El beso de la noche

rbol_de_mango_001Oscura madre
Tú que gravitas, tú que antecedes

Eugenio Montejo

Mario no era el único hijo. El otro, que vivía fuera de la ciudad, nunca los visitaba. Pero su colaboración económica llegaba cumplida. De él sólo sabían por ese gesto mensual. Mario constataba, en todo caso, que los lugares desde donde se remitía el dinero cambiaban con frecuencia. Suponían que Carlos trabajaba como

comerciante. A veces pensaban que era uno de esos inmigrantes que iban de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, buscando algún empleo en el país del norte.
Mario pagaba, con el dinero de su hermano, los oficios de una sirvienta. Ella era de uno de los barrios montañosos del occidente. De la mañana al anochecer, y de lunes a sábado, permanecía en la casa donde hijo y madre convivían. Mario, suave en sus maneras, había sido explícito en lo que la sirvienta debía hacer. Lo principal era encargarse de su madre y satisfacerle cualquier capricho. Debía bañarla, vestirla, darle de comer. El resto del tiempo él se ocupaba de todo.
Habitaban una casa próxima al parque de Boston. Era la herencia dejada por un padre que había desparecido sin dejar mayor rastro. En el cuarto, donde yacía paralizada la mujer, nacieron los hermanos. En las otras piezas, en el zaguán y el patio con el mango, crecieron los dos niños en medio de una suerte de estupor silencioso. Siempre vigilados por los ojos de una mujer que nunca cesó de maldecir al hombre que, sin ninguna explicación, se había esfumado de la tierra. El oficio de su padre consistió en vender máquinas de escribir Remington en pueblos de Antioquia. Una mudez magra, los ojos zarcos, el cabello rubio que peinaba hacia atrás con gomina fueron sus rasgos más ostensibles. Lo circundante parecía preocuparle poco, pero nunca manifestó desdén por la mujer y los hijos. Al contrario, mantenía una distante cortesía con ellos y se preocupaba de que vivieran con cierta comodidad. Sin embargo, un día, como si fuese parte de un destino prefigurado por las maneras mudas del hombre, se produjo la ruptura. El mayor daba los primeros pasos y Mario acababa de nacer, cuando el padre desapareció.
Atravesaron adolescencias disímiles. Carlos, más afecto a la calle y al trabajo. Desde esa edad, poseía un talento empírico que le permitió desenvolverse con pericia en las labores de la electricidad y la plomería. Mario, en cambio, se extravió en la timidez de un temperamento ausente que provenía del padre. Y, como si recibiera un mandato de la sangre, se adhirió a su madre con tenaz fidelidad. Mientras el uno surcaba Medellín en procura de dinero, el otro se dedicó a leer febrilmente, a conseguir libros, a escribir poemas ayudado por una de las Remington. Pues, como si se tratara también de un distintivo atávico que habría de corresponderle, una de las máquinas de escribir se había quedado varada en un rincón de la casa.
Un día Carlos avisó su partida. Se largó, aburrido de la ciudad y fastidiado por los jornales mezquinos. Durante años no se supo nada de su paradero. Alguien dijo que manejaba lanchas clandestinas en las costas de Urabá. Otro contó que limpiaba vidrios en los rascacielos de Panamá. Uno más dijo que había logrado coronar el hueco de la frontera mexicana. A veces Mario y su madre evocaban al aventurero con palabras que no manifestaban asomo de nostalgia. Con el tiempo se fue edificando entre ellos un tácito acuerdo. No era necesario divagar sobre alguien que parecía haber seguido las huellas del progenitor. Empero, cuando la madre cayó enferma, empezó a llegar el dinero con el cumplimiento que jamás habría de faltar.

Pablo Montoya Escritor colombiano. Autor de novela, ensayo, cuento y poesía. Es profesor de literatura y coordina el Doctorado en Literatura de la Universidad de Antioquia, Colombia.pablo_montoya_001La casa poseía tal amplitud que, así se cruzaran algunas palabras entre sus residentes, planeaba en sus ámbitos un silencio inquietante. Ese silencio se había tornado más espeso desde que la madre enfermó. Una parálisis sin señales previas la cimbró en la cama una mañana, y resultaron inútiles los esfuerzos para hacerla caminar. Primero fueron las piernas que se encogieron como si una orden implacable las hubiera conminado a la quietud. Al cabo de unos días, los brazos asumieron un perfil similar. Pasada la perplejidad, la mujer se hundió en el despecho. No demoró en forjarse un resentimiento contra su destino que ni las atenciones más solícitas de Mario hacían desaparecer. Pero ella reconocía que su hijo no sólo era su único consuelo, sino la eficaz posibilidad de apresurar el tiempo que le restaba. Y había instantes en que su aspereza daba paso a una ternura que Mario recibía con felicidad.
Con la sirvienta ella era pródiga en invectivas. Le decía a su hijo que la echara y no la torturara con ningún otro engendro. Que no había menester de nadie más y que los dos podían enfrentar solos, en la casa y separados del mundo, la única realidad que les correspondía. En estos momentos, Mario tomaba la mano inmóvil de su madre y la besaba. Pero ella incrementaba sus lamentaciones. Decía lo tosca que era la sirvienta cuando la cargaba para llevarla al baño. El agua con que la lavaba, insistía, era demasiado fría o demasiado caliente. Le atiborraba la boca con sopas saladas y carnes duras. Mario procuraba calmarla. Le acariciaba la frente, le secaba las lágrimas y aprovechaba para peinarle la abundante cabellera cubierta de vetas grises. Cuando comprendía que obraba el somnífero prescrito, la cubría con las cobijas e iba sintiendo una dicha secreta al saber que el cuerpo protegido del sereno también era suyo. Más tarde lo extrañaba el eco escuchado a través de los pasillos. No creía que fueran sus propios pasos que regresaban a la pieza donde escribía poemas en medio de montones desordenados de libros.
La sirvienta ejecutaba bien las labores. Era una mujer ajena a la imprudencia. Sus ademanes medrosos se fundían en un légamo generacional de seres que habían apurado sus vidas entre la estrechez material y la sumisión. Mario la trataba con una afabilidad lejana y le pedía paciencia con su madre. Intentaba, además, no estar junto a las dos para evitar los alegatos de la una y el sometimiento de la otra. Y acaso no se habría desprendido de su compañía tan rápido, si no hubiera llegado la carta donde Carlos anunciaba su regreso. Mario, la noche de ese sábado en que leyó el mensaje, abordó a la sirvienta en el zaguán. Le dijo que su madre y él se irían pronto de la casa. Ella exhaló un gesto de sorpresa. Su mirada no logró levantarse del suelo. Mario pagó un dinero de más como liquidación. Le agradeció tomándola de la mano. Le dijo, incluso, que era una mujer buena. La sirvienta se asustó no por las palabras. Se asustó por las manos de Mario que sudaban en medio del temblor. Después, estremecido por una exultación desalada, el hijo no pudo dormir. Recorrió de un lado a otro los lugares de la casa. Hacia la medianoche empezó a llover. El hombre se desnudó en su cuarto y salió al patio donde recitó sus poemas con voz ansiosa. Dejó que la lluvia limpiara los sedimentos de duda que aún conservaba. Al final, antes de irse a dormir, miró el cielo. Y se dijo que pronto él sería una sombra fundida en la oscuridad de otra.
Los domingos eran los mejores días. De los aposentos se desalojaba la tensión que las dos mujeres habían construido a lo largo de la semana. La casa parecía el remanso esperado para que se departiera algo que aún poseía el sabor de la felicidad. Mario preparaba un baño de yerbas aromáticas. Ponía a su madre con diligencia en la bañera. Luego le esparcía las aguas de la yerbabuena, el toronjil y el espliego con una totuma de perfecta redondez. Ayudado de una esponja tersa, le estregaba cada rincón del cuerpo. Las extremidades encogidas, los senos melancólicos, el pubis desaliñado. Enseguida la vestía con alguno de los trajes preferidos por los dos. Le hacía el desayuno y le daba de comer. Más tarde la llevaba en la silla de ruedas al patio. La situaba un rato aquí y otro rato allá para que degustara la evocación de las estancias queridas. Mario, a veces, ponía en el tocadiscos bambucos añejos que ella todavía amaba. Una sola vez la llevó al parque de Boston, creyendo que así la mujer podría respirar un poco los vestigios de sus actividades pretéritas. Pero ella se sintió atropellada por el barullo del mundo. Esa tarde, con sus nervios destrozados, pidió que no la volviera a sacar de la casa. Mario obedeció este deseo hasta el último día que vivieron juntos.
A la hora del almuerzo, junto al mango del patio, él armaba el asador. Extendía las carnes y ponía algunas papas y trozos de plátano maduro. Ubicaba a su madre entre las materas de begonias que hacía tiempo nadie atendía. Se trepaba al árbol en dos o tres movimientos. Cogía algunos mangos biches, los partía en pedazos y los comían con sal y limón. Algo se estremecía en Mario al ver que ella recibía el fruto destrozado y con la lengua le lamía sus dedos empapados de acidez. El tiempo, pasado el almuerzo, transcurría en medio de una modorra embriagante. Él escuchaba los cantos a las acacias, a los guaduales, a las tierras labrantías. Y, recostado en una de las mecedoras, con los ojos cerrados, dejaba que la mujer roncara el sopor de la tarde. Cuando la tarde declinaba, y del mango surgían veloces aleteos y cantos de insectos nocturnos, Mario le leía sus poemas.
Los versos nombraban el lazo que los unía. Este era una complicidad de amigos, el deseo de un par de amantes recién encontrados, la esperanza en el sufrimiento que compartían dos esposos remotos. Había un poema en el que aguas inmemoriales surgían de la tierra y bañaban a un hombre y a una mujer que se metamorfoseaban entre sí. En otro, una raíz solitaria crecía en el fondo de una cueva húmeda. Mario, ese sábado, al enterarse que Carlos regresaba, decidió reunir los poemas esenciales. Los guardó cuidadosamente en un sobre donde escribió con letras deformes el nombre de su hermano.
Las diligencias no fueron muchas. Mario se tomó unos pocos días para hacerlas. Cada movimiento lo ejecutó sospechando que, al regresar a la casa, podría encontrar a Carlos con su madre. Al rozar los pliegues de la carta, que llevaba en el bolsillo, se imaginaba las manos del otro cargando el cuerpo, y eso era suficiente para afianzar la determinación que madre e hijo habían tomado. En la librería, donde Mario trabajaba, aceptaron su renuncia. Vendió sus propios libros al precio que quisieran darle. Canceló las deudas que tenía con sus pocos amigos. Luego compró un vestido para su madre y un traje para él. Arrojó la máquina de escribir en uno de los basureros del parque. Y, después de informarse de la mejor manera, pagó para que le consiguieran el veneno.
La mujer dormía, bajo el somnífero, cuando él entró al cuarto. Con delicada precisión la despojó de su pijama. Reconoció una inesperada frescura en la frente mientras iba poniéndole el traje. Éste, tal como lo habían decidido los dos, era blanco y sus flores estampadas susurraban la vitalidad de antiguos festejos primaverales. Mario llevaba uno de igual color. Su pelo estaba peinado hacia atrás con gomina y se había rasurado el rostro. Cuando estuvieron listos, la intentó despertar. Pero ella, a pesar de los empujones y las suaves palmadas que Mario le daba, no pudo emerger de su adormecimiento. El hijo fue al patio, desprendió hojas del mango, tomó begonias y armó una corona que puso sobre el cabello gris.
Como lo habían planeado, Mario evocó a Dios. Ofreció a su oscura integridad lo que ellos significaban. En ese momento hubo un amago de despertar en la mujer. Abrió los ojos y lo miró. Quiso decirle algo, pero de nuevo su cuerpo se sumergió en el sueño. Su boca quedó ligeramente abierta y en uno de los labios se formó una gota de saliva. Mario se acercó y la tomó con la lengua. Luego le suministró la dosis del veneno. Esperó a que todo en ella fuera quietud. Verificó la progresiva ausencia de las pulsaciones. Acarició sus cabellos, se inclinó y le dio el último beso. Entonces con una advenediza tribulación, Mario apuró su dosis. Sintió pánico de morir y un horror todavía más hondo de seguir viviendo. En medio de veloces fluorescencias, de un abismo que se le abría por todas partes, creyó escuchar toques en la puerta de la calle. Tomó los poemas. Los regó sobre la cama y el piso donde quedaban algunos libros extraviados. Tuvo fuerzas para coger el sobre y meter en él su cabeza. Unos segundos después, él también fue besado por la oscuridad.

El beso de la noche es un cuento inédito que hace parte del libro homónimo.

Árbol de mango. Foto de Jairo Ruiz Sanabria

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