Giacomo Leopardi entre el eros y la mística

giacomo leopardi 250El pasado 10 de noviembre, en la Casa de Poesía Silva de la ciudad de Bogotà, el Consultor en Cultura y experto en literatura Italiana, Nelson Osorio Lozano, orientó la conferencia Giacomo Leopardi entre el eros y la mística; se trató de un acercamiento a la vida y poética del escritor italiano que “estuvo lejos de lo que hoy se llama un best-seller; difícilmente se vendían poquísimos libros suyos y la suerte tuvo con él todas las crueldades”, según escribió el ex presidente Eduardo Santos en conferencia ofrecida en 1960. Aurora Borea® reproduce el texto leído que fue cedido por el autor.

 

 

En nombre de una tradición ancestral que ligaba el ilustre nombre de la estirpe al santo cruzado Taldegardo, el anuncio del nacimiento del primogénito de la casa condal de los Leopardi, di San Leopardo, sería repicado por un carrusel de campanas que partiendo del palacio solariego de Recanati, alcanzaría de torre en torre la catedral de San Leopardo en la vecina Ósimo, pasaría a la románica y primorosa San Ciríaco de Ancona, hasta llegar al venerable santuario de la Señora de Loreto, donde el legado pontificio, cardenal Ciccognani, anunciaría a la Augusta Santidad del Papa Pio VII Chiaramonti, que el linaje milenario de los Leopardi di San Leopardo, contaba ya con un nuevo heredero.

Era el 29 de Junio de 1798 y Giacomo Taldegardo Francesco di Sales Saverio Pietro, llegaba a este mundo como lo atestiguaría la comadrona: “con los ojos abiertos, muy azules y muy abiertos”.

La parturienta marquesa Adelaida Antici – Mattei, condesa Leopardi, la abuela duquesa Virginia Mosca, la tía princesa Olimpia Corsini – Salimbeni, pronto difundirán por Milán, por Roma y Florencia, que Monaldo y Adelaida eran padres.

Y fue fiesta noble y campesina en la bucólica Recanati, de 4.000 almas feudalmente recogidas alrededor del palacio Leopardi, en verde colina de frente a un mar azul profundo, color turquesa adriática, en un perdido rincón del ultimo dominio temporal de los Santos Padres: el anacrónico Estado Pontificio.

El niño conde había apenas abierto los ojos de su alma al mundo en edad más que precoz, allí en aquel particular lugar natal, entre mar y colinas, cuando ya empezó a meditar sobre tres elementos existenciales profundos de su trasegar vital: el dramatismo, la temeridad, la rebeldía.

No existe página sobre Giacomo Leopardi que no se refiera a la tragedia espiritual y aun social, de su breve vida. A la hostilidad del medio circundante y más allá, a la frustración angustiada y angustiante de sus sentimientos; al asfixiante círculo familiar anclado, casi que patológicamente, a un orden reaccionario y decadente; a sus propias vicisitudes materiales; al amor o quizás a la irrealidad nunca consumada de sus devastadores enamoramientos sin respuesta; a los raptos contradictorios de tristeza y energía y de contemplación y sensualidad; a la depresión melancólica que le sojuzgaba como un tirano a su esclavo; a su orgullo de casta en pugna con su ideario de igualdad; a su ironía, su vanidad, su contemplación exaltada del cosmos, del infinito, de un mañana que profetizó con visión de Casandra y llanto de poeta, mientras agonizando a los 38 años, divisaba la cima del Vesubio coronada en llamas:

 

El infinito

Siempre amada me fue está colina solitaria
y esta espesura que por todas partes
del último horizonte el ver me impide.
Mas sentado y mirando interminables
espacios, encuentro tras de sí, sobrehumanos silencios y
profundísima calma e imagino en mi mente, hasta que por poco ya,
estremezco mi propio corazón. Y cuando el viento oigo rugir
entre la boscosa fronda, yo mismo al infinito silencio,
a este susurro voy comparando
y en lo eterno pienso y en la edad que ya ha muerto
y en la presente que vive y en su voz.
Así, en medio de tal inmensidad se ahogan mis pensamientos
y el naufragar en este mar me es dulce.

 

Los años de verdadera reclusión pedagógica en la colosal biblioteca paterna de 30.000 volúmenes, algo de veras impactante a pesar de los 5.500 metros cuadrados del palacio Leopardi, trascurrirán bajo la severidad draconiana de sus diversos preceptores eclesiásticos. Entre ellos un pintoresco jesuita mexicano, expulsado del virreinato de la Nueva España por Su Católica Majestad Carlos III, el Reverendo José de Torres, originario de Veracruz (interesante conexión del joven conde Leopardi con el mundo hispano). Este contacto ciertamente le habilitará para ampliar sus espacios intelectuales hacia la observación de la naturaleza, su conexión con la historia, el progreso de la ciencia. Todo a la vez, con avidez de sediento. Con verdadera ansia cósmica, quiso Leopardi descifrar las vías del cielo reservadas de antiguo a los astrónomos y remontándose incluso mas allá de los griegos y romanos, a los primeros habitantes de la tierra, solo recordados entre la fábula y la leyenda.
Tenía el apenas púber conde Giacomo un desmesurado, un insolente deseo de gloria sapiente, y el orgullo profundo de sentirse culturalmente “itálico”.

En sus ojos juveniles y en la dedicación casi frenética a los estudios, mostraba ya una virilidad guerrera de propósitos que no logrará ser nunca doblegada por el pesimismo filosófico, ni por la decadencia sin fin de su cuerpo torturado y descompuesto que antes de los 17 años, había producido del infante blondo y angelical, un adolescente con doble joroba, raptus asmáticos continuos, fragilidad ósea, e inmensas, inmensas ganas de gritar y gritar.

Prisionero de su propio cuerpo y estirpe, reinaba soberano como un reyezuelo de miserias humanas en la atemporal Recanati, remoto paraje del más anacrónico de los Estados: aquel regido por la Augusta Santidad de Pio VII.

Suenan y suenan las campanas de Loreto…“y sonarán hasta hacerme reventar”:

 

La luna

 

Oh, graciosa Luna, yo bien recuerdo
que hoy hace un año, en esta misma colina,
lleno de angustia, venía a contemplarte.
Y entonces, pendías sobre el bosque
tal como hoy lo haces, que todo lo iluminas.

Trémulo e incierto, por el llanto
que mi rostro bañaba, pues doliente
era mi vida y sigue siéndolo,
nada ha cambiado, ¡oh amada Luna!

Pero mucho me alivia el recordar
y el recordar los días de mi dolor.
¡Ay! cuán placentero en la edad juvenil
cuando aún es larga la esperanza y
la memoria breve, el recuerdo de cosas que pasaron,
aunque sea triste y la aflicción perdure.


Las tradicionales o también las originales preguntas que los adolescentes suelen plantearse a sí mismos, a sus padres, hermanos, amigos, a efecto de adquirir conciencia de esta vida y de este trasegar terrenal que Dios a diseñado para su criatura, el hoy llamado “joven fabuloso” se las formulaba a los libros, incluso incunables, griegos, latinos, hebreos, aun en sánscrito, provenientes de la formidable colección de Casa Leopardi. Esa voracidad de saber, de “studio matto”, como el mismo la llamó, arruinó sin regreso su salud y lo consumió en la expresión literal del término. Todo lo inspira en su vida cotidiana de noble rural, pero sobre todo de atento observador: el paisaje del campo circundante, el jardín florecido, los lamentos sobre la caducidad del hombre, sobre lo fugaz del tiempo al oír del tictac de un reloj o a la vista de un sepulcro juvenil; el horror de la desdentada calavera o de la máscara carnestoléndica, le llevaron hasta el amor y la muerte, cantados con sensual sentimiento.

 

Amor y muerte


Muere joven, aquel que al cielo es grato

 

Al amor y la muerte, un tiempo hermanos
quiso engendrar la suerte.
Otras tan bellas cosas, que ignora el mundo
que ignoran las estrellas.
Nace del uno, el Bien
nace el placer mayor
que por el mar del ser, pueda encontrarse.
La otra, todo dolor, todo gran mal anula.
Bellísima doncella dulce de ver
no como las gentes pusilánimes la pintan.
Al amor se complace en darle compañía
y sobrevuelan juntos, el mortal camino.

 

Y allí en medio de esta danza macabra, amor y muerte, el Amor inconmensurable por su Italia yaciente y exánime, ultrajada y rota, campo de batalla de la Europa toda, invadida, despojada, humillada, mendiga gloriosa, anciana mísera corona de flores y laurel.

Amor que lo elevará junto a Dante y Manzoni, a la triada sacra de los visionarios padres de las letras italianas; enarboladas como instrumento insurgente para propulsar el nacimiento de la más antigua, y la más joven, de las grandes naciones Europeas contemporáneas.

Será en Florencia, ‘topos’ físico del dolor de construir una patria desde la lengua, donde en alguna fuga de Recanati huyendo del yugo paterno y del poder omnímodo de la condesa madre, donde Leopardi nos ofrece a parir del ardor patriótico su oda profunda a las antiguas glorias y a las míseras nuevas de su dulce y eterna patria: Italia.


A Italia

 

Oh patria mía, veo murallas y arcos,
las columnas y estatuas y las desoladas
torres de los antepasados,
mas tu gloria, no veo.
No veo al laurel o el hierro que
adornaban a los antiguos padres.
Ahora inerme tu, desnuda la frente y el pecho nos muestras.
¡Ay! Cuantas heridas, que palidez, que sangre,
Como te veo bellísima mujer.
Pregunto al cielo y al mundo ¿decidme quien te redujo así?
Peor es esto, que lleno de cadenas
van tus brazos desgreñada y sin velo,
Yaces por tierra, afligida, abandonada
y ocultando tu rostro en las rodillas, lloras.
Llora, que tienes motivo ¡Italia mía¡
En la fausta fortuna y en la adversa.
Tú, a otras naciones a vencer nacida.

 


Al monumento a Dante que se levanta en Florencia

 

Aunque a las gentes nuestras
la paz acoja bajo sus alas blancas,
no ha de soltar los lazos de sopores añejos, la ítala mente,
si al patrio ejemplo de la edad primera
esta tierra fatal, ya no se vuelve.
Oh Italia, que a ti importe siempre
dar honra a tus antiguos.
De otros tales, desiertas hoy se encuentran tus comarcas
y nadie queda a quien honrar convenga.
Vuelve atrás y mira, oh patria mía,
tu hueste infinita de inmortales
y llora, y de ti misma, siente ira,
pues ya sin ira, la tristeza es necia.
¡Mira atrás, avergüénzate y despierta!
y sean por un día
tu espuela, los ancestros y tu herencia.

 

giacomo leopardi 350El joven conde Leopardi veía la historia de su propio tiempo post-napoleónico, reaccionario, timorato y frágil, arribista, snob y aún traumatizado, cómo una narrativa de la decadencia, mientras que la noción de patria, pervivía en él, como una fuerza de origen natural; nada de fábula o de dulce engaño, sino como una idea clara y concreta de esas que crecen y resplandecen, en la juventud de los hombres y de los pueblos. “Despertemos entonces a los gloriosos muertos, porque nuestros vivos, duermen”.

De ahí su desesperación, diríamos crónica. “Me siento solo en el desierto del mundo y de la historia”… “como pastor errante por las estepas de Asia, estoy solo bajo los astros o la naturaleza y mi salud endeble me tiende traicioneras trampas”.

El canto leopardiano puro, se eleva ya desde sus 20 años a representar los nuevos mitos y este contraste entre la naturaleza que nos ofrece sus ideales y la historia que los consuma.

Este pensar y repensar entre 1819 a 1825, su cotidiano pensar y repensar los problemas de la Naturaleza y de la historia, planteados por la filosofía y por la ciencia.

Es entonces que su amado cuaderno de las horas y la muerte, su amado “Zibaldone”, empezará a crecer y crecer para que Eros y Mística se desposen en él y consumen su amor sin límites en cada página, en cada aforismo, en cada reclamo al universo.

A un universo natural de hombres buenos y justos. Porque la poética de Giacomo Leopardi cree en la felicidad del hombre, a partir de las ilusiones que ofrece la Naturaleza y que lo lleva al  esplendor, a la felicidad, a la generosidad, al heroísmo.

La poesía leopardiana es pura imagen. Es sensación. Es tacto. Es regocijo estremecido en su estado puro, en consonancia con la naturaleza que ríe, admira, padece, pero que sobretodo… espera, espera, espera contra toda esperanza.

 

Sobre un bajo relieve sepulcral antiguo

 

¿Dónde vas? ¿Quién te llama lejos de aquellos que amas?
¿Bellísima doncella, sola, peregrinando dejas el patrio techo?
¿A estos umbrales, volverás?
¿Algún día tornaras a hacer felices
a quienes hoy, llorándote te rodean?
Secas los ojos, decidido el gesto;
triste estás, sin embargo
si el camino es grato o duro, amarga la morada
a la que vas, oh alegre
por tu severo aspecto mal se adivina
¡Ay! ¡Ay! Yo no podría afirmar,
ni tan poco acaso el mundo
pueda entender, si a pesar del cielo,
Bienamada, mísera o dichosa, haz de ser llamada.

 

Como su casi contemporáneo Shelley y otros coetáneos, en medio de la reacción casi de paroxismo familiar, por ser católicos fundamentalistas, Giacomo renuncia al Cristianismo y se hace librepensador, con sentimental preferencia por los dioses del Olimpo Helénico. Los círculos reformistas de la “perversa”, “docta” y rebelde Bolonia lo hacen suyo, por un tiempo breve.

Reformador social, liberal, opuesto a la represión pontificia, austríaca, borbónica, francesa o de donde provenga, Leopardi pide a gritos la resurrección, el risorgimento de la inteligencia, la elocuencia, el sentido histórico de sus conciudadanos italianos. Para su suprema desolación, no encuentra sentido y se pregunta cómo con la misma energía con que corrieron en histeria colectiva los jóvenes italianos de su generación a enrolarse en los ejércitos de Napoleón para morir en Rusia, ignoraron el momento histórico ideal para forjar su propia patria, y ahora, se aletargan frustrados en un sueño mortal, que soporíza todo anhelo. Una vez más, el joven conde de las desdichas retorna en plena frustración moral al claustro-palacio- biblioteca de la tediosa Recanati de los rosarios y letanías, hasta alcanzar una nueva y desoladora agonía, en nombre de su invocada “Nuestra Señora de las Tinieblas”.


Vida Solitaria


La lluvia matinal, cuando sus alas
en cerrada estancia la gallina bate y
al balcón se asoma el lugareño, y
cuando el sol naciente va traspasando
con sus rayos trémulas las gotas mientras
caen, yo en mi cabaña dulcemente llamando,
me despierta.

Me levanto y las nubes y el murmullo
primero de los pájaros, el aura.
Y a los campos gratísimos bendigo,
pues de sobra les conozco,
infaustas murallas de la ciudad
donde el odio habita y acompaña
al dolor, donde afligido vivo y pronto moriré.
¡Ay!, alguna aunque escasa piedad,
a mí reserva Natura en estos sitios…
Yo, de taciturnas plantas siempre coronado.

 


Sábado en la Aldea

 

La jovencita regresa de los campos
cuando el sol va hacia su ocaso
con sus haz de hierba recogida
y manojo de rosas y violetas, en su mano,
con el que, como suele mañana domingo,
día de fiesta, piensa adornarse su pecho y el cabello.
Con sus vecinas siéntase la viejecita a hilar junto a su puerta
Vuelta hacia donde ya muere el día,
Y cuenta historias de sus buenos tiempos,
Cuando también ella para fiesta se arreglaba
Y, lozana y esbelta,
Bailar solía en la noche con los
amigos suyos de la edad más bella.
Ya el cielo oscurece, aun azul
y caen sombras sobre cerros y tejados.
La campana tañe por la cercana fiesta
Bajo el fulgor de la naciente luna.


De nuevo Florencia y la soleada Toscana con una especie de beca creativa otorgada por la Academia de la Crusca, al noble prodigioso de las más bellas traducciones griegas, lo llevan a la corte del gran ducado de Toscana.

Ocurre ahora, como ya le había acontecido en Bolonia por la marquesa Teresa Malvezzi, una fascinación entre tóxica y devastante, primero por Carlotta Lanzoni, condesa de Médici y luego por la noble Fanny Torgguiani - Tozzetti, hetaira inalcanzable, evanescente, quien ni siquiera arroja una mirada al endeble helenista de la Crusca, doblegado bajo dos jorobas, como un grotesco atlas de alfeñique que carga sobre sí, todo el peso del mundo; un mundo que le aborrece por negación física a toda estética, cuando el mismo siente que el mar, que los astros, que los ríos y los relieves, sus amigos todos, las criaturas del bosque y del océano, le hablan al unísono con candor, en un lenguaje solo por él comprendido.

 

A ti Aspasia

 

De vez en cuando, vuelve a mi pensamiento,
Aspasia, tu semblante. Oh fugitivo
por habitados sitios veo que brilla.
En otros rostros o en desiertos campos
–a pleno día bajo estrellas mudas–
por suave armonía reavivadas.
En el alma, aún propensa a conturbarse,
la suprema visión surge de nuevo.
¡Cuán adorada, oh dioses! como un día
fue delicia y fue tormento.
Nunca aspiro de un florido paraje, la fragancia,
ni el olor de las flores por las calles,
sin que te vea aún como ese día
en que en coqueta estancia recostada
toda olorosa de tempranas flores
de primavera de color vestida,
una oscura violeta me ofreciste.


Roma y Milán, en la última etapa de su corta vida tampoco estuvieron a la altura de su afán de ser comprendido y comprender.


Con escasos medios de fortuna, debido al verdadero embargo de recursos al que le sometió su tiránica familia, y desprovisto como noble de su tiempo, del conocimiento de cualquier oficio práctico para ganarse la vida, el sonoro y apolillado titulo de conde Leopardi di San Leopardo, solo le servía para abrir puertas a los menguados ambientes culturales de dos ciudades apenas en rehabilitación post-traumática tras casi dos décadas de ocupación napoleónica.

En toda Roma, para su desdicha, no encuentra a nadie que supiera el griego y el latín a su nivel natural de perfección estética. “Los romanos de hoy solo se ocupan de traficar antigüedades, estampas y recuerdos religiosos variopintos y de todo precio, en el mercado vulgar de la superchería y el falso”.


En Milán, el tema es aún peor. Refugiado en la buhardilla del vetusto palacio de sus primos, los duques Mosca di Modrone, escribe “Los estudios filológicos clásicos, dan pena. No hay ediciones. No hay diccionarios. Desdén supremo por lo clásico. Esto es un desierto. Aquí solo se libra la Batraco- mio- maquia, la batalla de batracias y roedores. Mi Italia es una gran charca de combate entre dos heroicas legiones. Las ranas contra los ratones”.

 

A mi mismo

 

Reposarás por siempre
cansado corazón.
Murió el engaño extremo,
que eterno yo creí. Murió.
Bien siento que de engaños queridos,
no la esperanza ya, el anhelo ha muerto.
Descansa por siempre,
mucho palpitaste.
Las cosas no merecen tus latidos
ni es digna de suspiros esta tierra.
Hiel y tedio la vida es,
y fango el mundo.
Cálmate, desespera por vez última.
El hado a nuestra especie,
no dio más que el morir.
Ahora despierta, ¡Oh Natura!
el horrible poder que oculto,
nuestro mal procura.
y la infinita vanidad del todo.

 

Me llama el sur. El sur me llama”. Antonio Ranieri, Vesubio, Pompeya, Capo di Monte, Isla de Capri, Sorrento, caffé y granizado de limón, serán desde 1829 en la vida de Giacomo Leopardi, un solo gran sinónimo: pasión napolitana.

Que inútil ejercicio definir como homo erótico, desviado, correcto o incorrecto aquel inmenso amor.

Simplemente ‘Totonó’ Ranieri colmó desde el frescor de sus 19 años, su rubia y larga cabellera al viento y su amor desaforado por la Nápoles que redescubrió junto con Leopardi, por provenir él mismo del exilio, ese inconmensurable desierto afectivo en que se debatió la terrenal existencia del conde Giacomo.

Abandonar por siempre el palacio-prisión con tan solo una maleta, 5 libros, sin carruaje y con Antonio esperándolo a la vera del camino, “napoletano infelices”, en el recuento airado de los iracundos condes padres, es al mismo tiempo traspasarnos a la alegría de recorrer las innumerables excavaciones arqueológicas por toda la Magna Grecia, patrocinadas por el embajador de S.M Británica ante el reino de las dos Sicilias Lord William Hamilton y su célebre Lady Emma.

Fue su hijo (quizás hijo del propio almirante Nelson) el joven George, conde de Duglas quien personalmente permitió a Giacomo extraer y acariciar decenas de ánforas, copas, platos ceremoniales en el más puro de los estilos áticos, antes de su embalaje y partida sin regreso, hacia el British Museum, de la voraz Londres.

Nápoles, “la dichosa pestilente”, le permitió con su estilo de vida desenfadado y a la vez ritual, pagano en todos sus excesos, hispana en todos sus fanatismos, cerrar el ciclo geográfico de “sus Italias”, desde las brumas prealpinas y padanas, hasta el sol levantino de dátiles, marisco y palmeras de un Mediterráneo, cuna milenaria de civilizaciones portentosas, de mundos ya juzgados.

 

El ocaso de la luna

 

Como en noche silenciosa,
sobre campiñas plateadas y aguas
místicas donde el céfiro alienta,
y mil bellos aspectos
y engañosos objetos
fingen sombras lejanas
en las ondas tranquilas
y ramas, setos, villas y colinas,
llegada al fin del cielo,
tras Apenino o Alpe, delante azul Tirreno,
en su infinito seno,
baja la luna y palidece el mundo,
huyen las sombras y una oscuridad
el valle y monte enluta,
ciega la noche queda
y cantando con triste melodía
la extrema luz del fugitivo rayo
que conduce fuera su guía,
despide al carretero, en su camino.

 

37 años y la consunción tísica avanza irrefrenable en la figura exigua del conde vestido de paño verde e inclinado en un ángulo casi imposible. “Rana de charca” le gritan los pelafustanillos, cuando la propia infanta napolitana María Amalia de Borbón - Dos Sicilias, lo reclama a su lado, junto a todos los napolitanos que ríen y cantan, de frente a uno que solo llora, vestido de níveo Pulcinella.

En la ciudad de Tasso, de Metastasio, de Jusepe de Ribera, de Gian Battista Vico, de Filangeri, Caputo y Paisiello, los cantos leopardianos se declaman apasionadamente y se admiran. Le hacen suyo y le bañan de sol, y de rojo pompeyano.

Espiritualmente en la ciudad del rito de San Gennaro, el agnosticismo de Leopardi es casi la introducción al nuevo culto del hombre del mañana, que aniquila toda fe parcial.

Su noche oscura se ilumina con erupciones llameantes de su Vesubio mortífero y amado, a cuya sombra querrá morir al gran estilo, como postrera experiencia espiritual de serena desesperación.

 

La retama o la flor del desierto

 

En la árida ladera
del imponente monte
devastador Vesubio que ninguna otra flor o árbol alegra
tú, arbusto solitario entorno esparces
olorosa retama
contenta del desierto.
Y así mismo con tus tallos te he visto ornar
los desolados parajes que circundan
la gran ciudad que fue dueña de los hombres.
Locuaces sus recuerdos del imperio perdido,
y fe del mismo dan con su grave aspecto, al pasajero.
Hoy vuelvo a verte en este suelo,
amante eres de sitios tristes y olvidados,
de afligidas fortunas, compañera.
En estos campos abiertos
de infecundas cenizas y de endurecida lava,
que hoy resuena al pisar,
yo peregrino.

 

nelson osorio 239Nelson Osorio Lozano
Colombia, 1965. Doctor en Jurisprudencia de la Universidad Colegio Mayor del Rosario, Ministro Consejero en la Embajada de Colombia ante la Santa Sede, profesor universitario, conferencista, miembro de las Academias Antioqueña de Historia y Colombiana de Historia Eclesiástica, Consultor en Cultura para la Organización Ardila Lulle, la Asociación Bancaria de Colombia y la Cámara Colombo-italiana. Miembro del Patronato del Festival de Música Sacra de Bogotá.

 

Conferencia Giacomo Leopardi entre el eros y la mística enviada a Aurora Boreal® por Marcos Fabián Herrera. Pubicado en Aurora Boreal® con autorización de Nelson Osorio Lozano yMarcos Fabián Herrera. Retrato de Giacomo Leopardi enviado a Aurora Boreal® por Marcos Fabián Herrera. Foto Nelson Osorio Lozano © tomada de internet.

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