Puro Cuento
Esta historia me fue contada en Oak Park, el barrio del viejo Hemingway y del arquitecto Frank Lloyd Wright, en el que me tocó vivir por razones del azar. Se la escuché a Sasha, mi mujer de aquel entonces. Todavía en esos años —me refiero a fines de la década de los noventa— y seguro que hoy en día también, ella solía decir que era de Yugoslavia. Antes que la guerra empezara y destrozara a ese país, Sasha vivía en Mostar, una ciudad pequeña y placentera de Herzegovina. La vida era buena —me contaba- y parecía que siempre sería de ese modo. Ella y su hermana menor iban a la escuela, jugaban tenis, nadaban en la piscina del barrio. Sus padres, él ortodoxo y ella católica, trabajaban sin que les fuera la vida en el trabajo. A los veinticinco años su padre había construido una casa lo suficientemente amplia para que fuera un nido para su familia. En Mostar —me seguía contando Sasha, mientras bebía un café o preparaba pulpo en aceite de oliva en mi departamento de Oak Park- todas las religiones se podían vivir sin agredir a nadie. Sus padres eran un ejemplo de eso. Jelena era la mejor amiga de Sasha cuando era niña. Su familia era croata pero había llegado hacía más de una década a Mostar. A ratos, Sasha parecía vivir en casa de Jelena, y a ratos, Jelena parecía vivir en casa de Sasha. Cuando la guerra empezó y las tensiones se encrisparon entre serbios y croatas, Sasha y Jelena juraron no separarse nunca, y si el destino las obligaba a hacerlo seguirían unidas en sus corazones. Fue la tarde en que intercambiaron dos rosas blancas.
- Detalles
- Por José Armando Castro Urioste
Inédito
Para Carlitos Marx, cuyas ideas siempre anticiparán algo.
De Esmirna a Alejandría, y de allí a Ascalón, tierra de Herodes el Grande. Y de Ascalón, el grupo de hombres se desplazó a caballo por diez días con sus noches hacia las legendarias llanuras de los amonitas, descendientes de Amón, hijo menor de Lot. En esas llanuras fue edificado el palacio de Abdul-Rahman Ibn Abi Tálib, imponente por su tamaño y majestuosidad en el decorado, con un jardín interior que también servía de laberinto para los animales exóticos que amenizaban las tardes prolongadas y calurosas de sus inquilinos.
Muchos siglos después, los aguerridos cruzados de Raimundo de Saint-Gilles, conde de Tolosa, sitiaron “el castillo de los unicornios”, como empezaron a llamarlo, seguramente porque en la puerta de acceso, resguardada por una barbacana, había un escudo heráldico con esos animales flotando entre nubes, coronados de luces celestiales, proporcionándole un ámbito crepuscular; todo eso era sostenido al pie del escudo por una tortuga roja que ilustraba bizarría de espíritu.
- Detalles
- Por Antonio Moreno
Tengo una amiga secreta que se llama María Moliner. Nunca la he visto pero la consulto regularmente, hay veces que no me contesta porque lo que le consulto no corresponde al lenguaje de una vetusta dama catalana, por lo menos, es lo que me comenta Carlitos quien se mueve, navega, cómodamente entre la filología y la lingüística. Carlitos es colonés por nacimiento y canario por adopción, su sentido del humor corresponde a ambos países.
Mira, me dijo al teléfono, cuando le pregunté por su profesión, el filólogo es aquel que corta el salchichón (sic) a lo largo, es decir, de atrás para adelante, el lingüista en cambio, hace cortes transversales como habitualmente se hace con el salchichón para observar la estructura de cada rodaja, un cambio mínimo en esa estructura indica el paso del tiempo, recuerda que el vocabulario cambia, se enriquece, se empobrece, aumenta, disminuye, se reduce, se respeta, se viola, a veces la acción de consultar un diccionario es como visitar un cementerio.
- Detalles
- Por Leonardo Martínez Ugarte
A Serafín Martínez González,
fiel amigo de Sócrates
El profesor Domenico Pazzetti regresó a su casa un poco más tarde que de costumbre. Su esposa mostró cierto disgusto a la hora de la comida, pero el profesor, con la buena conciencia del esposo que jamás en la vida ha dado motivo de que se pueda pensar mal de él, se hizo el distraído, prefirió ignorar la cosa.
Con su cortesía de siempre, en cambio, conversó luego amenamente, contestó a las preguntas que le hacían sus hijos, sobre todo a las del mayor que ya estaba terminando su escuela primaria y que pronto, dentro de algunos meses -el tiempo pasaba tan rápido últimamante-, entraría a hacer su bachillerato precisamente en el establecimiento donde el profesor daba clases.
El profesor Pazzetti se había titulado en Ciencias Biológicas y como no encontró a tiempo un puesto en ninguna sociedad farmacéutica, carrera que le hubiera gustado hacer, en un laboratorio donde pudiera poner en práctica todo lo aprendido en aras de descubrir, tuvo que contentarse con ese puesto modesto de profesor, allá en la provincia, lejos además de toda gran ciudad, de sus influencias intelectuales y de toda posibilidad de carrera brillante; y la señora que estaba en ese momento a su lado, su esposa, que servía la comida, atenta siempre a lo que sus hijos y su ejemplar esposo querían, era la misma jovencita que le había salido a su encuentro años atrás y lo había desviado de todas esas veleidades de trabajos absorbentes de laboratorio, de fama entre pares, de vida mundana y capitalina. Con ella había encontrado una recompensa a la que jamás había ambicionado: la paz del hogar.
Hasta esa noche en que la paz tuvo una manchita, sombra dudosa que finalmente la esposa borró, y todo volvió a la calma de siempre. El hecho de que el profesor hubiera tenido un pequeño retardo en su hora acostumbrada para regresar a la casa, no iba a ser motivo de discordia doméstica, para qué darle proporciones exageradas a una de esas menudencias de la vida diaria, a una cosa que le hubiera podido también suceder a ella, que su vecina la hubiera demorado, por ejemplo, que en la tienda no la hubieran despachado a tiempo, razones que se daba ella misma sin poder de todos modos ignorar un pequeñísimo dardo, como la puntita de una aguja que hace mal en el corazón. Le molestaba el hecho de que el profesor no hubiera dado ninguna explicación. Silencio en torno a un retardo para ella injustificado.
Apenas dos días después el profesor volvió a infringir el ritmo acostumbrado de sus llegadas, esta vez cuando metió su llave en la cerradura de la puerta de su casa era realmente tarde; como si hubiera salido por ahí con amigos, cosas de ésas pensó la esposa en seguida, excusándolo. Eran cosas que hacían todos los hombres. Todos, menos el suyo, claro, pues ella jamás lo hubiera tolerado. De todos modos, el profesor Pazzetti era un hombre de conducta moral irreprochable.
- Detalles
- Por Gabriel Uribe Carreño
Hace más de una semana que Ethel no va a la escuela. Nadie les dice nada pero ellos lo saben, saben que ha desaparecido y que están buscándola más allá del remolino, río abajo, donde la vertiente y el pozo. Pero los habitantes de Pentecostés son muy discretos, reflexivos y bastante armados de paciencia. Volverá, se dicen, en contra de lo que hacen: buscarla mientras los niños están en el colegio, para que no se den cuenta de nada.
Volverá, dice la madre, Ethel no puede haber ido muy lejos, no puede haberse perdido, conoce el pueblo y el campo, y jamás se acercaría al pantano.
Ellos recitan la tabla de multiplicar del cinco. Una y otra vez repiten las cifras, sin prestar ninguna atención a lo que dicen, repiten como repite un loro. Eso es lo que son, loros, dice el maestro ciruela.
Maestro ciruela le llaman a su espalda.
Ethel salió de su casa llevando su cartera con el libro de lectura, la cartuchera con los lápices de colores y el lápiz de tinta, el cuaderno de renglones y el cuadriculado, también la lapicera de caligrafía, con pluma de bronce y el tintero, una factura envuelta en papel de estraza para el recreo largo, una tortita negra, pero Ethel no llegó a la escuela.
Ethel hizo el camino habitual, tomó el caminito de la curva, el que pasa cerca del caserón abandonado. Ella, como los otros chicos, jamás tuvo miedo, el caserón lleva años sin puertas ni ventanas, apenas tiene techo y allí no puede haber nadie, pero esa mañana Ethel oyó un ruido a sus espaldas y se volvió pensando que Braulio vendría tras ella corriendo, pero no vio a Braulio. No vio a nadie. No había nadie, sólo el caserón y los espinillos de siempre, y el chañar retorcido y medio seco, y las sierras al fondo, con sus chamuscones de viejos incendios y el techo rojo del sanatorio de mujeres asomando por encima de los eucaliptos. Ethel no vio nada más, nada más. Tropezó. Su cartera cayó al suelo, se abrió y de ella escaparon los lápices de colores que hicieron un arcoíris en la tierra, un arcoíris enmarañado y sin ton ni son, y sintió en su nariz el olor de los lápices, del grafito negro, de la madera recién afilada. Ethel se desdibuja, su tintero redondo de baquelita, el tintero involcable, se parte en dos, la tinta se derrama y enseguida es absorbida por la tierra. No queda nada. Y sólo vio una cosa: una bota que aplastaba la tortita negra, negra como la oscuridad que advino al instante. Y oyó al pájaro, la calandria que cada mañana cantaba posada en el chañar, y la calandria le dijo por primera vez cosas, que no era únicamente el canto, que había también palabras, aunque no las oyera, había palabras, sí, y frases y todas esas cosas que forman el lenguaje, esas palabras que el maestro escribe en el pizarrón y ellos copian en los cuadernos, esas palabras que están en el libro de lecturas...
Y como un relumbrón vino a su mente esa poesía que estaba el la página 21:
- Detalles
- Por Norberto Romero
Para no gastar el tiempo se acostaba con la ropa puesta. Este nene salió a mí, será músico, tiene el tiempo medido, bromeaba papá. Quizás, respondió mamá, si aprende a regalar el tiempo medido. Mamá creía que los músicos son la gente más generosa, miden el tiempo con sus propios cuerpos y para colmo lo regalan.
A él le parecía imposible medir y regalar el tiempo. Sólo entendía que por haber economizado tantas horas en su tiempo cabía todo, hasta algunas cosas viejas y enormes, como la mancha en la pared, que esa tarde se veía negra en contraste con la blancura de la carta. Aunque Isabel tratara de borrarla a fuerza de detergentes y capas de pintura la mancha trasparecía con la malicia de una diabólica cabeza de payaso cada vez que apartaban el sofá de su lugar bajo la ventana.
Alguien que se levanta vestido se mueve a sus anchas por el tiempo, y más él, que no había vuelto a la escuela desde la ausencia de mamá y papá y gustaba de juegos lentos, dependientes de una mínima flexión muscular. Le entretenía repasar la cartilla casi tanto como limpiar el instrumento de papá, muy bien guardado para que nadie lo encontrara.
También veía televisión de vez en cuando, sobre todo documentales que narraban excursiones a lugares extraños. Por ese medio, sin moverse del sofá, viajó a la ciudad sagrada de Benarés haciendo escala en la asombrosa Isla de Hierro, donde hay un árbol que en vez de frutas produce agua. También visitó un deslumbrante salitral en Uganda, lleno de cigüeñas carnívoras.
- Detalles
- Por Marta Aponte Alsina
Llegó y dijo que quería verla, y ya nos sobrecogimos.
‘Abrirla’, pensamos, aunque no fue eso lo que dijo, solo verla. Nos miramos todos, todos lo sabíamos igual que se sabe que alguien tiene cáncer y nadie habla de ello por si las palabras despiertan a los demonios. Tampoco era un secreto, porque los secretos se comparten; esto más bien era una muerte, algo que no existe, o que existió pero ya no existe, y por lo tanto algo que tampoco existió. Es lo que tiene la memoria, te puede destrozar la vida en un momento. Todo esto vimos en los ojos de los otros al mirarnos. O tal vez nos lo imaginamos, tal vez solo fue un cuento como los que nos contaban nuestros padres por la noche, llenos de monstruos.
Llegó como las tormentas, sin avisar y sin explicaciones. Ni siquiera conocíamos su cara, pero lo supimos al instante, solo podía ser ella, nadie más estaba al tanto de esta sombra de mi familia. Yo sabía que alguna vez vendría, lo sabía y lo temía, quizás me lo contaron mis padres llenos de monstruos. Creo que nací en esta casa con ese conocimiento, que algún día vendría y querría verla, y que nadie sería capaz de interponerse. Creo que he vivido aquí para ver este día.
- Detalles
- Por Miguel Rodríguez
Como todas esas cosas, esto empezó un jueves por la tarde, un día completamente normal, hacia el final del verano, con un poco de sol. Agradable, placentero, lo que se quiera. Llegaba del trabajo, como siempre a esa hora. Y ahí lo vi, digo, me vi. Ya había llegado yo, parece, bastante antes de llegar, porque me vi sentado en el balcón, tal como me gusta, la copa de ginebra con limón en la mano, mirando hacia ese plácido atardecer. Digo, supuse que sería ginebra con limón, que es lo que me gusta beber a esa hora, y lo que vi en el vaso tenía el color exacto de la ginebra con limón y yo tenía en la cara la expresión exacta que seguramente suelo tener al tomarme una ginebra con limón -aunque eso no lo sé, claro, o mejor dicho no lo sabía hasta entonces, pero, como sea, la verdad es que tenía pinta de estar saboreando una ginebra con limón, que no es lo mismo que tener cara de, por ejemplo, estar saboreando un whisky sour. De modo que nada más lógico que suponer que a quien vi ahí en una situación tan conocida y de cara y cuerpo tan conocidos era yo. ¿Quién si no? Digo, si era mi casa, mi balcón, mi trago preferido y mi cara. Pero tan natural y todo, la cosa no dejaba de preocuparme, porque el llegar a casa del trabajo suponiendo que estás llegando a la casa del trabajo y luego encontrarte a ti mismo ahí, a cualquiera le inquieta. Para empezar, si uno llega a la hora de siempre, a eso de las seis de la tarde, y se encuentra con que uno ya está y tiene pinta de llevar por lo menos una hora en el lugar y sabiendo lo que se tarda del trabajo a la casa, pues claro está, o salí del trabajo antes de la hora, y antes de salir, claro, o en el peor de los casos ni siquiera fui a trabajar. Y como están las cosas con el desempleo y los nervios y el genio del jefe, la verdad es que es una estupidez no cuidar al máximo el empleo. Y como soy yo el que lleva las cuentas de las ausencias y los permisos y licencias hasta de por media hora, me consta que no pedí permiso para salir antes de tiempo ni avisé que estaba enfermo. Aparte de que no tenía la menor cara de estar enfermo, sino más bien contento, contentísimo, con la copa y el cigarro y el periódico, totalmente despreocupado de los graves aconteceres mundanos de los que hablaría ese mismo periódico, el cual lee uno justamente para no preocuparse demasiado de las cosas que salen en los periódicos. Ahora, al releer estas líneas, me doy cuenta de que para mucha gente, tal vez para cualquiera, la pregunta principal sería otra: si ese que está ahí en mi balcón soy yo, cosa que parece indiscutible... ¿quién entonces soy yo, es decir este yo que está mirándolo y escribiendo o pensando esto? Pero la verdad es que no, no fue la idea que se me ocurrió entonces, y a decir verdad tampoco después ni ahora, pues en ningún momento he dudado de que yo fuera yo, que lo soy, el problema en todo momento me pareció ser ese otro yo mismo que plácidamente bebía ginebra en el balcón. Bueno, por poco me da por arreglar el asunto de una vez, preguntarme que qué me creía, que quién me creía yo estando así en mi lugar y más encima probablemente sin siquiera habiendo ido a trabajar. Y sé que para la mayor parte de la gente la solución sería esa, arreglar las cosas de una puñetera vez, saldar las cuentas, aclarar quién es el impostor y el otro a desaparecer o morir y todo eso que se supone que hace la gente en una situación semejante. Pero yo, viéndome tan tranquilo y contento no quise un conflicto que incluso podría no tener ni solución, y, pensando además que como había un solo balcón, un solo sillón plegable y una sola copa de ginebra con limón, mejor irse, despejar el área, hacer un silencioso mutis por el foro o como se llame, aprovechando eso sí la distracción mía (distraído yo en el balcón) para llevarme el libro que había empezado el día anterior y una razonable suma de dinero, como para estar preparado para pasar unos días en algún hotel y comiendo en la calle. Debo admitir que también me llevé el automóvil, nada del otro mundo, pero bueno y confiable, pensando yo, este yo, que al que se iba le haría más falta que al que se quedaba.
- Detalles
- Por Jan Gustafsson
En las cumbres más altas que rodean el pueblo de Lawa-Lawa habitaba un violinista al que todos conocían pero a quien nadie había visto jamás. Dicen que muchas alpacas y ovejas desaparecieron mientras bailaban seducidas al son de sus notas encantadoras y que las mismas nubes dejaban de llover mientras vibraran las cuerdas de aquel violín. Los abuelos cuentan que su repertorio crecía con cada luna llena y que en noches claras como esas, los pastores se cubrían las orejas para no dejarse arrastrar hasta los abismos donde mejor se escuchaba ese concierto. De los hombres y animales desaparecidos, de los que volvieron confusos y enloquecidos de las montañas, se echó la culpa al violinista; aunque su música siguiera alentando ternura en los pechos de los oyentes, cuyos corazones se agitaban como tambores.
¿Procede la música del cielo, o es la única propiedad divina que los ángeles caídos lograron retener en el mundo subterráneo? Porque aunque del cielo parece llegar el conmovedor sonido del violín, son los pies los que danzan besando en cada paso la tierra. Ni en sequía ni en estación de tormenta aquellas melodías dejaban de sonar. En diferentes épocas la gente entendió que habían sido compuestas para entregarse a la vida: los enamorados al amor valiente; los ancianos a la alegría en sus últimos días, y los niños que con sus trompos retozaban por el campo creían que servían para prolongar el tiempo de sus juegos.
- Detalles
- Por Karina Pacheco Medrano