CARTA DE ALEMANIA (21)

A vueltas con el idioma alemán

El pasado jueves 26 de junio festejó Berlín el 52.° aniversario de una de sus fechas míticas, la visita de John F. Kennedy y su discurso ante el ayuntamiento de Schöneberg, cerrado con una frase dicha en alemán, “Ich bin ein Berliner”: una frase que por un olvido freudiano de la gramática, es –desde entonces– una seña de identidad de la ciudad. Y si postulo éso del olvido freudiano de la gramática es porque al referirnos a nosotros mismos no decimos, por ejemplo, “Soy un colombiano”, sino lisa y llanamente “Soy colombiano”. Sólo cuando predicamos algún añadido a la mera condición gentilicia es cuando solemos emplear el artículo, por ejemplo: “Soy un colombiano a carta cabal”, o “de la diáspora”, como lo fue Álvaro Mutis.

Esto que va por delante puede parecer una precisión bizantina, más bien propia del debate acerca del sexo de los ángeles, pero no lo es en el caso de la frase de Kennedy. Porque “ein Berliner”, es decir, “un berlinés”, si no es dicho en tercera persona y refiriéndose de modo expreso a un individuo, designa muy otra cosa que una persona natural y/o vecina de la ciudad de Berlín. Un berlinés, ein Berliner, es el nombre propio y archidefinitorio de un buñuelo dulce, una especie de croqueta casi esférica y azucarada, en cuyo interior el confitero insufla un grumo de mermelada (de ciruela, fresa, grosella, etc., a gusto del consumidor). Y desde luego, en una pastelería, en un puesto callejero, en un chiringuito de verbena, para pedirlo se hace preciso y obligatorio el empleo del artículo: “un” berlinés. La moraleja es que Kennedy, queriendo dejar a la posteridad una frase histórica, se autodefinió como un bollo de masa blanca y azucarada con relleno de mermelada. Nada más, y nada menos. Y es que los idiomas se vengan de quienes no los conocen. El idioma alemán, en particular, es muy vengativo.

Pensando en ello no tengo más remedio que recordar aquel lejano día que leí un poema de Paul Celan fechado el 23.12.67 y uno de cuyos versos dice, sencillamente, “Anhalter Trumm”. Un verso conmovedor, luego sabrán porqué. Años después, hace poco, lo vi traducido al castellano de la siguiente manera: “autostopista ramal de cable”. Me quedé estupefacto, boquiabierto y patidifuso, como decían los tebeos de mi infancia, y mucho más al ver que el traductor añadía una larga nota a pie de página, de la que reproduzco tal cual: “El término Anhalter significa autostopista, pero Celan juega con el significado del verbo anhalten (parar). El término Trumm pertenece al lenguaje de la minería. El ramal de cable es una parte de un transportador”. Así aclara (¿?) la nota a pie de página. Santo y bueno..., si no fuese porque el verso original de Celan, “Anhalter Trumm”, significa algo muy distinto, o para decirlo más brutalmente, significa algo, lo que no es el caso con el autostopista ramal de cable.

Al terminar la segunda guerra mundial, en Berlín, cerca de lo que era el Checkpoint Charlie, quedó una ruina (Trumm) conservada con mucho cariño por los berlineses, casi como un exvoto monumental: es una parte de la fachada principal de una estación de ferrocarriles, la Anhalter Bahnhof, la terminal de los trenes provenientes de Sajonia Anhalt, uno de los Estados alemanes. Y ésa había sido la estación por la que llegó a Berlín, la primera vez que estuvo en la ciudad, el poeta Paul Celan. Pero gracias al arte de birbibirloque del traductor, “Anhalter Trumm” (= la ruina de la estación de Anhalt) había pasado a convertirse en un “autostopista ramal de cable” (sea ello lo que fuere), y todos tan contentos..., con la posible excepción del pobre Celan, que deberá estar removiéndose en su tumba del cementerio de Thiais, en las afueras de París, donde lo acompañan Severo Sarduy y Joseph Roth.

Y otro trujamán, sin la más mínima noción de la historia reciente de Alemania, tradujo un poema de Heinrich Böll titulado “Mutlangen” –por el nombre del pueblecito cercano a Stuttgart donde se celebraron unas famosas sentadas en contra del estacionamiento en el país de misiles con ojivas atómicas– como...”Magnanimidad”. Claro: de “Mut” (valor) y “langen” (largo, dilatado). Y se debió quedar tan orgulloso el hombre.

Ahora, cuando me disponía a pasar en limpio muchos de los apuntes que llevo hechos sobre este tema de la venganza del idioma, se me ocurrió además pensar en cuál es la primera palabra alemana que conocemos y aprendemos los extranjeros.

Suele darse por sentado que esa palabra es Kindergarten (pronunciado siempre a la inglesa: kindergarden) y que a lo largo de la existencia nos vamos aprovisionando de algunas otras resueltamente bélicas (búnker, pánzer, Blitzkrieg) o macabras (Gestapo, Führer) o políticas (Ostpolitik) o aparentemente políticas pero sólo futbolísticas: káiser. Pues el káiser por antonomasia no es un aristocrático Guillermo de mostachos enhiestos haciéndole competencia al pincho de su casco prusiano, sino el plebeyo Beckenbauer, un líbero verdaderamente excepcional y cuyo talento para el balompié corre parejo con su discapacidad para la funesta manía de pensar.

Lamento ser un aguafiestas pero, en contra de lo que se ha venido aceptando al respecto, creo que la primera palabra alemana que todos aprendemos, al menos en España, de una manera visual e inolvidable, es la palabra Apotheke.

Desde el día en que sabemos leer nos llama la atención encontrar esa palabra en los letreros de las farmacias de nuestras ciudades: esa palabra que tanto se aparta de sus equivalentes castellana, inglesa y francesa. Y sin necesidad de que nadie nos lo explique sabemos desde el vamos que Apotheke es alemana y significa farmacia. Lo que no deja de ser curioso si pensamos que la apoteca es el nombre original de la españolísima botica, que el boticario fue bautizado como apotecario, y que la etimología común de ambas palabras españolas y de la alemana es una latina, la cual a su vez, Corominas dixit!, procede del griego bizantino: aphotiki. Con lo que ya podemos imaginarnos al Don Hilarión de La verbena de la Paloma cantando en muy castizo berlinés: “Eine Brünette, eine Blondine, Töchter des Madrider Volkes”, o lo que es lo mismo: “Una morena y una rubia, hijas del pueblo de Madrid...”, etc. Sólo que en ese etcétera se incluye un opio que no sé si es políticamente correcto en estos tiempos que sobrevivimos.

Ahora bien, el idioma de Goethe es una tentación para los juegos de palabras, y un alemán que sea experto en ellos reduce a la categoría de meros crucigramistas a la santísima trinidad laica compuesta en nuestra lengua por el cubano Guillermo Cabrera Infante, el español Julian Ríos y el venezolano Darío Lancini, el autor de Oír a Darío, que es el único libro integramente escrito en palindromos en castellano. Así no es extraño que en los gloriosos tiempos de la revolución de mayo, allá por el año 68, hiciera su aparición en Alemania, en la occidental –ça va sans dire!-, un tipo de taberna progre, alternativa, izquierdosa, ecologista…, y que se llamaba APO–THEKE: de APO, las siglas alemanas de “Ausser-Parlamentarische Opposition”, es decir, “oposición extraparlamentaria”, y Theke, que no significa otra cosa más esotérica que “mostrador”.

Aún quedan algunas de esas tabernas en Alemania, país tan conservador que se apega incluso a las reliquias de sus revoluciones. Desconfíen los turistas que las vean, de esas Apotheken nostalgiosas del tiempo pasado y no siempre perdido: nadie les resolverá allí un problema de neuralgia o de sinusitis, a no ser por la vía báquica, que tampoco está nada mal.

Ricardo Bada
España, 1939. Escritor y periodista residente en Alemania desde 1963. Con una obra extensa: autor de La generación del 39 (cuentos, 1972), Basura cuidadosamente seleccionada (poesía, 1994), Amos y perros (cuento, 1997), Me queda la palabra (ensayos, 1998) y Los mejores fandangos de la lengua castellana (parodias, 2000). Editor en Alemania, junto con Felipe Boso, de una antología de literatura española contemporánea (Ein Schiff aus Wasser [Un barco de agua]), y en solitario, de la obra periodística de Gabriel García Márquez y los libros de viaje de Camilo José Cela. Editor en España de la obra poética de la costarricense Ana Istarú (La estación de fiebre y otros amaneceres, 1991), y en Bolivia de la única antología integral de Heinrich Böll (Don Enrique, 1995) en castellano.

 

 

 

Carta de Alemania (21). A vueltas con el idioma alemán enviada a Aurora Boreal® por Ricardo Bada. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Ricardo Bada. Foto Ricardo Bada © Ricardo Bada. 

 

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