La columna de Víctor Montoya
A Mats Andersson lo conocí en el verano de 1983, por intermedio de la amistad de Larry Lempert, el anarcosindicalista con quien tuve la suerte de trabajar en una biblioteca de Tyresö, donde un día, mientras leía un libro sobre el maravilloso mundo de la literatura infantil, se apareció el amigo dibujante, agarrado de una bolsita repleta de medicamentos recetados por el médico. "Me han prohibido tomar vino", comentó con un dejo de resignación. Me quedé callado, pero sin dejar de mirarlo de punta a punta. Me llamó la atención su sonrisa franca, su contextura robusta, su melena y barba alborotadas y, sobre todo, su sencillez y preocupación por la problemática de los países del llamado Tercer Mundo.
Mats Andersson (Estocolmo, 1938 - 86), como la mayoría de los militantes de la izquierda sueca, abrazó la causa de los oprimidos y se identificó plenamente con los movimientos de liberación en Latinoamérica, Asia y África. Sus contribuciones, en su condición de dibujante profesional, se encuentran dispersas en diversas publicaciones alternativas de los años 60 y 70, aunque sus mejores creaciones están en los libros destinados a los jóvenes y niños, que él ilustró con pasión y sentido crítico. No existe niño sueco que no haya gozado con el valor estética de sus ilustraciones ni lectores adultos que no se hayan tropezado con sus dibujos satíricos contra los amos del poder.
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En el primer relato, ambientado en el edificio de un Instituto abandonado, nos permite entrar en un cuarto penumbroso y frío, donde tres amigos experimentan hechos inexplicables y enigmáticos, y en el que un libro abierto sobre una mesa, con una sola frase escrita en sus páginas, parece tener todas las explicaciones de un crimen recientemente ejecutado. Se trata de un suceso recreado al más puro estilo de Edgar Allan Poe y, desde un principio, se puede afirmar que la prosa de John Cuéllar, quien sabe tejer hábilmente los elementos de la realidad y la fantasía, nos hace vibrar con situaciones rodeadas por un halo de misterio y nos entrega una poderosa dosis de terror y espanto.
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El enanismo, conocido por el nombre científico de "dismorfismo", está en la Ceca y en la Meca, en el burdo comentario del necio y en el chascarrillo del gracioso que hace reír a mandíbula suelta, sin advertir que, su "complejo de gigante", es una flagrante agresión contra quienes padecen de esta anomalía involuntaria y acaso congénita.
Estos personajes de complexión diminuta, casi siempre cabezones y paticortas, fueron usados como animales exóticos en el castillo de los reyes y en la carpa de los circos, donde su presencia era tan notable como la de los monos y cacatúas de pintoresco plumaje.
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Para empezar, cualquier viaje por alta mar constituye de por sí una aventura inolvidable. El simple hecho de encontrarse en un universo de pasillos, escaleras, ascensores y camarotes, es una suerte de laberinto que uno acepta complacido, pues toda escalera, ascensor o pasillo, conduce a un sitio sosegado y grato.
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Los Andes no creen en Dios, cuyo guión fue el resultado de una interpretación libre de una novela y dos cuentos de Adolfo Costa du Rels, es una mega producción que cuenta en su reparto con actores de primera línea. Se trata de una película que, como pocas veces, intenta hacer justicia a la obra literaria. La novela Los Andes no creen en Dios y los cuentos Plata del diablo y La Misk'i Simi (la de la boca dulce, en quechua), ambientados en la población minera de Uyuni y otras regiones aledañas de Potosí, redescubren una Bolivia de los años 1920-40; época en que la explotación de los yacimientos minerales experimentaba un auge y un esplendor sin precedentes.
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El autor, en una suerte de viaje en el tiempo y el espacio, nos invita al territorio de su infancia, donde constatamos el primer beso que le dio a la hija de la pipera, el trato cariñoso de su madre y la actitud afable de su padre, quien trabajaba en la construcción, suspendido como una alondra entre los andamios de madera. Asimismo, en "Tarde de sábado", el primer relato de este fabuloso libro, nos familiarizamos con un tío flacuchento, enamorado y contador de historias de la Guerra Civil, y un profesor que maravilla a los alumnos con sus ocurrentes frases.
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La obra está dividida en catorce capítulos y presenta a lo largo del tratamiento del tema valores morales y estéticos que, probablemente, lo convierten en uno de los relatos más hermosos de la vida de los marinos que navegan viento en popa por los canales australes de Chile, pues, a ratos, gracias a la magia y la intensidad del relato, el lector tiene la sensación de estar a bordo de la corbeta la "Baquedano", sujeto al timón y mecido por las olas que se rompen contra la proa.
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Cuando leí el título: Rayuela, lo primero que destelló en mi mente fue aquel juego que solía jugar de niño, saltando sobre un pie y empujando el tejo con la punta del zapato. En efecto, Rayuela era un libro armado como un rompecabezas; un juego de palabras, símbolos, imágenes y otros recursos literarios, que traspasaban las fronteras levantadas por los doctores de la literatura entre la realidad y la fantasía, ya que para su propio autor, "la noción de frontera era una noción tan artificial como la línea ecuatorial".
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El holocausto nazi, que se llevó a cabo entre 1933 y 1945, fue el resultado de una política fundamentada en las leyes de la naturaleza, especialmente, en la cruda tergiversación del "darwinismo social" y en el "instinto de conservación de la especie".
La persecución contra los judíos siguió un proceso sistemático de extinción de una raza considerada por los líderes del nazismo como "raza inferior" a la de los arios, puesto que en la visión esquizofrénica de Hitler -dictador de pinta estrafalaria, bigotes cursis y estatura baja en relación a la población germana- la "raza aria" no sólo era la más bella, sino también la más perfecta.
Para el nazismo no fue ningún secreto el fundamento racista de su ideología ni el desprecio abierto contra todos los principios democráticos de una sociedad multicultural, desde el instante en que sus concepciones sobre la "pureza racial" se llevaron a la práctica desde enero de 1933, año en que Hitler accedió al cargo de canciller y, tras la muerte de Hindenburg (1934), a la presidencia, que le permitió asumir todos los poderes (Reichsführer) y crear una temible policía de Estado (Gestapo) y una serie de grupos destinados a sembraron el pánico y el terror entre los judíos.
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Olof Palme.
Me siento feliz que un libro de Artur Lundkvist aparezca en castellano. Yo me detengo en pleno camino de la selva para abrirle las puertas del idioma
Pablo Neruda.
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