Puro Cuento
Le gustaba mirar por la ventanilla las casas chatas, los pastos salvajemente largos, los árboles erguidos como estatuas heladas, los troncos pintados con cal para que no se los coman las hormigas. Le gustaba disfrutar del paisaje pobre, de esa ausencia de edificación lujosa, de esa misteriosa desolación de la Provincia de Buenos Aires al sur. Pasaban árboles y más árboles, también las piletas con el agua azul de los clubes de Avellaneda. Faltaba poco para llegar. El sol empezaba a entibiarse. El guarda pide el boleto. Los ojos como dos alfileres de cabecita miran como inyectándose en las caras de las personas. Y después mirar los afiches en el fondo del vagón, el olor a encierro, el tufo del tren.
Imaginarme el piso de la casa al caminar, la madera crujiendo, las paredes silenciosas, los techos altos. El jardín…
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- Por Araceli Otameni
We live, as we dream—alone. . . .
Joseph Conrad
En cuanto el chasquido de la llave resonó por el pasillo y las escaleras vacías, el hombre, con las yemas de los dedos, empujó la puerta, tanteó la pared a su derecha, encendió la luz y se volvió a la mujer:
—Pasa. Como si estuvieras en tu propia casa —a ellas siempre había que cederles el paso, no importaba lo que fueran o el país del que vinieran; así le habían enseñado de niño y así debía ser.
La mujer, acostumbrada a entrar en viviendas de extraños, miró a su alrededor sin reparo: el vestíbulo pequeño y su perchero, la cocina a la izquierda, el cuarto de baño a la derecha, otra puerta y su penumbra, que más que miedo le produjo curiosidad. Él entró y, sobre una mesita frente al sofá, encendió una lámpara que dio una luz blanco azulada.
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- Por Diego A. Nieto Marcó
Abre la boca, hijo.
Ahí venía una enorme cucharada con la letra “G”. El niño cerró los ojos por la fuerza violenta del recuerdo. No quedaban muchos chicos en la escuela, los más grandes marcharon a sus hogares y los menores fueron recogidos puntualmente por sus familias. El niño sabía que debía esperar; su madre no era capaz de salir de casa sin terminar el capítulo de la última telenovela de la mañana. Ella quedaba intrigadísima, aunque fuera evidente cómo se desarrollaría el resto de la trama. Cogía las llaves, abría la puerta, hacía el amague, pero no salía por completo, medio cuerpo permanecía dentro de la estancia mientras miraba fascinada los avances del siguiente episodio. Esos adelantos eran tan largos, que resulta inexplicable que ella no se preguntara: “¿Para qué vérmela mañana si ya me lo dijeron todo?”. Daba un portazo y salía de prisa sin apagar el televisor. Como de costumbre, se le hizo tardísimo para recoger a su pequeño.
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- Por Farides Lugo Zuleta
In memoriam K.
Inmóvil sobre la pulida mesa de caoba negra, el cilíndrico caleidoscopio toscamente rematado semejaba al papiro enrollado que sólo al ser abierto revela el misterio del mensaje en el escrito o la blancura de la superficie aún inusada. Así se guardaba en el extremo de su círculo opaco la figura multicolor, tan fugaz que un ligero movimiento la borraría para siempre, de los cristales dispersos que el azar había querido formaran la figura de un escarabajo de corta cabeza y ovalado cuerpo.
La decoración del cuarto, en extremo cuidada, situaba la pequeña mesa sobre la que descansaba el caleidoscopio bajo la única ventana que este tenía y que se mantenía negligentemente entreabierta a pesar de la baja temperatura del exterior que con el declinar del día, ya casi noche, había descendido notablemente.
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- Por José Alias
Tango for en (Tango solitario)
Viveca Tallgren
Relatos
Mickroforlaget Apuleius Æsel
Páginas 2015
2017
Selección de la autora para Aurora Boreal®. Lo relatos aquí seleccionados, forman parte del último libro de Viveca Tallgren, escritora finlandesa afincada en Dinamarca en los últimos veinte años. Tango for en (Tango solitario), de la editorial Mikroforlaget Apuleius' Æsel, apareció en el mercado danés a inicios del 2017. Escrito originalmente en danés, estos cinco relatos traducidos al español y seleccionadas por la autora para Aurora Boreal®, son una primicia en castellano y dan un sabor de la escritura de la Tallgren.
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- Por Viveca Tallgren
El termómetro del alféizar marca dieciocho bajo cero. La noche insiste en manchar las ventanas de la calle Meerinkuja. Es diciembre pero aún no es Navidad.
Me incorporo dolorido; es algo a lo que ya estoy acostumbrado, como también lo estoy al dolor de cabeza y a la acidez de estómago, que me castigan continuamente. La casa está fresca porque ayer acerté a abrir la ventana justo antes de quedarme dormido. El olor a podrido que me arroja el armario al abrirlo me acaba de recordar el día en que entendí que todo había cambiado para mal. De hecho, les diré que probablemente debería haberme dado cuenta antes, pero no lo hice, y el caso es que aquella noche en la puerta del bar tuve conciencia de que el asqueroso olor de mi ropa era algo de lo que no me iba a deshacer nunca. Quizás fue el contraste con el olor a vela quemada lo que me hizo entender que mi vida era una mierda. Les contaré lo que pasó ese día de noviembre, normal y lluvioso de Espoo.
Aquel martes de noviembre me despertó el teléfono móvil. Casualmente me lo había dejado encima del pecho, durmiendo, como yo dormía, porque normalmente nadie me llama. Hay que decir que yo no tendría teléfono móvil si no fuera porque mi hermana se preocupó por darme uno. También entiendo que eso no tiene demasiado valor porque el teléfono es de segunda mano y porque me lo regaló cuando al imbécil de su marido le dieron uno nuevo en el trabajo. Lo que sí que tiene valor es que me llame de vez en cuando y que me pague las facturas que yo no puedo pagar. Pues bien, mi hermana me llamó porque quería que me pasara por su casa a llevarle ropa para lavar y, de paso, curarme las heridas. Se preguntarán qué heridas. Pues el asunto es que yo también me lo pregunto muchas veces. Se ve que cuando pierdo el control, a veces caigo y me golpeo con el suelo, con el borde de un banco o con lo que sea. No soy agresivo, no crean que soy de esos que van buscando problemas, no, sólo quiero que me dejen tranquilo y disfrutar de una cerveza con mis amigos. Después de la llamada de mi hermana, pensé que, si iba a ir a su casa esa misma tarde, debía ir a comprarle flores al centro comercial. En el Galleria hay una floristería; no es la mejor, pero sí es la única que nos quiere vender. Suvi, la dueña, siempre se porta muy bien conmigo.
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- Por David Gambarte
A Marianita
Saltar del mar Pacífico al Atlántico en tres horas.
Estar entre torres artificiales de cristal y pasar a una chalupa que cruza un caño para adentrarnos en un mar intranquilo que se debate con un río que se le quiere meter. El debate entre el agua clara del mar y el agua marrón del río. El debate entre lo que somos y lo que nos quieren imponer.
Saltar del mar Pacífico al Atlántico en una hora.
Del casco antiguo de una ciudad frente a un mar de mareas que dejan los metros de tierra encharcada que a las horas serán rellenados por agua con peces minúsculos (como el cuadro en el Instituto de Lenguas Modernas del profesor Assa, el cuadro en el mar Atlántico del Monte Saint-Michel en la Normandía francesa).
De la ciudad del ‘Mercado del Marisco’ a la ciudad del comercio. La ‘Zona Libre’. Seremos libres alguna vez parecen decirnos.
La que una vez de bellos edificios y ahora en su centro (que es algo como el de mi ciudad) sus paredes descascaradas, con rastros de varios colores de sus pinturas. Los edificios donde alguna vez familias de alta alcurnia vivían rodeados de muchachas de servicios, niños por cuidar y fiestas y convites en las noches de largos bailes todos ataviados de esplendor. Y ahora, ahora, los mismos edificios con otros dentro, con sus paredes que se caen de poco en poco, con la pobreza para comer, para vestir, para hablar.
El debate entre el antes y el ahora que se busca cambiar.
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- Por Adriana Rosas Consuegra
Inédito
Niño
“As lighting to the Children eased
With explanation kind”
Emily Dickinson
(“como para el niño el relámpago / que alguna explicación benévola mitiga”)
J.M.A.
Un olor a tierra se levantó y el cielo gris, luminoso, se cerró sobre nuestras cabezas. El pueblo terminaba en esa esquina y la carretera bajaba un poco; tomando un leve giro a la derecha estaba la casa de la abuela. Papá y yo caminábamos conversando y el calor comenzaba a huir ante la inminente llegada de la lluvia.
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- Por Alejandro Arcila Jiménez
Manuel Cobo, autor de ficciones breves, baja de su buhardilla para comprar cigarros en la tienda de la esquina. Como sólo piensa estar afuera unos pocos minutos, no juzga necesario cerrar la ventana.
La tarde es fresca, apacible, sin ruidos que perturben su trabajo, y Cobo piensa que cuando regrese podrá terminar por fin esa historia en la que trabaja desde hace un par de semanas. En verdad, resta poco: ajustar apenas unas cuantas palabras a las que no le encuentra fuerza y decidirse sobre colocar una que otra coma, detalles que él suele sortear sin dificultad. La certeza de que esta vez también podrá hacerlo cuando regrese, tiene feliz a Cobo, quien en este momento baja los escalones de uno en uno y con una sonrisa de satisfacción.
Pero durante su ausencia una repentina ventolera penetra por la ventana de la buhardilla y levanta de la mesa las hojas de papel, el bolígrafo de tinta negra, el lápiz, el borrador y hasta el pequeño diccionario de latín que Cobo conserva desde su juventud.
He aquí lo que, en un pausado pero doloroso inventario, alcanzan a ver los ojos asombrados de este escritor de ficciones breves una vez abre la puerta de su buhardilla: en un rincón de la sala, el rostro melancólico del personaje de su historia, más allá, cerca al cajón de sus queridos discos, la palabra consuelo, debajo de una silla el verbo recordar, y en la maceta de la incipiente planta de anturio, revuelta con la tierra mojada, solitaria y como aterida, la sílaba tras. Desperdigados por el suelo, también una miríada de pequeños fragmentos de palabras, letras y signos útiles para la escritura.
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- Por Carlos de la Hoz Albor