Memo al amanecer

oscar_osorio_001Líbranos, Señor,
de encontrarnos

años después,

con nuestros grandes amores.

(Cristina Peri Rossi, Oración)

 

1

El chorro de agua fría le erizó la piel. Se aplicó jabón morosamente, deteniéndose en las colinas del pubis, sin placer. Pensaba en Memo. Había advertido en los últimos días que en sus ojos renacía ese brillo de felicidad que tanto la abrumaba y esa mañana, cuando el marido salió sin despedirse, tuvo la seguridad de que no se trataba de presagios vanos. Dejó que el agua corriera por su cuerpo largo rato, hasta que las lágrimas cesaron. Giró el asa del grifo, tomó la toalla y miró en el espejo su desnudez inútil. Cuando se estaba vistiendo, se estremeció como si hubiese sufrido una descarga eléctrica. Tiró la blusa al suelo y se limpió frenéticamente los brazos, sintiendo aún la inmunda pelusilla de las patas en la piel crispada. Le gritó a la empleada que trajera el veneno, mientras seguía excitada la carrera loca del insecto.

 


-Ahí está, Sierva, entre los zapatos. Es la flacuchenta Erineé. Ya la he matado tantas veces.
Hurgaron en los zapateros y el bicho trató de escapar refugiándose en un entrepaño.
-Aquí estás, flacuchenta inmunda -increpaba Nadia al animalejo mientras le rociaba el tósigo.
El cadáver fue retirado con un recogedor y sepultado en el tacho de la basura. Luego sacaron prenda por prenda y las dejaron en la cama. Limpiaron, desinfectaron y fumigaron hasta la última grieta. Brillaron los zapatos y los devolvieron a sus puestos. Doblaron la ropa interior y la guardaron en sus respectivos cajones. Acomodaron trajes, vestidos, pantalones, blusas, faldas, camisas, bluyines, collares y cinturones, según una rigurosa clasificación. Repitieron la tarea en los otros armarios.

 

Óscar Osorio. Colombia, 1965. Es profesor Titular de la Universidad del Valle y es candidato a Doctor en el Ph.D. in Hispanic and Luso-Brazilian Literatures, del Graduate Center (CUNY), New York. Su tesis de Maestría Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón: de la incomplacencia al desencanto le valió una calificación Meritoria en la Universidad del Valle, Colombia. Ha publicado los libros: La balada del sicario y otros infaustos (2002); Historia de una pájara sin alas (2003); La mirada de los condenados (2003); Poliafonía (2004); Violencia y marginalidad en la literatura hispanoamericana (2005); Hechicerías (2008); El cronista y el espejo (2008), que obtuvo el XXXII Premio Cáceres de Novela Corta, España 2007. Hace parte de las antologías Encuentro 10 poetas latinoamericanos en USA (2003); Cali-grafías la ciudad literaria (2008); Voces y diferencias. Poesía (2009); Voces y diferencias. Relatos (2010). Es coautor de los libros Nueva novela colombiana (2004) y Yo hablo, tú escuchas, ella lee, nosotros escribimos, una pedagogía compartida (2007). También ha publicado ensayos, crónicas y poemas en revistas como Poligramas de la Universidad del Valle, Colombia, Hybrido de New York, Con-textos de la Universidad de Medellín, Colombia, Ciberayllu adscrita a la Universidad de Missouri (USA), Letras Hispanas adscrita a la Universidad de las Vegas (Nevada, USA), Revista Cronopio, Letralia y Aurora Boreal®. Su línea de investigación central desde hace algunos años es la literatura de la violencia en Colombia, siglos XX y XXI, tema sobre el cual ha dictado cátedras en las maestrías de la Universidad del Valle, Colombia, y de la Universidad Tecnológica de Pereira, Colombia, y conferencias en distintos escenarios.En la tarde, mientras Sierva limpiaba y fumigaba la cocina, la alacena y el cuarto de rebujos, Nadia fue de compras. Regresó cargada de velas aromáticas, sahumerios, quemadores de esencias y ambientadores. Acomodaron las trampas para cucarachas, trazaron rayas blancas con tiza china en los umbrales y fumigaron los rincones, las grietas, los sifones, los desagües y los contadores. Conectaron los aromatizadores eléctricos, encendieron algunas velas y quemadores de esencias. La casa se fue llenando de aromas agradables. La empleada se ocupó de preparar la cena y Nadia se recostó en el sillón.
Durante las primeras cacerías, Sierva se divertía montones viendo a la patrona arrodillada en el suelo, atravesando tablas para impedirles la fuga, llamando a las cucarachas por sus nombres, bautizándolas con veneno. Con el tiempo, el gusto se trocó en una rabia erizada de maldiciones, pues la actividad de limpieza que seguía al cucarachicidio era extenuante.
Nadia tomó el calendario y anotó el nuevo incidente. Llevaba un cuidadoso registro de las apariciones. Marcaba las fechas y los nombres de los insectos exterminados y revisaba esos datos a menudo, para comprobar alborozada que cada vez eran más largos los períodos que transcurrían antes de que los inmundos bichos se deslizaran por algún resquicio. Habían pasado 47 días desde la última aparición.
Eso creía ella. La verdad es que no pasaba una semana sin que algún bicho irrumpiera en la casa. Era como si brotaran de la nada, decía Sierva. Pero ella las aplastaba antes de que la patrona pudiera verlas y las recogía en silencio, para evitarse los trabajos. A sus años, el ajetreo de vaciar armarios y cuartos, cambiar muebles de lugar, sacar cada trasto de la cocina, desocupar la alacena, limpiar, doblar y desinfectar le dejaba dolores de espalda intensos y una fatiga de la cual se demoraba días en recuperarse.

2

A las siete de la noche Sierva llamó a la mesa. Nadia cenó con las niñas. Al comienzo, ella había querido imponerle al marido el hábito de comer en familia, pero Memo despreciaba la vanidad de una mesa adornada con cubiertos y servilletas. Solía decir que los negocios no daban tiempo para esas majaderías y prefería comer de una olla mientras veía la televisión. Había dejado claro que así lo había hecho siempre y así lo seguiría haciendo.
El hombre parecía moldeado en una sustancia inalterable. Era voluntarioso e intolerante y presumía que los logros obtenidos se debían únicamente a su esfuerzo y su perfeccionismo. Sólo después de muchos años, Nadia tomó conciencia de que esa altanería no era más que una máscara impuesta desde niño para sobrevivir a las adversidades de una infancia lamentable, que bajo esa gruesa coraza de simulación se escondía un ser anodino y asustadizo. Ahora sabía cuánto se había engañado, pues fue precisamente esa aura de seguridad emanada de sus modos recios lo que la había atraído hacia él. Recién salida de la adolescencia, Nadia confundió el amor con la protección que el macho le ofrecía y cedió con placer a los modos de su hombre.
Cuando se conocieron, Memo trabajaba como mensajero y tenía un sueldo miserable, pero juntos lograron consolidar un negocio que les permitió vivir holgadamente. Él atribuía la solidez económica alcanzada sólo a su voluntad de acción y a su buen nombre. Ella lo dejaba ufanarse de su éxito y se hacía a un lado, confiada y feliz. Pero pronto se sintió menos confortable y entendió que había una enorme diferencia entre su idea juvenil del amor y esa cotidianidad desventajosa. Aceptó la desilusión sin dramatismos, pero se consumía de angustia cuando pensaba que cada vez había menos en ella que pudiera hacerlo feliz. Él no se enteraba de la resignada tristeza de su esposa, ni de cuánto la desesperaba su permanente gesto hosco, que cada día resultaba más difícil diferenciar de un desprecio manifiesto. En realidad, hacía rato que había dejado de mirarla. A veces una extraña inercia los hacía irse de rumba y de motel, pero en el furor del sexo ella lo sabía entregado a un acto de onanismo. Cuando él terminaba y se tiraba al lado, con la cara volteada hacia la pared, en ella persistía la imagen del matarife para quien la res es sólo la vena palpitante en la que hiende el cuchillo. Ella sentía el cuchillo entrando y saliendo de su cuerpo y el lento goteo de su ser hecho silencio.
Desistió de su romántica idea de la felicidad y pensó que si cumplía diligentemente los ritos cotidianos su marido iba a encontrarla satisfactoria. Se empeñó en ello y le dio dos hijas. Preparaba el desayuno para todos, arreglaba y despachaba a las niñas para el colegio, supervisaba que la comida estuviera a tiempo para la llegada del marido y mantenía en constante vigilancia el aseo de la casa. Temerosa de que algo en ella desagradara a Memo, cuidaba con esmero su aseo personal. Se bañaba con excesiva frecuencia, se aplicaba cremas y perfumes, se cambiaba la ropa en la mañana y en la tarde, cepillaba sus dientes y usaba enjuagues bucales muchas veces al día. Nada sirvió. Los signos del desastre se hicieron ostensibles.
A Nadia le gusta pensar que sabe con exactitud el día en que todo empezó a derrumbarse. Ha contado la historia muchas veces, como tratando de convencerse de que la disolución del amor fue consecuencia de una circunstancia y no el inevitable resultado de un prolongado envilecimiento. Ella iba para cine con Sista, su hermana menor, cuando lo vio en una cafetería del centro comercial Chipichape. Memo conversaba plácidamente con una mujer de cabello largo, delgada y bien vestida. Parecía una chica de gimnasio. No le vio el rostro, pero sí su cuerpo sinuoso y firme. Él se inclinó hacia la muchacha por sobre la mesa atestada de paquetes de compras y le dio un beso apasionado. Nadia se puso pálida y la poseyó un temblor nervioso. Luego empezó a llorar. Primero fue un llanto quedo, como un ahogado suspiro repetido. Después el llanto cobró vigor y ella empezó a dar gritos de posesa. La gente se fue arremolinando, ofreciéndole su ayuda, sin entender qué pasaba. Los dos amantes también acudieron al tumulto, inocentes de que ellos eran la causa del desorden. Cuando Memo la vio, le soltó la mano a su compañera, en un acto reflejo. Nadia percibió el gesto y tuvo la ilusión de que él se iba a acercar a consolarla, que le iba a pedir perdón y sería la felicidad de nuevo. Se limpió la cara, llena de lágrimas, negras de rímel, y espero la mano del marido, pero este abrazó a su amante y se marchó. Ese día, insiste Nadia, empezó a salírsele del corazón.

3

Sierva le trajo un café en leche y unas galletas integrales. Las comió despacio. Tomó el quitaesmalte y se limpió las uñas, las cortó y las limó. Se aplicó el removedor de cutícula. Puso una ponchera con agua tibia en el suelo y metió los pies. Prendió el televisor para ver la novela de las cuatro de la tarde. Sacó el pie izquierdo del agua y lo secó con la toalla. Tomó el corredor de cutícula y desprendió los cueros adheridos, luego los cortó con el corta cutículas. Lijó los talones. Se hizo un masaje en los pies con una crema de avena con azúcar. Tomó un cepillo y se fregó los dedos. Se frotó alcohol para quitarse la grasa de la crema. Estaba absorta en la tarea de enlucimiento y no la estorbaba pensamiento alguno. Sacó el otro pie e hizo lo mismo. Luego se pintó las uñas, primorosamente. Terminó la faena cerca de las cinco de la tarde. Movió la cabeza hacia los lados, atrás y en círculos, procurando quitarse el dolor en el cuello que la postura le dejaba.
Se levantó para buscar algo de comer. Cuando iba a entrar a la cocina, vio sus antenitas nerviosas debajo de un sillón. La sorpresa fue muy desagradable, pues sólo había pasado una semana desde la última aparición. Tomó el veneno y la fumigó. El animal salió corriendo y ella la persiguió, rociándole el insecticida, hasta que se perdió bajo la lavadora. Cuando la empleada bajó, sólo vio un camino húmedo que comenzaba en la sala, atravesaba la cocina y se desvanecía en el patio de ropas. La patrona estaba en cuatro patas con la mejilla pegada al suelo y un palo de escoba en la mano.
-Es la gorda Mazulli, Sierva, ya le vi la barrigota. Ayudame a mover este aparato.
Ahí estaba el animalejo, con las patas para arriba, agitándolas frenéticamente, como si buscara un camino en el aire envenenado. Nadia le aplicó más tósigo, en abundancia, complacida en esa muerte. La empleada trajo el recogedor y la echó al tarro de la basura, esperanzada en que, por ser tan tarde, no la pusieran a desbaratar la casa. Se equivocó. Después de la nevera, movieron la estufa y rociaron insecticida. Vaciaron y fumigaron la alacena. Siguió la sala. Los dormitorios. El cuarto de la televisión. La pieza de rebujos. La labor duró hasta la medianoche. Afortunadamente, era sábado y las niñas se habían quedado en casa de los abuelos. Al día siguiente salió temprano y se aprovisionó de los insecticidas de última generación y de los elementos de aseo necesarios para erradicar la plaga. Pasó la mañana en ello.
Memo no había regresado la noche anterior y llegó a casa a la hora del almuerzo. Parecía contento. Le dio dinero para que se comprara ropa. Le agarró las nalgas y le dijo que subieran a la habitación. Ella le besó el incipiente bigote untado de sopa y le acarició la abultada bragueta. Él se sintió orgulloso, de su gesto, del billete, de su sexo erecto. Iban a mitad de las gradas, pero una llamada lo hizo devolverse. Nadia se quedó con las ganas y un gesto de furia le tachó el rostro. Él le dijo que tenía que irse. Ella no respondió.

 

4


Tomó el celular y no pudo resistir la tentación. Revisó las llamadas hechas. De las veinte que registraba el aparato, había doce a Lucho. No lo conocía. De todo sospechaba. Marcó el número.
-Hola, mi vida -le contestó una voz sensual.
Hubo una pausa muy breve.
-Te estoy esperando.
Colgó. El teléfono sonó. La voz sensual le habló:
-Se cayó la llamada, amor.
Colgó. El teléfono volvió a repicar. No contestó. Le ordenó a Sierva que le preparara café en leche, arepas y huevos pericos. Miró en el espejo su rostro desconcertado. Llamó a Sista, para desahogarse. La hermana se puso furiosa con ella y le insistió, como lo había hecho desde hacía años, que lo dejara. Pero, en realidad, y esto enfurecía a Sista, lo que más le asustaba a Nadia era que algún día su esposo la abandonara por una amante. Colgó el teléfono, justo en el momento en que oyó abrirse la puerta de la reja.
Memo entró apresurado.
-Se me quedó el celular -le dijo.
Le ofreció un tinto.
-No tengo tiempo -le contestó.
Nadia le pidió dinero. Se lo entregó y se fue sin darle un beso. Ya no parecía interesado en ocultarle su desprecio.
-Debería buscarse un trabajo -le dijo desde la puerta-. A ver si deja de pedir plata.
Subió a darse un baño. En la ducha repasaba su vida con dolor. Había dedicado todo su tiempo a cuidar a las hijas y a mantener la casa al gusto del marido. Ahora no sabía cómo hacer para emplearse de nuevo. Antes de conocer a Memo, había trabajado en Bogotá, vendiendo casas. Su hermana mayor se la había llevado para allá y le había enseñado modales de burguesa. Era bella. Era joven. No le faltaban pretendientes. Un día volvió a Cali de vacaciones, se enamoró y se mudó a vivir con él. Le faltaba poco para terminar la universidad, pero se retiró, persuadida de que no necesitaba un título para ser una buena esposa. La felicidad duró poco.
La primera vez que se enteró de una aventura, lo confrontó. Él le dijo que había sido un desliz, que no tenía importancia. La excusa se repitió otras veces, sin variaciones, pero con un gesto de burla cada vez más manifiesto. Todo se fue tornando menos clandestino, hasta que el hombre ya no se tomó la molestia de excusarse, ni de esconder a sus amantes. Ella se humillaba y la desesperaba el miedo de que alguna de esas mujeres le quitara al esposo y la dejara sin para dónde coger. Al paso de los días y las traiciones, supo que la irredimible infidelidad del esposo era una tradición familiar, una herencia que los machos Roca blandían con orgullo.
Se metió al baño y se demoró bajo la ducha. Cuando salió, envuelta en la toalla, las vio. Las cucarachas se agitaban alrededor de un pegote de jugo seco, que había derramado Memo en la mañana. Eran cinco, la flaquita Erineé, la gordita Nacín, la requemada Carmela, la gorda Mazulli, la poderosa Randsa. Todas huyeron, menos Randsa, que parecía dispuesta a desafiarla. Nadia levantó el pie para aplastarla, pero se congeló en el aire con la insana impresión de que esta vez Randsa la vencería.
Cuando Sierva entró, ella tenía el pie levantado y la mirada perdida. La última cucaracha desapareció en el clóset, entre la ropa interior de Memo. La empleada se lamentó porque había pedido permiso para ir a festejar el cumpleaños de una sobrina y sabía que esa aparición dañaría todo, pues tendría que dedicar el resto del día a la frenética tarea de vaciar los armarios, lavar y planchar de nuevo toda la ropa, fumigar y limpiar las esquinas, los bordes, los marcos, los guarda escobas, las grietas. Se quedó allí, maldiciendo en silencio, esperando las órdenes, pero Nadia seguía con el pie en alto y los ojos muy abiertos. Sierva le tocó el hombro y ella pareció despertar de una hipnosis. Le ordenó que le sirviera el almuerzo antes de irse a la fiesta de cumpleaños.

5

Se levantó a las nueve de la mañana. Había dormido mal. Ya las hijas se habían ido para el colegio. Desayunó empanadas con chocolate. Llamó a Sista y se fueron al spa. Le contó sobre llamadas sospechosas al teléfono del marido. Ella la recriminó, como siempre lo hacía. No entendía por qué le aguantaba esas perrerías, por qué no lo mandaba para la mierda. Nadia le dijo que no exagerara, que tampoco era así. Sista ya sabía para dónde iba la conversación y prefirió cortarla. Regresaron a la hora de almuerzo y compartieron el ajiaco. Preguntó a Sierva por Memo. Ella le dijo que no había regresado. La hermana se despidió y Nadia se dispuso a hacer la siesta. A las cuatro de la tarde se levantó. Las niñas hacían las tareas. Ya no las ayudaba. Buscó algo de comer en la cocina. Encontró pollo y arroz. Se acostó a ver las telenovelas. A las diez y media se quedó dormida con el televisor prendido.
La mano viril esculcando su sexo la despertó. Miró el reloj. Eran las cinco de la madrugada. Se pasó la lengua por entre los dientes y los labios para desprenderse la baba fétida. Memo le agarraba el culo con fuerza, le estrujaba los senos. A ella le repelió el tufo a trago y cigarrillos. Él le alzó la levantadora y la trepó. La penetró en seco. Se durmió. Ella se levantó a ducharse, a prepararse un café para recibir el nuevo amanecer y pensar en esa repetida humillación que era su vida.
A las nueve de la mañana sonó el celular. Él dormía profundamente y Nadia cogió el teléfono. En el identificador apareció Lucho. Contestó. Una voz sensual le preguntó por Memo. Ella le dijo que estaba durmiendo, pero que ella le daba la razón. La voz sensual le pidió que le dijera que lo había llamado. Colgó. Desayunó. A la hora del almuerzo bajó el marido. Ella le dijo que lo había llamado una tal Lucho. Él se enojó, la insultó, le gritó que nunca se atreviera a contestarle el teléfono y salió dando un portazo.
Almorzó sola. Una cucaracha se asomó en uno de los anaqueles de la biblioteca. Estaba parada sobre una enciclopedia que nunca había sido abierta. Reconoció al instante a Randsa, su vieja enemiga. Era ágil, escurridiza. Le parecía invulnerable. La dejó hacer. Ya no le importaba. Cogió el dinero y llamó a Sista. Visitaron dos almacenes de zapatos e hicieron una parada para comerse unas empanadas con ají y gaseosa. Compraron bluyines y una chaqueta. A las cinco de la tarde estaban cansadas y fueron a Sitio Sabroso a comer tamales. A las siete llegó a la casa y cenó con las niñas. Las acostó. Merendó chocolate con pandebonos. Se desabrochó el pantalón incómodo y se sentó a ver las telenovelas. Antes de acostarse, comió de nuevo. Sabía que el marido no llegaría esa noche.

6

La familia no se acostumbraba a su tristeza. Parecía otra persona, un ser lúgubre y atontado. Sufría constantes vacíos de memoria. Se quedaba alelada mirando al techo y sobándose con un pedazo de tela una de las aletas de la nariz. Se iba sin despedirse. Perdía cosas. Dejaba a las hijas abandonadas en el colegio hasta las horas de la noche. Los hermanos trataban de animarla, de hacerla volver a los tiempos de la recocha, de su buen sentido del humor, cuando los divertía con sus gestos de payasa. Ella lo intentaba, pero le resultaban muecas extravagantes. Luego venían los silencios incómodos y la huida súbita.
Temerosos de que hiciera alguna tontería, sus padres la convencieron de buscar ayuda profesional. Más por quitarse a la familia de encima que por convicción, aceptó ver a un psiquiatra, pero no le gustó. Decidió que lo mejor era dejar que las cosas se desarrollaron según el capricho de la suerte y, buscando la serenidad del espíritu, desembocó en un abandono insano. El marido entró en una repentina crisis económica y recortó los gastos asignados al hogar. Prescindieron de la empleada y la mugre se tomó la casa. La ropa se amontonaba en los armarios y la losa envejecía en el lavaplatos. Las hormigas hacían surcos por las paredes y las cucarachas se aventuraban a plena luz del día.
Una noche, mientras el esposo dormía, ella se paró al lado de la cama. Lo miraba atentamente, tratando de reencontrar en las tinieblas de su corazón la ilusión de los buenos tiempos. De pronto, algo se agitó en su interior. Unas antenitas se movían en la nariz del hombre. Se le heló la sangre. De la fosa nasal izquierda de Memo salía la diminuta cabeza de un insecto. Corrió por el veneno. Cuando regresó, el animalejo observaba el nuevo mundo sobre la boca de su hombre. Le rocío el tósigo. El marido se levantó furibundo por el desafuero de vaciarle un frasco de veneno en la cara. La insultó a su gusto, mientras ella, con el insecticida en la mano, se agachó a llorar en un rincón.

7

Memo se quedaba cada vez menos en casa. Nadia esperaba ansiosa, pero si él venía ella dormía mal o no dormía. Trataba de respirar más suave y evitaba cualquier movimiento que pudiera fastidiarlo. Una de esas noches el insomnio se agudizó. Casi de madrugada dejó la cama. Prendió la luz del baño y volteó a mirar para asegurarse que el esposo no se hubiera despertado con el ruido. Él dormía profundamente. Cuando iba a cerrar la puerta para tomar una ducha, vio la cucaracha saliendo de la fosa nasal siniestra. No podía creer que estuviera ocurriendo de nuevo. Miró el reloj. Eran las cinco y media. Se aproximó, sin atreverse a hacer nada. Sabía que no podía repetir la escena de la otra noche. El insecto bajó por los labios, se deslizó al suelo y se juntó con otros bichos que exploraban la habitación. Cómo era posible que Memo no se despertara. Otra cucaracha salió por el mismo sitio. Luego otra y otras más, que caminaban en la sábana y las almohadas, por el piso y las paredes, dueñas y señoras del lugar. Se tapó la boca, tratando de contener el espanto, pero cuando sintió las pelusillas afiebradas trepando por sus piernas lanzó un grito de horror. Memo saltó de la cama asustado, miró con repugnancia la habitación llena de insectos y se sacudió los bichos, furioso.
-Usted está completamente loca -bramó-. Cómo se atreve.
Ella trató de explicarle que los animales salían de su nariz.
-No la meto a un psiquiátrico porque me tiene que cuidar a las niñas -le gritó mientras se vestía-, pero yo no vivo más con usted. Ella le suplicó que no se fuera, que ella se enmendaría. Él no cedió. A las seis de la mañana, Memo abandonó la casa para siempre. Nadia lo siguió hasta la puerta, tratando de detenerlo. Cuando el hombre atravesó el antejardín, ella sintió el leve rumor de patas y vio los cuerpecillos agitados empujándose hacia la calle. Como las ratas al flautista de Hamelín, las cucarachas lo siguieron por la calle solitaria y se perdieron con él en el hueco del amanecer.

Memo al amanecer enviado a Aurora Boreal® por cortesía del escritor Óscar Osorio. Foto Óscar Osorio©Julián Jaramillo.

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