Incapaces de agradecer el gesto de bondad o entrega –porque tal vez los humillaba– decían a la vez –y en eso sí estaban de acuerdo– “miren a la que va a hacer un café”. Porque la que se decidía a romper la cadena de respuestas viciadas era una mujer, la hermana menor, que luchaba contra el desaliento e intentaba concluir la tarea empezada. Ella siempre se enfrentaba a los obstáculos que surgían en la casa de los imposibles, ya fuera por comida, o por el aseo, el orden y mantenimiento de la misma. Había que comer todos los días, pero hacer la comida era un problema. Se comía con las disputas, se vivía con ellas; se condimentaban las comidas con el amargor de las palabras.
Cuando la hermana menor llegó triunfante de la tienda e iba a preparar el café “así no se lo tomara nadie” –les dijo a los inútiles habitantes de la casa imposible–, una sensación de catástrofe, de caos irremediable quebró las débiles cuerdas de su voluntad, hasta entonces a prueba de pereza, rabia y rencor. Se dio cuenta de que no había gas, algo tan vital para el sustento de todos. La pelea por el combustible era una batalla perdida en la casa de los imposibles. Todo el mundo, salvo las personas que llevaron esa carga, la madre y ella, creía que el gas caía del cielo, como el agua que nadie pagaba, salvo una de las dos, o la luz que les cortaban a menudo, mientras los dos hijos y el padre se echaban en cara, tanto lo que habían dado como lo que no habían dado. Maldición, gritó la madre que evitaba salir de su cuarto, para no tropezar con el odio, ¿cuándo llegará el día en que se pueda hacer un miserable café en esta casa sin que acaben discutiendo?
rebozó la copa y huyó ese día de la casa de los imposibles para refugiarse en una residencia de ancianos donde la comida se servía todos los días a la misma hora. Sólo quedaron en aquella casa el padre y el mayor de los hijos, que como él sentía una enfermiza inclinación por el fracaso. El hijo de en medio, una maldición llamada caos, que removía los muros del hogar, instaló su tienda enfrente de la casa. Olvidé decirles que la casa de los imposibles nunca acabó de construirse. A este hijo le dio por arrancar los ladrillos de la habitación del padre al que acusaba de egoísta. La hija menor un día preparó las maletas, pero no fue capaz de marcharse, tuvo tanto miedo que prefirió asumir las cuentas del gas, del agua y de la luz, pero procuró pasar la mayor parte del tiempo en su trabajo.
Siempre pienso que a la casa de los imposibles está a punto de sucederle lo peor, que el hijo de en medio la destruya, que el mayor saque a patadas al padre o que el padre la incendie en un descuido, ya que se duerme con los cigarrillos encendidos. O quizás no le suceda nada a aquella casa semiderruida, puede que con el tiempo llegue una persona capaz de apaciguar el corazón de esos habitantes y establezca un orden, una melodía que los haga bailar al ritmo secreto del universo bajo el cual las cosas giran en armonía sin razón alguna. Mientras tanto, los corazones se arrugan y encogen como los frutos secos en los costales dentro de un cuarto oscuro donde acechan las ratas. Falta poco para que esas malditas criaturas se abalancen sobre los corazones, pero no lo harán porque milagrosamente la hermana pequeña llegará a tiempo para evitar la ruina. Por ella la casa de los imposibles se mantiene en ese punto en que no está totalmente destruida ni concluida de forma definitiva. A nadie le sorprenda que precisamente la culpen por sostener una situación insostenible, pues el odio se alimenta de la incapacidad de la gente y ese frágil pilar que es la hermana menor, es culpable de que ellos no se hundan, como parece ser su deseo. No me extraña que recaigan sobre ella tantos reproches.
Consuelo Triviño Anzola
Bogotá, Colombia (1956). Reside en España desde 1983. Es doctora en Filología Románica por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido profesora de Literatura en distintas universidades de Colombia y España. Entre otros libros, ha publicado Siete relatos (Bogotá, Centro Colombo-americano, 1981), Prohibido salir a la calle (Bogotá, Planeta, 1998, Mirada Malva, 2009, Sílaba, 2012), La casa imposible (Madrid, Verbum, 2005), La semilla de la ira (Bogotá, Seix-Barral, 2008, Verbum, 2013), Una isla en la luna (Murcia, Alfaqueque Ediciones, 2009), Letra herida (Cali, Universidad del Valle, 2012), Extravíos y desvaríos (Buenos Aires, Prosa-Amerian, 2013) y Transterrados (Calambur Editorial, 2018). Tiene una entrada en el Dictionnaire Universel des créatrices (Paris, Éditions des Femmmes, 2013).
Relato seleccionado y enviado a Aurora Boreal® por Consuelo Triviño. Publicado con autorización de Consuleo Triviño. Este material también fue publicado en el Especial Autores Colombianos de Aurora Boreal® - Número 23-24, Mayo / Septiembre 2018. Publicado con autorización de Consuelo Triviño. Este relato hace parte del libro del mismo título. La casa imposible, Madrid, Verbum, 2005, Fotografía de Consuelo Triviño © Jorge Urrutia