Última parada

De pequeño tenía un tren de madera; lo hizo el tío Fermín y me lo regaló un día de Reyes. Es lo que mejor recuerdo de mi infancia: aquella locomotora pintada de negro, con sus tres vagones rojos; el tosco y querido tren de madera en el que quería salir de España y llegar a América. Dicen que la vida es un eterno retorno, pero yo creo que es un monótono ir y venir por las mismas estaciones; sólo varían los viajeros que nos acompañan.
La ingenuidad de la infancia había quedado atrás, así que, ya mayor, logré irme al otro continente en el transporte normal que escogen los adultos. Ahora, después de 20 años, regresaba como viajan los turistas.


¿Cómo comenzó este viaje al fondo de mí mismo? Después de un largo trayecto en avión, tomé un tren al anochecer: era incómodo, ruidoso en su traqueteo, y dentro de él se respiraba ese aire de conformidad que tiene la pobreza digna. Durante toda la noche estuve cabeceando entre los esporádicos silbidos y las mortecinas luces de las estaciones que iban apareciendo. Entonces sentí que estaba inmerso en otro tiempo, el que deja de importar, el que no transcurre aunque se avancen kilómetros y el reloj continúe moviendo sus manecillas. De vez en cuando me sobresaltaba ante el estremecedor ruido que hace el paso de otro tren en sentido contrario.
Había pasado de un continente a otro, y ahora un tren me llevaba a mi pueblo, a la única referencia de mi pasado. Hacía más de veinte años que me había marchado; una madrugada me despedí de los tíos que se hicieron cargo de mí cuando mi madre murió de parto y mi padre cogió su rumbo al poco tiempo. Ahora volvía porque la amable carta de un amigo de la infancia me puso al corriente de que mi tía se encontraba muy mal, así que mi intención era verla antes de que muriera, que es lo único que puede hacerse en estos casos, y saber qué pasaría con mi tío, al que no le quedaba ya otro pariente que yo, que ahora regresaba con el enorme cansancio que produce el abrirse paso en espacios ajenos.

 

 

Lilliam Moro. Poeta y narradora, nació en La Habana, Cuba y reside en España desde 1970. Entre sus publicaciones están: La cara de la guerra (poesía, Madrid, 1972), Poemas del 42 (poesía, Madrid, 1988), Cuaderno de La Habana (poesía, Madrid, 2005), En la boca del lobo (novela, Premio de Novela, Madrid, 2004). Sus poemas y críticas literarias han aparecido también en diferentes publicaciones nacionales y extranjeras. Ha publicado ediciones críticas de clásicos de la literatura española.lilliam_moro_001¿En qué punto comenzó esta desproporción de lo inevitable? Me bajé en el apeadero a las 6:35. Me sentía muy cansado y la maleta pesaba mucho, abarrotada de unas pertenencias en su mayoría inútiles pero de las que ya no sabía prescindir, y de regalos para unos viejos que nunca me pidieron nada: jamás recibí una carta donde se insinuara la más mínima solicitud; breves líneas que ocupaban poco menos de una cuartilla, carta que llegaba puntual todas las Navidades en respuesta a otra que, en vacaciones, solía escribirles. Y siempre el mismo tono lacónico y digno del tío, sin nada que transmitir, excepto aquel "Todo va bien gracias a Dios", mientras yo les devolvía más entusiasmo en unas breves anécdotas sobre méritos y triunfos.
En el pueblo nada había cambiado sustancialmente, al menos a simple vista: el mínimo parque, la pequeña iglesia, un perro rebuscando entre un montón de basura... A los pocos minutos me encontré frente a la puerta de la casa. El tío tardó mucho en abrir, tanto que pensé que adentro no había nadie. No sé qué tiempo transcurrió, pero por un instante me sentí ridículo allí de pie con aquella maleta, y un escalofrío me recorrió el ánimo: ¿y si tenía que regresar porque en esa casa ya no vivía nadie? ¿Por qué había hecho tan mal las cosas, por qué esa tontería de la sorpresa, a mi edad, en vez de avisar con tiempo mi llegada?
El tío Fermín abrió por fin la puerta y respiré aliviado, pero lo vi tan viejo y físicamente tan poca cosa, que sólo atiné a sonreír porque no sabía qué decir: estaba ante un rostro inexpresivo. Apenas se parecía al que dejé, pero era él. Después de unos largos segundos de silencio, en los que no ocurrió nada, él también sonrió, tímidamente, y con un ademán me invitó a pasar. Al abrazarlo lo sentí más empequeñecido o demasiado delgado, como si apenas hubiera cuerpo debajo de tanta ropa. Apenas se movió.
Entonces la vi a ella: la tía Anselma, obesa y deforme, parecía casi empotrada en un sillón grande y raído, y su mirada estaba completamente perdida en algún punto impreciso, con una ligera sonrisa congelada en su rostro. El tío no dejaba de observarme, y me di cuenta de que se balanceaba imperceptiblemente cuando permanecía de pie.
Todo estaba colocado tal y como lo recordaba; nada nuevo se había añadido ni nada inservible se había desechado. La atmósfera era densa, con el mismo olor de la humedad en la madera, en la escayola, en la piedra; el mismo a nabos, repollo y alubias, a leña seca ardiendo; y la misma tenue ranciedad del pasado se avivó en mi memoria, y un emocionado gozo me hubiera palpitado por dentro al comprobar que el escenario se correspondía con mis más antiguos recuerdos, pero no sentí nada. Me di cuenta de que la memoria va despojando de ánima todo aquello que pueda constituir una dolorosa nostalgia, y el pasado entonces queda almacenado como una colección de postales desvaídas e inmóviles. Comprendí, de súbito, que todo era y no era, y que existía una invisible raya que queda trazada cuando le damos la espalda a las cosas, a las personas, a los olores de siempre, y que esa raya se convierte en una enorme fisura cuando un día intentamos recuperar el escenario que había quedado guardado, protegido del tiempo, en la memoria. Yo me había quedado a un lado de la raya y todo lo demás estaba al otro.
No se me ocurría ninguna frase; habida cuenta de lo que tenía ante mis ojos, hubiera sido una crueldad preguntar por la salud de ambos; además, sólo hubiera podido hablar con él, pero no le veía deseos de querer conversación pues no había dicho una sola palabra desde que me abrió la puerta. Todo era silencio y estatismo, y yo no sabía qué hacer. Sí, tenía que tomar la iniciativa, hacer cualquier cosa, como abrir la maleta y sacar los regalos allí mismo, en medio de la sala. El tío permanecía de pie frente a mí, balanceándose imperceptiblemente, mirándome como tratando de poner en orden sus recuerdos.
Primero saqué lo que traía para la tía Anselma, que el tío Fermín iba colocando en las manos rígidas de ella: el camisón de punto en el que ya no cabría, las zapatillas con borla y la cajita con unos discretos pendientes; pero Anselma continuaba inmóvil mirando hacia quién sabe dónde, en escena pero fuera de acción, mientras el pobre viejo hacía lo indecible para que los regalos no resbalaran de aquellas manos entumecidas.
Le di a él un reloj con cadena, que debió haber sido muy parecido al que quiso tener siempre: lo observó detenidamente, me miró sin comprender, y con una leve sonrisa lo volvió a guardar en la delicada y pequeña caja, que dejó sobre la mesa camilla.
Una vez terminada la entrega de los regalos volvió la densidad inicial; allí estaba la maleta abierta, con mis ropas revueltas y otros objetos personales a la vista, y un sentimiento de sutil pudor me hizo cerrarla, a medias.
El tío Fermín, que no había dicho ni una palabra desde que llegué, al poco rato se fue hacia el fondo de la casa, quizás a la cocina, y yo me quedé de pie frente a la tía inmóvil que continuaba mirando hacia ninguna parte, mientras los regalos se iban deslizando con suavidad y se quedaban detenidos sobre sus tristes zapatillas descoloridas.
Sí, ella y él eran los mismos, con sus años a cuestas; los muebles también eran los que yo recordaba, y la casa que lo guarecía todo era la única en la que viví durante veintitrés años; sin embargo, algo pesado envolvía a los seres y a las cosas: no se trataba de la falta de pintura, del polvo acumulado, de las paredes húmedas y desconchadas en algunos sitios, de los visillos sucios; no era la pátina del tiempo: era la impronta de la muerte.
Salí al pequeño patio; la hierba estaba crecida, algunas gallinas picoteaban entre la tierra, la maleza y unas latas oxidadas. Fue el patio de mi infancia, el agradable espacio al aire libre donde me refugiaba para darle forma a mi fantasía de viajar a América. Pero la hierba y las gallinas eran otras. ¿Y el tren, qué había sido de mi entrañable juguete?
Estaba muy cansado. Lo mejor era comer algo y echarme a dormir. Me encontré al tío en la cocina, preparando lo que parecía una papilla de patatas y guisantes aplastados. Cogí pan y queso; era suficiente para entonarme el estómago. Hubo un momento en que me di cuenta de que me miraba de reojo, y me tranquilizó comprobar que era el mismo viejo taimado de siempre, y seguí comiendo con naturalidad; al poco rato, sin decir palabra, me acercó una jarra de vino. Más animado, le pregunté si me acompañaría al día siguiente al cementerio. Me miró sin comprender, así que le aclaré que quería visitar la tumba de su hermana Francisca, mi madre.
Soltó bruscamente el tenedor con el que estaba aplastando los guisantes y habló por primera vez desde que llegué a esa casa, a la que fue mi casa: "¿Por qué quieres ver la tumba de mi difunta hermana? Tú no eres su hijo". Enseguida me sobrepuse y lo achaqué a sus desvaríos de viejo, y le hablé como a un niño: "Pero tío, ¿tanto he cambiado que no me reconoce? Soy Antonio, su sobrino, el hijo de su hermana Paca, el que se fue a América hace..."
Me agarró por el brazo y con una ligereza que no sospechaba en alguien tan acabado físicamente, me llevó hasta una habitación, aquella que fue la mía. Abrió la puerta y señaló con la mano: un niño jugaba con un tosco y pequeño tren de madera, con aquella locomotora pintada de negro y sus tres vagones rojos, el tren en el que pensaba irme a América cuando fuera grande. El niño alzó los ojos y me sonrió: "Hola, soy Antonio, el hijo de la Paca."
Salí casi corriendo y llegué jadeando al apeadero. Me senté a esperar el tren y cerré los ojos; temblaba. Pasó mucho tiempo, demasiado. Cuando al fin llegó y subí a él, me di cuenta de que no llevaba equipaje: lo había dejado en la casa, pero no me preocupó, sino que me sentí extrañamente aliviado. Le pagué al revisor por el trayecto hasta el final. Cuando me entregó el billete leí en él, con estupor, el nombre del pueblo que había dejado atrás. Al ver mi mirada de desconcierto, me dijo: "Ése es el último destino".

Última parada enviado a Aurora Boreal® por la escritora Lilliam Moro. Foto Lilliam Moro©Lilliam Moro.

 

 

 

 

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