En busca de la narración pura

flor 250Sobre La flor, de Mariano Llinás
(Argentina, 2018)
Dirección y guion: Mariano Llinás
Intérpretes: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes
Duración: 840 minutos

 

La antropología registra abundantemente la función del contador de cuentos, en las sociedades que alguna vez se llamaron “primitivas” o, incluso, “frías”. Alrededor de una hoguera vespertina, antes de que todos se vayan a enfrentar los terrores nocturnos del sueño, el narrador va contando las historias que los antepasados legaron para ser recontadas, con poco espacio para las variaciones individuales, que sin embargo existían. En algunas de estas sociedades, incluso, esa función podía ser compartida por todos los miembros adultos; en otras, cuando el narrador no cumplía bien con su función, era remplazado, y a veces castigado (de esto trata Misery, la obra maestra de Stephen King).

Es una escena emblemática de las sociedades con oralidad primaria, según la clasificación de Walter Ong, es decir, de aquellas que carecen totalmente de escritura. ¿Cómo se transmite el saber sin la posibilidad de su inscripción material? Pero ¿acaso la memoria y la voz que acude a ella no son formas de inscripción, de huella? Por supuesto, pero la transmisión cultural (la “educación”), en esas sociedades, solo puede ir de cuerpo a cuerpo, de rostro a rostro, de voz a voz.

Viendo La flor, se tiene la sensación, casi todo el tiempo, de que nos están transmitiendo historias recontadas, en otra escena emblemática, esta vez de nuestras culturas de oralidad secundaria (donde la escritura convive —y produce— el analfabetismo): la reunión frente a una pantalla, una superficie donde tienen que “pasar cosas”.

flor 276Claro que ya en Historias extraordinarias (Llinás, 2008) existía esa sensación, aludida en el título mismo. Una película de 240 minutos con una narración en off omnipresente no podía menos que decir todo el tiempo “estoy contando esto que a la vez muestro”; y viceversa. Lo estoy contando dos veces, duplicando el placer del relato, compartiendo historias que se terminan (o no) junto con el fuego de la hoguera.

La flor, por supuesto, multiplica la apuesta. Esta vez, son 840 minutos, filmados a lo largo de muchos años. Seis historias que se conectan en algún punto, que se “abren” como una suerte de flor, según el dibujo y la explicación que da el mismo Llinás en la apertura de la película. (La remisión a Magnolia, de Paul T. Anderson es posible.)

Las historias remiten a “géneros”, aunque también los combinan y los transgreden. Hay una de terror clase B; un musical “con algo de misterio”; un largo relato de espías durante una guerra fría de historieta. Supuestamente, ninguna de estas partes tiene un final, nos dice el propio autor, pero no hay que tomarlo demasiado en serio. Luego, hay una especie de transición en la que se reflexiona sobre la película misma; una revisión paródica de Une partie de campagne, de Jean Renoir (en B/N y totalmente muda), y por fin un relato in media res sobre cautivas que vuelven de las tolderías hacia la civilización (que, de hecho, tampoco concluye verdaderamente, así como tampoco empieza). Incluso podemos considerar como una séptima parte de la película los créditos del final, que duran casi media hora.

flor 275Un rasgo notorio del filme es que todos los episodios (salvo el quinto) están protagonizados por las mismas actrices —el grupo Piel de Lava: Elisa Carricajo, Valeria Correa, Pilar Gamboa, Laura Paredes— en diferentes papeles y registros (e idiomas). Una isotopía posible, claro, sería relacionar esos papeles, las funciones que cada actriz cumple en los cinco episodios en que aparece. De alguna manera, las historias son sobre ellas, o sobre el peso del cuerpo en la imagen (por eso no se pueden filmar satisfactoriamente los árboles solos, sin nadie cerca).

No hace falta exponer el múltiple recurso a la intertextualidad, porque toda la película es eso: cuentos vueltos a contar. Desglosar cada “fuente” sería engorroso y, desde ya, inútil. (Un detalle que me impresionó especialmente, y lo consigno porque puedo estar equivocado, es que el investigador Gatto, el de la “historia de los árboles” —la parte más autorreferencial del filme—, se parece muchísimo a Rodolfo Walsh, físicamente, por los anteojos típicos, y por una posible alusión a “Irlandeses detrás de un gato”.)

¿Hay un sentido en La flor? La pregunta parece imposible de responder, justamente porque la desmesura de la película, y de su director, lo impiden. Llinás parece sufrir una suerte de logorrea, más la palabra equivalente que se corresponda con la proliferación de imágenes. Esta, digamos, “optorrea” sugiere que no hay un sentido, ni muchos, o que el sentido está justamente en esa proliferación. Por eso, entre otras cosas, las historias no terminan (“continuará” es la clave). ¿Cómo podría terminar una historia? La sola idea, para Llinás, es inadmisible. Lo que termina, con suerte, es la película. Las historias vienen de otro lado y siguen en otro lado. La película sólo las intercepta en un momento de su desarrollo, como si las cazara con una red.

En La flor se encuentran (y a veces chocan) el placer de contar y el placer de que nos cuenten. Seguramente ya se ha hecho demasiadas veces, pero es tentador recordar la célebre antítesis barthesiana de texto legible/texto escribible, que remiten respectivamente al placer y al goce. ¿Hablaríamos de un texto audiovisible y de un texto filmable? No sé. Pero se me ocurre que, si comparamos a Llinás con Martel, en la que es evidente la búsqueda de un goce en el que siempre se corre el riesgo de que el espectador quede excluido, incómodo (porque hay un texto demasiado opaco, que tiene que completar), en el primero, y sobre todo en La flor, nos encontramos con el placer de un texto, no digo del todo confortable, pero al que uno puede abandonarse en cuanto renuncia al esfuerzo de comprender un todo que no existe. Una superficie debajo de la cual, quizás, no hay nada.

 

Pablo Valle

pablo valle Nueva 350Argentina,1961. Es profesor en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Enseña Semiología en el Ciclo Básico Común y Problemas de Literatura Latinoamericana en la Facultad de Filosofía y Letras, de esa Universidad, y Guion en la Licenciatura en Artes Audiovisuales de la Universidad Nacional de Avellaneda. Es editor independiente, corrector, traductor, redactor, ghost writer. También fue crítico de cine (en la revista La Vereda de Enfrente) y jefe de redacción de la revista de cultura y psicoanálisis El Gran Otro. Entre otras cosas, ha publicado los relatos de Simulacros (1985), Samuráis (2012), y Cuentos para misóginos y otros cuentos (2012), y las novelas Ángeles torpes (1995, 2013), Yo, el templario (como Paul Mason, 2006), Los crímenes de la calle Barthes (2013) y La carta de Rozas (2013). También escribió los libros didácticos Cómo corregir sin ofender (1998, 2001), Guía para preparar monografías (1997, 2008) y Cómo elaborar monografías y otros textos expositivos (2013), estos dos últimos junto con Ezequiel Ander-Egg. En la actualidad trabaja adaptando al cine su novela Ángeles torpes y preparando una serie de guiones llamada Killers.

Reseña enviada a Aurora Boreal® por Pablo Valle. Publicada en Aurora Boreal® con autorización de Pablo Valle. Fotografía Pablo Valle © archivo del autor. Las otras fotografias son tomadas del internet.

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