El ateísmo de los dioses

alexander_prieto_002Los dioses están hechos a imagen y semejanza de quienes los adoran. El dios de los perros, por ejemplo, es un perro fabuloso, más inteligente que todos los perros juntos, e incluso que todos los hombres. Tiene la facultad de estar en millones de lugares a la vez, dentro y fuera de cada perro que existe, y sus ladridos, silencios y jadeos poseen una sabiduría excepcional. El único ser que acaso puede acercársele es la diosa de las pulgas, o por lo menos eso es lo que creen las pulgas. Esta diosa es una pulga extraordinaria, entendida en materias pulgosas, humanas y divinas, y su cuerpo es tan brillante que enceguecería los diminutos ojos de las pulgas que la vieran. No hay hombre, perro o insecticida capaz de matarla. Sus patas fantásticas le permiten dar saltos de planeta en planeta y de galaxia en galaxia para acudir al llamado de los millones de razas de pulgas que habitan el cosmos, ya que, según estiman sus adoratrices, las pulgas son la especie dominante en el universo.


La diosa de las zanahorias es una zanahoria monumental, no tan gorda como las zanahorias del trópico ni tan flaca como las europeas. Tiene el color zanahoria más hermoso que cualquier zanahoria pueda imaginar y jamás podrá ser comida por ningún humano y aún menos por un conejo. Pero según la fe de los conejos, el gran dios conejo sí ha comido de esta zanahoria milagrosa y por eso tiene el don de vivir en el corazón de cada individuo de su especie y, al mismo tiempo, de llenar el espacio que rodea y da albergue a todos los conejos del mundo. Él es la totalidad. Cuando los conejos mueren van a unirse a su dios porque son parte de él; de allí salieron para vivir y sufrir, y allí regresarán.

Alexander Prieto Osorno. Colombia. Periodista y escritor. Sus artículos han sido publicados en más de 70 diarios y revistas de Europa y América y traducidos a varios idiomas, incluido su libro periodístico Los Sicarios de Medellín, jóvenes para la muerte. Ganador en 2000 del Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo en París. Es corresponsal en Madrid de distintos medios de prensa de Latinoamérica y escribe para el Instituto Cervantes. Ha publicado Cronista en dos mundos (crónica periodística) y Bonitos Crímenes (relatos). Miembro del Consejo de Editorial de la revista Ómnibus.

El dios de los gatos tiene más vidas que todos los gatos juntos. De modo que estaba aquí mucho antes que fuese inventado el mundo y estará aquí mucho después de que este mundo se extinga. Pero el dios de los ríos es menos presuntuoso. Muy al contrario de los ríos terrenales, que marchan siempre con prisa desde su origen hacia el mar, siempre por el mismo lecho, siempre pareciéndose tanto a la vida de muchos millones de hombres, que nacen y corren y mueren; muy al contrario de ellos, el dios de los ríos tiene una calma perpetua. Sus aguas son cristalinas y quietas, y de ellas beben los dioses de todas las especies animales, vegetales y minerales ignoradas y conocidas.

Los dioses son los instrumentos a través de los cuales los adoradores cumplen sus sueños más intensos y profundos, los más pérfidos o sublimes. Con las maravillosas ubres de la diosa de las vacas podrían alimentarse los seres de su género por toda la eternidad y, sin embargo, la misión de ella es nutrir a diario y sin pausa los sueños, los pequeños y humildes sueños de las vacas. Los ojos del dios de los murciélagos pueden penetrar la roca y desnudar el alma breve de sus adoradores, y el aroma de la diosa de las amapolas es la causa por la cual todas las amapolas del mundo sonríen de día y de noche. El dios de los imaros es más nostálgico que un imaro solo mirando atardecer en invierno, y quizá por eso los imaros permanecen tan afligidos y lloran al atardecer, con un llanto callado y sin lágrimas.
La diosa de las yalitas es gigantesca comparada con las plantas que la adoran. Ella mide exactamente medio milímetro de alto, tiene hojas de una redondez perfecta y las semillas brotan por millones de sus ramas y viajan grandes distancias para germinar pronto, embellecer el mundo y darle de comer a los tulis, que sin estos frutos morirían de melancolía antes que de hambre.
Los tulis son animalitos peludos y tiernos, de ojos inmensos y boca pequeñísima y sonriente, que se pasan la vida embelesados con la belleza de las yalitas.
Al principio, la diosa yalita y el dios tuli tenían millones de fieles. Las yalitas se multiplicaban en cada rincón fértil de la tierra y, a su sombra y gracias a sus frutos, prosperaban y se reproducían los tulis. Pero ciertos cambios climáticos y ambientales, desatados por otros seres con otros dioses, causaron una devastación en las poblaciones de tulis y yalitas. Durante largas jornadas, cada tuli pidió a su dios ayuda para superar la tragedia y cada yalita hizo lo propio con su diosa. Y no se sabe si fue por el volumen minúsculo de los gritos de súplica o por el tamaño microscópico de los oídos de sus dioses, pero estas plegarias fueron inútiles. La extinción prosiguió, acabó con todos los tulis y yalitas de África, Europa, Asia, Australia y Norteamérica, y ahora sólo quedan un tuli y una yalita en el mundo.
Ambos viven sobre la capucha de la luz amarilla en un semáforo del centro de Bogotá. El polvo que se ha depositado allí tiene muy pocos nutrientes y la yalita ha crecido débil. Apenas sí tiene savia para darle la redondez perfecta a sus hojas. El tuli la mira encantado y pasa saliva. Espera, anhela, ruega un fruto.
La yalita no sabe qué hacer. En cuanto produce un retoño, el tuli se lo come con avidez y no ha permitido siquiera que las semillas se desarrollen por completo y vuelen con el viento para germinar en otro lugar. La yalita ama al tuli, con un amor genético que ha pasado de generación en generación, y entiende que él no quiere hacerle daño. El tuli tampoco desea lastimar a la yalita. Hace poco, cuando todavía trepidaba de vitalidad, recorrió todas las inmediaciones en busca de otras yalitas, pero no halló ninguna, y tuvo que regresar a ella, que era su única fuente de alimento. El tuli está famélico porque la yalita no le brinda suficientes frutos, pero no le queda otra salida. Si se aleja de la yalita moriría de melancolía antes que de hambre.
Los dos creen que sus dioses son poderosos, y una y otra vez han elevado sus rezos para que impidan la tragedia, para que todo vuelva a ser como antes, para que los dioses restauren en un relámpago el mundo feliz en que las yalitas crecían fuertes alimentadas por la tierra buena y el amor de los tulis. A pesar del fervor de sus oraciones, los dioses no han hecho nada para aliviar la terrible situación de la yalita y el tuli, que han terminado por sospechar con desconsuelo que sus dioses son sordos.
Pero sus dioses sí los escuchan y se retuercen ahora entre la furia y la impotencia. La semana pasada, el dios tuli dio muestra de un egoísmo monstruoso al exigirle a su súbdito que devore a la yalita sin compasión para garantizar la supervivencia de su especie, y la diosa yalita le ordenó a su adoratriz que no le brinde más frutos al tuli, que es el culpable de que la yalita no pueda multiplicarse. "Usa tus raíces para absorber lo peor de la contaminación de la ciudad, haz con esa inmundicia un fruto y dale de comer a ese mezquino tuli para que se envenene".
Pero ni la yalita ni el tuli les oyeron. El tuli ha continuado inmóvil, mirando a la yalita con más amor, con los ojos enormes y húmedos y el hocico extendido en un gesto de beso, y pasando más saliva para que ella se conduela de él y le ofrezca otra semilla. Aunque la yalita no quiere morir, es consciente de que se está muriendo. Hará un esfuerzo final en su languidez; recogerá la poca savia cándida que aún le queda y producirá un fruto, el último y mejor, para perpetuar su estirpe. Ella espera que esta semilla vuele lejos y crezca en tierra generosa, para que el tuli que está bajo su sombra vaya a alimentarse de la nueva planta. Sin embargo, al ver el rostro hambriento y nostálgico del tuli, la yalita duda mucho que la semilla tenga un destino distinto que las diminutas fauces de aquel tuli, a cuya sonrisa y embeleso ha crecido ella.
Pobres dioses. Han gritado y se han exasperado, y han fracaso miles de veces probando todas las fórmulas divinas que conocen para ser escuchados. Pero el tuli y la yalita siguen inertes, sólo rezando y esperando. Y esos dioses, que al comienzo mantuvieron su orgullo celestial y con el pasar de los días han sucumbido al infierno de las más bajas pasiones de los fanáticos, han acabado por creer que la yalita y el tuli son idiotas o sordos. No se han dado cuenta todavía de que las voces de los dioses son inaudibles.
Jamás se ha visto a los dioses hincarse y humillarse ante sus devotos, como lo hacen ahora el dios de los tulis y la diosa de las yalitas. Oran sin descanso, sufren, lloran, imploran, se flagelan y ruegan que la yalita y el tuli hagan algo para sobrevivir a este desastre, o que un milagro impida la muerte de sus súbditos y, con ella, sobrevenga la propia extinción de su miserable y fugaz vida de dioses. Se sienten terriblemente desamparados y repudiados. Acusan a sus adoradores de ateos, de no prestarles atención, de no escuchar sus reclamos ni sus súplicas, los acusan de abandono. Los dioses no son nada si nadie los idolatra, y el tuli y la yalita ni siquiera se compadecen de ellos.
¿Quién se compadece de su dios o de un dios ajeno? La diosa yalita y el dios tuli se niegan a desaparecer y ni siquiera pueden pedir ayuda a otros dioses, porque ambos, al igual que todos los demás dioses, son ateos. Pobres dioses que han terminado por ser aún menos que pobres diablos; no creen que exista nada más omnipresente, omnisciente e impotente que ellos mismos.

El ateísmo de los dioses enviado a Aurora Boreal® por cortesía del escritor Alexander Prieto Osorno. Foto Alexander Prieto Osorno©Marta Menoyo.


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