CARTA DE ALEMANIA (15)

La Holanda del XVIII

Rememoro aquí la exposición titulada "De la nobleza de la pintura", entendiendo "nobleza" en el sentido de "aristocracia", que se mostró años ha en el Museo Wallraf–Richartz de Colonia.

La premisa de esta muestra no podía ser, a primera vista, ni más simple ni más esclarecedora. Basta repasar los nombres de El Bosco (1450?–1516) –tan admirado por Felipe II–, Frans Hals (1585?–1666), Rembrandt (1606–1669), Vermeer (1632–1675) y Ruysdael (1628?–1682), para comprobar cómo desde aquí se abre un paréntesis histórico que abarca hasta mediados del siglo XIX, cuando a su vez se abre el de una breve biografía, la de Vincent van Gogh (1853–1890). ¿Qué hubo enmedio, qué se pintó en los Países Bajos entre su sedicente Siglo de Oro, el XVII, y la obra atormentada del pelirrojo que murió pobre y desconocido, y al que luego la ciudad de Ámsterdam le tuvo que dedicar nada menos que todo un museo para nada más que sólo una parte de su obra? Dicho sea en otras palabras: ¿qué pasó pictóricamente hablando, en los Países Bajos, durante el siglo XVIII?

La respuesta fue esa exposición, que abarcaba más de cien cuadros de cuarenta artistas de la época comprendida entre 1670 y 1750, y su título no pudo ser tampoco ni más explícito ni más revelador. Entre la genialidad contenida y ácrata de un Rembrandt y la desaforada y autodestructiva de un van Gogh, la pintura devino aristocrática, un periodo de onfalocentrismo burgués, pero de una burguesía que ya no se contentaba con nada más que ser rica; copiaba además los signos exteriores de la nobleza –fundamentalmente de la francesa– como el caníbal que devora a quien vence en el combate, para apropiarse así de su alma.

Hay un dato para nada inconsciente en la intención de comisionantes y comisionados (o si lo quieren menos crudo: retratados y retratistas), que lo revela de manera tan ostentatoria como ostentosa, y es que en ese siglo, el telón de fondo de los retratos resulta lo menos "holandés" imaginable: invariablemente parques con estatuas, frisos y jarrones grecorromanos, como en una Arcadia de escayola concebida por Potemkin. Sólo Eglon Hendrik van der Neer (1634?–1703) y Cornelis Troost (1697–1750) fueron de los pocos que se atrevieron a mostrarnos en unos paisajes –los de sus óleos "Tobías y el ángel" y "La gallina ciega", respectivamente– algunas vacas y un molino de viento: ¡al fin Holanda!

Bastaría quizás comparar, con ojo crítico, los dos cuadros dedicados al juego de la gallina ciega por el citado Troost y por Francisco de Goya (1746–1828). El neerlandés pinta el suyo un año antes de nacer Goya, ¿y qué pinta?: una escena donde unos burgueses adinerados se han disfrazado de nobles e imitan su gestualidad de un modo casi congelado en el aire. El sordo de Fuendetodos pinta el suyo –honra y ornato del Prado madrileño– en un año tan preñado de Historia como 1789, menos de medio siglo después, y sus personajes son un prodigio de ritmo, de gracia y de movimiento. Según dicen quienes saben, la pincelada suelta de Goya consigue que parezcan minuciosos los pormenores, pero es pura ilusión de los sentidos. En el cuadro de Troost, por el contrario, la minuciosidad en los detalles asfixia la espontaneidad del conjunto.

Por otra parte, y como en muchas otras de las obras expuestas en esa muestra, no pudimos reprimir un cierto asombro ante la visible acromegalia de las figuras: por muy proteínico que fuese el régimen alimenticio de los Países Bajos en aquella época, los personajes retratados más parecían salir algunas veces de las ilustraciones de Gulliver en el país de Brobdingnag. Baste como botón de muestra el cuadro de Gerard Hoet (1648–1733) protagonizado por Dido y Eneas, y cuyo primer plano está poblado por verdaderos gigantes.

Esta pintura del siglo XVIII neerlandés es una pintura muy literaria, en la que además de la Biblia y Virgilio, a cada paso tropezamos con Ovidio y Torcuato Tasso, pero también con una vuelta de tuerca más propia de la pluma que del pincel. Así, Nicolaas Verkolje (1673–1746) nos presentaba el rapto de Europa después de que ha tenido lugar (los críticos taurinos dirían
"a toro pasado"), y vemos a la ya no doncella Europa adornando los cuernos de su raptor con guirnaldas de flores como si fuera un turista que llega a judith 350Tahití. Así también, la Judith de Van der Neer se nos aparecía con la espada decapitadora en la mano, pero haciéndose la inocente: "¿Quién? ¿yo a Holofernes? ¡tan buen mozo y tan sabio en la cama! ¡Nunca!" Son sólo dos ejemplos.

El único precedente de esa muestra fue una mucho más modesta hecha por el Rijksmuseum de Ámsterdam, en 1995, con nada más que obras de los propios fondos y que quedaría reflejada en un librito titulado The Age of Elegance, el cual se ve casi como un prospecto del apabullante catálogo de Colonia. De modo y manera que "De la nobleza de la pintura" pudo jactarse de ser «la primera gran exposición de un capítulo con frecuencia olvidado del arte de los Países Bajos». Tampoco puede negársele una gran inversión de sabiduría súper especializada, ni un derroche de persuasión –vía catálogo–, para convencernos de lo jactado. Y aunque el problema no es si a ese capítulo se lo olvida con frecuencia, sino más bien con justicia, la verdad es que tanto para un juicio como para el otro necesitaríamos las pruebas, y en este sentido la muestra juega honestamente: todas las cartas encima de la mesa.

Gracias a ella conocimos en detalle una cantidad de cuadros y de autores ante los cuales por lo general pasamos de largo en los grandes museos donde cuelgan: Caspar Netscher (1635–1684), cuyo "Mujer cantando y hombre tocando el laúd", despierta una asociación inmediata con el mejor Vermeer; el buen Adriaen van der Werff (1659–1722), con su paradójica pareja amorosa desnuda acariciándose a plena luz mientras los niños que la observan están escondidos en la oscuridad del follaje; los cuadros artesanales de un Willem van Mieris (1662–1747), que en su precisión detallista descartan la imaginación sin dejarle una chance; y los óleos post–Rubens de Gerard de Lairesse (1640–1711), quien fue además un excelente teórico del arte de pintar.
Y encontramos incluso un boccato de cardinali para Colonia, sede de la exposición: un cuadro donde Gerrit Adriaenszoon Berckheyde (1638–1698) consiguió el prodigio de resistirse a la tentación y pintar la ciudad sin mostrar su catedral. ¡Ni Memling se atrevió a tanto!

rachel ruysch 350Capítulo aparte, merecía la sala dedicada a los bodegones (también llamados "naturalezas muertas", qué contrasentido), un género en que los neerlandeses fueron auténticos maestros. Y entre ellos, para empezar –rara avis–, una mujer, Rachel Ruysch (1664–1750), casada con un pintor retratista y madre de diez hijos, que a mi juicio no le debieron dar tanto trabajo, todos ellos juntos, como una sola de sus composiciones con flores; Jan van Huysum (1682–1749), que pasa por ser, para los expertos en estas lides, el más excelente pintor de bodegones florales en la Historia del Arte; y por último el indudable genio entre todos ellos, Adriaen Coorte (1660?–1707), con el capolavoro de su manojo de espárragos de 1698, clonado por Manet casi dos siglos más tarde, en 1880.

Quiere la dichosa casualidad que los espárragos de Manet sean una de las obras más preciadas de los fondos de este Museo Wallraf–Richartz de Colonia, gracias a lo cual el visitante de la muestra holandesa del siglo XVIII tuvo así la ocasión de compararlos in situ con los de Coorte. Y al llegar ante el Manet recordaba que ese cuadro perteneció alguna vez al mayor de los impresionistas alemanes, Max Liebermann, y recordaba también lo que este escribió acerca de los motivos pictóricos: "Una remolacha bien pintada es tan buena como una madonna bien pintada". Así es que antes de abandonar el Museo, rendía homenaje a Coorte, regresando a ver una vez más su manojo de espárragos.

esparragos 350Y luego el visitante se refugió en su despacho, a un tiro de piedra del Rhin, para escribir sus impresiones de la exposición que acababa de ver. Mas una vez escrita, le reconcomió la duda de si quedaba o no quedaba claro (dicho entre líneas, como lo había querido decir), que a pesar de todo el esfuerzo de convicción invertido en esta muestra, la pintura neerlandesa del siglo XVIII va a seguir siendo una ilustre desconocida por los siglos de los siglos amén. Así es que le envió el borrador de su texto, para que le echase una ojeada, a una amiga argentina y pintora, Marcela Boehm, que también vive en Colonia. Y ella le contestó a vuelta de correo:

«Te faltó decir por qué fue así, por qué esa fase superficial burguesa, ese enamoramiento por la fruslería, la decoración, la imitación, que convierte los cuadros en grandes labores manuales y que honran la paciencia, pero no tienen la magia de una obra de arte con alma. Históricamente siempre hay razones. Toda la historia del arte, como la historia en general, vive del ir y venir, del irse a los extremos para encontrar la aurea mediocritas, del hacer preguntas e intentar responderlas, así como también vive de las modas, y siempre hay fases de más productividad, fases de descubrimientos y otras de dar rodeos que no nos llevan a ningun lado más que a poder decir: "Esto también lo probamos". Pero si entiendo tu mensaje, al final decís algo que probablemente sea obvio para los expertos: que no por nada esa etapa quedó registrada como agujero, porque a pesar de la dedicación y el trabajo que pusieron los pintores en su momento, no hubo nada ni nadie que haya logrado producir una chispa».

¡La chispa era lo que faltaba! «Schöner Götterfunke, Tochter aus Elysium! [¡Bella chispa de los dioses, hija del Elíseo!]» Y como yo no lo podría decir mejor, y además lo dijo una colega de los artistas expuestos en esta muestra, cerraré mi Carta con su reflexión, a guisa de postdata.

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

 

Carta de Alemania (15). La Holanda del XVIII enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Foto del cuadro Judith de Van der Neer tomada de internet. Foto del cuadro Tulipanes, rosas, violetas y otras flores de Rachel Ruysch tomada de internet. Foto de  Bodegón con espárragos (1697) Adriaen Coorte, Rijksmuseum, Amsterdam, tomada de internet.

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