El laberinto del libro

consuelo_trivino_020En el sueño ella busca un libro cuyo título y autor no recuerda. Va con mucha prisa por sórdidos callejones. Una luz mortecina la conduce hasta el escaparate de una librería. No sabe el nombre de la ciudad ni el tiempo que lleva en ella, pero se mueve como si la conociera. Traspasa el umbral de la puerta del establecimiento que encuentra silencioso y quieto. Entre anaqueles, estanterías y mesas de exposición, llega al centro donde está la registradora. Inclinada, se encuentra una mujer buscando algo pequeño, un alfiler, un pendiente, o una moneda. Peinada con el cabello recogido, viste trajes de otra época, de sufragista inglesa tal vez. Es tan delgada que se le ven los huesos bajo la fina piel. Ante su insistencia en ser atendida, la mujer se vuelve para mirarla con frialdad. Cuando le pregunta por el libro, sin darle el título ni el nombre del autor, le señala un fondo tenebroso. Allí encuentra un cesto con libros a precio de saldo. Empieza a escarbar desesperada entre guías de viajes y almanaques antiguos. Su vida depende de ese libro sin título, sin el nombre del autor. Debe encontrarlo antes de que despierte. Pero el sueño se interrumpe cuando está a punto de dar con él.

 

 


Con un dolor profundo recupera la consciencia errática. Lentamente reconoce los objetos de su habitación, la mesa de noche, la lámpara, los anaqueles de libros en las paredes laterales de la cama, y enfrente el escritorio, al lado de una ventana que da a un patio interior. Está en su aquí, pero los ojos de la mujer del sueño siguen dentro de ella y la ansiedad le impide empezar el día. Debe hacer ejercicios de respiración, antes de ponerse a trabajar en el ensayo. Tiene muy poco plazo para entregarlo y aún no completa las fichas de las notas a pie de página.
La pesadilla de Luisa se repite desde que se enteró de que Luz Chávarri extravió su manuscrito. Manolo Reyes lo depositó en sus manos para que lo incluyese en la colección de escritoras que supuestamente le encomendara una prestigiosa editorial. No se cansa de maldecir el instante en que se dejó convencer de él. Eran amigos desde la Facultad y creyó que, por encima de las diferencias, los unían las experiencias compartidas en otro tiempo. Entonces profesaban el amor a la literatura, se quejaban de la asfixia por la pobreza del ambiente y la mediocridad de sus profesores. No soporto a estos enemigos de la literatura que destrozan las más hermosas obras con simplificaciones absurdas, le dijo Manolo, cuando decidió marcharse a Barcelona. De allí le escribía extensas cartas detallando sus encuentros con celebridades. Primero fue aquel poeta homosexual a quien se había propuesto seducir y que llegó a tenerlo entre los mimados de su círculo; después una septuagenaria gloria con una corte de áulicos aplaudiendo sus boutades; luego, un gerifalte del mundo editorial que le prometía un lanzamiento apoteósico. En cada carta mencionaba contactos que pensaba compartir con ella, cuando se decidiera a abandonar esa ciudad provinciana. Pero Luisa no se atrevía a dar el salto por miedo no sólo al fracaso, sino a la precaria vida que la esperaba fuera de la protección familiar, sin un trabajo, sin recursos, sin un punto de apoyo.
A los seis meses de su partida Manolo la sorprendió con una llamada. Se encontraba en casa de sus padres y quería verla. Salieron a tomar una caña, exhibiendo su amistad ante quienes los detestaban. En el bar le habló de sus proyectos maravillosos, del libro que estaba escribiendo. Le pidió que le entregara unos poemas para incluirlos en la antología que preparaba para una editorial muy importante. Luisa se ilusionó al imaginarse al lado de poetas de renombre entre quienes iba a figurar como la más joven. Después de aquella visita lo vio un par de veces en las que no dejó de preguntarle por la antología, a lo que él respondía explicándole que el proyecto se retrasaría por falta de dinero; y ya no supo más de él sino a través de terceros.

Consuelo Triviño es doctora en filología románica por la Universidad Complutense de Madrid. Reside en España, donde ha sido profesora de literatura hispanoamericana. Está vinculada al Instituto Cervantes. Colabora con la crítica de libros del suplemento cultural «ABCD las Artes y de las Letras», del diario ABC. Obtuvo el primer premio en el Concurso Nacional de Libro de Cuentos de la Universidad del Tolima con Cuantos cuentos cuento (1977) y fue finalista del Premio Nacional de Novela Eduardo Caballero Calderón (1997). Ha publicado Siete relatos (cuentos), El ojo en la aguja (cuentos), Prohibido salir a la calle (novela) y La casa imposible (cuentos), Una isla en la luna (novela) además de libros de ensayo sobre autores como José María Vargas Vila, Germán Arciniegas, Pompeyo Gener y José Martí.

Manolo Reyes parecía triunfar, pese a quienes veían en él un caso de mitomanía. La vanidad y maledicencia, características suyas, eran célebres en su tierra y más de uno se la tenía jurada. Pero la joven promesa, como solían apodarlo, empezaba a dar qué hablar en los círculos literarios más influyentes. Que sus incursiones en los medios de información eran resultado de truculentas estratagemas, nadie lo dudaba. Un día seducía a la escritora de moda, otro se ofrecía de acompañante de alguna mujer vinculada al poder, otro se ganaba los aplausos de un clan, difamando al enemigo que los convocaba, escribiendo artículos bajo seudónimo; el género injurioso era su especialidad y talento no le faltaba cuando en una polémica sacaba partido de la mala fama que le precedía, acusando a sus enemigos de los vicios que le adjudicaban. Así, reciclaba lo indecoroso y vejatorio con una habilidad sorprendente. Y es que nadie le ganaba en el arte de alterar el orden de los hechos, para condenar a las víctimas de sus maquinaciones.
Luisa no ignoraba la condición de su amigo, pero había pasado por alto estos detalles que consideraba estrategias legítimas para defender sus intereses. Al cabo del tiempo, eso probaba, a su juicio, la eficacia de sus métodos, visto el vertiginoso ascenso que protagonizaba: dos libros de poemas financiados por ayuntamientos, un premio literario, varias antologías, críticas en los diarios más importantes, participación en mesas redondas, en debates organizados por él, y un largo etcétera que la dejaba boquiabierta. En los últimos tres años, de los cinco que hacía que no lo veía, parecía tener la sartén por el mango, aunque se rumoreaba que trabajaba en las calles aledañas al paseo de la Castellana, por lo que había contraído el SIDA; que se colaba en fiestas donde asistía lo más glamuroso de la literatura; que estaba enredado con un conocido intelectual y que tenía una novia de tapadera a la que engañaba sobre sus verdaderas inclinaciones; que estafaba a unos, mientras apoyaba causas sociales, cual si hiciera campaña para la concesión del Nobel; que era íntimo de Luz Chávarri, polémica escritora a quien le ofrecía materia literaria fresca en periodos en los que le faltaba inspiración. En cualquier caso, a Luisa le dolía saberse excluida de aquel mundo y lo sintió mucho más cuando, al leer la prensa, tropezó con una reseña que celebraba la aparición de una revista dirigida por él.
Lo cierto es que la distancia que los separaba se debía a hechos puntuales, uno de ellos la antología que Luisa descubrió en el escaparate de una librería y que compró afanosamente esperando encontrarse allí. Tuvo que contenerse para no llorar frente a la vendedora. Indignada le escribió a Reyes pidiendo explicaciones, a lo que él respondió con argumentos muy flojos: que el editor le había exigido reducir páginas, que para no excluir a nadie, él había dejado la decisión en otras manos, que no le dijo nada a ella por no darle un disgusto. A partir de ese instante rompieron relaciones. Con la distancia que da el tiempo, ella consideró que su reacción había sido visceral y que tal vez Reyes debió encontrarse en un apuro que no supo resolver. El caso es que añoraba esa amistad, tanto como aquella época en la que se había sentido más libre que nunca, pese a la adversidad del medio. En cambio, el presente la entusiasmaba mucho menos. Su mundo estaba plagado de rivales peligrosos, dispuestos a ponerle una zancadilla. Sospechas, silencios y sobrentendidos imposibilitaban la confianza en el otro.
En la Facultad, ella y Manolo habían expresado abiertamente su malestar, el rechazo hacia la institución, y lo hicieron en poemas provocadores. Sabían que la meta para abrirse camino hacia la fama empezaba por conocer escritores que los introdujeran en los círculos literarios. Así, mandaron sus inéditos a las revistas locales donde fueron rechazados y luego a las más prestigiosas donde ni siquiera les respondieron. Con todo, no se desanimaron, al contrario, se acercaron a las tertulias para hacerse notar con sus intervenciones. Sabían que la carrera no les garantizaba la supervivencia y los mismos profesores se encargaban de restregarles tan negro futuro. Ante el árido panorama, sólo les quedaba el triunfo literario y Manolo no dudó en apostar por ello. Pero Luisa necesitaba resolver un conflicto muy profundo a través de las palabras y esto no la dejaba concentrarse ni actuar en la misma dirección de su amigo. Su escritura era lenta y tortuosa. Empezó garabateando poemas, hasta que se arriesgó con el cuento en el que se sintió muy a gusto desfogando la rabia.
Lo que por entonces desconocían ella y Manolo era el difícil camino que va del manuscrito al libro, el recorrido donde se juega el destino de un escritor. Tímida y con demasiados complejos, sus versos hablaban de la noche, de la ciudad, de seres vencidos. Manolo se inspiraba en poetas solares que cantaban al deseo. Sus versos eran demasiado explícitos y efectistas. Luisa no se atrevía a considerarlo un plagiario, pero en él reconocía otras voces. En cualquier caso, sus recuerdos de esa época también estaban salpicados de sospechas y resentimiento, no sólo a raíz de la antología, sino de una serie de malentendidos que viciaron la relación. Pese a todo, le dolía saber que él iba a visitar a la familia y no la llamaba; que había olvidado cuanto habían compartido. En el fondo, esperaba que intentara reparar la falta, que reconociera su cobardía para afrontar el dilema en que lo había puesto el editor y limar de esa forma asperezas.
De repente, en un viaje a Barcelona, donde había sido invitada a una lectura de poemas, se encontró con Manolo que iba a acompañar a uno de los participantes, y aunque se saludaron con distancia, entablaron un diálogo. Reyes había cambiado en su aspecto físico, pero mantenía aquella locuacidad proverbial. Eran muchos sus enemigos y las venganzas de las que alardeaba. Luisa le tiró de la lengua con el fin de hacerse una composición de lugar y dibujar una nueva imagen de su amigo. Lo que éste decía de sí mismo nada tenía que ver con el retrato que otros le hacían. No obstante, tenía el encanto de la espontaneidad y gracia a la hora de describir situaciones surrealistas. Si bien no ignoraba que podía ser peligroso, le abrió de nuevo las puertas de su corazón por esa suerte de fidelidad moral a lo que fuimos y dejamos atrás, y que pone a prueba viejas amistades.
Al calor de la conversación, le habló de sus proyectos literarios, de la novela que había terminado, de lo perdida que se encontraba ante la negativa de dos editoriales que sospechaba ni siquiera la habían leído. Las palabras de Manolo Reyes surtieron el efecto de un bálsamo. Le sugirió estrategias y maniobras para "sacar a la luz" su obra. Lo primero que le aconsejó fue convertirse en una firma, colocar artículos breves en la prensa, conseguir lecturas, mesas redondas, charlas, libros colectivos a su cargo, como él. Pero Luisa ya pertenecía a otro mundo y no se daba cuenta de ello. A punto de acabar un ensayo por encargo de una editorial, estaba a la espera de una titularidad en la Facultad que habría de convocarse en uno o dos años. En cuanto Manolo abandonó sus estudios y se alejó de la ciudad, ella empezó a conectar con la institución, hasta que logró que se olvidara esa época suya díscola y rebelde. A ello contribuyó la incorporación de una joven titular que la nombró colaboradora y gestionó la beca para que adelantara la tesis. Con ella estaba preparando artículos, juntando méritos para optar a una plaza.
Después de ese encuentro, Luisa recibió una llamada de Manolo Reyes en la que le anunciaba una visita, pidiéndole una copia de su novela, que alguien tenía mucho interés en leer. Con el estrés previo a la finalización del ensayo, la propuesta de su amigo fue un estímulo. Próximo a firmar contrato con una prestigiosa editorial, llegó radiante a la cita en que Luisa debía entregarle los originales. Luz Chávarri le había encomendado la tarea de buscar jóvenes talentos, pues iba a hacerse cargo de una colección de novelas escritas por mujeres, en el poderoso grupo editorial al que pertenecía. Pese a las dudas, Luisa se dijo a sí misma que esta era la única oportunidad que el destino le ofrecía y no quiso desaprovecharla. El impacto de la noticia derribó los muros que la separaban de su antiguo amigo, borrando de su mente los episodios turbios. Cerró los ojos y cedió ante la posibilidad de ver su nombre en la portada de un libro, en los escaparates de las librerías, al lado de las novedades. En un espacio breve de tiempo ya tenía sobrados motivos para ponerse en contacto con Manolo que, además, le estaba gestionando un premio literario. Le llenaba de esperanza revisar manuscritos, aprovechar cada minuto, afinar páginas y ordenarlas. Su amigo hacía posible que pensara en ella como escritora y no sólo en alguien que escribía. Cada vez que le telefoneaba para darle una noticia relacionada con las gestiones, se aferraba a ella tenazmente.
Le pareció providencial que su amigo reapareciera en un momento crítico, cuando estaba a punto de abandonar su proyecto de escritura debido a una larga lista de desengaños relacionados con la tentativa de publicar: el escritor que prometió entregar unos poemas a un editor amigo y que se escabulló cuando quiso averiguar la suerte del libro; la agente que no movió un dedo y frustró sus esperanzas de ser representada en un mundo inaccesible; el editor al que envió la novela y que jamás respondió a sus llamadas; la amiga que ofrecía contactos, mientras mataba sus ilusiones con opiniones hirientes. Todos ellos le hicieron perder un tiempo precioso, dejándola al borde del escepticismo, o peor aún, de la indiferencia respecto a lo que pudiera ocurrir en el futuro con sus libros.
Si bien lo que prometía Manolo Reyes no era del todo claro, hacía que sonara real y eso era mejor que nada para ella. Ni siquiera le había dado una opinión sobre la novela, cuando se la pidió. Tampoco la había relacionado directamente con sus contactos; ni le había facilitado un teléfono, ni una dirección de correo electrónico, nada que le permitiera palpar lo que estaba al otro lado de ese sueño. A veces se mortificaba pensado que era objeto de una burla, pero ahuyentaba esos demonios, diciéndose a sí misma que debía ser más estratégica y menos sentimental. El día que Reyes le pidió dinero prestado, acababa de hacerse un lavado de cerebro y se lo entregó, pensando que, en pago de la deuda, él tendría que sentir la obligación moral de responderle.
El tiempo pasaba y no veía resultados, lo que la obligó a exigir respuestas. A la primera pregunta, Reyes se adelantó diciendo que se había tomado la libertad de hacer otra copia de su manuscrito para llevarlo a una editorial donde le hacían caso por ser un autor mimado; que el libro ya había pasado la primera selección y debía esperar entre tres y seis meses a que le respondieran. Aclaraba que veía muchas posibilidades con ese sello, pero que tardarían en tomar decisiones. Sólo una duda le quedaba a Luisa tras esta respuesta: ¿no sería incompatible esta gestión con la de Luz Chávarri?, ¿no se enojaría ésta al descubrir que la novela se estaba moviendo por otro lado? ¡Qué tonta!, le dijo, todo el mundo lo hace. Al hablarle de un nuevo editor, Reyes instauraba otro tiempo, lo cual le impedía a Luisa precipitarse, hacer borrón y cuenta nueva respecto a su amistad. Además, no quería quitarle a la novela la posibilidad de formar parte de una colección de autoras, dirigida por Luz Chávarri, proyecto que podría estropear con su torpeza.
Un buen día, se presentó la oportunidad de conocer a Luz Chávarri que había sido invitada a una charla en su universidad en un encuentro internacional. Manolo se daría el gusto de presentarla a petición de ella misma, pasando por encima del catedrático a quien le correspondía este honor. Era un triunfo para él volver a las aulas como un exitoso escritor. Luisa estaba tensa porque no había sido incluida en el programa, pese al artículo que había publicado sobre Luz Chávarri en la revista de la facultad. Cuando le pidió explicaciones, Manolo le dijo que había tenido muchos problemas y que ya le contaría "en su momento", que, en todo caso, podría hablar con ella en la cena. Pero el hecho volvió a despertar los fantasmas dormidos, la sensación de que era una ingenua incorregible, el segundo plato de un ogro hambriento e impío. Al rebobinar la película de su vida, ponía en duda lo ocurrido desde que reanudaron su amistad. Además, era difícil creer que él hubiese costeado la fotocopia de sus originales para llevarlos a otra editorial, cuando se suponía que ya los había entregado a la Chávarri, ¿es que se los había pedido prestados para ese fin?, o ¿acaso no había llegado a entregarle el original?. Aún así, se aferró a las inciertas posibilidades que le ofrecía Reyes. Éste la distraía ofreciéndole información del mundillo en el que nadaba como pez en el agua: polémicas, rencillas, plagios, negros que declaraban trabajar para firmas conocidas, concursos amañados, trampillas en los contratos editoriales. Aislada en la provincia, Luisa agradecía ese contacto con el exterior, así fuera en forma de chismes referidos a nombres tan conocidos como lejanos.
El día del encuentro en la universidad Manolo se vistió con el mejor traje para impresionar a sus antiguos detractores. Con la cabellera recogida, bigote y perilla, ataviado con una capa negra, tenía un aire mefistofélico. Pegado a Luz, creaba un cerco alrededor para que nadie llegara hasta ella. Luisa había tomado valeriana para disimular su agitación y desde una esquina del auditorio le hacía señas a quien creía su amigo. Cansada de intentar llamar su atención, decidió esperar a que finalizara la charla para saludar a la Chávarri y se sentó en los primeros puestos, mirándolos fijamente. Manolo fue elogioso hasta la impudicia, cuando se refirió a Luz e irónico cuando mencionó a quienes, según él, ponían en duda su valía. En realidad hablaba de sí mismo, arrojándole al auditorio el resentimiento guardado. Por un momento, Luisa lo vio claro: no había sido una buena idea volver a intimar con aquel amigo del que la separaban tantas cosas. Al acabar las intervenciones, llegó el turno de las preguntas. Manolo la miró, indicándole que interviniera, pero ella no se dio por aludida. Lo único que deseaba era ser presentada a la invitada, para preguntarle directamente por los originales de su novela.
El público se acercó para la firma de los libros y Luisa aguardó discreta, buscando los ojos de Reyes que, como un centinela, controlaba el acceso del público. Mira, Luisa Carrillo te quiere conocer, le dijo éste a Luz. Hola, Luz, ¿qué tal estás?, respondió Luisa, con una familiaridad excesiva, estaba por escribirte, prosiguió, para preguntarte si te gustó mi novela. No le habló del artículo que acaba de salir en la revista, como pensaba, ni de la lectura de su libro, que habían hecho sus alumnos. Chávarri la miró como a un bicho raro, luego se dirigió a Manolo, ¿qué novela?, le preguntó. Éste le hizo una señal para que se alejaran y se perdió con ella entre el público. Luisa se quedó petrificada, con la palabra en la boca y solo abandonó el salón cuando se alejó el último de los intervinientes de la mesa. En ese momento renunciaba a todo, a la invitación con el resto de los profesores, a la publicación del libro y a la esquiva fama. Sin saber cómo actuar en adelante, se abrió paso a empujones entre los alumnos que se agolpaban a la salida. Ya en su casa, al tratar de poner en orden las cosas, comprendió que no iba a tener paz por culpa de aquel farsante que pasaba por amigo. El temor de que se aprovecharan de su obra, descuartizándola, distorsionándola, e incluso eliminándola, no daba tregua.
Al día siguiente recibió la llamada de Manolo. Parte de su estrategia consistía en no darle a conocer sus sentimientos y así lo escuchó conteniendo la rabia. En resumen, estas fueron sus explicaciones. La razón del desconcierto de Luz Chávarri, cuando le preguntó por su novela, se debía a que ella era sumamente despistada y había perdido su manuscrito, que se le caía la cara de vergüenza y no era capaz de decírselo, pero le pedía que le enviara un nuevo original. Dale la fotocopia que sacaste para entregársela a ese editor, le dijo Luisa con sequedad y, sin más preámbulos, se despidió de Reyes pretextando dolor de cabeza.
Esa actitud de deidad ofendida tampoco le permitió hacer borrón y cuenta nueva para retomar su ensayo. Empezó a tener pesadillas con libros, hojas, manuscritos, lápices, con palabras que se hacían y se deshacían y que ella buscaba en la penumbra. A veces se entregaba a imaginar otros mundos, donde no existieran lectores ni escritores. En el sueño ella perseguía libros, ¿o tal vez serían las fichas bibliográficas de su ensayo? En un mundo incierto tropezaba con seres de siniestra fealdad, con miradas que proyectaban el brillo luciferino de los ojos de Reyes, esa suerte de Luzbel tentador que le ofrecía la fama, mientras se apoderaba de su alma.
El caso es que la angustia no la dejaba seguir con su trabajo y la directora del departamento alarmada no paraba de llamarle la atención. Le quedaba poco tiempo para presentarlo y aún no lo daba por concluido. Y lo peor, le advertía, era que la plaza de titular podía convocarse antes de lo previsto, sorprendiéndola sin ese requisito imprescindible.
Un buen día, antes de ponerse a trabajar con las notas a pie de página, Luisa miró sus escritos con cierta melancolía, como si se tratara de hijos abortados, de párrafos estrangulados por Manolo Reyes que acaba de publicar una novela sospechosamente elogiada en la prensa. Sentía que debía publicar esa novela cuanto antes, pero sus compromisos en la universidad eran un obstáculo. No sabía ante quién acudir ni cómo empezar a moverse. De repente una pregunta iluminadora le vino a la mente. ¿Cuánto?, ¿cuánto cuesta publicar un libro? Tenía reservado el dinero de las vacaciones de verano y podía destinarlo a ese proyecto. No le importaban los paisajes exóticos, ni las interminables esperas en los aeropuertos que sólo le dejaban fotografías aprisionadas en anaqueles polvorientos. En caliente se puso manos a la obra. Pidió referencias de algunos editores a los que les preguntó directamente, ¿cuánto? Ninguno de ellos se escandalizó de su pregunta, al contrario, estaban encantados de recibirla. Qué fácil es esto le dijo a una amiga, y yo como una idiota sufriendo. Sin embargo, no quiso cerrar negocio con ninguno. Se dio el lujo de darles plantón y sintió un gran placer al hacerlo, tanto que aplazó ese momento para dedicarse por entero al ensayo y a preparar la oposición.
A punto de dar por finalizado su arduo trabajo sobre la literatura fantástica, de que trataba su ensayo, Reyes le servía de inspiración. Pero el eco de sus éxitos no dejaba de ser perturbador, sobre todo, por los comentarios malévolos de la gente. En defensa, Luisa adoptó un aire de superioridad frente al mundo literario con sus miserias y grandezas. Objeto de estudio, intentaba ver a los autores como ratas de laboratorio, dando prioridad a la obra, por encima de la personalidad creadora. En otra dimensión estaban los artistas indiferentes a la fama, los que escribían para sí mismos, los que daban la vida por una obra inmortal, los que no se traicionaban para conseguir el beneplácito del público. A veces, se complacía imaginando un mundo en el que los artistas y creadores se negaban a escribir y los editores iban detrás de ellos, insistiéndoles para que lo hicieran. El negocio decaería por la falta de creadores, por la pereza de los escribidores, que forrados de dinero se entregarían a otros negocios, y por los negros que se rebelarían, pretendiendo salir a la luz para desenmascarar a las glorias galardonadas.
Luisa mantenía la sangre fría cuando alguien le traía noticias de su ex amigo. Pero en sueños afloraban los temores, máxime cuando se decía que la protagonista de la novela que acaba de publicar éste era una joven poeta empujada a vivir una historia de crueldades, debido a su concepto del amor, tema tratado por ella en la novela que le había entregado a Reyes. Al parecer, la chica era víctima del acoso de un escritor frustrado que la destrozaba hasta hacerle perder la razón. Pero Luisa no pensaba hablar de un asunto que suscitaría una polémica de la que Reyes sacaría partido. En todo caso, sentía que la verdad sólo podría salir en la ficción, esa puerta de acceso al laberinto del libro y fue entonces cuando se sentó a escribir los fragmentos de la pesadilla que empezaba en aquella librería donde buscaba un libro sin título y sin autor.

El laberinto del libro enviado a Aurora Boreal® por cortesía de la autora.

 

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