Puro Cuento
El cuento "Hay una señora extraña en la cama de mamá" hace parte de la colección titulada El pozo y el péndulo.
El pozo y el péndulo
Colección Mil y una Sílabas
Revista Odradek, el cuento
ISBN: 978-958-8794-45-7 / 2014
Páginas 186
2014
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- Por Gabriel Uribe Carreño
Heinrich von Kleist golpea la aldaba a medianoche. En el mesón van a echar la cancela antes de lo acostumbrado por la inhóspita noche de invierno. Ya no se esperan huéspedes a esta hora, ningún alma se atreve a rondar los caminos rurales en semejante noche. Se escucha el trueno y el fragor de la lluvia confundidos con vigorosos golpes en la puerta de la taberna. Tras larga insistencia una voz se acerca lámpara en mano, el posadero todavía con el mandil incomodado por la interrupción de la cena.
"¿Quién demonios anda ahí? ¡Está cerrado!" Cuando abre el portón ve delante de sí a un hombre desaliñado, todavía joven, empapado y tiritando. Las botas llenas de barro y la indumentaria hecha jirones producen una lamentable impresión. "Por piedad, dadme algo de comer". Exhausto y abatido entra en la posada con determinación irrefrenable. La lluvia se cuela en sus pisadas, y el dueño de la casa, un buen hombre, le ofrece una sopa hirviente y una jarra de vino. Junto al fogón hay una chica adolescente de ojos huidizos y temerosos que se encarga de traer el pedido. Cuando se acerca al extraño huésped, este le arroja una mirada fulminante que contiene la dureza de un mineral y formula en voz baja y firme una propuesta extravagante: "¿Quieres morir conmigo?" La chica retrocede espantada y se atrinchera en el silencio. El poeta come con voracidad, bebe con intemperancia, absorto en la imagen de las expresiones de los rostros familiares que le azuzan y señalan como un fracasado: "Haz algo de provecho en la vida, Heinrich. No puedes seguir así".
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- Por Noel Olivares
Dedicado a mis queridos amigos Horacio Peña y Ricardo Lindo
El temblor que sacudió a Cojontepeque la alborada de aquella mañana de octubre fue tan leve que habría sido indigno de figurar en las crónicas y fastos locales, a no ser por el colosal desprendimiento de tierra que produjo en la ladera de una de las colinas vecinas. El tal cerro, localizado a diez aullidos de coyote de Cojontepeque, había quedado práctica desnudo, por así decirlo, exhibiendo impúdicamente sus entrañas y sus intestinos.
Horacio y Ricardo, dos muchachos inquietos y holgazanes, alumnos del maestrescuela don Armando Contreras y que ese día habían decidido hacer la cimarra, fueron los primeros privilegiados en contemplar el vientre virgen que el cerro se veía obligado a exhibir a los cuatro vientos.
Admirados y maravillados quedaron los dos vagabundos al notar de pronto un deslumbrante y sinuoso filón, de color mostaza encendido, que rubricaba la telúrica herida de punta a punta.
Regresar a Cojontepeque y divulgar lo que habían descubierto fue sólo un acto. En cosa de minutos la noticia se había propagado por todos los rincones y los curiosos lugareños, en hordas, iniciaron su romería hacia el lugar del derrumbe.
Luego de haber visto aquello con sus incrédulos ojos, no hubo de transcurrir mucho tiempo para que la ciudadanía comarcal barruntara que estaba en presencia de algo grandioso, que, de la noche a la mañana, iba a transformar la miserable vida cotidiana de cuanto perro y gato residía en Cojontepeque, pues lo que contemplaban no podía ser otra cosa que el cuerno de la abundancia, una verdadera cornucopia.
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- Por Jorge Kattán Zablah
Imposible precisarle gestación de fecha a la conspiración en las vitrinas. Ocurrió rápido; madrugada, sí, pero no cualquiera. Una de ésas cuando el neón tiñe de alborozo los solados y se repite en tañidos ciegos, la degollación de orquídeas; cuando los riñones aspiran a micrófono. Convivían ellas enzarzadas en discusiones no exentas de insultos y algún que otro manotazo precisado fibra de vidrio: articulación sincronizada. Jamás perdieron balance frágil. No se dejaron sorprender por empleados ni clientes. Despreciaban la tregua de ladrillos concedida a las viejas de yeso tradición y pasiva compostura que, deshechas en asimétricos pedazos agonizaban, la mayoría decapitadas, húmedas nunca por debajo, en el almacén. Amas de casa, conformistas, plácidas, comentaban. Pues ellas eran especiales: molde para cada una; por ende, la individualidad se manifestaba con rivalidad furiosa e imprecaciones asumidas. Los rencores. Finalizada la contienda se abrazaban hermanadas, en ocasiones llorosas: Aunque nos peleamos sólo nos tenemos a nosotras. Aquel astuto, petimetre dueño de boutique portando anteojos "retro", deseaba quedar bien con todos, en especial considerando la alta exposición a que se encontraban sus "chicas" revestidas de los últimos modelos hacia la alameda principal, foresta cosmopolita, así que formó un sexteto de balance étnico: tres blancas -sin olvidar que una fuera caucásica y las otras semitas-, roja, negra, y amarilla. La historia del orbe y sus argucias de diplomacia y exterminio circulaban vitriólicas por las arterías de las que se acusaban, sin visibles indicios de solidaridad, para beneficio estético haciendo de la competencia fiera llanura de batalla, como si un rastrillo Alzheimer pisoteara relieves a la historia.
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- Por Jesús Callejas
Escucho en febril desespero tus indolentes llamadas telefónicas con más odio que pasión; refugiada en la obscuridad, centinela de citas siempre fugaces por culpables. Vagina de mis noches, la obscuridad es mi único testigo; aliada fiel nunca me abandona. Repito y repito la grabación de las llamadas para intentar saber por qué. El eco de la voz que ahí dejaste es más frío que el receptáculo hostal que la recoge. Dice que me ama, pero que hemos terminado; que no me olvida pero que te deje en paz... ¿En paz contigo mismo? No te hallarás a salvo ni de ti mismo. Me pregunto, incrédula y carente de vocación ante el desesperado cinismo del mundo, si esa voz partió de ti, si el oxígeno la modeló y perfeccionó en tu difragma, pulmones y laringe para convoyarla hasta mis tímpanos sin caricia vibratoria.
Argumentas que no puedes seguir hiriendo a tu familia, pero me hieres; me laceras y apartas. Soy un artículo inservible. Eso soy, otra mujer que ha cumplido su función sexual en el ritual misógino y al naufragio emocional es condenada. Así de simple. Deseo hijos e ingrávida me dejas... Sabes de mi devota afición por el oriente y la ridiculizas llamándome "occidental esnobista"; sin embargo, aceptaste la ilusión ceremonial que se te concedió mediante este espíritu abultado en gentilezas. Perdón, el maquillaje se me chorrea... Yo te ofrendé un parto de cariño bellamente depositado. Qué de las reservas electromagnéticas que en ti invertí debilitando mi propio sistema inmunológico. Conoces y olvidas la habitación sagrada donde bañe tu cuerpo de impurezas industriales, del monóxido de carbono aferrado a tu ropa de hombre "civilizado", el alimento puro y orgánico que llevé a tu boca. Estas manos de respladeciente rostro hoy redactan los gemidos que mi corazón les dicta. Pobre corazón el mío que no supo mantener cordura, que desdeñó su empeño en seguir la senda intermedia, en desconfiar de los apegos. Y qué peor apego que el sexo con un amante de hermosos atributos en el ilusorio mundo de la carne...
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- Por Jesús Callejas
Majestuosos, solemnes, indiferentes: los leones blancos. Ahí están, de espaldas a los ojos del espectador que los mira curiosos. Son una pareja de leones blancos encerrados en el zoológico. Están al sol, como yo, un sol de cuarenta grados, verano, maldito verano en la ciudad, una ciudad tan encerrada como esos leones, en apariencia sueltos en su lugar redondo, de tierra seca, tan indiferentes a su destino como ella. Tal vez piensan en sabanas, en lejanas selvas exhuberantes y húmedas, quién sabe. Tal vez corren un venado, se separan, ella sale a cazar. Meses después la leona ha parido dos o tres hijos. El león escapa de un cazador furtivo y lo celebran. Comen entre los dos, ella y él y los tres pequeños vástagos un delicioso venado. Le han arrancado la piel, la carne, se lo han comido hasta chupar los huesos. Las fieras se relamen de placer. Gozan de la selva, del rocío en las plantas de los pies al caminar, del agua fresca que van a beber a un lago cercano. El león se mira en el espejo acuático, ve dos ojos, una mirada extraña, no sabe o sí sabe que es la de él. No teme. Tampoco sabe que él es un león blanco, una especie distinta, poco común y que algún cazador codicia para lucir su cabeza, su piel en el living de su casa. Esa pareja de leones blancos mira hacia el otro lado, donde un cerco verde de arbustos y de plantas los separa de otros ojos, de otras miradas. Nadie le puede ver los ojos a ese par de fieras. Un pájaro grita a lo lejos, en una jaula, seguramente un guacamayo o un loro, como sólo puede hacerlo un pájaro tropical. Camino por el sendero de tierra mirando jaulas, animales, monos a los que algunos les dan de comer. Les arrojan alimento que los monos toman, otros, indiferentes como los leones blancos miran hacia arriba, hacia la nada. Silbo a uno de los monos, me mira, parece ciego de no ver, de no importarle, tan habituado está al encierro, a la soledad. ¿Dónde está la salida? de pronto me he olvidado por dónde vine, he olvidado el camino y el mapa. Se va haciendo de noche, pronto cerrarán las puertas del zoológico. Los pájaros han comenzado a cantar y a refugiarse en los árboles, el atardecer siempre tiene ese canto triste y confuso de los pájaros.
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- Por Araceli Otamendi
Lucía Donadío, (Colombia,1959). Es antropóloga de la Universidad de los Andes. Hizo un diplomado en Literatura del Siglo XX en la Universidad Eafit, Medellín. Escribe poesía y prosa. Es directora de Sílaba Editores. Fue codirectora de la revista de cuento Odradek, el cuento. Dirige dos talleres literarios en Medellín: en la Universidad EAFIT con jóvenes y en la Biblioteca Publica Piloto de Medellín con mayores de 60 años que llegan hasta los 85. Ha publicado los libros: Sol de estremadelio (poemas, 2005), Alfabeto de infancia (relatos, 2009), Cambio de puesto (cuentos, 2012) y Los ojos que me nombran (poemas , 2014). Cuentos y poemas suyos han sido publicados en revistas y periódicos.
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- Por Lucía Donadío
Un 18 de diciembre esperaba en el aeropuerto Charles de Gaulle para tomar un jumbo rumbo a Bogotá. Por delante me restaban doce horas de vuelo, si todo salía bien hasta Maiquetía, donde el lechero de la compañía aérea Avinunca normalmente hace su tercera escala técnica: París, Madrid, Caracas para finalmente llegar a Bogotá, la tan afamada Atenas Suramericana. Aquel era un diciembre helado. El vuelo original estaba programado para las ocho de la noche pero como siempre, Avinunca informa que una falla técnica ha demorado la salida hasta las once de la noche. Finalmente nos hacen pasar a una sala de abordaje donde nos tienen un par de horas encerrados. Definitivamente todos los pasajeros vamos para Colombia. En especial ellas, cargadas de paquetes, con chaquetas exageradas para el frío. Somos trescientos cincuenta viajeros en una sala pequeña, obligadamente tocándonos los humores con ese hablado tan colombiano, que hace tanto no escuchaba. Es algo así como ya haber vuelto. Los acentos son de todas las regiones de Colombia. Reconozco muchos: de Cali, de Medellín, de la Costa. Identifico a unas bogotanas con su hablado tosco y pedante pero claro, bien vocalizado.
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- Por Guillermo Camacho
Inédito
El camión se asoma en la curva. Su andar lerdo y el sopor de la tarde, lo hacen ver como una añosa tortuga empeñaba en su trasiego. La montaña expulsa de sus matorrales unas bocanadas de brisa y el sol palidece buscando escondite en los meandros de la cordillera. Al llegar al puente, el desvencijado motor zozobra en un atasco de estornudos briosos que lo obligan a apagar.
Es el atardecer del último domingo de abril. Todos los pasajeros traen rostros soñolientos y los envuelve una duermevela de trasnocha y cansancio. El conductor, un cincuentón corpulento y de poblado bigote, desciende del carro y despierta a todos los dormidos con el cierre estrepitoso de la puerta. El carburador bebe el agua como un sediento extraviado que encuentra un oasis en la mitad del desierto. Antes de intentar revivir con la vuelta de la llave al carro, se detiene a contemplar las casas del pueblo, que vistas a través del empañado vidrio, lucen como un manchón de crayola roja hecho por un niño en la hoja de un cuaderno.
Al reanudar el viaje, Cipriano Argote, que cabecea de manera acompasada y no pocas veces violenta, al someter su cuello a inesperados bandazos en cada jadeo de velocidad, vuelve a caer en el pesado sueño que lo acoge desde que partieron de Santa Ana. El conductor examina de manera socarrona los movimientos de títere del cuello y la cabeza del director de Los Agraciados.
En su trance onírico, Cipriano sube a la tarima de madera iluminada por decenas de bombillos pintados de colores de vinilo. Mientras se detiene a dar instrucciones al bajista, el pianista, el congero, el saxofonista y los cantantes; una multitud a sus espaldas aplaude y lanza gritos medianamente audibles: ¡Que suenen los agraciados¡; ¡Que toquen la primera¡; ¡Se prendió esto¡. Los silbidos y la ovación apuran el alistamiento del grupo. El impecable frac de Cipriano le da un aura de acicalado penitente en busca de la comunión. Todos beben una copa de ron mientras que Cristela, la bailarina, se acicala el capul y tolera los insolentes piropos que los primeros borrachos de la noche le lanzan. José Ricardo Ricuras, el animador estrella de las veladas y los bazares de la provincia, imposta la voz y se empina frente al micrófono. Al anunciar la presentación de la orquesta tropical más "querida y aplaudida de la región", osados adolescentes toman de la mano a muchachas que aparentan desdén y ensimismamiento. Después del último golpe de las baquetas del timbalero, cientos de parejas se apiñan y se desdibujan en el patio de la vereda Santa Ana, acompañando cada paso de baile de rictus de alborozo y frases raudas que traslucen alegría. La Danza del Pato invade a los lugareños de una festiva convivencia al tiempo que pasan, de mano en mano, copas con bebida para no dejar sofocar el incendio de ánimos que a todos atrapa. El acople es logrado. Las viejas cabinas de sonido han respondido al reto. Cuando Cipriano observa el ceño fruncido del bajista y las peripecias de sus dedos para evitar que algo malogre la canción, una cuerda del bajo revienta generando una profunda estridencia que aturde a todos los bailadores.
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- Por Marcos Fabián Herrera Muñoz