una extranjera, quizás hasta ilegal. Pero era encantadora, así, e intrigante, y tan delicada, excepto cuando reía, que le salía lo que era; en realidad no le salía, ella misma lo sacaba; sería como lo de la mujer del césar pero al revés.

Era ése, dijo él entonces, y señaló los libros; sólo era ése. Un solterón aburrido, que no salía, que no tenía amigos, que no le gustaba más que leer. Y pensaba, pensaba mucho.

—¿Y qué piensa tú?

—Cosas. Cosas que me preocupan, que me vienen a la cabeza. Ahora, cuando te vayas, por ejemplo, empezaré a pensar por qué una mujer como tú renuncia al amor de un sólo hombre, que es más profundo, y seguro, que el de muchos; por qué renuncia al cariño de los hijos, que es insustituible; a la calidez de un hogar. Aunque yo no tengo todo eso, lo recuerdo como algo mágico, de pequeño, en mi casa. Yo nunca renuncié a esas cosas, sino que la vida no me las dio, o me las negó justo cuando iba a dármelas. Y no puedo remediarlo: pienso. Aunque he dicho muchos yo, en realidad pienso poco sobre mí mismo. Pensar sobre uno mismo no tiene valor, es como pensar sobre el pensamiento; eso para los psicólogos.

Estaba más quieta que una esfinge; no le entendía, o la aburría. Pero se levantaba, venía a sentarse junto a él, y a él se le aceleraba el pulso y se ponía rojo, tieso; ahora apoyaba la cabeza en su hombro con suavidad de pájaro, le pasaba un brazo por delante de la cintura, un brazo ligero como el aire pero que estremecía.

Sike —que siga, querrá decir; no era la voz de una mujer aburrida, era una voz de mujer en la intimidad, porque aunque él no supiera nada de mujeres, sabía de aburrimiento y de intimidad.

—Te aburro, a que sí —pretendió quitarse importancia.

—No. Yo nunca oíl habla así, tanta paz, pensando palabla. Homples que conosco difelentes, o tú difelente a homples que conosco.

—Ahora ya no sé de qué hablarte —confesó él. Se dio cuenta de que estaba a gusto, mucho más de lo que había esperado; de que no había tenido que rechazar el sexo de plano, dar explicaciones. Si una mujer y un hombre no se conocían, cómo podían. Le pasó una mano por la cabeza; el pelo además de carbón era grueso, y rebelde, como sería ella, Park Sanja, ahora y de niña.

—Habla. De cualquiel cosa. Me gusta que tú habla.

Dudó, sin mirarla, y al final de la duda, aún mirando al frente, le pasó el brazo por encima de los hombros para que terminara de acomodar la cabeza.

—No sé qué decir —dijo al cabo, mientras volvía a enredarle los dedos en el pelo—. Hace unos cuatro años que vivo aquí —sintió que se recuperaba.

—¿Solo? ¿No mujel contigo? —sólo el vientre se le movía, subía y bajaba contra su costado, despacio; estaría cómoda, con los ojos cerrados, simplemente escuchando, simplemente estando. Sintió que su cercanía no era sólo física.

—Sí, claro— sí, estaba a gusto, con esa extraña, que también parecía a gusto—. Antes vivía con mi madre. Murió hace seis años y el piso en el que vivíamos era muy grande para mí. Vendí, y me vine a vivir aquí.
Parecía que entendía, porque enseguida preguntaba:

—¿Y no más mujel que tu madle?

—Sí, al principio. Muy al principio, cuando todavía estaba mi madre, también estaba Sara.

—¿Qué pasó?

—Murió. Leucemia. Tenía veinticuatro años.

—¿Y no más mujel?

—No hubo más. Tengo que admitir que no he podido reponerme. De todas maneras —tenía que quitarle importancia, iba a resultar un lacrimógeno— ya entonces era bastante ermitaño. Mi madre…

—¿el mi…qué?

—Ermitaño, solitario.

—Mucha palabla lala tú, homple lalo. Y tu madle, ¿también lala? —Mi madle no rara —quiso bromear él. —Mi madre muy buena, ella decía que Sara no me quería, que me soportaba. Pero Sara tenía lo que hay que tener. Y era tan sociable, y lista, y rubia.

—Hace un lato, yo tenel miedo de ti —confesaba en palabras lo que antes había confesado con la mirada—. La puelta; ya pasó.

—Ya.

—Yo no lista, ¿no?

—La vida a veces asusta. Déjame que yo te confiese algo: acercarme a ti, fue un impulso, pero el valor que había producido ese impulso se desvanecía a medida que me acercaba. Menos mal que viniste rápido a la ventanilla, si no…, quizás hasta hubiera acelerado, vaya uno a saber. Y tu estarías en la casa de otro, y yo aquí, solo, leyendo un libro, o dando vueltas por esta habitación, o poniendo a trabajar la cabeza, en un momento en que no quería ni leer un libro, ni dar vueltas, ni poner a trabajar la cabeza. Sólo hablar, como ahora. Es difícil conocerse en una ciudad, y después mantenerse en contacto, unidos. Los amigos de cuando eras niño, de cuando eras joven, se van separando; la mujer, los hijos, las obligaciones. La amistad queda, pero sin los amigos. La amistad, en realidad, es un recuerdo.

—Cuando yo y tú hasel lo que venil a hasel va a sel una fiesta que no olvidal nunca —separaba la cabeza de su hombro, le apoyaba los labios en el cuello, era un beso—, polque ya las tles en reló.

Él asintió y le acomodó la cabeza, que ella deslizó hasta su pecho mientras se acurrucaba encima de él. De verdad parecía un pájaro: tan frágil.

Su vientre subía y bajaba; el ritmo de la vida. Se había dormido. Eso era paz; la verdadera paz: no necesitar nada, ni siquiera pensar.

Si se movía la despertaría; más valía que no lo hiciera. Eran más de las tres y media. Miró a través del ventanal: edificios, luces, la calle arbolada hacia el río. Esa mujer, precisamente esa mujer, había llegado desde el otro lado del mundo a concederle una noche. Eso no era prostitución, era un milagro. Pero hacía mucho que él no creía en milagros. Los milagros eran para su tía Consuelo, la pobre, que nunca se había cansado ni de santos ni de cirios.

—¡Yo dolmida! —dijo de repente; no podía abrir los ojos—. ¿Mucho tiempo? Tú eles calentito y mucho cómodo —cómo se estiraba, tan pequeña; no se merecía esa vida, más azarosa que ninguna.

—No habrás dormido más de cuatro o cinco minutos.

Pelo yo venil a otla cosa, no a dolmil.

—Al sacarte de la realidad, el sueño te saca también del tiempo.

—Yo no entiendo —se acurrucaba como un bebé—. Me gusta aquí contigo; yo plotegida, lejos de calle, y de animales de ahí. Yo no quielo despeltal, yo quielo sueño, contigo.

No mentía. Se le notaba en la voz. Sara una vez había dicho algo parecido. Por eso le parecía que Sanja no mentía; no era que lo engañara su orgullo de hombre; era el sueño verdadero, y oculto, oculto hasta de sí mismos, de una mujer y de un hombre que estaban solos.

—¿El dolmitolio esa puelta? —y señalaba, la mano tan pequeña.

—No hace falta, Sanja, no hace falta —cómo le podría explicar que su compañía bastaba, se reiría; y ella insistía—. No hace falta, Sanja.

—Tú sel de esos lalos, sólo hablal y hablal, pelo a mí hasel falta —hablaba con seriedad, y fruncía los ojos, que parecían más alargados.

—No te preocupes por el dinero —no entendería lo otro, porque nadie entendía la soledad—. Te lo has ganado además.

—No quielo euros, no quielo homple bestia. ¿No dal cuenta? Yo quielo contigo —alzaba la voz, aunque sin llegar al grito—; hacel falta a mí contigo. Estal más juntos.

La repentina comprensión lo aturdió. Recordó a Sara; no podía olvidarla.

Él era raro, se dijo, así de raro lo había dejado la vida; y estaba solo, pero no era el único solo del mundo. Se notaba en el súper: cada día había más productos envasados en una ración. Le acarició la cabeza, le revolvió el pelo, consciente, más que de su propia mano, de la mano de ella que esperaba sobre su pecho. Intentó imaginarse con ella; la agitación, el sudor. Él no era el alemán ese, ni era primitivo, ni animal; seguramente no era ni real. Sólo estaba solo.

Fue ella quien lo condujo.

Llegada la hora, la observó. Se vestía despacio, y callada; la mano tan pequeña, rechazaba el dinero; le besaba la mejilla, y salía. El chasquido de la cerradura. El pasillo y la escalera vacíos. Se levantó y fue al balcón. Amanecía gris y frío. Ni un coche, los semáforos apagados. Ella salía del edificio, cruzaba, y bajaba por la calle del río.

 

diego nieto 350Diego A. Nieto Marcó
Buenos Aires 1951. Reside en Argentina hasta 1974, cuando comienza un viaje de varios años (Brasil, Paraguay, Estados Unidos, Portugal, etc), al final del cual se radica en España. Estudia Filosofía en la Universidad de la Plata, y Filología Inglesa en la Universidad Complutense de Madrid, graduándose en la Universidad de Granada. Actualmente vive en Málaga donde trabaja como profesor en la Escuela Oficial de Idiomas. En esa ciudad, entre 2002 y 2013, dirige la revista MARTIRICOS de relato corto en inglés. En 1989 recibe el premio de poesía Florian de Ocampo por su obra Desde el alba. Entre sus obras se pueden citar, A orillas del Bahana (novela), Cuentos de un hombre a solas, Los falsarios (cuentos), La voz y sus sombras (poesía).

 

"Solos" enviado a Aurora Boreal® por Diego A. Nieto Marcó. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Diego A. Nieto Marcó. Foto Diego A. Nieto Marcó © Diego A. Nieto Marcó.

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