El grabado

copenhague_001El taxi paró frente a la puerta del hotel. Apenas veinte minutos había durado el viaje desde el aeropuerto. El taxista me
ayudó a bajar el equipaje, y le di las gracias usando unas sencillas frases en danés, queriendo saber si me había comprendido. Me sonrío con aprobación y eso me hizo sentir feliz.
Después de los rápidos trámites en la recepción del hotel, me encontré en la habitación; era de forma regular, no muy grande, los pocos muebles, de línea sencilla, daban al ambiente un tono acogedor e íntimo, un gran edredón de tonos oscuro cubría la cama y una pequeña lámpara de mesilla erizaba el perfil de la sombra en forma de media luna. Enfrente de la puerta, ocupando casi la pared, un gran ventanal enmarcaba una bonita vista de la ciudad. La luz con pinceladas tenues parecía acariciar el paisaje, deshaciéndose en ese bello color gris brillante que tienen los espejos. Deseé caminar, la vista que estaba contemplando me invitaba a ello, y salí a dar un paseo.
Mi encuentro con Copenhague fue silencioso, apasionado y largo, como el beso de dos enamorados. Las calles me ofrecían sus espacios abiertos, y algo incomprensiblemente familiar se iba apoderando poco a poco de mí. Comenzaba esa hora en que las luces y las sombras se abrazan, ante los pequeños ojos iluminados de las ventanas que se van encendiendo. Apenas si me cruzaba con gente durante mi paseo, pero el aspecto apacible de la tarde ganó mi confianza. Empezaba a oscurecer, y con las primeras sombras de la noche me retiré a descansar.
Al día siguiente, lo primero que hice nada más despertar, fue acercarme de nuevo a la ventana, la luz había cambiado, ahora parecía más brillante que en la tarde anterior. En el cielo se multiplicaban los matices gris, en grandes arcos, y los perfiles de los tejados lejanos parecían más firmes. El horizonte se perdía en el mar, de una manera suave, como el recuerdo de algunos sueños cuando despertamos. Después de pasar un rato en actitud contemplativa, decidí comenzar el programa que yo misma me había hecho, y salí a realizar mi plan de visitas.

Milagros Salvador. Española. Licenciada en Filosofía y Letras y en Psicología. Ha publicado los poemarios: Acrostolio, Balaje del barro a la ceniza, Espejo de la tierra, Frontera de humo, Gira nocturna, Habitando la sombra, El dragón y la luna (coautora). Ha sido seleccionada para varias antologías, y traducida al ruso (en Guitarra de 26 cuerdas) y al chino (en Antología de poetisas en castellano del siglo XX). Sus poemas han aparecido en diversas revistas y ha ofrecido numerosos recitales. Ha participado en la I,II y III Bienal Internacional de Poesía, y presentado ponencias sobre literatura y estudios sobre poesía en los congresos de California en la UCLA en el año 1993, y en Washington en 1996 en la Georgetown University. Ha colaborado con el Instituto Cervantes Digital en el centenario de Cernuda, y participado en el Coloquio Hispano - francés de poetas. Ha participado en los "Encuentros de Verines" en 2006 y el I Acta de la Lengua Española en 2006. Directora del Capítulo de Madrid de la Academia Iberoamericana de Poesía, (1997, 1998). Ha pertenecido al grupo de poesía en el Círculo de Bellas Artes los años 2000 y 2001, y ha coordinado la tertulia de poesía en Trovador durante dos años.salvador_001Cada día que pasaba, Copenhague entraba más en mí, me parecía una ciudad única, alegre como una sonrisa, y a veces, con un poco de esa mágica nostalgia que tiene quien ama desde lejos, su silueta era delicada como la espuma, el mar la ceñía con su cinturón de plata como a una antigua doncella. Copenhague tenía ese intangible encanto de los sueños, y hasta su cielo comenzaba a parecerme que en ningún lugar podía tener otro color. Yo no deseaba que el tiempo pasase deprisa, pero los días se deslizaban como las perlas de un collar cuando se rompe el hilo que las une, y yo no podía evitarlo.
Habían pasado ya diez días, conocía lo más significativo y famoso, o al menos, en lo que coinciden todas las guías, pero a mí, lo que de verdad me encantaba, era perderme en las calles y descubrirlas poco a poco, meterme en los ambientes tan distintos que ofrecen y saborear la vida de la ciudad confundida entre las gentes.
En uno de mis paseos, en una estrecha calle que desemboca en Østergade, me paré enfrente de una tienda en la que había muchos grabados y dibujos. En el escaparate un bello grabado de la vieja ciudad llamó mi atención. Entré y pedí que me lo mostraran. Se parecía tanto a aquella primera visión que yo había tenido desde la ventana del hotel, que lo acerqué con mis manos para observarlo mejor. Estaba dibujado con todo detalle, las casas con su finas líneas realzaban el conjunto, y los tejados se iban difuminando poco a poco hasta confundirse con el cielo, con ese mismo cielo que tantas veces me había yo parado a contemplar. Di la vuelta a la cartulina, buscando algún título o reseña, pero detrás, ocupando casi todo el espacio, estaba escrito como con mano cuidadosa, y por el color de la tinta, parecía que de eso hacía ya bastante tiempo. La caligrafía era regular, inclinada hacia la derecha y con los renglones paralelamente un poco ascendentes. La belleza del grabado, y lo casual del encuentro, hicieron que lo comprara.
Cuando me encontré de nuevo en la calle, comencé a pensar en lo que podía estar escrito. Mi curiosidad me hizo volver al hotel, y con la ayuda de mi diccionario, comencé a traducir. Más o menos decía así: " Hace mucho, muchísimo tiempo, el cielo de Dinamarca era completamente azul, de un azul intenso y brillante como ningún otro. Desde lejos el cielo contemplaba cada día a los habitantes de este país, y los contemplaba complacido. Les veía tan altos y esbeltos, de elegantes y flexibles formas, con la piel casi transparente, y su pelo dorado, que quedó enamorado de ellos. Tan enamorado estaba, que durante el verano, cuando los daneses salen más a las calles y frecuentan los parques, el cielo apenas se oscurecía, para no dejar de contemplarles, y atrasaba la noche, y por mucho que los daneses quisieran madrugar, el cielo ya había amanecido, cuando en todos los países al sur aún estaban recogiendo las últimas sombras.
Así pasó tiempo y tiempo, pero el cielo no se resignaba a vivir tan lejos de los daneses, y un día decidió, aún a costa de su propia identidad, hacer algo para evitar esa enorme distancia que le separaba, y al llegar la noche, cuando todos dormían, el cielo se deshizo en millones de trocitos, como si fuese una nevada de copos azules, y bajó a cada uno de los habitantes de Dinamarca, y se fue posando silenciosamente en sus ojos.
A la mañana siguiente, cuando estas gentes fueron despertando, miraron al cielo extrañados de no ver el acostumbrado azul de siempre, y en su lugar un gris, entre plateado y plomizo, que lucía tenue entre nubes que parecían blancos abanicos de pluma de ave. Todos miraban al cielo, y no podían entender lo que había sucedido, pero cuando quisieron preguntarse unos a otros por la causa de aquel suceso, comprobaron que sus ojos eran ahora muy azules, de un maravilloso azul intenso y brillante, y se dieron cuenta de que el cielo estaba ahora en ellos.
Desde entonces, el cielo vive feliz en los azules ojos de los daneses...
Cuando terminé de leer esto, quedé tan conmovida, que durante algunos minutos no pude pensar en otra cosa, ¿cuándo y quién lo escribió? Sólo tenía una respuesta, quien lo escribió fue alguien que había amado mucho esta ciudad.
La última frase de esta historia se me quedó grabada fuertemente.
Mis últimos tres días habían pasado aún más deprisa, eran las nueve de la mañana, a las 15'30 salía mi avión, y a mediodía debía abandonar la habitación. Hice las maletas sin ganas, sólo quedaban fuera mis utensilios de aseo y el grabado, puesto en vertical en la mesilla de noche, apoyado en la lamparita de luz. Me dirigí a la ventana, y lo mismo que la primera tarde decidí salir, pero esta vez, para despedirme de la ciudad.
Me sentía ahora más emocionada que en mi primer encuentro, y con toda la tristeza de quien parte sin querer partir. Mi mirada se iba posando en cada casa, en cada esquina, en cada persona que pasaba, en el perfil del mar, que días atrás había sido remanso de algunos sueños...y en el cielo. Yo iba mirando todo como si no quisiera decir adiós.
Pero ya eran casi las doce, el cielo se abría en pequeñas brechas de luz, con un suave color malva que daba al ambiente un tono afectivo y entrañable.
Yo volvía al hotel, los pocos ruidos de la ciudad habían desaparecido, y sólo oía el rítmico chasquido que hacían mis botas al caminar, y el latido constante de mi corazón. Me repetí esta vez casi en voz alta "... desde entonces el cielo vive feliz en los azules ojos de los daneses".
Ahora, cuando la frase la oía así en mi propia voz, no sólo me comunicó su belleza, sino que me pareció que tenía algo de profecía, y me estremecí, porque ahora comprendía que yo tampoco abandonaría nunca Copenhague.

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