Miguel Rodríguez Otero - La conversación pendiente

Mi hermana siempre ha estado un poco loca, lo sabemos todos en la familia, pero yo he preferido no decirle nada: ella es sensible, y éste un tema difícil de tratar que provoca comentarios incómodos en reuniones navideñas y cumpleaños. Hay cosas de las que quizás no hay por qué hablar, tampoco son tan importantes. A las muñecas con las que jugaba de niña, de hecho, no parecía importarles su estado de salud mental, y participaban con ella en conversaciones absurdas que nadie entendía, asuntos privados sobre otros juguetes que no vivían en la casa pero que formaban parte de su círculo de amigos. Siempre hubo un aparte, un mundo distante y diferenciado en el que se refugiaba y hablaba de cosas misteriosas a las que los demás no llegábamos. La buscábamos, pues, en los márgenes de las cosas, en los juguetes, en las palabras sueltas y distantes.

Con el desarrollo de la vida, mi hermana y sus juguetes dejaron un día la niñez y la casa familiar, y se llevaron consigo sus conversaciones, su locura, y lo que quedaba de mis preferencias con respecto a ambas. Se fueron de repente con sus vestidos y sus certezas, y la casa enmudeció de cordura y de soledad, y adquirió un silencio cuya naturaleza corrosiva nadie hasta entonces conocía. Las habitaciones donde antes había palabras y juegos se convirtieron de pronto en estancias a las que yo regresaba compulsivamente en busca de mi hermana, como si este comportamiento me facilitara una conexión con ella, aunque fuera a través de la locura. Jamás me interesó tan poco la vida que llamábamos normal. Pero esto tampoco funcionó, y no volví a verla ni a saber de ella durante muchos años, un tiempo en el que viví huérfano de piel y de lenguaje. Algo que aún no he llegado a comprender se apagó en mí durante aquel tiempo. Después uno visita estas habitaciones ya sin delirio, sin incendio, y se encuentra a solas con lo que queda de aquellas conversaciones, de los juegos, de la locura. Con los años, son estas estancias las que se van haciendo con la vida de la casa, las que van marcando la pauta de la conversación o de la tristeza. Fue entonces cuando, sin motivo ni señal previos, recibí una carta, su carta, en la que me anunciaba que al poco vendría a verme, a estar conmigo, su hermano, a llenar de historias los lugares callados y ausentes de mi vida.

Así fue. Así sucedió. Ignoro cómo dio conmigo, pero aquel otoño apareció en mi casa un día de tormenta y me acompañó un buen rato en la sobremesa. No sabíamos bien qué decirnos, ella me abrazó en silencio, me miraba, se acurrucaba conmigo como buscando rescatar el sitio íntimo de la niñez que –pensamos– sigue existiendo en algún rincón de la otra persona. No fue algo aislado de una única vez. Comenzó a pasarse y tomar café por las tardes, y de hecho le gustaba encargarse del ritual correspondiente: calentaba el agua, preparaba las galletas, ponía la mesa y encendía las velas hasta lograr una luz tenue, suave, propicia para la conversación. Yo, mientras, la observaba. Mi hermana estaba loca, pero venía a verme y hablábamos de la vida. Esto último tampoco lo supo nadie en la familia, y yo preferí no contarlo y mantenerlo en secreto entre ella y yo. Al fin y al cabo, nadie necesitaba saber de estas visitas, reuniones de café y puesta al día, dos hermanos viéndose un rato con cariño, diciéndose una palabra íntima después de tantos años. Ella llegaba y se hacía cargo de los arreglos menores de mi casa: una luz, un poco de pintura aquí o allá, detalles circunstanciales que hacen fácil el paso del tiempo. De esto nos ocupábamos, de los asuntos normales de todos los días, hoy ha pasado tal cosa o tal otra, como si ninguno de los dos tuviera ningún interés especial en nada, o aguardara a que pasara algo concreto que nunca sucedía o que yo al menos no percibía.

Creí haberlo comprendido el día en que me confió su embarazo de una niña –ella sabía que sería una hija. Por primera vez en tanto tiempo la sentí tan contenta, tan ilusionada, tan enamorada de la vida. Igual de loca, pero feliz. Desde entonces, traía flores al venir, me hablaba de cómo sentía crecer a su hija, de preparativos y regalos que le iban haciendo amigos y familiares de los que yo hacía años que no sabía nada. Su embarazo venía a confirmar su estado espiritual de gracia, su acuerdo de paz con su locura y sus conversaciones de niña, las que yo le oía mientras jugaba con sus juguetes y que aún mantenía frescas en mi memoria; y también, con los lugares que yo había dejado de visitar en mi propia casa. Algunas veces ella hacía alusión a estas conversaciones, me preguntaba por tal o cual muñeca, por si yo sabía quizás algo de su vida, de si también habrían tenido hijos, igual que ella, como si yo tuviera acceso a un mundo del cual ella se viera privada. Yo le seguía la corriente sin expresar mi sorpresa, le respondía que no, que no sabía nada de ellas ni –puestos al caso– de sus hijos. Me preguntaba por ellas como uno lo hace por un familiar lejano, un antiguo amante o un compañero del colegio de la infancia. Otros mundos, otras maneras de comprender quiénes fuimos en algún momento de la vida.

Nada de esto me habría resultado especialmente llamativo si no fuera porque mi hermana había muerto años atrás. Yo lo recuerdo bien, algo en mí se detuvo allí, como sucediera antes con las habitaciones de la casa. No sé cuántas cosas murieron aquel día, ni sé qué nos pasó ni dónde decidimos vivir a partir de entonces los que quedamos de mi familia, tan llenos de razones y de cordura. A partir de aquel momento exacto dejé de saber las cosas, dejé de sentirme dueño del conocimiento diario, detallado y razonado del desarrollo de los días, y pasé a ser testigo y observador de las vidas de los demás. En este instante, uno cree que el estupor pasa a ser su condición natural, como si su vida hasta entonces hubiera sido una preparación innecesaria para este momento y ya nunca pudiera sentir algo distinto en sí mismo, y quien así lo hiciera hubiera perdido la cabeza. Uno vive en el estupor, se levanta y sale, visita habitaciones que siempre están vacías, y sigue adelante y rehace estupefacto su vida. Yo así lo hice, y seguí yendo al trabajo como si nada, o más o menos como si nada, porque la gente se da cuenta y le trata a uno de manera distinta, sobre todo al principio, con una delicadeza extrema, en voz baja. Uno empieza a vivir en voz muy baja y en los extremos de las cosas. Después ya unos y otros nos vamos acostumbrando al hecho rutinario de la muerte, a las presencias y las ausencias de la vida, a lo que hemos acordado contarnos con respecto a la muerte. Vivir –y morir– deja de ser novedoso. Amamos, vivimos, comprendemos las cosas aproximada e intuitivamente, y morimos de igual manera. Ya no hay momentos exactos. Ya hemos muerto en algún momento.

Quizás por eso no me pareció extraordinario que mi hermana hubiera regresado de la muerte para visitarme y tomarse un té, sino que lo hiciera con tanta asiduidad, como si le hubiera quedado algo pendiente en vida, un cabo suelto, tal vez una conversación que no acababa de suceder. Sin duda, esta conversación era conmigo, puesto que era a mí a quien venía a ver, pero para qué dar rodeos y evitar ir al grano si uno está eternamente muerto, pensaba yo. Quizás haya cosas que los vivos no deban saber y ella, que era una persona con tacto, me hablaba sutilmente, sin prisa, como si efectivamente tuviera todo el tiempo del mundo, como esperando que fuera yo quien me diera cuenta de lo que para ella era obvio y un secreto a voces.

Yo, sin embargo, solo estaba ansioso por saber qué cosas había vivido durante este tiempo de muerta, con quién habría hablado y jugado, cómo es que los muertos también tienen hijos y se enamoran, qué haría o quién sería en este nuevo tiempo. Porque ella – ¿verdad? – también era consciente de este cambio de estado, ¿no? Yo la escuchaba, tomaba café y la miraba, hablábamos como si pasaran los siglos y no hubiera tanta diferencia entre una cosa y otra, como si todos viviéramos y muriéramos de vez en cuando a lo largo de la vida. Todo me resulta ahora aproximado, intuitivo, indiferenciado, vivo con la sensación de haber estado en todos los lugares, en todas las palabras, aunque sigo sin poder constatar en qué lugar de la vida sucede realmente la muerte, al fin y al cabo.

Pero yo lo sé, yo sé que todo aquello sucedió de verdad, yo estuve allí, en aquel lugar cierto y sin aproximaciones, me acuerdo perfectamente: la gente, llanto, abrazos, y luego silencio hasta que ha vuelto mi hermana. Recuerdo oír todas las palabras de despedida y de ánimo, todo ello fue real, yo estuve allí y lo sé, lo oí, sé que alguien murió allí aquel día, y durante todo este tiempo creí saber quién había sido, cómo había sucedido todo. Y ahora, después de tanto tiempo, no sé cómo contárselo a mi hermana, no quiero asustarla, ella es una persona sensible. Tampoco creo que esto deba saberlo el resto de mi familia. En todo caso, si me escriben sus amigas las muñecas, me acercaré a tomar un café con ellas y les cuento un poco. No quiero que estén intranquilas. Nadie más – ampoco ella, mi hermana– tiene por qué saber nada.

 

miguel rodriguez 333Miguel Rodríguez Otero
España, 1968. BA en Liberal Arts, profesor de adultos en programas bilingües. Colabora con relatos en diversas publicaciones. Es autor de Declaraciones Inconfesables (2016, Editorial Aurora Boreal®), y vive en un pueblito costero de Galicia tratando de ser un digno bárbaro.

 

Relato "La conversación pendiente" enviado a Aurora Boreal® por Miguel Rodríguez. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Miguel Rodríguez. Fotosgrafías Miguel Rodríguez © Luciano Teixeira.

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