CARTA DE ALEMANIA (17)

Schiller

Algo que me entristeció mucho ipso fuckto, y aún más post fuckto (pero ya sabemos que post coitum omne animal triste, así es que no se trata de ninguna anomalía), es el hecho de que en el 2005, en el mundo de habla español, pasara prácticamente inadvertido el segundo centenario de la muerte de Friedrich Schiller. Por aquellas calendas escribí un texto que rescato ahora de la gaveta del olvido.

Rememoremos al joven Schiller, pelirrojo, pecoso y estudiante de Medicina, una carrera que no le gustaba y que le impuso la voluntad omnímoda de su déspota. Pese a ello, terminó sus estudios con 20 años siendo el mejor alumno de la Escuela Ducal de Stuttgart, bajo el mecenazgo de boa constrictora del citado déspota; y recibió el título de manos del consejero áulico Goethe, quien acompañaba a su señor, el Duque de Sajonia-Weimar, invitado a la ceremonia académica por su "primo" de Württemberg. Fue la primera vez que se encontraron Goethe y Schiller. La última sería en Weimar, en el monumento de Ernst Rietschel delante del Teatro Nacional, que es el motivo de la tarjeta postal más emblemática de la ciudad, y que los muestra en amor y compañía. Y donde no sé si por razones protocolarias o de mensaje subliminal, Goethe ocupa la derecha y Schiller la izquierda del conjunto.

Pero a despecho de aquél primer encuentro en Stuttgart, y de varios que siguieron al correr de los años, en Weimar y en Jena, y a despecho de que Schiller era entretanto el aclamado autor de Los bandidos, de Intriga y amor y de un prodigioso Don Carlos, la amistad con Goethe iba camino de no cuajar nunca, hasta que un buen día, en 1794, acuden por separado a una conferencia sobre botánica en la Sociedad Naturalista de Jena, y al salir juntos coinciden en la crítica de la misma. A partir de ese momento el lazo que los une se anuda de un modo indestructible, y es mucho lo que ambas obras se benefician de la mirada del otro. Para poner un solo ejemplo: es a Goethe a quien se debe la organización del casi inabarcable material de la trilogía Wallenstein, lo que no disminuye un ápice la grandeza de la obra escrita por Schiller.

Y es una grandeza que en ocasiones alcanza alturas shakespearianas, sobre todo en aquellos instantes en que el catedrático de Historia e historiador Schiller se rinde con armas y bagajes al artista Schiller y diseña y lleva a cabo escenas imposibles. No ya el diálogo entre Felipe II y el Marqués de Posa, en Don Carlos, que es imposible desde el punto y hora que ese Marqués nunca existió... lamentablemente para España, dicho sea de paso. No es tampoco el encuentro de Isabel II con María Estuardo en el parque de Fotheringhay, una entrevista que jamás tuvo lugar. ¡Es que en La doncella de Orleans Juana de Arco no muere en Ruán, achicharrada en la hoguera inglesa, sino en el campamento francés y en brazos del rey, ese rey a quien ella había ayudado decisivamente a coronar en Reims! A la hora de la verdad escénica, la verdad histórica cedía la vez, y Schiller ni siquiera se entretenía en disculparse por semejantes fruslerías.

A él le deben los alemanes casi una locución habitual por cada una de sus obras, unas frases que forman parte del tesoro del habla popular sin que sus usuarios sepan en la mayoría de los casos que detrás de ellas está el poderoso genio verbal de Schiller: «A este hombre se le puede ayudar» (Los bandidos), «El moro ha hecho su tarea» (La conjuración de Fiesco en Génova), «Los bellos días de Aranjuez ya tocan a su fin», palabras iniciales de Don Carlos, «Contra la estupidez hasta los mismos dioses luchan en vano» (La doncella de Orleans), y desde luego el «En eso reconozco a mis Pappenheimer» de Wallenstein, que los alemanes usan en el sentido del castizo español "Yo sé quiénes son los míos". Pero como extranjero en Alemania, confieso que mi predilección se decanta más bien por alguno de sus versos más bellos, como éste de Don Carlos: «Un instante vivido en el Paraíso no será expiado demasiado caro con la muerte».

schiller 350Se comprende bien, por lo tanto, que esa efemérides, el segundo centenario de su muerte, disparase en su día todos los resortes bien engrasados de la industria cultural, y que la inauguración oficial del "Año Schiller" motivase al presidente federal para solicitar que se represente la obra completa del autor. Empero, y en honor a la verdad, no todo fueron loas y ditirambos al gran Schiller. El respetado y fundadísimo crítico Burkhard Müller escribió un ensayo, "El rey ha llorado", donde sostuvo, con argumentos difíciles de rebatir, que al releer sus baladas –con la sola excepción de una ("El guante")– nos parecen un acervo cultural requetemuerto, que sus escritos teóricos –a pesar de su deslumbrante elegancia– son bastante discutibles, y que sus dramas tan complejos ya no imponen sus valores en el estado actual del teatro alemán. Aunque habría que puntualizar que esta última observación más bien habla en contra del teatro alemán actual, o del estado en que se encuentra, que en contra de los tan complejos dramas de Schiller.

En su preñadísimo libro Las máscaras, que es una obra de siniguales desenmascaramientos, Ramón Pérez de Ayala certifica que «el arquetipo del teatro romántico lo fijó Schiller en Los bandidos, desentrañando la lógica inmanente a que obedece y el fracaso a que está destinado el héroe romántico». Y en el párrafo inmediatamente anterior, el que más me interesa en relación con lo que escribo, Pérez de Ayala señaló que ha habido un «linaje de teatro en el cual se ha predicado la absoluta libertad para el individuo, por amor de su plenitud personal. Esta manera de teatro es la romántica, caracterizada por el culto del 'héroe': el hombre a quien no le impiden adaptarse circunstancias adversas, sino su propia voluntad enérgica de no adaptarse, de descollar con eminencia sobre el medio, de asumir en sí la existencia universal».

En cierto sentido, las palabras de Pérez de Ayala pueden aplicarse al propio Schiller. En quien las circunstancias adversas las resume el estado calamitoso de su cuerpo, mientras lo sostiene en pie –y es aquello que le hace seguir escribiendo una obra maestra detrás de otra– la voluntad indomeñable de expresar las verdades que lo habitan. Todas las cuales convergen a un punto: la libertad del ser humano, la libertad de pensar, la libertad de decir en voz alta lo que piensa. No hay quizás documento más conmovedor, en ese cierto sentido, que el informe de la autopsia practicada al cadáver de Schiller, cuyas últimas palabras fueron contestando a la pregunta de su cuñada Caroline cuando le preguntó cómo se sentía: «Cada vez mejor, cada vez más sereno».

El 10 de mayo de 1805, el día siguiente a su muerte, se procedió a hacerle la autopsia en su propia casa de la Esplanade. Además de constatar una infiltración en la pleura, así como pus en el pericardio y los riñones, «se encontraron los pulmones necróticos, hechos un engrudo y completamente desorganizados; el corazón sin substancia muscular». Otra versión dictamina que el pulmón derecho se había adherido a la pleura y que el pericardio se hallaba podrido y gangrenoso; que el corazón era una bolsa vacía, carente de substancia muscular; la vesícula biliar era doble más grande y el bazo dos tercios mayor que lo normal, y los riñones se habían disuelto. Y el médico de cabecera del Duque de Sajonia-Weimar, Christian Huschke, quien el mismo día de su muerte le había recetado a Schiller "tintura de yodo y aceite de ricino", añade: «En estas condiciones hay que asombrarse de cómo el pobre hombre ha podido vivir tanto tiempo». Tanto tiempo... Recién contaba 45 años, 5 meses y 29 días. Su amigo Goethe, doce años mayor que él, y que no acudió al entierro alegando estar enfermo (seguramente para no apropiarse el protagonismo del acto), le sobreviviría nada menos que veintisiete más.

En 1825, dos décadas más tarde, su viuda quiso para él una tumba individual, y se procedió a exhumar sus restos de la bóveda común donde se hallaban. Allí, antes que a Schiller, habían enterrado a 52 personas, y desde su muerte a 24 más. Según el burgomastre de Weimar, en el lugar reinaba "un caos de enmohecimiento y putrefacción". Pero él, al parecer, logró identificar los huesos de Schiller, cuya calavera fue a parar a la casa de Goethe, que la conservó en un recipiente hecho ex profeso para ella. Hasta que por fin, el 10.9.1827, los pocos vestigios que testimoniaban osteológicamente el paso del autor de Don Carlos por este valle de lágrimas, fueron inhumados en la cripta de los príncipes, del cementerio nuevo. Cinco años más tarde, recibió compañía: la de su amigo Goethe. Sólo que en 1911, durante una nueva exhumación, se encontró en la bóveda común de antaño otra calavera asimismo identificada como la de Schiller. Y esta es la hora en que no se sabe cuál de las dos es la auténtica.

Comentaré al respecto que "Schiller" –según Jürgen Udolph, profesor de la única cátedra de Onomástica que hay en Alemania, en la Universidad de Leipzig– significa "der Schielende", es decir, entre otras cosas, "el que mira de reojo"; y al saberlo me dije muy convencido que desde aquél lugar donde se encuentre, Schiller nos debe estar mirando, bien de reojo, y debe divertirse bastante al ver nuestro desconcierto.

Y recordemos para terminar la sutilísima observación de Eugeni d'Ors acerca del Guillermo Tell recreado por el autor que he tratado de evocar en esta epístola: «A los ojos de la vulgaridad romántica, Guillermo Tell, tal como nos lo presenta Schiller, hará siempre un efecto un poco disminuido. El público, al verle aparecer en escena, quisiera que plantease inmediatamente la revolución. Resulta duro esperar, durante cinco actos, la caída y muerte del tirano. No todo el mundo es capaz de comprender el heroísmo que existe en cargarse de razón».

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

Carta de Alemania (17). Schiller enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. Retrato de Schiller © tomado de internet.

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