Recuerdos apócrifos

santiago:vesag 250Inédito

 

Día uno

¿Has sentido el vértigo de recuerdos? La impresión de caída que da ver algo brevemente en la memoria. Me ha pasado. Justo ayer vi a una mujer que se peinaba y me acordé de ti. Se peinaba frente a una ventana y me acordé de ti. Era la ventana del Emerald Trade Center y me acordé de ti. La señora era indigente. ¿Por qué me acordé de ti? Quizá por la forma en cómo se pavoneaba frente a su propio reflejo, como lo hacías tú frente a algún otro espejo más halagador.

     “Vos que dijisteis a la Venerable Margarita del Santísimo Sacramento, y en
      persona suya a todos vuestros devotos, estas palabras tan consoladoras para
      nuestra pobre humanidad agobiada y doliente: todo lo que quieras pedir,
      pídelo por los méritos de mi infancia y nada se te será negado”.

Quizá me acordé de ti porque era navidad, o por lo menos estaba haciendo ascuas y a mí me estaba dando asco. Pero eso no explica tu recuerdo del todo. Miraba a la señora y de la nada plaf el olor de tus senos, plaf estamos acostados, plaf tus grandes ojos verdes, plaf como las esmeraldas del otro lado de la vitrina. Plaf, porque eres tú, Brilla, que tu nombre es verbo, la que me mandó en este espiral dando tumbos y ahora estoy aquí. Claro que no te llamas Brilla, que tu nombre es verbo; te llamaste de otra forma, de muchas formas, pero para mí eres Brilla por tus ojos de esmeralda, como las esmeraldas de la señora de la vitrina, del otro lado del cristal opaco, que ella sabe que no le pertenecen. Pero lo curioso es que no le vi los ojos a la señora que se peinaba: sólo la vi por el reflejo porque de mirarla a los ojos me hubiera convertido en piedra y plaf, ahora sería Esmeralda y me parecería más a tus ojos, Brilla, que tu nombre es verbo.

Ahora estoy pintando flores blancas en lienzos blancos, voy por la séptima flor y quiero hacer de mi cuarto un jardín. Las témperas van sobre una mesa chiquitita en una esquina, pintada de blanco amarillento y mortecino, como si en la esquina descansara un cadáver acurrucado. Quiero que este cuarto sea un jardín y le quite el olor a muerto del cadáver de la esquina. ¿Cuántas flores se necesitan para que nos huela más ajena la muerte? Intento cerrar los ojos y los puños para no pensar que también a mí se me viene la podredumbre encima. Así que pinto flores blancas para zafarme de este muerto, pero también para que este cuarto se vea más bonito ¡Oh, siempre bonito! Bonito para ti, Brilla, que tu nombre es verbo.

Pero eras siempre tú lo opuesto ¿cómo podías no serlo? Lo opuesto a las flores blancas sobre lienzos blancos. Pero pensar en ti me hace pintar, aunque sea solo por desterrar un profundo olor a muerto. Me pareció curioso en su momento que el cementerio no oliera a muerto. Cuando estuvimos allá, buscando nombres curiosos en las tumbas olía a aguardiente regado, a charcos de orines y a todo menos a muerto. El día del cementerio sabías a aguardiente. Quizá era porque habías besado el piso de algún cementerio o de un bar; luego se te habría olvidado empujar el dentífrico desde abajo, y así una cosa llevó a la otra hasta que el alcohol de tus labios me hizo arder la herida que yo tenía en los míos, por andar besando mujeres que no se parecen a ti. “Nuestra pobre humanidad agobiada y doliente”; el doliente era yo por ti ese día, cuando te pedí que no me dejaras, cosa curiosa cuando tampoco te tenía. “Pídelo por los méritos de mi infancia” ¿hace cuánto nos conocemos? No desde nuestra infancia, pero tampoco podría ubicar el día en que empezaste a existir para mí. Hubo un tiempo antes de ti, Brilla, que tu nombre es verbo, y hubo un tiempo después: pero el borde es indefinido, un momento gris de mi tiempo, de mi tiempo por ti, pero jamás de nuestro tiempo porque nunca hubo tal cosa. Siempre estuvimos separados por el cristal opaco en que se peinaba la señora; porque desde mi lado te veía, pero de tu lado solo te veías a ti misma en la vitrina y te peinabas. Quizá por eso me acordé de ti.
Me doy cuenta que debo llevar horas pintando. No hay ventanas, no sé si amanece o anochece, si cada vez que subo el pincel es un día distinto, y cada vez que lo bajo vuelve a anochecer. Me gustaría pensar que cada vez que el pincel toca el lienzo, sale una estrella. Quién sabe si entonces cuando cambio de pincel habrá pasado ya una semana entera. Me retiro del lienzo. Doy pasos arrastrados hacia atrás y toco el borde de mi cama con el talón. La cama también es blanca. Me siento y veo el lienzo, discreto sobre el blanco de la pared del fondo.Dos respiraciones.
Otra más.

Siento el peso en los párpados: es el dulce sopor del sueño que se riega sobre mí como una suerte de caramelo espeso y pegajoso del que no es posible huir, y solo queda entonces dejarlo caer desde la punta de las pestañas para que se estrelle contra el suelo. Porque eso fuimos Brilla: fuimos dos pesadas gotas de caramelo que se reventaban estrepitosamente contra el suelo. Pero ya estando en el charco de sopor, de orines y de aguardiente nos habríamos separado para siempre para no volver a ser los mismos y, ojalá, no se nos quedaría pegado el olor a muerto. Y entre ilusiones de robustos goterones y estrepitosos estrellones, me estrellé yo mismo contra las sábanas, en donde me encontré revolcándome al confundir las sábanas con el caramelo que antes que justo antes se me escapó entre las pestañas. Estaba en medio del sueño y la realidad mientras la señora del escaparate se escabullía como una serpiente entre ambos paralelos y los entretejía. Y la serpiente me miraba con ojos verdes mientras yo me revolcaba acosado por el caramelo; me hipnotizaba con sus ojos verdes, y yo desde la punta de las uñas me fui convirtiendo en piedra por la mirada de la Gorgona onírica “en persona suya a todos vuestros devotos” porque te seré devoto, oh Gorgona, por lo menos hasta que amanezca.

 

Día dos

De nuevo no sé si es de día o de noche, pero ese pensamiento se sumerge hasta la parte de atrás de mi cabeza a medida que le doy vueltas al caballete y al narciso blanco. Brilla, que su nombre es verbo, era como Narciso, pues hace tiempo se había ahogado y había nacido su recuerdo (porque la flor nacida de ese ahogamiento nacería en mí, que soy el espejo, y todavía estaría en riesgo de que la mujer de la vitrina me convierta en piedra). Así se ahogó brilla en la mañana y del narciso surgió el recuerdo de Andrómeda.

El narciso y Andrómeda no tienen nada en común. No era la mía una Andrómeda encadenada, puesta como sacrificio a Ceto en alguna suerte de Hieros gamos, o alguna otra forma putrefacta del amor que pudiera exponerme como el intento-de-héroe que ocasionalmente podría pretender ser. No, la mía era el punto entre la-flor-de-pantano y la-galaxia-distante. Pero al igual que el narciso, a Andrómeda la había visto por primera vez al borde de un estanque, solo que del otro lado del que estaba yo. La volví a ver un par de veces, doblando esquinas, en el frente de los salones de clase, haciendo contacto visual una o dos veces por semana; contactos los cuales acababan siempre conmigo quitándole la mirada. ¿Si no le pude sostener la mirada a ella, cómo se la hubiera sostenido a la bestia de Poseidón? Me encontraba lejos lo que hubiera hecho Perseo. Sin embargo, la vida de Andrómeda y la mía estaban unidas de forma extraña. Como al romper un papel en pedacitos y hacerlos bolas, para luego dispersarlos sobre el escritorio, en donde acabaríamos ella y yo siendo los puntos más distantes entre sí. ¿Sí ves, Andrómeda? ¿Ves la galaxia, y cómo distan los puntos entre sí? Aquí está una estrella, que es tu vida. Aquí hay otra, que es la mía. Y en el medio no hay nada; cientos de años luz entre tú y yo y no hay nada. Así, a través del vacío tu luz me llega, y me deja nada más que fe para convencerme a mí mismo de que a ti te toca la mía. “Dime algo que me recuerde que fui joven” la sentí susurrar en mi cabeza. ¿Qué quieres que te diga, Andrómeda? ¿Que nuestro amor en mis recuerdos me huele todavía a las andrómedas del estanque? Sería falso ya que a) las andrómedas no tienen mucho olor y b) lo nuestro no fue amor, fue solo saber que estabas del otro lado del estanque, en línea recta, pero a años luz, hasta que un buen día bajo la lluvia no te quise quitar la mirada. Pero si las andrómedas no tienen olor entonces la andrómeda que estoy pintando no serviría para quitar el olor del cadáver de la esquina y, ya que no sirve de nada, bien podría botar el lienzo por la ventana; sí, parece una buena idea, pero creo que lo pospondré porque se ha caído el caballete ¿o lo habré tumbado? No lo sé. Total, el caballete está en el piso. Para serte honesto, no sé qué decirte para que te sientas joven, Andrómeda, porque el tiempo que no he pasado aquí pintando flores blancas lo recuerdo de a migajas, como los pedacitos de papel rotos sobre el escritorio. El escritorio también es blanco –no sé si lo habré mencionado– y están las bolitas de papel ahí dispersas como la galaxia. La andrómeda ya no parece encantarme como antes.

Me surge ahora la duda de a quién le estoy escribiendo. Este relato pareció en su momento dirigido a Brilla, que su nombre es verbo, aunque ahora se aproxima a Andrómeda. Pero sé que ellas no van a leer este relato, que en ocasiones parece un cuadro clínico de mi estado actual o una crónica de mi descenso a la locura. O tal vez nadie nunca lea esto y solo estoy tratando de responder a la pregunta de si maté realmente o no a la señora de la vitrina. Guárdame entonces, Andrómeda, cierto cariño por esa única vez que nos miramos, así fuera solamente porque estaba lloviendo, para luego perdernos en la tormenta. Me convencí en ese momento de que hablarte hubiera acabado con todo, empezando por mí, ya que algo de cliché barato debe tener nuestra vida; entiéndase no que seas barata, pero la idea de ti lo era: la idea de mirarte a través de la galaxia finalmente no tenía ningún sustento real ¡pero qué gusto me daba dejarme llevar por la idea! El día del estanque me convencí a mí mismo de un romanticismo decrépito que desde algún cajón de mi mente saqué para proyectar sobre ti. Pero hoy renuncio a él de manera definitiva, y me decido a terminar el narciso para que cada vez que ponga el pincel sobre el lienzo nazca una estrella en una galaxia distinta a la tuya, Andrómeda (o a la nuestra).

 

Día tres

Parezco en un ciclo progresivo de renuncias: renuncia a todos los recuerdos de las mujeres que han pasado, para entregarme totalmente a las flores blancas y a la escritura de este relato. Hantes de hablar de la mujer del hespejo, tendría que hablar de hotra mujer,

      “La hache es el absurdo, la reacción, la autoridad, la Edad Media, el retroceso(1)

huna húltima, lo prometo. Hella se llamaba Hera y su nombre también hera verbo. Me noto la mandíbula tensa de solo pensar en ella. Con Hera sí tuvimos nuestro tiempo, y su mirada sí llegaba hasta mí en lugar de quedarse hen hun reflejo. Ella me enseñó a pintar de blanco y a hacer una renuncia formal al arte policromático; y en esa misma dirección nos fuimos nosotros como de la mano: hacia lo monocromático y lo seco. Pero en vez de blanco nos volvíamos de un blanco amarillento y mortecino, como si entre nosotros descansara un cadáver acurrucado. Así, tratando de extirpar el profundo olor a muerto, finalmente quedamos con una especie de socavón entre nosotros, quizá porque no me había dedicado a pintar flores (aunque si lo hubiera hecho, no habría tenido modo de tragármelas, o hacérselas tragar a ella, o compartirlas en una cena a la luz de las velas). El de Hera fue un hamor profundo que llenó todos los rincones de mi pecho, como un grifo abierto hincrustado hen medio de mi hesternón. Y pegaba mi nariz a su esternón, como navegando por sus respiraciones acompasadas, respiraba su aire en la mañana, ponía una mano en la parte baja de su espalda, abandonándome a automatismos, cedía a un estertor tras otro cuando el grifo parecía abrirse por completo y sin medida. Pero lo nuestro dejó de ser nuestro, Era, y ya para el final solo nos quedó la rutina y la pesadez. Bien podríamos haber vomitado en lugar de darnos la mano, porque lo mismo valía. El grifo se mantuvo abierto hasta que me ahogué; no quería verte llorar pero no sabía qué más hacer. Quería morir en tus brazos. Te llamo Hera porque te amé profundamente pero no podía dejar de lastimarte. Te llamo Era porque en algún punto en el camino dejaste de ser aquello-que-es y ahora has pasado.

¿Cuánto tiempo habré dejado pasar desde que recogí el caballete del piso? Me parece que poco importa. Poco importa en qué momento escribo y en qué momento pinto. Poco importa hace cuándo se ahogó Brilla en mis recuerdos, lo que ahora parece como una suerte de deicidio pues ella determinó mi destino y mi locura. Parece, por el contrario, que sí importa en qué momento maté a la señora de la vitrina: el método violento que usé, si la habré ahogado en algún charco o si la habré forzado hasta la muerte en algún callejón. La verdad es que yo sigo convencido de que no la maté y tampoco tumbé el caballete hace unos días (¿minutos? ¿Segundos sordos? ¿Qué tanto más enajenado puedo estar? Los bordes del tiempo se difuminan como los bordes de las flores blancas). Pero poco parece ahora valer mi palabra y poco parecen valer mis recuerdos.

Ahora entra en el cuarto una señora de blanco para preguntarme cómo estoy. Hipócrita. Cuando entra solo ve la andrómeda y el narciso en el piso, y un nuevo lienzo vacío sobre el caballete. Medité mucho con respecto a odiarla pero calculé que no sería efectivo, porque quién sabe por cuánto tiempo yo vaya a tener que estar aquí, y quién sabe cuánto tiempo podría desearle la muerte sin morirme yo primero. Era gorda, gordísima, y olía a muerto; tanto que quise recomendarle que se llevara un par de lienzos para que le perfumaran el paso y no tuviera que andar por ahí siendo tan profundamente repulsiva como era, como eran siempre las enfermeras gordísimas que huelen a muerto, o tal vez huelen a un presagio de mi propio destino. Pero no dejaré que ese olor me mate, así que parto un pincel y lo agarro fuerte mientras imagino con gusto casi orgásmico lo que será sentir con los dedos el calor ensangrentado de su vientre y la mancha enorme de sangre que quién sabe quién tendrá que venir algún día a limpiar.

La enfermera sale sin percatarse de mis pensamientos y me pregunta condescendiente si me gustaría que me trajera otro pincel. Debo respirar profundo. Me parece que ahora poco importa si vuelvo a los pinceles o a sentarme en el escritorio con las bolitas de papel regadas todavía. Poco importa qué tan cierto es lo que estoy contando. Poco importa si paso la noche o el día de mi indeterminado tiempo pensando en quién falló entre Hera y yo; si realmente hicimos el amor o si hicimos amor con nuestras propias manos. Cómo quisiera que importara si paso la noche o el día pensando, pues estoy harto de no sentir el tiempo. Tener que adivinar si salen las estrellas cuando poso el pincel sobre el lienzo ¿a quién se le ha ocurrido esta tortura? No saber cuántos días pasan, tener que caer dormido y despertar y volver a dormir en este encierro. El homicidio de la enfermera me hubiera liberado quizás. Siento un nudo en la garganta porque no parezco recordar bien el color del vestido que Hera tenía la noche en que nos conocimos; no parezco diferenciar si Brilla fue alguna suerte de testamento vano de mi voluntad y si Andrómeda era las flores, o una damisela en apuros, o la galaxia, o algún estúpido reflejo del que me convencí a mí mismo que estaba enamorado. Siento mi memoria enredarse como la cinta de un cassette que se saltó de los rieles por manipularla cuando estaba echando para atrás, y los pequeños filmes se cruzan unos con otros bajo la misma luz, y ya no sé si quiero diferenciar: diferenciar a Brilla, que su nombre es verbo, del olor del aguardiente, de Andrómeda, de los besos calcinantes de Hera. Y plaf, ahora decido que se oscurezca, porque soy el dueño de este pequeño cuarto en blanco, sólo para ver cómo se oscurece con Brilla, que su nombre es verbo, que estornuda con sus ojos verdes cuando empiezan a ventear los muertos en el cementerio, cuando nacen andrómedas o narcisos en los estanques, cuando alguna mujer me entierra un grifo en el pecho y me mira impaciente hasta que me ahogo; y entonces el viento cambia de dirección y ya no es Brilla, que su nombre es verbo, sino la señora de la vitrina, y vuelve a cambiar y ahora es Andrómeda mientras las imágenes se juntan en mi mente y me dan un vértigo terrible de tanto andar recordando. “Y todo lo que quieras pedir” te pido que no me dejes caer “y nada se te será negado” Era, no me niegues tu recuerdo porque no puedo hacer mucho más que recordarte cuando el aguardiente sabe amargo, más amargo incluso que saber que no puedo ver amanecer, más amargo que la mujer peinándose frente a la vitrina y más amargo que el vértigo que me da caerme de mi cama, pero ya no hay nada más que hacer, solo esperar a que la enfermera me levante cuando hamanezca, pobrecito, humillado y cubierto en vómito. Menos mal caí de lado, hevitemos la bronco-asfixia.

 

Día cuatro

Despierto con mi cara en mi propio vómito. Me pasé la noche soñando de nuevo con la mujer de la vitrina. La mujer muerta, la mujer anónima, la Gorgona cuya muerte era necesaria para consolidar mi heroísmo. Aunque héroe sería si realmente hubiera sido yo quien mató a la Gorgona, porque de haberla matado tendría sangre en las manos y pintaría flores rojas en lugar de flores blancas. O tal vez pinto flores blancas sobre lienzos blancos como un intento caduco de borrarme a mí mismo, mi pasado, mi escritura, mi pintura, las mujeres, las galaxias, las fantasías de matar a una enfermera gorda, gordísima. No es suficiente, sin embargo, solo pensar en lo que he sido (¿enloquecido?). He sido demasiado pasivo, la luz de esta habitación me ha vuelto loco, ninguna cantidad de flores va a ser suficiente para quitar el olor a muerto o a vómito que quedará ahí para siempre. Nada nunca será suficiente mientras me encuentre aquí adentro. Lo que necesito es volver a besar el aire y abandonar esta puta habitación. Detesto que todo se haya vuelto tan familiar; pero cómo no se iba a volver familiar si lo único que hago todo el día es mirar estas ridículas flores. Cómo no se iba a volver familiar si ni siquiera hay una puta ventana que me deje saber si es de día o de noche, o que me permita comprobar si realmente cada vez que pongo el pincel sobre el lienzo sale una estrella. Veo con toda claridad que en adelante todo lo que no conlleve a salir de este cuarto es una pérdida de tiempo. Así que, en calma, sin pensar en el aguardiente o en la enfermera o en alguna mujer, me levanto, tomo ambos lienzos y abro la puerta que da al pasillo. Al fondo del pasillo está la oficina del Director. Se oyen gritos que vienen de la 301, o tal vez es un llanto, o tal vez me lo estoy imaginando de nuevo porque la precisión quirúrgica con que están dispuestas las luces en el pasillo me marea muchísimo. Del otro lado del pasillo hay un enfermo senil recitando frente al ángulo de la esquina una gramática en esperanto, mientras acusa entre tics a una secta de gramáticos extremistas, que residen en las catacumbas de Madrid según fuentes muy confiables ubicadas en la habitación 301, de haberlo puesto en un manicomio para terminar de configurar su infamia.

Total, termino dándole la espalda al viejo y empiezo a caminar sobre el piso brillante, procurando caminar sobre los recuadros de luz que caen desde las lámparas del techo. Abro la puerta de la oficina del director para que la luz del día me bañe por primera vez en no sé cuánto tiempo. Parece medio día, el Director debió haber salido a almorzar. Necesito besar el aire de nuevo, así que paso por encima del escritorio y pongo la yema de los dedos sobre el vidrio. Veo levemente mi reflejo. Me paso una mano por el pelo. Así debió sentir la señora de la vitrina, aunque quizá no vio en ´si misma los ojos ojerosos, la mandíbula sin afeitar, el pecho flaco y los dedos pintados de blanco. Necesito besar el aire.

La silla del escritorio del director pasó volando por la ventana. Estoy en el marco. Respiro profundo, como no había respirado desde que la señora de la vitrina buscó su propia muerte al estarse peinando. Dejo caer los lienzos, que se deslizan un poco sobre el aire, pero se rompen con el pavimento por lo menos unos siete pisos abajo. ¿Entiendes cómo esto era inevitable? Ahora tienes que escapar, porque es absolutamente necesario hacerlo. Tal vez estando abajo alguien te pinte flores blancas para que tu cadáver no apeste la acera por los siglos de los siglos, pero pocas cosas hubieras podido hacer para evitar acabar parado sobre el ventanal. Menos mal solo está aquella indigente que se arrastra harapienta, con sus ojos verdes, que te mira a los ojos y se peina en el reflejo vidrioso de tus últimas lágrimas; de no haber sido así, si te hubiera visto alguien más que esta mujer, hubiera pensado que lo que pretendes es causarte la muerte, cuando en realidad solo buscas salvar tu propia vida. Tiene que ser así.

      nada
      se te será
      negado”.

Me fue negada para la eternidad la redención por el asesinato de la Gorgona onírica. Ahora lo único que intento hacer es develar entre mis recuerdos algo que sea real, diferenciarlo de las flores blancas, escribir para poder pensar en lo que he sido y darme cuenta de los mecanismos que construyen mi mente. Habría mucho más que decir de Brilla, que su nombre es verbo, de la Gorgona, de mi locura, y de las flores que decoran las puntas de las ramas de mi mente. Tal vez las andrómedas no tengan olor y realmente no sea un muerto lo que hay en la esquina. Será toda esta recopilación una construcción en mi mente, y los ojos de Brilla se parezcan más a zafiros o a simples pedazos de carbón. Tal vez no hubo una galaxia con Andrómeda en primer lugar. Seguramente Era ni siquiera fue. Tal vez todo hasta aquí ha sido la constatación inútil de unos recuerdos apócrifos. Pero quiero creer que esto sí importa, y si todo fuera mentira al menos he contado lo que es verdad en mi memoria.

 

  1. Citado del tío anarquista de Eugenia en la novela –o nivola– titulada Niebla, escrita por Miguel de Unamono. El tío, acérrimo defensor del Esperantro, fue difamado, injuriado, y calumniado por una secta de gramáticos extremistas, que residen en las catacumbas de Madrid según fuentes muy confiables ubicadas en la habitación 301. Para terminar de configurar su infamia, lo pusieron en un manicomio, donde nadie jamás volvió a saber de él.

 

 

 

santiago vesga 350Santiago Vesga
Colombia, 1997. En el 2014 emprende el camino hacia la creación literaria con el cuento “Las más refinadas costumbres”, su primer cuento y fundador de una serie inicial de relatos dentro del cual está “Donde caen los presagios”, con el cual le otorgaron la primera mención de honor en la categoría de cuento del IV Concurso de Escrituras Creativas y Talleres de Creación Literaria de la Bibliored de Bogotá. En la actualidad estudia Literatura en la Universidad de los Andes, en Bogotá, Colombia.

"Recuerdos apócrifos" enviado a Aurora Boreal® por Santiago Vesga. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Santiago Vesga. Foto Santiago Vesga © Camila Vega.

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