Puro Cuento
No corrían buenos tiempos para Martín. De pronto sus planes se desbarataban como un castillo construido en la arena, como una casa puesta a volar por vientos inmisericordes o como un automóvil arrastrado a la cuneta por el vendaval. Había sido demasiado ingenuo al invertir en un negocio tan riesgoso como los mariscos, trayéndolos de un lugar a donde el avión no vuela regularmente, confiado en que los amplios intervalos podía subsanarlos empacando cantidades mayores a los que un buen cálculo aconsejaba. Estaba además, de por medio, la apuesta con Diego de que en cosa de cinco o seis meses la empresa estaría a flote, y él, el nuevo empresario, sería la portada de la revista de negocios editada por Semana. Una apuesta que, al perderla, se le llevó una significativa tajada de sus activos, calculada por encima de los cincuenta mil dólares. Igualmente iluso había sido al enamorarse de Karim, la sueca cuyo desenfado sexual, Martín confundió con el verdadero amor. Cualquier día, loca como era, echó en un bolso las joyas que le había regalado su novio y se fue a México donde, como se lo explicó por teléfono luego, quería llevar vida de santa.
Tanta mala suerte, Martín quiso conjurarla con Bourbon y antidepresivos hasta casi convertirse en un deshecho humano al que le huían hasta las moscas. Tenía treinta años y aunque la vida todavía era cosa nueva, sentía que estaba acabado.
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- Por Elkin Restrepo
Inédito
"Todos vivimos lejanos y anónimos; disfrazados, sufrimos desconocidos. A algunos, sin embargo, esta distancia entre uno y sí mismo jamás se les revela; para otros, ella es de vez en cuando iluminada, ya sea por el horror o la pena, por un relámpago sin límites; y hay otros todavía para quienes ésa es la dolorosa constante y cotidianidad de la vida."
Fernando Pessoa
Libro del desasosiego
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- Por Araceli Otamendi
¡Lo estamos observando!
Esas tres palabras, simples pero contundentes, estaban escritas en una caligrafía perfecta y con un estilógrafo de los de antes. La nota del papelito amarillo venía pegada a la carátula de la última versión del folleto sobre Acoso Sexual que había publicado la oficina unos años atrás.
¡Me quedé helado!
Tuve que sentarme y volver a leer pausadamente la nota.
Me volvió a parecer que las tres palabras eran categóricas, concluyentes.
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- Por Guillermo Camacho
Cruza la calle embozado en su sueño. Palpitan sus nervios en la voz de su sexo de paloma silenciosa. Apura el instante en disimulos de adioses y recatos que ocultan sus cartas de amor apolillado del invierno. Es octubre y todos los ojos esperan la caída de las hojas ocres de otoño mientras un triste pintor de acuarelas dobla sus emociones en un pañuelo blanco planchado e impoluto; allí vierte la mezcla de colores, olores, ata el lienzo a una nube, la rodea con su aliento y piensa intermitente en su musa lejana.
El semáforo guiña las horas advirtiéndole del peligro del vértigo, dibujando en su mente la magia en el mercado, ella salta los charcos, de alegría en alegría, salpica sus piernas moteadas, cantarina de besos va como loca, esa niña vestida con paraguas de volantes. Fátima envuelta en un vaho de cigarrillo, oscuridad penumbra fuera del harén con el príncipe de los sueños, sus ojos taladros arengan a un ejército de esclavos, activando la tinta y la piel.
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- Por Teresa Iturriaga Osa
Inédito
Si no me hubiera agachado, si no hubiera recogido su botón, pero yo soy así, me eduqué en colegios de gentlemen donde enseñaban cosas estúpidas, como recoger los botones a las señoritas sin mirar los entreabiertos de la blusa, si es que eso es posible. Yo siempre suspendía esa parte. Y me agaché, claro.
Desde hacía semanas en cada viaje en el que coincidíamos se le soltaba uno, pero yo creo en la casualidad como fuerza motora del universo, y me dije: 'o esta mujer tiene un problema de cosido, o soy yo quien está perdiendo el hilo de algo', y de vez en cuando dirigía miradas directas y poco sutiles a sus labios por invitarla a hablar, si era el caso. Miré, sí, porque siempre miro, falte o no el botón, ya que además de la curiosidad me justifica mi horrendo expediente académico. En este caso, me puse a repasar los 7 en línea de esta tarde y a imaginar el mapa posible bajo los 1 ó 2 adicionales de belleza en el reverso, me agaché y reparé en la curva de sus piernas, a escasos centímetros del roce cada vez menos fortuito con mi pelo. Al punto recordé por qué me había agachado y qué hacía ahí abajo, tan al lado de sus rodillas, y recogí el botón. El trayecto de vuelta hasta la altura de su cintura fue como el de un primate ascendiendo del suelo de la evolución a una dimensión más consciente: durante unos larguísimos segundos no sabía muy bien qué hacer con las manos – faltaba un botón y otro estaba desabrochado – ni a qué agarrarme para mantener ese inestable equilibrio homínido, sin teléfono a mano con el que hacer como que atiendo un mensaje recién llegado, sin cartera de la que se me cayeran un par de lápices, un dibujo o una interioridad con la que corresponder a su gesto (o, en el peor de los casos, a la casualidad). Solo un botón minúsculo y un hilo aún más pequeño, cosas diminutas y frágiles como una secuencia genética en un acercamiento entre especies, mi vecina y yo, así que me erguí, me levanté con el botón en la mano todo dispuesto a ponerlo en su sitio, es decir, en su mano, y no en el abierto de la blusa, donde solo posé los ojos.
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- Por Miguel Rodríguez
Amanda no existe
Esteban se apartó temerosamente del letrero que acababa de colgar de la pared que conducía al balcón hasta lograr la distancia que le pareció adecuada para juzgarlo. Luego fue alejándose más con lentitud, observándolo de nuevo con cada paso que daba y tratando de lograr la mayor objetividad crítica posible. Al llegar a la pared opuesta de la habitación, le pareció haber alcanzado el punto máximo de distancia analítica. El letrero le gustaba. No era una obra de arte, eso estaba claro, pero tampoco lo pretendía ser; tenía esa sencillez lacónica que consideraba la única adecuada para su contenido. Cerró los ojos. Los volvió a abrir como si despertara al mundo por primera vez. Allí estaba la verdad inaugural, la que preside el universo desde su creación, encendiéndose con la luz del amanecer que entraba por el ventanal – la no existencia de Amanda.
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- Por Ubaldo Pérez
La primera carta, con la noticia de su fallecimiento, la echó el muerto bajo la puerta de su vieja casa familiar, un martes al mediodía. Era la primera que le escribía a su esposa en diez años. Ella la recogió y sin mayor interés la puso sobre la mesa del comedor para leerla cuando tuviera tiempo. Aquel era un día gris que no había tardado en volverse lluvioso y que oprimía el corazón.
Aunque el corazón Corina había dejado de sentirlo hacía mucho tiempo, un día así le quitaba aún más las ganas de vivir. Para no dejarse llevar de sentimientos negativos, se había ocupado en bastear un mantel que recién había pintado con motivos campestres donde el sol, el risueño protagonista, orquestaba una sinfonía de colores estridentes. Luego había llamado a su madre para contarle las nuevas sobre su hija Maribel, que hacía un mes se había ido a vivir a Londres.
Casi había olvidado la carta –del marido hacía mucho lo había hecho, cuando dejó de creerle sus embustes–, cuando ésta a causa del viento helado que entraba por una rendija de la ventana, voló hasta posarse sobre la alfombra de la sala donde era imposible no verla. Sin embargo, Corina no se movió, irritada con el recuerdo de aquel hombre que, pese a sus promesas, huyó a la primera oportunidad, obligándola a enfrentar responsabilidades para las cuales no estaba preparada. Empezando por tener que velar por una hija y por el suegro, cuyos cuidados la excedían y ahora heredaba. Y porque su existencia, en lugar de tomar el camino de sus ilusiones, como corresponde a una muchacha, comenzó a vacilar cargada con un peso sin redención.
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- Por Elkin Restrepo
Inédito
A María, la Pantorrillas, no le gustaba hablar por teléfono.
– Anda, cógelo tú, ve a ver quién es.
Pero nada, ni se levantaba ni hacía por dónde, y parecía molesta con que alguien la insistiera en esa parte de la rutina doméstica.
Ya de muy pequeña, cuando sonaba el teléfono corría a esconderse en el descansillo de la escalera que bajaba al sótano para que nadie la viera, y se ponía a cantar canciones del colegio como si fueran un mantra. Nunca le dimos importancia a nada de ello, nos parecían cosas de niños. Con los años pasó a hacer como que la cosa no iba con ella, fingía una jaqueca repentina, o bien se inventaba una tarea urgente que no admitía demora. Desconozco tales tareas y dolores, esos lugares, ni sé en qué interferían con la vida común de la casa. El caso es que tan pronto alguien atendía la llamada, María volvía a hacerse visible como si ese lapso de tiempo no hubiera existido, y a ser la de siempre, la Pantorrillas, la que tarareaba aún las rimas del colegio de años atrás. A veces se presentaba alguna emergencia, alguien enfermaba, o había que reclamar contratos de la fábrica o solucionar trámites molestos, pero aun así ella no cedía ni con los médicos, ni llevaba móvil encima, y prefería pasar media mañana pateando la ciudad para ocuparse de algo que podía llevarle diez minutos al teléfono.
Como estas excusas iban dejando de surtir efecto, con el tiempo adujo oír voces. Las del teléfono no, las otras, las de su cabeza, decía, lo cual nos daba tanto miedo que decidimos dejar de apremiarla al respecto por ver si así quedaba más tranquila. Todos fingimos dejar de prestar atención a sus rarezas: la de no coger el teléfono, la de no escribir con mayúsculas, la de cambiarse el nombre cada mes.
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- Por Miguel Rodríguez
Es difícil saber por donde empezar. Me ha estado rondando la cabeza desde siempre.
Desde que partió el primero de los Aragón, cuando éramos unos adolescentes. Después vino el cura Hipólito, aunque lejos muy cerca. No sé cuántos años pasarían. No muchos tal vez. Después de Hipólito le tocó en turno al hijo de Nati, la cubana simpática que reía todo el tiempo y a quien le encantaban las novelas de Sidney Sheldon. Una mañana de abril me tocó a mí, apenas cursando la secundaria. Empezando la vida. Se me rompió la coraza que ingenuamente hasta aquel entonces pensaba me protegía de esa amenaza que no conocía. Seguí el camino tratando de encontrar aquella cosa que buscamos por la vida sin saber. Como una tortuga recién nacida que instintivamente cruza con su mayor velocidad la playa hasta alcanzar la mar porque sí, para sumergirse en las profundidades y morir doscientos, trescientos años después, si tiene suerte y si ningún bárbaro se le cruza en el camino para extraerle sus carnes o sus huevos o su sabiduría marina y exhibir su concha en un almacén de playa turística en una de esas tiendas baratas donde se vende crema solar protectora.
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- Por Guillermo Camacho