Los secretos de las aves en Carurú

yadira segura 250Inédito

 

 

La luz eléctrica de la única calle que tenía el pueblo se había apagado, como se habían apagado los colores de las casas de madera. Eran las doce de la noche y, desde la base militar, se alcanzaba a vislumbrar algún fuego tenue que poco a poco iba desvaneciéndose. Una quietud majestuosa cubría la oscuridad de la selva inmensa, engendrando ese pequeño rectángulo de tierra que decoraba la orilla del río Vaupés. El río estaba silencioso y el ulular del búho se repetía incansable. Carurú dormía un apacible sueño.

Las noches de guardia siempre le parecían largas y el cansancio era inevitable. Una fina capa sudorosa y aceitosa le cubría el cuerpo, rociándolo de calor y frío a la vez. Sentía la humedad pegada a la piel y a las botas de combate; movía con desesperación los pies intentado secarlos. Buscó una silla y se sentó en frente de la garita. Observó a lado y lado y vio que sus otros compañeros de guardia rondaban silenciosos. Sacó del bolsillo de su camisa el último cigarrillo y, con pausado esmero, le extrajo la nicotina y lo rellenó con la poca marihuana que aún le quedaba. Fumó profundamente y exhaló despacio, dibujando humaredas prolongadas que iban alargando su vuelo fantasmal, espantando el revoloteo incesante de mosquitos. ¡Qué paz y qué tranquilidad le ofrecía la noche! ¡Qué grandiosa y sublime era la naturaleza cuando nada la perturba! Cerró los ojos e imaginó que el sonido majestuoso de la selva nocturna sólo se entonaba para él. Una noche sin el ruido escandaloso de las voces humanas y sin el bullicio embriagador de Los luceros —esos indios borrachos que no podían avanzar más de cinco pasos sin caer inconscientes en cualquier parte— y sin el estruendo de las balas, parecía una experiencia quimérica en el paraíso selvático. Inhaló el último resto de cigarro que le quedaba y, en medio de la tranquilidad y bajo el arrullo de los sonidos de la selva, miró fijamente la única compañía real que tenía en las noches de soledad: “Raúl”, fiel compañero de luchas y parrandas y el mejor aliado en el campo de combate. Su fusil lo acompañaba a todas partes. Lo abrazó, con afecto, como sólo se puede abrazar a un gran colega, mientras los recuerdos pululaban.

“Se acuerda, hermano, cuando casi nos matan esos desgraciados. ¡Nos salvamos de milagro! Si no es por Jiménez, no estaría hoy aquí contándole este cuento”—rió con ironía y se quedó unos segundos en silencio, tratando de organizar los pensamientos—. “Uno de los momentos más tristes de mi vida fue cuando vi a Morales tirado sobre la hierba, boca arriba, chorreándole sangre a borbotones. Ya nada le dolía, no tiritaba, ni tenía fiebre. Esos malparidos le dieron ocho disparos y una bala le atravesó el hombro haciéndole un agujero tan grande que la oscuridad le traspasaba la espalda. Por poco, a nosotros también nos matan esos hijueputas”. Las imágenes bullían en su imaginación. Recordó aquella tarde de abril cuando Morales, uno de los soldados más jóvenes de la brigada, sediento y agotado de tanto andar, sumergió la cabeza y los brazos en un pozo de aguas turbias y bebió con avidez, a pesar de que el agua sabía y olía intensamente a metal. “Comenzó a vomitar y a retorcerse de dolor; sudaba como un cerdo y parecía que lo hubiera picado un alacrán y no pudo andar más. ¡Era una maldición!; todo el que bebía de esos pozos contaminados quedaba rezado. Decían las malas lenguas que en estas tierras habitaba escondido entre las piedras un pequeño dorado que la gente lavaba con chorros de agua a presión. Y mire que varias veces se lo dijimos, pero como el pelao estaba recién llegado, pues no nos hizo caso y nos jodió la caminata”.

Regresaban exhaustos, después de erradicar manualmente una vasta zona de cultivos ilícitos en el municipio de Taraira; no obstante, todos querían seguir en ruta antes de que empezara a anochecer. El sargento Peralta dio la orden de continuar; sólo él y cuatro soldados se quedarían atrás para atender al enfermo. Una vez que la tropa continuó, el comandante y sus hombres caminaron con su compañero casi a rastras en medio de la selva densa. Iban lento y rápidamente la noche los sorprendió. La fiebre le aumentaba y el escalofrío lo hacía tiritar. Buscaron un lugar para acampar; un campo discretamente abierto, desahogado de maleza y con árboles corpulentos que resistieran el peso de sus hamacas. Jiménez, uno de los más antiguos, se quedó haciendo guardia y vigilando al enfermo. Esa noche fue distinta a muchas otras noches que habían vivido en aquella jungla espesa; la oscuridad venía cargada de espantos y brujas por todas partes, los ruidos y los animales se oían turbulentos y el río rugía desesperado. Parecía que los chamanes los habían hechizado. Esta fue la última vez —hace ya más de cuatro meses— cuando Julio Bernal creyó que no volvería a ver la luz del día.

“Gracias a Dios, reaccionamos rapidito, porque si no esos desgraciados nos hubieran dado candela a todos esa noche” —dijo a su fusil, frunciendo levemente el ceño. Emocionado y con los ojos completamente abiertos, recordó cuando, sobre las cuatro de la madrugada y al escuchar ruidos muy extraños, el soldado Jiménez vio varios guerrilleros avanzar silenciosos hacia ellos. Bernal descansaba en su hamaca; había asegurado muy bien el toldillo para evitar la picadura de mosquitos. Los sonidos de la noche eran un dulce arrullo y todos dormían plácidamente, menos Morales que se retorcía de dolor. De pronto, un fuerte disparo los despertó y, como un llamado de ultratumba, se escuchó la voz espectral del soldado Jiménez: “¡Refuerzoooo!”. “Aparecieron guerrilleros por todas partes, como chulos carroñeros, pero pudimos hacerle frente a esos malparidos” —dijo, mientras recordaba nítidamente el ruido ensordecedor de los fusiles y los gritos que se escuchaban al caer los cuerpos. Todo pasó en cuestión de segundos; no hubo tiempo de pensar, sino de reaccionar, y un tiroteo fue la estruendosa serenata que recibieron la madrugada de ese sábado. Bernal miró a su interlocutor con impaciencia, parecía que las palabras se le atragantaban, y continuó su relato. “Recuerdo que me levanté del suelo muy despacio, con el cuerpo completamente empapado y no quería saber si lo que me estaba chorreando por el pecho era sangre o sudor. ¡No podía creer que estuviera vivo! La noche nos protegió y, gracias a Dios, logramos acabar con esa maldita plaga; los fulminamos como ratas”.

Daba la impresión de que el amanecer no anhelaba despertar pronto. Se acomodó en la silla de plástico, pues ya sentía la espalda entumecida. Uno de sus compañeros de guardia se le acercó para pedirle un cigarrillo. Buscó dentro de los bolsillos, esculcando hasta al fondo, pero no encontró nada. “Lo siento, hermano, el último que tenía ya me lo fumé” —le dijo, encogiendo los hombros con tono de resignación. Luego miró nuevamente su fusil y lo estrechó contra el pecho. Parecía embriagado de recuerdos y no podía dejar de pensar que, irónicamente, por esa pavorosa hazaña, por la acción heroica y temeraria de matar al enemigo, por el infortunio pero también por el buen destino que los llevó a pelear esa noche contra la muerte, la vida le había permitido abrazar hacía ya cuatro meses a su adorada Amalia. Morales fue el único que se llevó la placa honorífica a la tumba; los otros tres soldados fueron premiados con quince días de descanso.

Se levantó de la silla, dejó a Raúl apoyado contra la pared e inspiró profundo. Caminó alrededor de las garitas. Los sonidos de los grillos se agudizaron, los sapos croaron con una intensidad inusual y la noche resurgió en la oscuridad más clara. Una insondable tristeza no lo dejaba respirar sin emitir hondos suspiros. Llevaba incrustado en los recuerdos la mirada brillante e inocente de su hija, la pequeña sonrisa que lo despidió la última vez que pudo oler el aire tibio de la dulce ciudad de Bogotá.

Al día siguiente, el río amanecía manso y estiraba su piel todavía imperceptible, mientras el tapiz plateado y las pinceladas de selva verde no terminaban de dibujarse sobre sus aguas. A lo lejos, se escuchaba el cacareo de los gallos y el ladrido de los perros entonando al unísono cantos discordantes. Como todas las alboradas, los soldados se preparaban para realizar sus tareas habituales. Corría el rumor de que al otro lado del río se estaba convirtiendo en refugio de subversivos, por lo que esta vez ingresarían en las profundidades de la Selva. Antes de salir, Julio Bernal guardó la foto de su hija en el bolsillo izquierdo de su camisa.

Llevaban suficientes provisiones para acampar dos o tres noches seguidas y las lanchas voladoras los estaban esperando. Descendieron y la selva, inabarcable a simple vista, bullía su follaje dándoles la bienvenida; todo olía a amanecer, a lluvia y a música. Era contradictorio ver tanta vida e imaginar la pequeñez humana que se escondía bajo el manto de la jungla, intentando extirparle sus entrañas y profanando el templo sagrado de la vida. La selva quería cantar, pero la oían llorar; la selva quería sonreír, pero le arrancaban los dientes.

Avanzaron durante horas, siguiendo el rumbo que les trazó su comandante; era difícil patrullar esas tierras adustas e inhóspitas. Con los fusiles bien empuñados, la cara camuflada y la espalda encorvada, la tropa marchó apartando la maleza espesa que le trenzaba el paso; siempre vigilantes, expectantes al mínimo ruido, pero sobre todo transitando con cautela para no tener el infortunio de tropezar con alguna mina quiebrapatas. Llegaron a un terreno menos abrupto. El día dobló una de sus alas y el hambre no se hizo esperar.

Después de almorzar, Julio Bernal y su amigo Rafa, el santandereano, decidieron inspeccionar el lugar. Corrieron hacia la parte más empinada del bosque y allí, con la habilidad de un mono, Rafa trepó hacia la cresta de una gigantesca ceiba, mientras que su compañero de batallas, subido en un pedrusco enorme y con el teléfono en una de sus manos, alargaba y alargaba inútilmente el brazo, intentando rastrear algún tipo de señal. La gente de estas tierras creía que desde que el señor del narcotráfico se había expandido en las selvas olvidadas, en la arboleda más encumbrada anidaba un extraño espectro que el ojo del águila alcanzaba a vislumbrar. Otros decían que un nuevo demonio había tentado a la madre naturaleza, porque en sus profundidades también se había expandido ese temible mal.
     —¡La encontré —dijo la voz ronca del santandereano—. !Quihubo, mano. Venga, suba rápido!
     —¿En dónde está, hermano? ¡No lo veo!
     —Aquí, mano, en el árbol. ¡Suba rápido!

Bernal no tardó más de un minuto en trepar el tronco macizo; subió rápidamente, pero… al llegar a la cima, una estruendosa carcajada lo apabulló y su entrañable amigo lo miraba con tono burlesco y picarón.
     —¡No joda, hermano! No me haga eso —gritó desilusionado.
     —No me mire rayado, mano; es sólo una broma pa olvidar las penas —dijo el santandereano, echándole el brazo por encima de los hombros.

Los dos escalaron el árbol hasta agarrarse a una robusta rama que, muy alta, sobresalía por encima de la arboleda, y allí se sentaron a observar el impresionante espectáculo selvático. El viento los movía levemente y una sensación de libertad los hizo estremecer. En medio de una escena prodigiosa, deslumbrados por el verde infinito, se dejaron transportar entre el alegre silbido de los pájaros y el graznido de aves rapaces sonando de fondo.

La tropa continuó el camino durante tres horas hasta que, al llegar a un terreno menos abrupto, Rafa descubrió un extraño artefacto que sobresalía por encima de la hierba. Las intensas lluvias de días pasados habían lavado el terreno y el suelo estaba al descubierto. “¡Mi sargento, mi sargento! ¡Mire, aquí hay un cable suelto!” —gritó, asustando, e indicándoles a sus compañeros que no se acercaran. El comandante rápidamente inspeccionó el lugar, se inclinó con nerviosismo y cuidadosamente separó la tierra con la punta de los dedos y, al ver lo que era, se apartó con brusquedad.
     —Mi sargento, ¿puedo ayudarle?
     —¿Ayudarme…?, ¡No ve, Bernal, que es una bomba!
     —Sí, sí, lo sé, pero déjeme ver si puedo hacer algo.
     —¿Y qué va hacer usted que yo no sepa?
     —Mi sargento, acuérdese que hace poco hice un curso de remoción de minas quiebrapatas.
     —¡Ah, sí; es verdad! ¿Y por qué no me lo había dicho antes, carajo? ¡Venga, venga, rápido! ¡Revise con cuidado esta vaina!
     —¡Como usted mande, mi sargento!

Después de examinar el explosivo, Bernal ratificó que ciertamente se trataba de una carga muy peligrosa y no se atrevió a desactivarla; debían actuar con cautela. Lo mejor era pedir ayuda a los expertos. Inmediatamente, el sargento Peralta se comunicó con su homólogo el Sargento Cristóbal Zapata, responsable de la unidad de minas antipersonales en el Vaupés, pero ya era casi de noche.

A las diez de la mañana del siguiente día, los artificieros ya habían corroborado la sospecha; se trataba de una potente mina quibrapatas, suficiente para desintegrarle las piernas a medio batallón. Antes de empezar la remoción, revisaron cuidadosamente el terreno, descartando la existencia de otros artefactos o cualquier obstáculo de tropiezo, cables, alambres o cuerdas sueltas. Nerón, el labrador negro guardián de la unidad, realizó la exploración habitual; olisqueó por todas partes y un paraje con grandes matorrales le llamó reciamente la atención. Dio varias vueltas en círculos continuos intentando traspasar la maleza, pero la arboleda embrollada le impidió proseguir; entonces, agitó el rabo desesperadamente y finalmente se sentó. Dos soldados se acercaron para indagar lo que con tanto esmero intentaba descubrir el labrador. Los bejucos gruesos y las lianas más finas, trenzadas, formaban una urdimbre natural muy cerrada, difícil de traspasar. Detrás de esa gran red alcanzaron a vislumbrar una especie de montaña camuflada y, creyendo ver un campamento guerrillero abandonado, rompieron el bosque embrollado con gran dificultad y traspasaron la maleza. Para su sorpresa, frente a ellos, como un espectro antiguo, apareció una madriguera atiborrado de municiones, explosivos y granadas. Los jóvenes empuñaron sus fusiles y corrieron rápidamente para dar la voz de alarma, pero desgraciadamente, antes de avanzar más de tres metros, una brutal balacera los fulminó y los arrojó intempestivamente contra el suelo.

De repente, la selva calló sus voces y abrió el escenario para que la orquesta humana iniciara su actuación. Los fusiles resonaban acallando el silbido de las aves que, asustadas, tropezaban con las nubes blancas dejadas por el impacto de las balas. Los animales huían despavoridos, los árboles lloraban por las heridas profundas que los traspasaban y el aire se asfixiaba por el penetrante olor a pólvora quemada. Velozmente, el olor a muerte se propagó. Era desgarrador ver el escenario donde la vida ubérrima de la naturaleza perdía su esplendor y poco a poco se apagaba, cerrando sus ojos, disipando su música y languideciendo su color.

Julio Bernal no paraba de disparar y el sonido de las balas se extendía como ráfagas de fuego sobre la luz matutina. Caían hombres de lado y lado, en un combate desgarrador. En medio del pavor y la confusión, vio cómo uno de sus compañeros imploraba ayuda con desesperación. En esos momentos, cuando el valor es más poderoso que la propia vida, no se puede pensar, sólo actuar. Sin razonar y tratando de esquivar las balas, corrió hacia el lugar donde agonizaba su amigo; se deslizó por entre los árboles, pero el miedo le impidió ver con claridad y tropezó con dos cuerpos tendidos sobre la hierba. Se levantó completamente ensangrentado. Rápidamente, avanzó hacia el soldado herido que se encontraba derribado sobre un charco de sangre, muy cerca de la entrada del campamento. “Alguien necesita ayuda” —dijo el herido, con voz entrecortada. Bernal se deslizó casi serpenteando y pudo ver que detrás, muy escondido, se ocultaba otro rancho o una choza de baja altura. Se acercó y no vio nada, pero una voz lo hizo reaccionar: “¡Ayúdenme, por favor!”. Apartó la maleza que camuflaba una puerta de madera y empujó levemente. El lugar era oscuro y al fondo se alcanzaba a percibír la silueta de un hombre que llevaba amarrada al cuello una cadena. Era un joven de aproximadamente veinticinco años. Sin pensarlo, descargó una bala sobre las cadenas y, milagrosamente, se abrió un eslabón. “¡Tranquilo!, lo sacaré de aquí” —le dijo, casi susurrándole. El joven, al verse liberado, salió en estampida, pero Bernal lo detuvo con brusquedad, lo tranquilizó y le explicó que debían ir con precaución y esperar hasta que la balacera declinara.

Parecía que el infierno había terminado. Bernal, que era corpulento y fuerte, cargó al herido sobre sus hombros y los tres empezaron a correr intentando protegerse con los árboles. “No se separe de mí, cúbrase conmigo y no se detenga. ¡Vamos!” —dijo con firmeza, al joven encadenado. El recorrido se les hizo interminable, pero, de pronto, se oyeron disparos. Bernal cayó herido con su compañero a hombros.

El color cálido del día se mezcló con el rojo de la sangre. Riachuelos tibios fluían sobre el plantío de cuerpos deshabitados; la mañana caía sombría y triste. Bernal agonizaba; su uniforme de soldado raso, pegado de sudor y sangre a la piel, lo asfixiaba contra la tierra caliente. Su mente no paraba de atajar recuerdos y momentos felices. La imagen de su hija se le metía por cada herida, hurgándolo y rasgándolo. Le dolía el alma, le dolía la vida. El día avanzaba y parecía que el mundo se había olvidado de él.

Bogotá amanecía. Eran aproximadamente las cinco y media de la madrugada y la luz tenue empezaba a dibujar la silueta de las montañas. Sebastián observaba el tráfico que avanzaba apresurado por la carrera séptima. Abrió la ventana y respiró profundamente. ¿Estaría soñando? No podía creer que estuviera sentado en su balcón, contemplando la ciudad y sintiendo el aire fresco. Se observó las manos resecas y envejecidas, cerró un poco más las solapas de su bata de paño escocés, encendió un cigarrillo y fumó pausadamente. Le complacía escuchar el ruido de los automóviles y de los autobuses que a esas horas del día iniciaban el concierto estruendoso de pitos y frenazos; era una audición celestial para sus oídos acostumbrados a los chillidos de las aves, al aullar de los monos o a los silencios interminables de los árboles. Se sentía liviano, el cuello no le pesaba; tenía una extraña sensación de libertad y opresión a la vez.

A medida que aclaraba, los cerros se imponían y sus largas cabelleras verdes se extendían sobre los edificios que las horadaban. Era doloroso ver la fertilidad de las construcciones, amontonadas en las faldas de las montañas. Un sentimiento de repudio le provino de repente, al recordar, en el arbolado intercalado que tenía ante sus ojos, el espantoso cautiverio que vivió en esas casas por donde pasó y en las que tuvo que habitar largas y cortas temporadas. La luz del día empezaba a molestarle; se levantó de la mecedora, cerró la puerta del balcón, bajó las persianas e intentó dormir. En silencio, ensimismado en los recuerdos, lentamente fue profundizándose.

A las siete de la mañana, hora pico en Bogotá, la afluencia de tráfico por la carrera séptima atragantaba la vía que bramaba desesperada. El crujido de autobuses, camiones y automóviles lo despertó súbitamente. Sin saber en dónde se encontraba, abrió los ojos con espanto y en un solo movimiento quedó sentado sobre la cama. La cabeza le giraba como si estuviera ebrio; se llevó las manos alrededor del cuello buscando las cadenas y, poco a poco, fue recobrando la conciencia. Los pensamientos se fueron dilucidando, estiró las piernas y sintió la suavidad de las sábanas; llevaba tanto tiempo sin dormir en una cama limpia que el orden y el confort le incomodaban. Se levantó y abrió persianas y ventanas; quería saber si realmente amanecía. Deseaba verlo todo, ver la luz, respirarla y palparla.

A las doce del mediodía, Julio Bernal aún podía oler el plomo de los fusiles. Una sola imagen ocupaba su mente en esos momentos: la de su niña, la de su pequeña Amalia. “¡Perdón, perdón!” —gritaba en silencio, con los labios agrietados de tanto rezar. ¿Cómo no iba a contarle nunca más cuentos de monstruos y fantasmas en las noches lluviosas? ¿Cómo no iba a tocar sus manitas frías para arroparlas y besarlas? ¿Cómo no iba a verla reír y corretear por el patio de su casa? ¿Cómo no iba a abrazarla y decirle lo mucho que la amaba? ¿Cómo no iba a verla crecer?

“¡¡Nooo!! Dios mío!, ¿por qué no puedo levantarme?” —pensaba, mientras las lágrimas le surcaban levemente el rostro ensangrentado. Narcotizado de tanto dolor, inútilmente intentó levantarse; quiso hablar, pero tenía la boca paralizada de resequedad; procuró levantar los brazos para buscar en el bolsillo de su camisa la foto de la niña, pero no tuvo fuerzas. Entonces, sin otro aliento que esperar lo ineludible, se aferró a la única compañía que le quedaba, sus pensamientos. Conversó con sus muertos, con su padre; aquel viejo que nunca tuvo cerca ni siquiera después de haberlo enterrado y al que ahora recordaba con admiración, sin odios ni rencores; su imagen se le revelaba intercalada entre nubes y pájaros. Ahí estaba él, el hombre que le había enseñado a llorar sin sentirse avergonzado. “¡Oiga, papá!, qué pesar que usted ya no pueda respirar el aire de estas selvas, ni pisar con los pies descalzos la hierba de estas tierras. Si sus ojos a través de los míos lograran ver el color de los tucanes y las aves que vuelan sobre mí, o si tan sólo alcanzara a escuchar el sonido del agua sobre las piedras en donde hace algunas horas calmé la sed, seguramente jamás partiría de aquí”.

Intentaba oír alguna voz, pero la soledad era su única compañía. Ni siquiera a Raúl podía contarle su desgracia; estaba completamente solo y los únicos que lo oían en ese inmenso campo desolado eran sus pensamientos que no paraban de girar. Pensaba en el mundo, en ese lugar hermoso y mágico en el que había crecido y que jamás abandonaría. Le parecía que en su tierra natal los secretos de las aves nocturnas viajaban a través de la savia de los árboles, engrosando sus troncos, y que el sol se cubría con mantas de hilo de oro que lo hacían brillar como en ningún otro lugar. Alcanzaba a imaginar las lunas que encendieron sus caminos en esas largas noches de selva; eran tan espléndidas, que parecía que no era la luna la que alumbraba los caminos, sino éstos los que la iluminaban. Creía que el tiempo de su casa, de esa tierra fecunda y majestuosa que lo vio nacer, como ningún otro tiempo, se había quedado enredado en la piel del bosque para no avanzar.

Don Manuel Echavarría era un reconocido empresario y político bogotano de cincuenta y cinco años, pero tenía la apariencia de un hombre de setenta. Los últimos dos años se le habían convertido en una interminable pesadilla; la angustia y desesperación de no saber si Sebastián seguía vivo o muerto le habían hecho pasar los momentos más lacerantes y desgraciados de su vida. Sus ojos curtidos de dolor no dejaban de contemplar al hijo recién llegado; lo observaba con prolijidad, asombrado al verlo, pero también al no verlo. Había cambiado tanto que la juventud, quebrada bajo la piel gruesa y enrojecida, parecía en él un antifaz. La voz fuerte y recia de aquel joven estudiante de Ciencias Políticas, ahora salía apagada y cansada, y cada palabra que pronunciaba traía el lamento de una historia totalmente desconocida para él. El joven alegre y de sonrisa afable había desaparecido; sólo quedaba un hombre de mirada rígida, con las manos callosamente enrojecidas y los pies atiborrados de heridas. Su aspecto era enfermizo y hondamente apesadumbrado. Don Manuel lo abrazó, como queriendo recuperar el tiempo perdido e intentando abarcarlo en toda su existencia; lo besó con ternura. Lo sentía tan indefenso y pequeño. Era su niño, el que arrulló en sus brazos antes de dormir; el que lloró desconsoladamente sobre su regazo al perder su pelota de fútbol; el que le escribió una carta a Dios preguntándole por qué los hombres se morían; ese hijo al que un día encontró en su habitación, casi muerto, por culpa de una sobredosis; el estudiante ejemplar que escribía los mejores artículos en la Facultad de Ciencias Políticas; el poeta y el pianista.

Habían pasado veinticuatro horas de su rescate y los teléfonos no paraban de sonar; los periodistas lo asediaban, pero él no deseaba hablar con nadie. Aunque se sentía físicamente deshecho, quiso permanecer en casa; lo que menos anhelaba era respirar el olor a fármaco de los hospitales o ver las batas blancas de médicos y enfermeras avanzando como fantasmas detrás de la muerte; prefería sentir el calor y el olor a comida de su casa; no quería ver a nadie, estaba harto de desconocidos. Dos años y tres meses en cautiverio le habían parecido una eternidad. Su condición de niño rico la tuvo que pagar con creces. Dejó de ser un prestigioso estudiante de modales refinados, un joven de grandes proyectos y una carrera política ambiciosa, para convertirse en un rehén, en un don nadie, en un triste caminante. Allí, ya no era el patrón, sino un prisionero y un pobre hombre avasallado. Lejos estaba su suntuosa mansión; de la noche a la mañana se había transformado en un andrajoso transeúnte de la selva, cuya morada era una habitación fría y oscura en medio de la nada o las paredes del monte de las que colgaba su vieja hamaca. Atrás había quedado su penthouse y su cama confortable; dormía en cualquier parte, en cualquier rincón, en cualquier suelo húmedo y duro. Atrás había quedado su lujoso auto, ahora eran sus piernas las que avanzaban kilómetros y kilómetros sobre suelos quebrados y cenagosos. Los trajes de marca y los zapatos de lujo se habían convertido en sudaderas baratas y en un par de botas de caucho; la vajilla de porcelana, en ollas de aluminio o en envases de plástico. Atrás habían quedado sus amigos, el rioja y el caviar.

Agarrado a una rama, un guacarí lo observaba con angustia y desolación. Daba la impresión de que a través de los ojos entristecidos del animal el mundo se despedía de él. Y como si se tratara de una terrible premonición, el mono se marchó, saltando de árbol en árbol, hasta que desapareció. Bernal no lo vio, porque la mirada ya se le había apagado y sólo le quedaba la luz del eco imperceptible de la voz en los recuerdos. Dónde estaría Zenaida, su bella india de piel canela, dónde estaría esa mujer con alma de miel en la que había guardado sus últimos besos. Qué no daría por sentirse embrujado nuevamente por ella; por esa india a la que sólo a él le parecía bella. Bebería mil veces más el licor del chiric sanango machacado en aguardiente con el que ella le arropaba el corazón; oiría mil veces sus rezos y conjuros con los que lo había hechizado; olería mil veces el aroma del chundún que traía en sus pequeñas manos y con el que tantas veces lo había atado a su cuerpo. Si pudiera, la traería con él, a ese lugar en el que a pesar de la luz del día empezaba a sentir el amparo de aquellas lunas que sólo salen para el sol.

A las doce del día, Julio Bernal aún conservaba la vibración que despierta la fuerza encantadora de la naturaleza. Hablaba sin palabras, y su voz, pálida, resonaba en el espacio que se le presentaba inmensamente mágico. Recordaba el río plateado donde las casas, las nubes y los árboles parecían existir más allá de la belleza. “Nunca antes había estado tan triste; siento nostalgia por esos atajos que eran nuestra casa, nuestro refugio, nuestros hijos. Si pudiera quedarme, jamás me marcharía. ¡Mire mis manos, papá!; están untadas de barro ensangrentado. ¡Los escuchas! ¿Por qué ha llegado tan rápido la noche?”

Desde aquel tres de mayo llevaba los sentimientos y pensamientos entumecidos, en un letargo del cual aún no lograba despertar. En su propia casa se sentía enclaustrado, atado, y cualquier ruido lo hacía temblar con una punzante opresión en el pecho que le impedía respirar con serenidad. La imagen de Bernal, ese valiente soldado que no dudó en morir por salvarlo de aquel temible infierno, lo atormentaba y se le repetía incansablemente. Los pensamientos lo torturaban. ¿Cómo había podido ser tan canalla, tan ruin, tan infame? ¿Cómo había sido capaz de abandonarlo en ese tenebroso campo de la muerte? ¿Cómo no tuvo el suficiente valor para ayudar a quien dejó por él la vida, exponiendo su cuerpo como escudo para protegerlo del impacto de las balas?
     —Huí como el peor de los cobardes, papá. Sólo pensé en mí y dejé abandonado en esa selva de muerte a quien me salvó la vida. No merezco estar aquí; soy un canalla. ¡Cómo pude ser tan inhumano, tan despreciable!
     —¿Y qué más podías hacer sino correr y correr en medio de las balas? ¡Era tu vida, hijo! Si te hubieras quedado, también te habrían matado. No siempre tenemos la suerte de controlar el timón; son las circunstancias las que dirigen nuestros pasos. Cuántas veces nos gustaría estar a un lado de la orilla, pero el agua nos arroja al otro lado violentamente contra las olas, y nada podemos hacer, sino nadar y nadar e intentar salir sin importar a qué orilla llegamos. ¡Así es la vida! Unas veces la vida está de nuestra parte, pero otras, no.

Mientras don Manuel le hablaba, Sebastián estaba absorto en sus pensamientos. No podía evitar recordar el momento en que Julio Bernal cayó herido en el campo de batalla; no se le quitaba del pensamiento el instante en el que él, sin rumbo y con desesperación, corrió hasta llegar a una valla natural tejida con troncos finos de arbustos silvestres, resguardada bajo la sombra de un caucho levemente torcido. Volvió a revivir esos momentos en los que estuvo horrorizado, sintiendo que el corazón le iba a explotar y las piernas se le doblaban escuálidas. Aún podía oír el ruido incesante de los fusiles que lo obligaron a agacharse, a invisivilizarse, a cerrar los ojos, esperando que alguien lo pudiera ayudar, mientras el silencio mustio y el olor penetrante de la tierra herida levantaba el vuelo; parecía que las aves y los animales estaban aterrorizados como él, escondidos en algún nido o cueva, anhelando que todo retornara a la normalidad. “Recuerdo que al oír unas voces apreté los dientes muerto de pánico y me arrastré intentando mimetizarme con la naturaleza. Pensé que venían nuevamente por mí, papá. Tirado en el suelo, vi cómo un par de botas me rozaban la cara. Levanté la mirada, temiendo encontrarme lo peor, pero el sol me obnubiló. Le pedí a aquel hombre, a aquella sombra inmensa, llorando de pánico y con la voz entre cortada, que no me matara”. Don Manuel lo abrazó durante un largo rato, se secó las lágrimas y continuó escuchándolo. “¿Quién es usted? —me preguntó—. Yo no sabía qué contestar, el cuerpo me temblaba y el sólo hecho de imaginar que me llevaran con ellos me aterrorizaba. Prefería desaparecer a volver a vivir esa horrible pesadilla. Estaba dispuesto a huir, a morir, pero…, antes de empezar a correr, vi que el hombre de las botas llevaba uniforme de soldado raso. Intenté levantarme del todo para verle el rostro, pero una fuerte patada me derribó y, con voz áspera y acento santandereano, gritó: “Mi sargento, mire lo que he encontrado. ¿Le doy candela a este hijueputa?”. “¡Soy un secuestrado! —grité, como si fuera la última frase que pronunciara antes de morir, y le enseñé las cadenas que llevaba amarradas al cuello—. Fue así como varios soldados se acercaron para ayudarme. En esos momentos sólo pensé en salir de allí y, aunque me acordé de Bernal, no dije nada, papá. Quería alejarme lo antes posible; no dije nada por el temor a que me obligaran a regresar a ese lugar, por el temor a retrasar mi libertad. Si hubiera tenido el valor de decirlo lo habrían asistido y en estos momentos estaría vivo, pero no fui capaz. Soy el peor de los canallas”.

El padre no podía ignorar que, en ciertas circunstancias y cuando la vida propia es la que pende de un hilo, por esa falta de abnegación y de hidalguía que suelen tener los oligarcas, siempre era mejor que la muerte y la desgracia fuera a la caza de los más desamparados, porque parecía que en ellos la muerte era menos muerte y la desgracia menos desgracia. Don Manuel, en su condición de “político intachable” y con la falsa moral que lo rondaba, alcanzaba a imaginar lo que sería su gran discurso; las vaporosas palabras que calmarían el intenso dolor de los familiares de las víctimas de esa absurda guerra. Este era el precio de la muerte en un lugar curtido en la injusticia, la corrupción, la represión y la miseria.

Sebastián sentía repugnancia; había vivido toda su vida rodeado de comodidades y no podía ignorar los motivos por los que su familia se había convertido en una de los apellidos más prestigiosos del país. Sabía que en situaciones como estas cualquier político aprovecharía la ocasión para sentirse humanitario, y su padre no era la excepción. Sus palabras le resbalaban como el agua; en su mente sólo se alojaba la mirada sincera del soldado que lo había liberado y el repicar incesante de las balas. No sabía qué infierno le resultaba peor; el de allí, atado miserablemente a unas cadenas, o el de aquí, esclavizado a ser una simple maqueta de exhibición. Tantos meses, días y horas sin poder ver el día, sin saber si oscurecía o amanecía, habían cavado hondo en él; tanta escasez y penuria le habían enseñado las entrañas del dolor y la pobreza. Se sentía abandonado, el rencor lo consumía y la sola idea de vivir nuevamente en Bogotá lo horrorizaba. “Sabes, papá, de tanto aire puro que respiré en esa selva húmeda mientras estuve en cautiverio, siento el alma enmohecida. El andar por caminos iluminados de lunas llenas y el pulular constante de las aves al aproximarse la madrugada ya no me emociona” —cerró los ojos un momento, intentando evadirse del sonido de los teléfonos. Sabía que el cantar de los pájaros no volvería a ser la melodía que acostumbraba a despertarlos las mañanas en la finca de su abuelo y que al unísono escuchaba entre arrullos matutinos, mezclada con el aroma de café fresco preparado por la abuela. También sabía que el aire y los árboles de su tierra natal estaban infestados de dolor y que las lunas se habían ido por otros caminos. Los teléfonos no paraban de sonar y los periodistas lo asediaban. No quería hablar con nadie; sólo pensaba en respirar otros aires, en ver otras lunas, en despertar en otros amaneceres.

Dos meses después del rescate, Sebastián decidió continuar sus estudios de Ciencias Políticas en Londres. Anhelaba retornar al primer día; volver a nacer en un lugar donde las aves pudieran volar sin que el impacto de los rifles perforara sus alas, donde los niños y los jóvenes no abonaran con sus cuerpos la tierra, donde todos sembraran y los pobres no fueran pobres y los ricos no fueran ricos; un lugar donde el hambre no fuera el combustible de los fusiles, ni el trabajo de los humildes la crianza de los acaudalados; un lugar donde la riqueza habitara en las manos antiguas y en la mirada gris de los abuelos.

Amalia jugaba en el jardín del patio de su escuela; removía la tierra y, con el dedo índice, trazaba un paisaje sobre el suelo mojado: una casa de campo, un árbol grande y un cercado. De repente, miró un pequeño bulto que dormía pegado al tronco de un nogal; era un pájaro rojo que yacía muerto. Lo observó con profunda tristeza y, con las manos untadas de barro, lo abrigó con la ilusión de revivirlo y verlo cantar, pero ya era tarde. Lo dejó al pie del árbol y lo cubrió con hojas secas.

Al salir de la escuela y ver a la abuela Carmen, los ojos le brillaron y una sonrisa espléndida le iluminó el rostro. Iba saltando y cantando de alegría, pues era viernes y tendría toda la tarde libre para jugar. Mientras caminaban, la anciana la llevaba de la mano y escuchaba las historias que su nieta le contaba con lujo de detalles. Atravesaron la Plaza de Bolívar a la par que las palomas volaban asustadas tras los correteos de la niña. Subieron por la calle once hasta la carrera séptima. Vivían en un apartamento en arriendo, al Sur de Bogotá, desde el que se podían ver los cerros de Monserrate y Guadalupe. El cielo estaba despejado y la iglesia de la montaña erguía su torre blanca dibujándola sobre el tapiz completamente azul. Los árboles brillaban y el funicular parecía sonreír. Amalia abrió aún más la ventana para poder ver ese inmenso paisaje que se colaba hasta los bordes de sus pequeños ojos marrones; observaba y observaba con asombro, como si fuera la primera vez que sintiera la luz de aquella tarde. “¡Abue, abue, mire qué bonito está todo!” —gritó la niña. La abuela acercó una mecedora y se sentó frente a la ventana; la abrazó, le dio un beso en la mejilla y la puso sobre su regazo. Las dos se quedaron embelesadas mirando la inmensa montaña que se imponía ante sus ojos. “Había una vez un señor que dormía en las alturas —dijo la abuela, mirándola con ternura— y no podía despertar, porque los rezos de la gente lo profundizaban en un intenso sueño, pero… sólo dormido podía escuchar a los enfermos y, desde allí, les arrojaba pequeños granos de maíz dorados donde habitaba la señora salud, una huésped muy elegante. Cuentan que cuando un enfermo abría el grano, salía una luz tan brillante que los transformaba y todos los males desaparecían.
     —¿Todos? ¿Y si era cojo o ciego? —preguntó Amalia.
     —Todos, hija; incluso los peores males del alma. Por eso los domingos la gente suele hacer penitencia y, de rodillas o descalzos, suben la colina para rezarle al Señor Caído de Monserrate.

El teléfono sonó y Carmen se apresuró a contestar. Al escuchar la noticia, sintió que caía en un abismo oscuro y profundo; todo el dolor se le amontonó en las entrañas y, por un instante, se desvaneció. La belleza había desaparecido, le dolía el alma. Se observó las manos para ver si eran reales y con el semblante paralizado le pidió a la Virgen Santísima que lo que acababa de escuchar no fuera cierto.
     —¡Dios mío. No puede ser!
     — ¿Qué pasa abuela, por qué está llorando?
     —Nada, hija. No pasa nada.

En el Cementerio Central de Bogotá, la niña dibujaba pequeñas figuras sobre la tumba de su padre. No alcanzaba a imaginar la inmensa tristeza que se ahondaría en su alma. En lo único que pensaba era en no ir a la escuela al día siguiente y en observar las líneas negras que la tierra, aún húmeda, diseñaba en las esquinas de sus uñas. No comprendía por qué su padre estaba muerto; tenía la esperanza de verlo pronto y darle un fuerte abrazo; seguramente ya no le contaría historias de fantasmas, sino cuentos de guerras y soldados. Sin percatarse, llevó las manos a la boca.
     — Abuela, ¿por qué la tierra sabe a madera?
     — Porque los verdaderos troncos, los árboles que están hechos de madera maciza, no se desprenden de su propia tierra y en ella mueren.
     — ¿Y sus hojas?
     — Si no hay hojas nacerán otras, pero el tronco, por viejo y cansado que esté, siempre cargará el peso de sus ramas.

La abuela, con la mirada cristalina y el rostro apesadumbrado de tanto llorar, intentaba explicarle a su nieta que algunas hojas eran arrastradas por el viento hacia otros lugares, anhelando unirse a otros troncos quebradizos que al morir no dejaban rastro, pero que el gran tronco del que habían bebido toda su savia hasta desangrarlo, jamás moriría.

Mientras doña Carmen levantaba la maleza que cubría la lápida donde reposaban, desde hacía cinco años, los restos de su esposo y ponía flores blancas y rojas en la tumba de su hijo, Amalia pintaba un árbol alto y frondoso del que colgaban, como hojas cargadas de humedad, lunas desteñidas que iban goteando pedazos de caminos.

Dicen que al soldado Bernal le hicieron brujería de la mala, a pesar de que la india Zenaida lo tenía bien rezado. Por eso, ni el veneno de las cuatro narices que lo mordió cuando dormía en la garita, ni la granada que le cayó a los pies cuando intentaron bombardearlos, lograron matarlo. Pero esta vez ya estaba sentenciado; no había rezos ni brebajes que lo pudieran salvar. El papa malo se transformó en bala y le atravesó el cuerpo.

 

yadira segura 350Yadira Segura Acevedo
Colombia, 1966. Doctora en Estudios Filológicos por la Universidad de Sevilla - España, Magistra en Literatura por la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá, Licenciada en Español y Lenguas por la Universidad Pedagógica Nacional y Licenciada en Filología Hispánica por la Universidad de Sevilla. Trabajó durante varios años en docencia universitaria, a nivel de Pregrado y Postgrado, en la Pontificia Universidad Javeriana y en la Universidad Santo Tomás de Bogotá. Posteriormente, estuvo vinculada a la Universidad Pedagógica Nacional y a la Universidad de La Salle de Bogotá. Ha realizado investigaciones y escritos relacionados con la literatura, la semiótica, la estética, la antropología y la pedagogía. En cuanto a la creación literaria, escribe poesía, cuento, novela y ensayo. Vive en España desde 2004.

 

"Los secretos de las aves en Carurú" enviado a Aurora Boreal® por Yadira Segura Acevedo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Yadira Segura Acevedo. Fotos Yadira Segura Acevedo © Irene Margarita García Fernández.

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