EDITORIAL AURORA BOREAL
Cuentos completos, Juan Carlos Onetti, Editorial Alfaguara, Madrid, 2007 (1994).
Onetti tan memorable: una semblanza de sus cuentos (por Alejandro José López Cáceres).
Hay algunas obras maestras de la literatura que lo son porque llegan a dar cuenta ⎯sin explicarlos⎯ de fenómenos profundos, complejos, arquetípicos, de la condición humana. Esto hace que dichas obras resulten inolvidables para el lector, quien siente que una parte de su ser pasa por ahí de modo evidente o recóndito. Al mismo tiempo, esa capacidad para penetrar agudamente en los arduos aspectos que constituyen nuestra naturaleza hace que estas obras permanezcan siempre abiertas a nuevos sentidos y razonamientos; es decir, que no se dejen apresar en una sola línea de interpretación. Tal es lo que sucede, por ejemplo, con un relato como "Bartleby el escribiente" de Herman Melville, en el cual se indaga de forma exquisita el fenómeno de la desidia. Otro tanto hace Chejov, con relación al desamparo, en su perdurable "Vanka"; o Hoffmann respecto de lo siniestro en su famosa historia "El hombre de arena"; o Maupassant en lo que toca al oportunismo con su célebre "Bola de Sebo"; o Poe con la culpa en su "Corazón delator". También la crueldad ha sido condensada singular y memorablemente en un cuento magistral: "El infierno tan temido", de Juan Carlos Onetti. Pero aunque éste es seguramente su mayor logro en el género cuentístico, no es el único. De los cuarenta y siete excelentes cuentos que escribió el maestro uruguayo a lo largo de su vida (1909-1995), en su periplo por Montevideo, Buenos Aires y Madrid, hay por lo menos cinco que merecerían estar en una hipotética antología de cuentos inolvidables de todos los tiempos: "Un sueño realizado" (1941), "Bienvenido, Bob" (1944), "Esbjerg, en la costa" (1946), "El infierno tan temido" (1957), y "Jacob y el otro" (1961). Todos comparten la fortuna de haber amalgamado de manera sorprendente ese mundo en descomposición, desolado y oscuro ⎯que está en la base de la cosmovisión onettiana⎯, con un lenguaje y una técnica narrativa de impecable factura. La ficción ha sido tejida en ellos con tanta eficacia que el lector habita la ilusión sin percatarse de las costuras que la sostienen ni de los hilos que la constituyen; en otras palabras, éstos son cuentos orgánicos, sin fisuras, o, como suelen decir los cuentistas, redondos.
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El de Juan Carlos Onetti es un mundo a la vez complejo y apasionante. Su universo está en las antípodas de la simplificación, pues estamos ante un narrador que ha elegido rastrear sin tregua las contradicciones del alma y sus sorprendentes intersticios. Detengámonos un momento en sus personajes para ilustrar algo de lo dicho. Hay un rasgo que muchos de ellos comparten, una especie de vocación o conducta recurrente. Dado que suelen sobrellevar existencias grises, anodinas, o que viven asediados por el fracaso de todas sus empresas, llega un momento en el cual una encrucijada de hastío o derrota los obliga a buscar una salida. Sí, la vida que llevan se les revela de pronto insufrible, tal vez sólo insustancial; entonces, dan un salto de vértigo. Quizá las cosas podrían ser de otra manera si habitaran un lugar distinto; así que transitan hacia allá, pasan a un entorno de fantasía, de ficción. Muy temprano aparece en la obra de Onetti este arbitrio que no solamente atravesará su producción ulterior sino que llegará a ser uno de los rasgos más característicos de toda su narrativa: la construcción de mundos sucedáneos. Pero es en su tercer cuento ⎯el primero en el cual aparece una factura literaria ya consolidada⎯, que tituló "El posible Baldi" y que fue publicado en La Nación de Buenos Aires (1936), donde nos introduce de fondo en esta alternancia.
De Baldi sabemos que es un abogado, un hombre corriente que va por la calle. Tiene una novia, a quien llama Nené ⎯justamente esta noche se verá con ella⎯, y posee en su bolsillo, lo puede palpar, el dinero necesario para cubrir los gastos de los preparativos y de la cita misma. Se siente completamente feliz, pleno. Entretanto, una pequeña mujer, ingenua y de grandes ojos azules, camina muy cerca suyo. Viene asustada porque un hombre de largos bigotes la asedia, la persigue. Baldi, percatado de la situación, en un gesto casi fortuito de automatismo solidario, se les acerca, con lo cual el bigotudo huye. La muchacha, prendada y agradecida, prosigue su camino junto al salvador, quien sólo desea continuar adelante con los planes de su cita. Pero ella quiere saber algo acerca de este hombre tan distinto de los otros y le pide referencias de su vida extraordinaria. Él accede ⎯con la intención de deshacerse rápidamente de la mujer⎯, así que inventa una extravagante historia sobre un Baldi que vigilaba esclavos negros en las minas de diamantes, en Sudáfrica. Le cuenta cómo asesinaba a sangre fría a quienes intentaban escaparse; sin embargo, ella no experimenta repugnancia sino que se compadece del victimario y lo justifica. El embustero carga aún más las tintas e ingenia situaciones de pasmosa atrocidad, pero todo resulta inútil al fin propuesto. Habiéndole tomado gusto al juego, él renuncia a sus planes y, "con un estilo nervioso e intenso, siguió creando al Baldi de las mil caras feroces que la admiración de la mujer hacía posible" ((ONETTI, Juan Carlos (prólogo de Antonio Muñoz Molina). "El posible Baldi". En: Cuentos completos. Editorial Alfaguara. Madrid, 2007 (1994). Pág. 53. Todas las citas de los cuentos provendrán de esta edición)). Hasta que algo inopinado ocurre: al compararse con su personaje, el autor de aquellas invenciones cae en la cuenta de lo insulsa que es su existencia, "porque no se había animado a aceptar que la vida es otra cosa, que la vida es lo que no puede hacerse en compañía de mujeres fieles, ni hombres sensatos. Porque había cerrado los ojos y estaba entregado, como todos. Empleados, señores, jefes de las oficinas" (Idem. Págs. 53, 54). Al despedirse de la muchacha, Baldi le pasa unos billetes, le dice que los ha ganado traficando cocaína y se marcha, ensombrecido.
Buena parte de los elementos más caros a la obra de Onetti se prefiguran ya aquí, en especial éste al cual podríamos referirnos como una cierta vocación por la mentira. La ficción es una necesidad esencial de sus personajes. En el bello prólogo que escribió para la edición de los Cuentos completos, Antonio Muñoz Molina lo plantea de esta manera:
Alejandro José López Cáceres nació en Colombia (1969). Se formó académicamente en la Universidad del Valle: licenciado en literatura, especialista en prácticas audiovisuales, magíster en literaturas colombiana y latinoamericana.Ha sido finalista en varios concursos literarios a nivel nacional e internacional: Carlos Castro Saavedra, en la modalidad de cuento (Medellín, Colombia, 1993); Jorge Isaacs de Autores Vallecaucanos, en la modalidad de cuento (Cali, Colombia, 1997) y en la modalidad de ensayo (Cali, Colombia, 2002); Art Nalón Letras, en la modalidad de cuento corto (Asturias, España, 2003). En 1999 obtuvo el primer puesto de la Asociación Iberoamericana de Televisiones Regionales y Afines, premio ASITRA, dado en Valencia (España), en la categoría de reportaje. Como realizador audiovisual, ha dirigido una docena de documentales para el Ministerio de Educación Nacional y el Ministerio de la Cultura, en Colombia. También se ha desempeñado como catedrático de la Universidad del Valle, la Santiago de Cali y la Autónoma de Occidente.Ha publicado un libro de crónicas: Tierra posible (1999), otro de ensayos: Entre la pluma y la pantalla: reflexiones sobre literatura, cine y periodismo (2003), otro de cuentos: Dalí violeta (2005), y uno más de crónicas y entrevistas de periodismo cultural: Al pie de la letra (2007). Entre el 2004 y el 2008 dirigió la Escuela de Estudios Literarios, en la Universidad del Valle en Colombia. Actualmente reside en Madrid y cursa estudios doctorales en la Universidad Complutense.
Aparte del amor, la tarea preferida por un número considerable de personajes de Onetti es la de inventar, la de contar mentiras y oírlas, la de dotarse de vidas falsas a través de la credulidad del que escucha, pero en ocasiones el propósito de la narración es otro, exactamente el inverso: contando puede alcanzarse una verdad que de otro modo sería inaccesible, una identidad más cierta o más honda que la establecida por las apariencias, incluso una forma amarga de absolución (MUÑOZ MOLINA, Antonio. "Sueños realizados: invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti" (Prólogo). En: ONETTI, Juan Carlos. Op. cit. Pág. 23).
Y es que para Onetti, antes que un proceder indeseable, la invención constituye una categoría humana de rango esencial. Sin ella la vida misma se haría insufrible ⎯más de lo que ya es⎯, lo cual nos pone sobre un aspecto central de su cosmovisión. Para el maestro uruguayo, al igual que para sus contemporáneos europeos Sartre y Camus, la existencia es una dura carga; y, en su caso, una experiencia imposible de sobrellevar si no se apela a alguna suerte de suplantación. Detengámonos todavía un poco más en la mentira, esa conducta de la cual derivaba el origen de su escritura. En la entrevista televisiva que le concedió a Joaquín Soler Serrano, en 1977, Onetti decía:
Me preguntan ¿cuándo empezó usted a escribir? Y yo no puedo saber. Recuerdo sí que en mi infancia empecé a mentir; es decir, yo volvía a mi casa contando aventuras que nunca habían ocurrido, ni ocurrirán, ¿no? Y a los chicos del barrio también, los amigos míos, les contaba mentiras; así que, para mí, el escritor empezó ahí, mintiendo. Después sigue mintiendo ahí en todos los libros, seguro. (SOLER SERRANO, Joaquín. "A fondo". Radiotelevisión Española. Madrid, 1977).
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Tal vez sea lícito rastrear algunas fuentes de esta proclividad al embuste en la propia biografía de Onetti, cuya vida estuvo signada por fuertes experiencias de estrechez y derrota. Hubo uno, crucial, del que nos ha quedado un curioso registro. Recordemos que, habiéndose casado muy joven, cuando tenía veintiún años, el maestro uruguayo se vio muy pronto obligado a sustentar una familia ⎯su primer hijo nacería un año después, en 1931⎯. Pero lo que hizo especialmente dramática su situación fue que, al no disponer de un respaldo económico patrimonial, ni de una formación profesional, ni de título académico alguno, Onetti tuvo que desempeñar oficios arduos, y mal remunerados. En Buenos Aires, adonde se habían trasladado, los suyos conocieron tenaces privaciones. Sin embargo, poco o nada se refirió a esto en las entrevistas que concedió, la mayoría de ellas en su definitivo exilio español. Cuando Luis Harss habló con él durante la preparación de su ya clásico libro titulado Los nuestros ⎯que habría de ser, desde la perspectiva de la crítica, el lanzamiento del llamado Boom latinoamericano⎯, el maestro uruguayo fantaseó sobre su pasado escolar. En el capítulo que Harss le dedicó, aparece dicho así: "Nuestra historia comienza en Montevideo, en 1909. Allí pasó Onetti su juventud y cursó la escuela secundaria. Habla de todo eso con una voz sorda, malhumorado, como si estuviera tratando de recordar una versión perdida de un cuento desagradable. Actitud ésta que define tanto al hombre como al escritor." Y más adelante complementa el crítico: "Poco descubrimos de los primeros años de Onetti. Bachiller, cuando tenía aproximadamente veinte años de edad, se fue a vivir a Buenos Aires, la tierra prometida, donde merodeó por la Universidad, sin caer en sus redes (...)" (HARSS, Luis. "Juan Carlos Onetti, o las sombras en la pared". En: Los nuestros. Editorial Suramericana. Buenos Aires, 1977 (1966). Págs. 223, 224. (El subrayado no es del original).
Hoy sabemos que las cosas sucedieron de otro modo, y que la realidad fue mucho más cruel con Onetti durante sus primeros años. En el grato y amoroso estudio que Vargas Llosa le dedica ⎯un libro en que recorre cronológicamente la vida y obra del maestro uruguayo, haciendo una especie de biografía crítica⎯ encontramos la referencia a este episodio de su vida, ocurrido cuando él tenía trece años, en estos términos:
Onetti abandonó el colegio apenas había empezado el liceo, es decir, la secundaria. Había ingresado a él a duras penas, con una calificación pobrísima ⎯"Regular Deficiente"⎯, y la explicación de su deserción escolar que dio más tarde, que se debió a "que nunca pudo aprobar el curso de dibujo", no parece muy convincente. Sus biógrafos dan otras razones, no menos extrañas ⎯según una de ellas fue a causa de la depresión que le produjo que un compañero le robara su impermeable en ese primer año del liceo y según otra el terror que le causaban los exámenes⎯, aunque probablemente la de más peso sean las dificultades económicas de la familia. El abono del ferrocarril para ir de Colón a la ciudad donde estaba el liceo Vásquez Acevedo resultaba una carga y tal vez eso contribuyera a aquella deserción y a que los padres se resignaran a ella. (VARGAS LLOSA, Mario. El viaje a la ficción. El mundo de Juan Carlos Onetti. Editorial Alfaguara. Madrid, 2008. Pág. 39).
No debería sorprendernos que haya tantas versiones ⎯unas más disparatadas que otras⎯, o que el hecho mismo se hubiera ocultado. Tengamos en cuenta que el origen principal de estas explicaciones fue el propio Onetti, quien parece haberse divertido jugando a ser Orsini, o Brausen, o Baldi, o cualquiera de sus embusteros. Lo que se vuelve profundamente revelador es la forma en que tramitó consigo mismo y frente a los demás este episodio tan definitivo de su vida.
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Desde temprana edad, Onetti leyó de modo voraz e impenitente; así llegó a hacerse con una vastísima cultura. Fue un autodidacta. Con todo, entre los muchos autores que recorrió y que le entusiasmaron, ninguno marcó su literatura tan profunda y diversamente como lo hizo William Faulkner. Esta fue una deuda que siempre reconoció y a la cual tributó diversos homenajes a lo largo de su vida. En ocasión del fallecimiento del gran narrador norteamericano, ocurrido el 6 de julio de 1962, Onetti escribió un par de obituarios muy recordados. En uno de ellos afirma: "Era, literariamente, uno de los más grandes artistas del siglo"; enseguida añade que, en un futuro cercano, todo el mundo "estará de acuerdo con una simple perogrullada: la riqueza, el dominio del inglés de William Faulkner equivalen a lo que buscó y obtuvo William Shakespeare". (ONETTI, Juan Carlos. Réquiem por Faulkner (Padre y maestro mágico). En: Marcha, Montevideo, julio 13 de 1962). En el otro celebra su capacidad de consagrarse, más allá del ruido externo, de los conciliábulos y de la fama, a la ejecución de su obra: "Obtenía en la noche y la soledad, sólo para sí mismo, sus triunfos y sus fracasos. Sabía que lo que llamamos éxito no pasa de una vanidad amañada: amigos críticos, editores, modas". (ONETTI, Juan Carlos. William Faulkner. En: Acción, Montevideo, julio 15 de 1962).
Pero hay un recurso literario, un principio ficcional que Onetti heredaría del maestro norteamericano ⎯tal como le sucedió a García Márquez y a Juan Rulfo⎯ y que habría de ser cardinal en toda su obra: la fundación de un mundo mítico. Faulkner inventó el condado de Yoknapatawpha y allí instaló sus personajes. En este universo también cifró las claves de aquellos dramas vividos por el Sur de su país tras ser vencido en la Guerra de Secesión. Justo es decir que al mismo tiempo estaba creando una de las más profundas y bellas metáforas de la derrota humana que hayan sido escritas en la historia de la literatura. De dicho proceder narrativo descienden otras geografías míticas, como Macondo o Comala. Y en lo que toca a Juan Carlos Onetti, Santa María, en cuyo territorio discurre la mayor parte de sus cuentos y novelas. Aunque apareció por primera vez en el cuento titulado La casa de arena (1949), sería en la cuarta novela publicada por el maestro uruguayo, La vida breve (1950), donde se construiría de un modo ya más profuso esta ciudad imaginaria. Allí condensó las contingencias derivadas del ingreso a la modernidad, de la vida citadina y sus avatares de incomunicación, corrupción y desencanto. Si bien acogió un recurso ficcional de Faulkner, es claro que lo aplicó a una cosmovisión propia: sus insumos imaginarios y geográficos son otros. En tal sentido, el crítico Emir Rodríguez Monegal anotó: "Juan Carlos Onetti ha incrustado en la realidad del mundo rioplatense un territorio artístico que tiene coordenadas claras y se compone de fragmentos argentinos y uruguayos". (RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. Literatura uruguaya del medio siglo. Editorial Alfa. Montevideo, 1966. Pág. 258).
Esta característica, la de construir un escenario común para sus narraciones ⎯cuentos y novelas⎯, potencia a su vez la significación de ellas. El lector, aunque comprende a plenitud cada relato en las páginas que lo conforman, accede a una dimensión de mayor trascendencia si va de uno a otro. Esto equivale a decir que así, gracias a los vasos comunicantes que se establecen entre las historias, es posible ensanchar el conocimiento de los personajes y sus dramas, de sus relaciones y sus antecedentes, como en una saga. Una de las muchas ilustraciones de este hecho se evidencia en el cuento "Tan triste como ella" (1963). No se nos dice dónde suceden los hechos, ni conocemos los nombres de esta pareja, de estos protagonistas cuyo matrimonio se haya carcomido por las infidelidades y el tedio. Con esa contundencia que posee el maestro uruguayo para capturar estados del alma, nos cuenta: "Durante aquellas mañanas él no trataba, en realidad, de mirarla; se limitaba a mostrarle los ojos, como un mendigo casi desinteresado, sin fe, que exhibiera una llaga, un muñón". (ONETTI, Juan Carlos. "Tan triste como ella". En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 296). Muy de a poco ⎯tal como acostumbra en todos sus relatos⎯, Onetti nos va entregando más información; así llegamos a averiguar que este marido se había casado con ella sabiendo que esperaba un hijo de otro, un tal Mendel. Asistimos a la destrucción del jardín, único solaz de la mujer, por orden del esposo, quien avasalla de cemento lo que habría podido ser una fronda vegetal. Y escuchamos el llanto del niño como una señal recurrente que anticipa aquel fatídico desenlace, el mismo que da las claves para comprender ese inicio del cuento, entre vaporoso y onírico. Pero la identidad de los personajes nos viene dada por los vínculos narrativos que mencionábamos atrás. En un momento dado, como de paso, nos dice el narrador:
Aunque ella había nacido allí, en la casa vieja alejada del agua de las playas que había bautizado, con cualquier pretexto, el viejo Petrus. Había nacido, se había criado allí. Y cuando el mundo vino a buscarla, no lo comprendió del todo, protegida y engañada por los arbustos caprichosos y mal criados, por el misterio ⎯a luz y sombra⎯ de los viejos árboles torcidos e intactos, por el pasto inocente, alto, grosero. (Idem. Págs. 297, 298).
Al toparnos con esta información, nos damos cuenta de que ella es la hija de Jeremías Petrus, el dueño de aquella derruida fábrica de barcos en torno al cual gravita la historia de otra novela: El astillero (1961). Nos ubicamos claramente en Santa María, así que la mujer es Angélica Inés, la misma que desde niña ha vivido interna en la amurallada casa de su padre. Y esto nos permite captar más profundamente sus desgracias.
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No cabe ninguna duda sobre la autenticidad literaria de Onetti; de hecho, es uno de los narradores más originales de la lengua española. No obstante, su extraordinaria admiración por Faulkner lo llevó a hacer afirmaciones radicales, como ésta que leemos en un diálogo sostenido con el crítico Jorge Ruffinelli: "Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia". (RUFFINELLI, Jorge. Palabras en orden. Universidad Veracruzana. México, 1985 (1974). Pág. 108). Entramos, en realidad, al terreno de las influencias, al modo como un autor se relaciona con aquellos que le han antecedido en su arte. Todo escritor se instala en la tradición; es decir, dialoga, voluntaria o inconscientemente, con quienes siente una profunda empatía espiritual. Rodríguez Monegal señalaba dos presencias más, igualmente determinantes, en la narrativa del maestro uruguayo: Borges y Louis Ferdinand Céline. (Cfr. RODRÍGUEZ MONEGAL, Emir. Onetti o el descubrimiento de la ciudad. En: Revista Capítulo Oriental Nº 28. Montevideo, 1968). El primero le aportó ese vértigo imaginativo que se expresa construyendo una ficción dentro de otra ⎯y en el tránsito permanente que los personajes hacen a través de ellas⎯, al estilo de ese inolvidable relato borgeseano llamado "Tlön, Uqbar, Orbis Tertius" (1941). Con el segundo tenía Onetti afinidades de fondo en lo que respecta a la visión del mundo, el cual percibían, en su oscuro pesimismo, como algo irredimible y catastrófico; también, y muy especialmente, en su relación con el lenguaje. Vargas Llosa lo llama estilo crapuloso y nos regala una precisa y oportuna definición:
El de Onetti es un estilo que podríamos llamar crapuloso, pues parece la carta de presentación de un escritor que, frente a sus personajes y a sus lectores, se comporta como un crápula. Ni más ni menos. Las características más saltantes de este estilo son casi todas negativas. Lo frecuente es que el narrador narre insultando a los personajes ⎯llamándolos cretinos, bestias, animales, abortos, estúpidos, monos, hotentotes, etcétera⎯ y provoque al lector, utilizando con frecuencia metáforas e imágenes sucias, relacionadas con las formas más vulgares de lo humano, como la menstruación y el excremento. (VARGAS LLOSA, Mario. Op. cit. Pág. 116).
La eficacia expresiva con la cual logra el maestro uruguayo involucrarnos en su cosmovisión melancólica y sombría pasa por ese lenguaje en el cual, sin embargo, jamás se incurre en la procacidad. Sabemos, por otra parte, que muy tempranamente y de modo asiduo Onetti frecuentó las páginas de Céline, en especial las de aquella novela titulada Viaje al fin de la noche (1932). También le rindió tributo desde su trabajo periodístico. Pero hay todavía una influencia más que haría falta reseñar de su estilo y que no es posible circunscribir a un autor concreto; no obstante, es tan definitiva para su obra como las que se han planteado hasta aquí.
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Juan Carlos Onetti es un narrador que no se deja adivinar. Con él nos sucede lo mismo que ante esos conversadores ingeniosos e impredecibles que nos obligan a estar siempre atentos, pues van tejiendo, a lo largo del diálogo, una seguidilla de reparos, de considerables o menudas salvedades frente a cada afirmación que se les hace. Esto podría resultar fatigante ⎯incluso antipático⎯ si no fuera porque cada una de esas objeciones nos sorprende y, al mismo tiempo, nos irradia una comprensión nueva de las cosas. Onetti siempre nos entrega una manera distinta de mirar y un modo más profundo de decir. Y podemos constatar que dicho distintivo atraviesa los diferentes niveles de su escritura, lo que la inmuniza contra el lugar común. Si nos instalamos en el nivel de la prosa, por ejemplo, hallamos que sus frases son inusitadas ⎯desde sus adjetivaciones hasta su sintaxis⎯. Leamos esta ilustración, proveniente de ese extraordinario cuento que es "Esbjerg en la costa". Nos dice el narrador, refiriéndose al personaje llamado Montes, apenas habiendo comenzado el relato: "Me lo imagino pasándose los dientes por el bigote mientras pesa sus ganas de empujar el cuerpo campesino de la mujer, engordado en la ciudad y el ocio, y hacerlo caer en esa faja de agua, entre la piedra mojada y el hierro negro de los buques donde hay ruido de hervor y escasea el espacio para que uno pueda sostenerse a flote". (ONETTI, Juan Carlos. "Esbjerg en la costa". En: Cuentos completos. Op. cit. Pág. 155). Si nos detuviéramos en cualquier momento de la frase, nos resultaría imposible anticipar hacia donde nos conducirá su ritmo serpenteante en la palabra que sigue.
Este rasgo se replica si nos cambiamos de esfera. Una de las mayores obsesiones de Onetti es cómo entregar la información de la historia que está narrando. Y suele hacerlo con un severo cuentagotas. Esta disposición para contar es la característica más representativa de la novela policíaca, género por el cual tenía el maestro uruguayo especial debilidad. Si bien leyó a los autores mayores del relato negro ⎯Hammett y Chandler⎯, no discriminaba demasiado a la hora de pillar estas novelitas que devoraba con el apetito de un bebé glotón, las mismas que ya en sus años postreros le proporcionaba su esposa Dolly como si fueran golosinas. Cuando le pasaron el famoso cuestionario Proust, al que suelen recurrir los magazines literarios, respondió así a una de las preguntas:
⎯¿Su sueño de dicha?
⎯Whisky y una buena novela policial que todavía no he leído.
Aunque no practicó el género, a la hora de escribir sí incorporó muy deliberadamente el recurso del suspenso. Éste habría de ser determinante en la ejecución de sus mejores relatos; pero también repercutió de forma negativa en algunas de sus narraciones que, debido al exceso de información implicada, se oscurecieron hasta un punto innecesario, como sucede en "La cara de la desgracia" (1960). En el primer caso podríamos referir esa exquisita obra maestra del cuento titulada "Jacob y el otro". A través de la rotación del punto de vista ⎯otra de las técnicas en las que Onetti es un verdadero experto⎯, vamos conociendo los pormenores de la historia, del combate entre Jacob van Oppen y el turco Mario. La identidad de los contrincantes se nos revela mediante una dosificación de los datos ejercitada con la precisión de un relojero suizo. Sabemos desde el comienzo que hay un gigante malherido. ¿Qué ha pasado? Luego nos enteramos de que ambos luchadores poseen rasgos físicos parecidos. ¿Cuál de los gigantes está moribundo? Será necesario recorrer cada página de esta memorable narración para saciar la curiosidad que su autor ha sabido exacerbar en nosotros de principio a fin. Hay, por supuesto, muchas otras cosas inolvidables en este cuento ⎯como el príncipe Orsini, manager de Jacob, o Adriana, la novia del turco⎯; por eso, transcurridas tantas décadas, los lectores de hoy nos preguntamos por qué razón no le concedieron el primer premio en el concurso de cuento que organizó la revista Life, en 1960. Quizá por ese vicio que tenía Onetti de quedar segundo en todos los certámenes literarios a que se presentaba.
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Si bien es cierto que entre sus relatos hay unos mejor logrados que otros, todos desarrollan en profundidad esa mirada tan particular que el autor tenía sobre la vida y la literatura. No hay claudicación en ninguno de ellos ⎯ni ante modas, ni ante editores, ni ante el éxito⎯. La suya fue una búsqueda incesante en el fondo de su alma y una indagación permanente en su relación con el lenguaje. Alguna vez hizo, en tal sentido, esta declaración de principios: "Nunca me ha importado la crítica ni ha influido en mi obra. Creo que ésta es el producto de mí mismo, y aunque reconociera que el crítico tiene razón no podría cambiarla. Los errores, en este sentido, son como la cara que tengo. No se pueden cambiar". (ONETTI, Juan Carlos. "Una citas de Onetti". En: Cuadernos Hispanoamericanos Nº 292. Madrid, 1974. Pág. 27). De modo que en sus narraciones hallamos una y otra vez las obsesiones habituales, aunque desplegadas siempre en admirables y proteicos anecdotarios. En repetidas oportunidades habló Onetti sobre el origen de sus relatos, como en el caso del que habría de ser, probablemente, su cuento más impecable: "El infierno tan temido". A Jorge Ruffinelli y a Joaquín Soler Serrano les refirió, en momentos distantes, la génesis del mismo. Se trata de una historia sucedida realmente en Montevideo y que le fue contada al maestro uruguayo por su amigo Luis Batlle Berres, quien fue presidente de la República ⎯a él le dedicó "El astillero"⎯. Un empleado de la radio Ariel, casado con una actriz de radioteatro, abandonó a su esposa al enterarse de que ella le había sido infiel durante una gira. La mujer, en retaliación, le empezó a mandar fotografías obscenas en las que aparecía ella acostándose con amantes ocasionales. Para incrementar el martirio, envió las fotos a los amigos de su ex-marido. Hasta que llegaron también a su círculo familiar. Éste no pudo resistirlo y se suicidó.
Onetti pone al servicio de la insólita situación su extraordinaria pericia narrativa y, de modo estratégico, destaca en todo ello una dinámica de ambigüedad. Dota a sus personajes, por su puesto, de unas particularidades significativas. El hombre, llamado Risso, es un periodista que cubre la sección Carreras Hípicas⎯ en un periódico. Viudo y con una hija en edad escolar ha contraído nuevas nupcias con Gracia César, una joven actriz a quien dobla en edad. Nos cuenta la devoción con que ella se ha entregado a su esposo y a la hija de éste. Y, sobre todo, nos presenta la promesa de amor incondicional que él le ha hecho a su mujer, más allá de cualquier consideración. Por eso cuando Gracia César le confiesa una aventura sin importancia y Risso reacciona rompiendo el matrimonio, se granjea el odio más visceral que pueda ella ejercer. En esto se reproducen las coordenadas principales de la historia original, incluida la gradación de la represalia ⎯las fotografías son remitidas a instancias cada vez más entrañables en los afectos del protagonista⎯. Pero Onetti sabe la importancia de subrayar en esta historia los elementos más oscuros; así desborda las explicaciones simplistas y se adentra en la exploración de la crueldad. Porque si bien es cierto que hay aquí una venganza, también la mujer está llevando a cabo una inmolación. Sí, la mueve el odio; pero es innegable que ese hombre le importa hasta un grado supremo: algo muy parecido al amor. Por eso nos dice el narrador que Risso, al recibir la segunda foto, "midió su desproporción, se sintió indigno de tanto odio, de tanto amor, de tanta voluntad de hacer sufrir". (ONETTI, Juan Carlos. "El infierno tan temido". En: Cuento completos. Op. cit. Pág. 216).
En lo que respecta al marido, saltan igualmente a la vista sus contradicciones. De una actitud posesiva y condenatoria hacia Gracia César ⎯la misma que generó la separación⎯ se va moviendo de a poco; es decir, a medida que acumula fotografías. Con la cuarta de éstas, la cual llega a su casa y es interceptada por la abuela de su hija, el protagonista toma la decisión de buscar a su esposa e intentar el regreso. Ha ingresado a un estadio excepcional: "Volteado en su cama, Risso creyó que empezaba a comprender, que como una enfermedad, como un bienestar, la comprensión ocurría en él, liberada de la voluntad y la inteligencia". (Idem. Pág. 225). Desafortunadamente, las cosas no terminan ahí para el periodista. La parte final de esta historia nos la cuenta el viejo Lanza, un compañero del periódico a quien le había llegado una de las fotos previas. Por su testimonio sabemos que Gracia César envió una última fotografía a la niña, al Colegio de Hermanas donde estudiaba. Éste fue el puntillazo definitivo para Risso, quien toma entonces la opción del suicidio. Así se configura una dimensión intangible en este relato, un más allá que no puede ser explicado y que está en la base de su excelsitud, de su hondura para inquirir algo tan complejo como la crueldad. Al comentar los cuentos de Onetti, Rosario Hiriart afirmaba: "La fatalidad rige la vida de todos sus personajes, quienes parecen arrastrar siempre un cansancio atávico, mientras que la forzosa incomunicación en que viven les impide mezclarse con la vida". (HIRIART, Rosario. "Apuntes sobre los cuentos de Juan Carlos Onetti". En: Cuadernos Hispanoamericanos Nº 292. Op. cit. Pág. 309). Resulta a la vez curioso y revelador el rótulo escogido para este cuento, el cual proviene del célebre soneto anónimo que se titula "A Cristo crucificado", esa joya de la mística española: "No me mueve, mi Dios, para quererte / el cielo que me tienes prometido; / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por eso de ofenderte". También de este modo quiso el maestro uruguayo cifrar las claves del misterio que se oculta detrás de la maldad humana.
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Madrid, julio 1 de 2009, artículo enviado por el autor a AURORABOREAL en ocasión del centenario natalicio del narrador uruguayo Juan Carlos Onetti.
Leer los relatos de Onetti es recorrer una de las obras más inquietantes y exquisitas de la literatura escrita en español. Entre los años 60 y 80 del siglo pasado hubo una fuerte acogida crítica acompañando su producción narrativa. Dos momentos tuvieron particular notoriedad. El primero, a raíz de su exilio en España -cuando le fue dedicado un número especial de los Cuadernos Hispanoamericanos, en 1974-; y el otro en 1980, en ocasión de la entrega del Premio Cervantes de Literatura. Sin embargo, en lustros más recientes ha habido una especie de marea baja en su recepción. Pero este año han vuelto a florecer signos que muestran una renovación del interés editorial y crítico. Acaba de aparecer el tercer volumen de sus Obras Completas, editado por Galaxia Gutenberg-Círculo de Lectores, bajo el cuidado de Hortensia Capanella. Las celebraciones de su centenario han tenido gran acogida en las dos orillas del Atlántico y de la lengua. Mario Vargas Llosa ha lanzado un afectuoso libro sobre la obra de Onetti. Diversas publicaciones le han dedicado separatas y números monográficos, como la Revista Ínsula Nº 750 y la Revista Turia Nº 91, recién impresas en España. En fin, podemos decirle al lector, con toda certeza: adelante, el banquete está servido.
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- Por Alejandro José López Cáceres
Larsson, Äsa
Biografía.
Nació en Kiruna en 1966; actualmente vive en Mariefred. Estudió derecho en Uppsala y, al igual que su personaje Rebecka Martinsson, durante un tiempo ejerció como abogado tributario. En 2003 publicó Aurora Boreal (Seix Barral, 2009), por la que le concedieron el Premio de la Asociación de Escritores Suecos de Novela Negra a la Mejor Primera Novela y que fue llevada al cine. Es autora también de Det blodsom spillts (2004), que fue galardonada con el Premio a la Mejor Novela Negra Sueca, y Svart stig (2006). Ambas serán publicadas próximamente por Seix Barral. Sus libros han sido un éxito inmediato: han obtenido el elogio de la crítica y han sido publicados en dieciséis países.
• 2003: Solstorm; traducida al castellano como Aurora Boreal (Seix Barral, 2009).
• 2004: Det blod som spillts.
• 2006: Svart stig.
• 2008: Till dess din vrede upphör.
• 2009: Guds starka arm.
- Detalles
- Por AURORABOREAL
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E-mail:
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- Por AURORABOREAL
En el panorama del arte contemporáneo, la expresión pictórica se caracteriza por una intensa actividad a menudo reconocida en Europa y en el Mundo por su elevado nivel cualitativo. Como importante referencia en la actividad cultural internacional, Italia ha acogido la gestación de la producción de innumerables artistas, a menudo recompensados antes en otros territorios o contextos. El encuentro y el entrelazamiento entre orígenes y culturas distintos así como los elevados resultados profesionales atestiguan ampliamente la producción, más que el reconocimiento local, en las artes visuales.
Un típico ejemplo de dicha condición está representado por la obra y la persona de Fabio Amaya. Colombiano nacido en Bogotá en 1950, naturalizado italiano y felizmente integrado en la comunidad cultural de Milán y de Italia en general desde 1975, este artista ha sabido contribuir al patrimonio cultural italiano con la construcción de una obra que lleva 30 años recibiendo reconocimientos por parte de las principales instituciones europeas, norteamericanas y latinoamericanas.
Grabador pluripremiado activo taller milanés de Giorgio Upiglio, pintor reconocido en las bienales de Venecia, Seúl, Cracovia, Medellín, La Habana y Sidney -entre otras-, con los años Amaya ha desarrollado un talento polifacético obteniendo gran éxito en el ámbito cultural, literario, editorial y periodístico: asesor para el área literaria iberoamericana de las mayores editoriales italianas, crítico literario para l'Unità, Linea d'ombra y el Corriere della Sera, presentador de innumerables obras, autor en los mayores centros culturales y organizador de algunas exposiciones por cuenta del Ayuntamiento y la Diputación de Milán, Fabio Amaya también es profesor de Lingue e Letterature Ispano americane en la Universidad de Bérgamo.
Con su obra pictórica y gráfica Amaya presenta una producción que, desde 1980, año en que participó en la Biennale de Venecia, se ha consolidado como una entidad homogénea, a través de la ininterrumpida confrontación con temas de la principal tradición estética y poética. Según el crítico inglés Sean Funes, su producción más reciente se caracteriza del siguiente modo:
"El ser humano, su espacio en el mundo y el sentido de su viaje se encuentran en el centro de la búsqueda temática de Amaya, que halla en la soledad, en la existencia de las diversidades y en el diálogo con el otro algunas respuestas importantes. En sus telas, al igual que en sus dibujos de grande formato, grupos de individuos o figuras aisladas se mueven en espacios desconocidos, a veces opresivos, a veces vacíos, a veces tornasolados, revelando un movimiento perpetuo en un paisaje falto de coordenadas fijas. Un mundo fluctuante y lleno de incertidumbre envuelve a los personajes y espectadores, que se buscan el uno al otro entre vórtices de color sin conseguir reunirse
jamás. Cuanto más atestadas y movidas son las escenas, más violenta se muestra la soledad de los protagonistas. La en cendida policromía del espacio se unifica a la de los volúmenes, anulando toda línea y determinando la progresiva e inquietante disolución de las figuras en un fondo animado. Por último, los personajes parecen desintegrarse en remolinos de color. Sin embargo, en muchas imágenes la luz interviene para irradiar una atmósfera capaz de transformar tanta desesperación en encanto. Mientras la frontera entre las masas de los cuerpos y el ambiente que los rodea se debilita, los colores del mundo parecen iluminar los del alma con una joie de vivre y una energía que recrea la materia y el firmamento. La lucha por la vida supera el drama de la existencia, aunque para la misma naturaleza humana resulte extraña e incomprensible. La fuerza de la creación consigue imponerse por fin en un imponente campo de batalla".
Fabio Amaya
Colombiano naturalizado en Italia. Pintor y escritor nació en Bogotá en 1950. Es Master en Bellas Artes, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá y Doctor en Filosofía y Letras, Universidad de Bolonia y catedrático de Literaturas Iberoamericanas en la Universidad de Bergamo. Premio Nacional de Arte en Colombia 1971, ha recibido varios reconocimientos nacionales e internacionales (entre ellos Gran premio de Grabado, Bienal del retrato en Tuzla-Sarajevo, Yugoslavia). Ha realizado exposiciones individuales y participado en numerosas colectivas de nivel internacional (Bienales de Venecia, Medellín, La Habana, Cali, Sidney, Rijeka, Seúl etc.). Obras suyas se encuentran en numerosos museos y colecciones de Europa, Asia, USA y Latinoamérica. De 1990 es la exposición antológica personal Las voces del Silencio, Casa de las Américas, La Habana (Cuba). A partir de 1976 es asesor de las mayores casas editoriales italianas en el sector iberoamericano (Einaudi, Feltrinelli, Giunti, il Melangolo, Adelphi, Mondadori, etc.). Ha preparado la edición italiana de más de 45 autores latinoamericanos entre los que se destacan Gabriel García Márquez, Marvel Moreno, Álvaro Mutis, Pablo Armando Fernández, Elena Poniatowska, René Depestre, Rosario Castellanos, José Lezama Lima, Macedonio Fernández, José Emilio Pacheco. Actualmente para el editor Adelphi de Milán es uno de los tres Coordinadores del «Laboratorio Borges», que se ocupa de la edición italiana de la Obra completa de Jorge Luis Borges y Macedonio Fernández. Colaborador de periódicos y revistas literarias italianas y europeas (entre éstos Corriere della Sera, Linea d'Ombra) es co-director de Arcipelago -Rivista di Studi Letterari dell'Università di Bergamo. Ha publicado un centenar de artículos y ensayos en revistas europeas, norteamericanas y latinoamericanas y tiene a su activo ocho libros de crítica literaria, dos novelas inéditas, un libro de cuentos y tres poemarios. Actualmente, con el cineasta Sergio Salerni, está realizando esculturas de luz para Turín, Bergamo y Venecia.
La búsqueda de Amaya, que procede de una formación y un marco disciplinario humanístico, también se extiende a la confrontación y al diálogo con el saber científico y las transformaciones tecnológicas más recientes. Junto a los soportes tradicionales de papel y tela - sus preferidos en la labor pictórica - en la actualidad el artista está explorando la posibilidad de variar el ámbito perceptivo de los visitantes, en recorridos expositivos, a través de la proyección de espacios ambientales que recogen soluciones pictóricas técnicamente tradicionales, como figuraciones sobre tela, junto con realizaciones luminotécnicas digitales de avanzada tecnología y experimentación. Amaya se puede colocar en el rico filón de la figuración realista y expresionista inaugurado por Goya y Van Gogh en el siglo XIX y representado por Picasso, Munch, Nolde, Kirchner y Schille en la primera mitad del siglo XX y por De Kooning, Bacon, Kokoshka, Rufino Tamayo y Luis Caballero y en el periodo posterior a la segunda guerra mundial. Sin embargo, los resultados de su trabajo expresan, si se observan en conjunto, una poética que pone en relieve, por sus contenidos, la dramaturgia individual y colectiva del dolor y de la soledad y, por su forma, el diálogo en soporte bidimensional entre la figuración y la abstracción clásicas. Siguen tres breves fragmentos de textos críticos dedicados a su obra: " [...] Pintura dramática: hombres y mujeres se convierten en emblemas del dolor del mundo. Descomposición, desolación, desesperación. Y sin embargo el canto de esos desnudos no es nada monocorde. [...] Nostalgias, torturas, exilio, locura, enfermedades. Entre la imaginación y la sensibilidad irrumpe, con una furia antigua, la violencia. Para hallar un probable referente de Amaya, hay que remontar a la pintura del gran Ribera, Lo Spagnoletto, también él forastero en Italia; sobre todo por lo que se refiere a la posición de los cuerpos, a la dramaticidad de ciertos personajes, [...] y a la obsesiva indagación de los pormenores. Pintura introspectiva, también. El ojo de Amaya se desliza dentro de los personajes, no a su alrededor. Y deslizándose, los esculpe y los define. Una suerte de narración pictórica que sustituye la literaria. [...] Enfant prodige? Quizás. Aunque son muchísimos los enfants prodiges cuando, a posteriori, se trazan las biografías de artistas y escritores. Hasta 1987 se firma Rodríguez Amaya. Luego decide adoptar, para la pintura, solo el apellido materno. Como Picasso" (Sebastiano Grasso, Corriere della Sera, 15 de marzo de 1990).
"[...] La pintura de Amaya siempre resultará un desafío, una confrontación. Algo que nos pone a prueba con nosotros mismos, con nuestra imaginación y sensibilidad, con nues-
tro juicio y conocimiento. [...] En su obra, pintura y dibujo entablan un diálogo en el que la pintura se trueca en espejo, y lo que es real en el dibujo, experimenta una transformación, se hace críptico, fluctuante, transpuesto. Tal mutación le permite relacionar loque fuera experiencia artística personal, de hombre en soledad, con el hombre en sociedad. Dibujo y colores dan fe de la perfecta identificación del artista con su obra y con los contextos que la nutren, cuanto él expone nos hace sentir que es real y vivo y que de algún modo nos incluye. Poesía de la soledad, la suya, de una nueva y feliz coloración, de un actual y perenne movimiento que tiende a revelar los misterios de la continuidad." (Pablo Armando Fernández, Las voces del silencio, presentación del catálogo, antológica personal en Casa de las Américas, marzo de 1990).
"[...] Metalepsis -en la despiadada densidad, en su difundida distancia, en la velada ironía con la que se nos describen los rostros, las sombras, los acontecimientos- también es una consistente mise en scène manierista, donde excavar es un deber; iluminar una necesidad; deformar, cubrir, borrar, un virtuosismo. Una trágica mise en scène donde director y actor, dramaturgo y protagonista, personaje e intérprete se identifican y luchan el uno con el otro para describirse, revelarse, ocultarse. Que siempre ha sido la gran magia del arte" (Alfredo Antonaros, de la introducción al libro Metalepsis, agosto de 1987).
Amaya y los signos de lo irrevelable
Por Pablo Armando FERNÁNDEZ
Desde mi primer encuentro con la pintura de Amaya se me hicieron hondamente perceptibles sus vínculos con sentimientos e ideas expresados en la poesía. Rostros y cuerpos en su lacerante desnudez me revelaban algo percibido en mis años juveniles leyendo los versos de César Vallejo.
Súbitamente hallaba corporizados gestos, actitudes, expresiones que hasta entonces sólo alcanzaba incorporarlos a mi ser mediante las palabras. Helos ahí, me decía, hechos carne en el sufrimiento que asedia a hombres y mujeres en este vasto universo del dolor.
Sumido en la contemplación de aquellas piezas de Amaya, vistas por primera vez en láminas, sentía, como brotes que emanan de un pincel áureo, la revelación que me incorporaba a su sensibilidad, a su conocimiento y urgía en mi ser dar vida a ese reencuentro con forma y color en las voces del silencio.
Sí, si Amaya exponía sin recato alguno su alma ante los demás, sería bueno acompañarlo; decir a otros cuánto él sacudía en lo más entrañable de mi ser, que sin duda ellos compartirían. Difundir sentimientos que combaten el dolor; exponer, como él, la necesidad de hacer que desaparezca, pues nada degrada, llaga, estanca y extermina todo posible empeño de nobleza como el sufrimiento.
Tenerlo tan cerca me indujo, en aquel momento, a divulgar en un poema mi veneración por su obra en la que buscaba infatigablemente toda posible manifestación artística hasta sentirla adentrarse en las cordilleras, valles, cuencas, en un contrapunteo de charango y chirimía.
Amaya, en sus continuas búsquedas de los signos que configuran nuestra presencia en este plano terrenal, se aventura a internarnos en la vastedad de la expansión. Ahora, de su mano y mirada, penetramos los cursos que la Luz desde su difusión inicial irradia.
Se nos impone detenernos, fijar los ojos en distintos puntos de luz y sus colores entremezclados, como las huellas de quienes andamos en esos predios de lo infinito. Sorprende ver cómo el color crea las formas, cómo Luz y Sombra, ya comprometidas en la figuración de cuanto ha de representarlas, dar una imagen de lo que configuran, se entrelazan en gamas de imprevisibles designios.
Amaya agrupa los diversos matices que señalan la posible evaporación del polvo que conformamos. La dispersión en iridiscencia del color, y sus simultáneas agresiones entre sí, confunden. ¿Hacia dónde nos conduce Amaya? Henos aquí con él en pleno caos. ¿Anterior al Principio, tinieblas?
Todo color es átomo, célula de la Luz. Henos con él, inmersos en sus creaciones, y así contemplaremos cómo en el inicio la Luz creó los opuestos complementarios en pareja. En ese torbellino iridiscente aparecen el hombre y la mujer en rostros y cuerpos que surcan ¿aguas, cielos, vacío?
Amaya se impone sin descanso reafirmar en nosotros el curso poderoso de la Luz, su piel y sus entrañas, como fue figurando nuestros miembros, pies y manos integrándolos al cuerpo que patentiza su identidad en el rostro. Y así andamos en las nubes o hundidos en el fondo secreto de la tierra. La técnica empleada ha de ser colosal, pues cuanto logra acentuar lo es, en la mezcla a la que expone lo irisado y lo oscuro con maestría cabal. Sus repeticiones multiplican cuanto hemos de reconocer sujeto a evoluciones cíclicas transformadoras de toda materiaviva en crecimiento, que él sabiamente ordena en cada cuadro.
Sumergido en sus alturas, sigo el ascenso de Ícaro, en sus profundidades me instalo en Il dilettoso monte con Dante, contemplando a Beatriz absorta en vela por el reposo del amante dormido que la sueña, en su inabarcable infinito ensimismado, viendo y viviendo el prodigioso curso de la Luz y sus emanaciones.
Nuevamente me siento tentado a permanecer en silencio hasta que sus signos de lo irrevelable, sometidos a la Luz en el color, al sonido en el concierto de lo iridiscente y al Verbo en la palabra y su máxima revelación, no entreguen el misterio que en las telas de Amaya ejercen la voluntad de lo profético.
Amaya Vida en la mancha
Por Sean FUNES
Queen Gallery at Holyroodhouse
La experiencia pictórica de Fabio Amaya comienza a finales de los años sesenta y se consolida desde entonces -en un proceso lento pero constante- hasta la década de los noventa, presentando de vez en vez las etapas de un recorrido estético vasto y complejo. Sin embargo, es sólo en los últimos quince años que los resultados de dicha exploración se transforman en una obra abierta, dispuesta a encarar una visión crítica general y de conjunto. Dicha crítica permitiría identificar los rasgos más significativos de una obra que hoy aparece madura, además de reflexionar en torno a los rumbos y objetivos de un proyecto aún vigente y en pleno desarrollo.
La labor de Amaya se concentra en el examen de la condición humana y en su transposición por imágenes en clave neo-figurativa, dando vida a una propuesta original e innovadora. Innovadora en el plano compositivo y en la búsqueda de una confrontación entre las formas expresivas de origen abstracto o informal con aquellas de la figuración clásica. Innovadora, además, en la actuación de un recorrido que abandona la línea y atraviesa el campo para alcanzar la mancha, utilizando la luz antes del color y el color con una paleta insólita. Innovadora y original, en fin, al participar y aportar a un tema mayor como el de la condición humana, en el que muchos maestros del arte europeo han sabido mantener una tensión estética aún insuperada.
La presente reflexión se propone pasar en reseña tres aspectos de la obra de Amaya -uno compositivo, uno técnico y uno temático- para comprender cómo resulta posible mantener la coherencia expresiva de un proyecto estético unitario en un panorama artístico, como lo es el contemporáneo, caracterizado por incoherencia, discontinuidad y mutismo. Objetivo último es demostrar como la pintura pueda seguir manteniendo una posición central en el arte occidental, siempre y cuando de ella emerjan asuntos penetrantes y contribuya a desmontar las hagiografías de lo provisorio.
Hacia una neo-figuración
Reconocer instantáneamente las formas y las figuras en los lienzos de Amaya no es posible. La experiencia inmediata, de hecho, no permite focalizar una imagen inmóvil en la superficie pintada. Un meandro policromo ora voraginoso o nebuloso, ora multifacético o líquido, envuelve uno o varios cuerpos en movimiento, que comienzan a configurarse con extrema lentitud. Sólo después de una pausada observación, los desnudos alcanzan progresivamente una dimensión formal y se vuelven reconocibles.
¿Cómo es posible?
Las figuras no resaltan sobre el fondo porque un espacio en el cual resaltar no se ve, o no existe o no está vacío. Las formas danzan en un ámbito semipleno y animado, agolpado de manchas, alones, fragmentos, hacinado por otras masas y otras formas en movimiento que cancelan la posibilidad de reconocimiento de los cuerpos o, por lo menos, la obstaculizan.
De este modo aparecen personajes solitarios o en compañía, desdibujados por un vaho de niebla, celados por una selva intrincada, cancelados por turbiones de lluvia o trastocados por una tormenta de cristales. La solución compositiva que los determina y define esconde en realidad una hipótesis representativa del espacio decididamente innovadora en el ámbito de la pintura contemporánea.
Como el poeta y crítico español Carlos Bousoño ya ha observado, la distancia en que son perceptibles las figuraciones de Amaya se puede medir. Según las dimensiones, una obra vista muy de cerca se vuelve completamente abstracta mientras que, superada una cierta distancia, resulta sólo figurativa. La visión de las imágenes, por consiguiente, no depende sólo de un tiempo de reconocimiento, sino también de un espacio perceptivo. El contexto espacio-temporal de la representación resulta de este modo variable y transporta al espectador a un ámbito, a menudo definido onírico, en el que una figuración progresiva toma forma a partir de elementos identificables en la tradición expresionista abstracta. Vale la pena notar cómo las referencias de esta neo-figuración están más cerca de las propuestas norteamericanas de la inmediata posguerra en el cromatismo y el movimiento, mientras que evocan con mayor vigor la figuración expresionista europea y latinoamericana en el plano compositivo y en la concepción general de la imagen. El resultado, sin embargo, no es híbrido. Es una configuración coherente y formal que se sirve de los mayores aportes de la experiencia informal: el color animado, el movimiento visible, la materia emergente y la iluminación múltiple.
Claro, si el intento del artista consistiese sólo en combinar una figuración a partir de elementos informales, se trataría de un proyecto compositivo bastante simple, en el que líneas, superficies y masas contribuyen juntas a la distinción entre figura y fondo. Pero en la obra de Amaya la separación entre figura y fondo, fundamental para la identificación de todo volumen, ha sido eliminada.
El meandro policromo de una composición calibrada no admite una visión prospéctica ni ortogonal del espacio, que de todas maneras aparece profundo. En esta profundidad, a trechos hacinada y luminosa, los volúmenes emergen: parcial, lenta pero progresivamente visibles en la tela. Esta hipótesis figurativa, que elimina las coordenadas del espacio a favor de una profundidad indeterminada, no halla eco o cotejo en la experiencia pictórica contemporánea sea europea sea panamericana.
La alteración de la percepción espacio-temporal que deriva de ello es una propuesta sin duda inédita, novedosa e inesperada, en la que el espectador se halla en un mundo no diacrónico y no realista en el plano representativo pero del todo creíble, verosímil y posible en el plano compositivo.
De la línea al campo a la mancha
1989 es un año fundamental en la producción de Amaya. Por primera vez, en efecto, con las obras La caída o Pensando en Gabriella, todos los colores que componen la figura solitaria componen también el espacio que la circunda. El reconocimiento del volumen, en Pensando en Gabriella, está dado por la línea: una línea verde y rosada, con pinceladas dinámicas, cincela a tramos el límite sinuoso de una figura femenina danzante. El propósito es evidente: obtener una silueta policroma utilizando el verde para las líneas de sombra y los rasgos del rostro y el rosado para las claras y los volúmenes prominentes. La paleta, completada por el violeta, el ocre y el azul celeste en encendidos contrastes, determina un movimiento espacial continuo del individuo en el espacio o del espacio en torno al individuo.
En la obra La caída, en lugar del movimiento, el estatismo de un cuerpo inerte y probablemente colgado de los pies domina una escena nocturna, matérica y de delicada policromía. Los colores que determinan las líneas de los límites del área oscura o luminosa son tres: el ocre indica las zonas del rostro más claras, como la boca, el mentón o el perfil; el ultramarino que cubre todas las áreas de sombra como las caderas y el brazo derecho, y el naranja que permite reconocer las zonas intermedias como los flancos, los pómulos y las costillas. La rebuscada ausencia de contraste entre las pinceladas se enfatiza por la acumulación de mucha materia y por una paleta que suma verdes y naranjas oxidados. En la profundidad que circunda el cuerpo que pende es posible soslayar otra figura, bastante desenfocada, que repropone el color verde para la silueta general, el naranja para las zonas intermedias y el ultramarino para aquellas de sombra. Así como los colores utilizados para delinear el cuerpo desdibujado, resultan complementarios a los de la paleta del cuerpo en primer plano, igualmente complementaria es la disposición de las dos siluetas: la una en caída y nítida y la otra en ascenso y ofuscada: como si la condición de una se reflejase en la otra, volcada, sólo después de una larga observación. Las pinceladas y brochazos de Pensando en Gabriella aquí se vuelven más abiertos y dilatados como para acoger cualquier tipo de volumen. En realidad, la línea es todavía visible, pero el estatismo de la imagen permite una apertura hacia las masas. Esta solución, acompañada por una paleta oscura y en extremo delicada en la composición, aparece también en la serie de los Narcisos y los Ícaros, pero pronto cede el paso a una nueva modalidad expresiva.
En la obra de 1992 Toda teñida de su propio polvo color rojo -mejor conocida como El gran rojo- la línea comienza a desintegrarse. Una figura femenina en una postura dulcemente dinámica parece envuelta por los mismos colores que la determinan. Se trata de tintas mayormente contrastantes, pero todas adherentes a una semántica unitaria: rojo oscuro y fuego claro, violeta, rosado y verde pálido. El cuerpo se constituye a partir de la asociación de campos cromáticos y brota gracias al uso intermitente del rojo oscuro. En diferentes zonas de la figura -el hombro, el brazo y el antebrazo derechos, el hombro, el entero brazo y parte del antebrazo como también la cadera izquierdos- la línea desaparece y un campo multifacético se apodera de la imagen. El cuerpo empieza a encontrarse a mitad de camino entre lo que se puede figurar y lo abstracto, entre la percepción y la imaginación, entre la memoria y la idea. Aunque aparezca del todo visible, su posición se vuelve incierta entre el más acá y el más allá de la tela. Sin embargo, una sola tinta, como para La caída o Pensando en Gabriella, sigue definiendo los límites de la sombra del volumen. Esta solución, en armonías cromáticas más variadas, aparece también en Nacimiento (1991), Transmigración del alma-Metempsicosis (1992) y el tríptico Enigma de la Esfinge (1994), en los que los tonos de sombra elegidos son respectivamente el violeta, el cobalto y el verde. El caso de este último resulta particularmente relevante, porque la paleta previamente elegida tiende a reproducir el enlucido blanco de un muro iluminado por una luz oblicua que pone en resalto las imperfecciones de la superficie, como para negar la realidad subyacente de la tela y en favor de un efecto hiperplástico.
La experiencia con el blanco determina el abandono definitivo de la línea a favor del campo como unidad cromática de composición de la masa. Las soluciones policromas y sólidamente calibradas del período 1998-2000 proponen un nuevo tipo de volumen que se solidifica como un bajorrelieve de una lámina metálica. En Éxtasis (1999), por ejemplo -procedente de la serie Narciso en sueño y Despertar (los dos de 2000)- el movimiento de un cuerpo se delinea a través de una paleta clásica de cinco tintas complementarias según una modalidad estrictamente anticlásica. A diferencia del período lineal, en el que la policromía separa declaradamente tonos oscuros y luminosos, con la realización de campos cada color puede definir una parte de volumen en luz o en sombra. El mismo azul en efecto aparece como color de luz en el hombro derecho y de sombra en el muslo izquierdo. El rojo, que ilumina el antebrazo derecho, oscurece la cabellera y compone áreas de diferentes profundidades en torno a la figura. El efecto en el plano del reconocimiento de la composición es insólito: gracias a los campos se sintetiza parcial, pero nunca definitivamente, un volumen alrededor de un espacio visible pero no delimitable. La separación tradicional figura-fondo ha sido eliminada. Mas su composición informal permanece aún estática.
Para indagar sobre este problema, Amaya realiza una serie de estudios -que constituyen una parte del grupo temático dantesco- con el fin de obtener el control de la paleta. ¿Hasta qué punto es posible reconocer un volumen? ¿Cuál es el límite de la disonancia policroma? ¿Los colores puros pueden convivir en una misma superficie? ¿Cuál es el máximo contraste luminoso? En Abandono celeste (2003), el pintor interviene, en la zona superior de los campos de la tela, yuxtaponiendo un grupo celeste disgregante. El efecto es de un contraste tal que obliga a delimitar visiblemente la zona inferior, más profunda, tanto por la ubicación del cuerpo yaciente como por el conjunto cromático. En «Or discendiam qua nel cieco mondo» (2002) una auténtica cascada rojo salmón se apodera del espacio pictórico, dejando que emerja, sólo a trechos, la composición de las figuras. Pero es en «Elle giacean per terra tutte quante» (2003) donde la paleta produce un efecto inesperado. La asociación de colores originalmente puros (primarios y secundarios) crea un ambiente de elevadísimo contraste en el que una lluvia infernal envuelve, atrapa y aplasta en el suelo un grupo de figuras. En esta atmósfera extrema los campos adquieren movimiento y cesan de existir como elementos de configuración estática. Resulta imposible realizar una imagen similar sin recurrir a un elemento cromático de composición dinámica que sustituya el campo: la mancha.
Con la introducción del movimiento, Amaya empalma definitivamente el gesto pictórico con el objetivo que se propone, transformando los campos en manchas, unidades compositivas híbridas que muestran el signo de la acción pictórica, delimitan volúmenes y amplifican el espacio. Del campo se llega a la mancha y de ésta a una selva compositiva libre, en la que sólo el color mantiene una constante. En Tríptico de la tempestad (2004) caracterizado por una recreación insistente de la paleta en torno al azul turquí, una floresta de movimientos, vibrato, ritmos, vórtices o tempestades sugiere la creación de nuevos personajes. La excursión alrededor del turquí del Tríptico... explora el pasaje del tierra de siena al rojo, al verde, como para identificar tres estadios de un mismo ambiente. En el primero, en particular, las manchas vibrate se transforman progresivamente en masas -de este modo se delinea el mentón- o se generan a través de aparentes cancelaciones. En este tríptico, de todas maneras, la expresión informal toma la ventaja sólo al inicio, porque la enérgica presencia de los rostros produce un progresivo reconocimiento de las figuras de arriba hacia abajo, deliberadamente perpendiculares a la transformación de la paleta por las substituciones horizontales.
Aún más dinámica es la generación de una vorágine prospéctica de la cual emerge, con una lenta torsión hacia abajo, una criatura, quizás naciente, en la obra Del maíz (primavera 2004). El azul turquí aparece calibrado en dos direcciones hacia el rojo y hacia el ocre. La masa configurada de este modo gracias a la paleta adquiere una luz que parece provenir desde adentro, y no desde atrás o desde lo alto. La animación de las manchas indica auténtica energía interior ya no limitada por los bordes ortogonales de la tela, sino que espontáneamente emana del centro. Hay vida en la mancha, en esta selva salvaje de tintas y libertad donde, con el mayor rigor de la expresión figurativa y la fuerza del gesto informal, se manifiesta una nueva evolución de la modalidad pictórica. De la línea al campo y del campo a la mancha. Y hay vida en estas manchas que revelan una figuración mayúscula y diferente, testigo de un ailleurs del todo imposible pero igualmente imaginable aquí y ahora.
Estética del sufrimiento
La complejidad del proceso pictórico hasta ahora delineado expresa la existencia de una poética profunda y constante que ha madurado con el tiempo alrededor del tema de la condición humana. A partir de una confrontación directa y constante con toda la tradición pictórica europea y la latinoamericana de la posguerra sobre este argumento, la producción de Amaya se construye de modo autónomo confrontándose con la perdurabilidad de las soluciones y con la longevidad de los contenidos. Se trata, ciertamente, de un reto oneroso, que sin embargo logra contribuir con consistencia visible al m ás vasto proceso evolutivo de la pintura contemporánea. Se reconocen en este proyecto las señales de superación de una paresia creativa que parece abatirse sobre el contexto europeo, desde hace al menos dos décadas, prisionero de un desierto de contenidos y reducido a ser periferia de sí mismo. Amaya atraviesa la desolación de este escenario con una visión diferente. La tensión de su recorrido se orienta ininterrumpidamente hacia una estética unitaria, no provisional y no fragmentaria. Una estética no simplificada y no fenomenológica, sino compleja y substancial.
De esta pintura nace una participación emotiva y corpórea en la realidad, que propone una dimensión existencial dramática pero igualmente ligada a la experiencia de la vida. Con vida se entiende aquí la concreta y plena adhesión -exenta de cualquier enajenamiento anoréxico fragmentario- a la estructura de la realidad de quien la puebla. Si asumir la condición del hombre contemporáneo conduce fácilmente al tema de la soledad y del aislamiento, no es automático que de éste derive un distanciamiento, un abandono o la renuncia a una instancia representativa de la complejidad.
Como muchos artistas del siglo XX, también Amaya capta y denuncia el irreversible distanciamiento entre realidad y aspiración percibiendo en el ánimo un deseo ilimitado y perpetuo, constreñido, sin embargo, por una dimensión real discontinua. Aprehender el sentido secreto de esta realidad y transformarlo en un conjunto de imágenes comprensibles se vuelve el objetivo primario de una búsqueda estética que en los últimos quince años ha consolidado un lenguaje original, desarrollando en modo único e innovador un tema asaz clásico en la modalidad de la figura aislada o de la composición de cuerpos desnudos. El desnudo, de resto, recoge y refleja la esencia del individuo como metáfora de un mundo y se presta idealmente a cualquier evocación simbólica, en particular a la idea del cuerpo como espejo y miniatura de todo un cosmos.
Amaya se confronta directamente con algunos maestros de la pintura moderna y contemporánea distorsionando o eliminando los formalismos, pero respetando regularmente los contenidos y las metáforas. A diferencia de las citaciones, que aparecen de forma episódica y transversal en muchos ejemplos de la pintura contemporánea, la confrontación temática frontal confiere aquí a muchas obras un carácter afirmativo, aunque siempre saturado de compromiso.
La amplia poética de Amaya, ya conocida -a partir de la publicación en 1987 del libro de aguafuertes μεταληψις- como «dramaturgia del dolor», se puede definir como profunda exploración a través de seis grandes temas, que confrontan la experiencia humana con diferentes condiciones: el espacio danzante, el reflejo de sí, la multitud, el viaje dantesco, la escansión del tiempo y la transformación. A éstos corresponden otros tantos grupos de telas, que proponen aspectos entre ellos coherentes de un discurso estético reticular y reconocible por núcleos. El primer tema, del movimiento vital de cuerpos en el espacio, se convierte en Amaya en el de los espacios en torno a la figura. La danza se entiende entonces como un evento ante todo interior y, sólo después, de relación con el mundo. En tres pinturas esta propuesta aparece con evidencia: en Pensando en Gabriella un vórtice de microfragmentos policromos filiformes envuelve una figura visiblemente concentrada en un instante de su propio movimiento. ¿Es el espacio que danza o es la bailarina que gira en una nube? Ambas cosas. La mujer aparece, sólida, en un momento dilatado que confiere eternidad al instante. La nube que la confunde en una policromía filiforme parece en cambio desenrollarse a lo largo de una perenne recurrencia sincrónica y a modo de espiral.
El movimiento propuesto por El gran rojo, en cambio, propone una confrontación menos fuerte entre llenos y vacíos, para determinar una auténtica rarefacción del espacio. Secciones de varias instantáneas de una figura se confunden aquí con aquellas que agolpan los límites del movimiento y sus dimensiones. La fluidez envolvente es sustituida por un gesto más ritmado y repetido, orientado a indicar la dificultad de esta posición. También aquí, como para la obra sucesiva, la danza es interior y solitaria, pero el ejemplo de Éxtasis agrega una ulterior relación. La bailarina se abandona en una danza con el espacio mismo, esfumándose literalmente en el movimiento de ambos. El bailarín inmaterial de esta pareja no conduce o se deja llevar en la danza, pero corresponde a cada gesto y paso configurando una coreografía unitaria y totalmente dual.
El segundo tema enfrenta una cuestión fantasma subyacente al autorretrato, a menudo protagonista en la pintura italiana y española: el reflejo de sí. Los dos narcisos realizados a casi once años de distancia el uno del otro, constituyen un tema central para Amaya, ofreciendo diferentes pautas para la reflexión. El primer narciso, encuadrado de espaldas, ofrece al espectador sólo el reflejo de su rostro; el vigor de un cuerpo joven y acuclillado que se escruta a sí mismo en la superficie de un espejo contrasta con la faz dudosa e incierta de quien no logra reconocerse. Las modalidades y los cromatismos de esta imagen, que evoca la organización del espacio siguiendo las modalidades de Velázquez, tienden a acentuar tal diferencia: el anverso, que aparece en primer plano, está iluminado con pinceladas amarillas y ocres y sombreado por tonos marrones, grises y azulosos. El frente, que aparece como reflejo del fondo, está en cambio determinado por zonas de sombra de la frente, de los ojos y del cabello. El reflejo, se descubre luego, no es simétrico. Al hombro izquierdo, curvado y sostenido por el brazo tenso, no corresponde su elemento especular, sino el hombro izquierdo real de la figura de enfrente. Igual sucede con el brazo y el muslo. El espejo pues no restituye un reflejo, sino otro, invertido y tal vez irreconocible. Narciso se busca y no se reconoce, perdido en una imposible búsqueda de sí mismo.
El modelo de Narciso presentado en la segunda pintura señala una sorprendente superación del tema. Como un eco de la lección asimilada de Caravaggio, también aquí un joven aparece acuclillado, pero esta vez con la cabeza inclinada y orientada hacia una zona subyacente y fuera del cuadro.
El espejo de agua del mito, que en la primera pintura era un umbral vertical, aquí ha desaparecido. ¿Dónde está la imagen reflejada? La composición ha sido patentemente vaciada de la profundidad de los campos que diluyen los contrastes vistosos del cuerpo atlético del joven en una policromía nebulosa e indeterminada. La figura, más bien, parece desvanecerse en la dirección de su mirada. Pero, si se observa mejor, Narciso no mira, porque tiene los ojos cerrados. Es un Narciso «en sueño», como indica el título, soñante y alelado, incluso cerca del umbral de la muerte. Narciso, de la voz originaria ναρχη, significa precisamente alelado, crispado, literalmente narcotizado, o sea «en sueño».
Por tal motivo, la flor del narciso, llamada soporífera, acompaña los ritos fúnebres de la antigüedad. En el mito, Narciso es transformado en la flor homónima y encuentra la muerte, por haberse enamorado de su propio reflejo, o sea, por no haber sabido salir de sí y amar a otra criatura. En el cuadro, como en el mito, al reconocerse en el reflejo de sí mismo y no en la búsqueda de otro, su vida pierde sentido.
El tercer tema de la poética de Amaya se puede encontrar en la multitud, entendida como extensión y multiplicación del estado de soledad. Dos obras en particular consideran la multitud al poblarse de personajes: Paraíso del infierno y No todo es vigilia la de los ojos abiertos. En Paraíso... un número de personajes colma en diversos planos una escena nocturna. A la izquierda, un cuerpo masculino marcadamente miguelangelesco parece darse vuelta hacia atrás y hacia el centro compositivo de la obra. A la derecha, lo complementa y corresponde un abrazo entre un hombre y una mujer, esta última abandonada y sostenida por los brazos de él que parece levantarla. Los dos núcleos que equilibran simétricamente la composición, se encuentran casi en el mismo plano, pero no comunican entre ellos. Están juntos sin pertenecer al mismo espacio. Del área central y profunda de la pintura emergen figuras aisladas que tienden a acentuar este efecto: el rostro y el torso de una figura masculina que intenta levantarse del suelo; otro hombre acurrucado y aparentemente comprimido por el escenario mismo; un tercer individuo, que se debate en esta oscuridad policroma. Es una multitud de soledades, que no pueden compartir la misma realidad, pues ésta no es legible de manera uniforme para todos. Cada personaje parece participar del propio incomunicable dolor, expresado al unísono también por la pareja que se abraza. Pero no emerge una visión coral, o de común participación. El título mismo, que alude a una posición antitética y difícilmente admisible, empuja al individuo a un equilibrio perenne entre dos mundos o condiciones extremas.
Realizado siete años después de Paraíso..., el segundo cuadro presenta esta visión dándole substancia con una afirmación precisa: No todo es vigilia la de los ojos abiertos. La imagen presenta de súbito una paradoja, porque también en este caso ninguno de los personajes de la pintura tiene los ojos abiertos. ¿Qué significa entonces este título?
Se trata de un ensayo publicado en 1928 por el maestro de Borges, el filósofo y poeta argentino Macedonio Fernández, que propone una reconstrucción de la realidad a partir de estados perceptivos progresivos: la visión racional, la visión onírica y la visión mística. La alternancia de estos estados, guiados por la pasión entendida como participación en la vida, conduce, según Macedonio, a la contemplación de la eternidad. Amaya parece interpretar este pensamiento anulando las referencias espacio-temporales que vinculan la mirada a la visión racional. ¿Dónde se encuentran los personajes de la pintura? El primero, a la izquierda, propone exactamente el escorzo de Paraíso..., si bien aquí la composición por campos tirando a manchas vuelve mucho más evidente la disolución de la masa corpórea en el ambiente.
El cuerpo, por otra parte, ya no parece retroceder, sino dirigirse hacia adentro con una torsión rotatoria. El resto de la composición mantiene el mismo esquema: otras dos figuras, una masculina y una femenina, provienen de la extremidad del cuadro y parecen dejarse aspirar hacia el centro. El resultado es un movimiento espiraliforme, orientado hacia el centro, que conduce tres personajes autónomos a una misma disolución.
Tal estado de visión onírica presenta entonces una realidad diferente de aquella de la simple vigilia racional y mucho más rica y compleja. Una sola multitud se desliza ciegamente hacia lo indeterminado, en un movimiento en espiral al que parece destinada, solitaria y diversa cada una por origen y movimiento, mas no por destinación.
El cuarto tema del recorrido poético de Amaya es el del viaje dantesco, como aparece en un conjunto de obras dedicadas a la obra del supremo poeta italiano. En 2000 «Piovean di fuoco dilatate falde», inaugura el primero de una serie inspirada en el poema infernal, expresamente descrito por el verso XVI:30 del Inferno. El texto describe el escenario de una vasta y silenciosa lluvia de fuego que cae en colas dilatadas como la nieve sin viento en un desierto habitado por grupos de blasfemos usureros y sodomitas. La recreación pictórica presenta la ambivalencia humana y bestial de los condenados, de los rostros distorsionados en máscaras goyescas o ausentes y envueltos por el fulgor naranja de nubes incendiadas.
A partir de este cuadro, Amaya emprende un auténtico viaje por los territorios infernales, que lo lleva a realizar en 2002 otras dos obras. La primera «Ma quell'anime che eran lasse e nude» propone a partir del verso III:100 el primer impacto con las almas miserables y desnudas de los condenados, que se aprestan a superar el umbral de la antesala del infierno y «Or discendiam qua nel cieco mondo», en el que aparece, en IV:13, una visión de la ciega e inmensa profundidad del cono que desciende hacia el infierno. El mundo «ciego» de Amaya es un mundo privado de la luz del pensamiento y por lo tanto demente: he aquí entonces que la profundidad infernal asume la policromía vivida y contrastada por una realidad violenta visible para todos en su absurda ceguera. En 2003 el autor retoma el tema con «Elle giacean per terra tutte quante» - Inferno VI:37 - en el que una lluvia grave, rumorosa y constante aplasta contra el suelo sombras faltas de una real consistencia corpórea. En el lienzo una tempestad de colores puros se abate sobra una figura semi-supina y parece hacer precipitar con movimiento fluctuante otras dos aparentemente despojadas de masa. Aún más contrastada que en la obra precedente, la luminosidad de la escena añade violencia y dureza al impacto de la condición de los condenados. Se percibe un infierno existencial, dominado por una mancha líquida y petrificada al mismo tiempo, vital en la eterna violencia que comunica una selva animada.
Completa hasta hoy la serie Abandono celeste, dedicado al tránsito hacia el Purgatorio, que indica el desarrollo ulterior orientado hacia otros cantos dantescos: aquí dos figuras parecen corresponder a dos mundos y contextos separados por un límite marcado por un horizonte lineal. Se trata del despertar de Dante del infierno y de su ingreso en el purgatorio a través del rostro de la guía femenina del paraíso, Beatriz, delicadamente abandonada y casi melancólica en una esfera también cromáticamente celeste. El evidente tratamiento de la paleta, la diversidad prospéctica de los cuerpos y el umbral horizontal subrayan, en fin, una diversidad esencial, como aquella entre vigilia lúcida y onírica, o entre tierra y cielo, o incluso entre masculino y femenino, pero sugieren también el deseo de superación y de fusión entre mundos y dimensiones lejanas y diferentes.
El quinto tema encara el problema de la narración en el espacio, o sea la definición temporal de una serie de imágenes. A la base de la composición de casi todos los trípticos pictóricos, se verifica en Amaya la presentación de individuos solos antes, durante y después de un evento. Como en tres fotogramas de un único movimiento, la figura resulta siempre transformada en su estado a partir de veloces cambios en la posición, el cromatismo o la composición. El efecto general de mutación de una figura a otra es siempre muy superior a las señales que lo evidencian, precisamente porque el flujo de la temporalidad interrumpe e inmoviliza la visión pictórica.
Esta hipótesis halla su origen en 1989 con el tríptico Tres modos de malentender y reaparece en 1994 con Enigma de la Esfinge, en el que tres rostros femeninos interpretan otras tantas estaciones de la vida. En 2001 el tema se retoma y el pintor lo elabora en forma madura con la obra Tríptico del fuego. El primer plano de una figura femenina despunta a la izquierda de una compleja composición de manchas. Su mirada se dirige más allá de la pintura, en una tensión motivada por un ailleurs. El mismo personaje reaparece en seguida con los ojos cerrados y la cabeza inclinada, como quien comprime en una torsión definitiva la mirada precedente. Le responde, como en contrapunteo, a una nueva presencia sobre el lado derecho, visible en un plano diferente y presente en el espacio hasta el torso, que parece reproducir la tensión emotiva de la primera escena.
El tercer cuadro cancela definitivamente la figura protagonista, sustituyéndola con la del fondo del primero que aparece en la misma posición pero con un escorzo diferente. ¿Qué ha pasado? Un evento perceptivo, señalado por la visión de la primera figura, lo repite aparentemente la segunda. En realidad el suceso es irrepetible, así como insustituible lo es el individuo. La repetición de un gesto, un rostro, una mirada, no produce sincronía, sino ciclos insertados en una estructura temporal irreversible y diacrónica. La última escena no es la primera, porque quien la interpreta es otro. Nace la hipótesis de que el tiempo, por más que sea cíclico y compuesto por eventos repetibles, contenga, de todas maneras, una dimensión diacrónica que vuelve irrepetibles los individuos e irreversibles los acontecimientos.
El Tríptico de la tempestad desarrolla en 2004 esta visión, volviendo a proponer la estructura compositiva del Tríptico de la selva e incluso la de Tres modos de malentender, estos últimos trípticos en pintura y dibujo de grandes dimensiones, los dos de 1989. En ellos, la misma figura aparece en tres escorzos -de tres cuartos, frontal y de nuevo de tres cuartos especular al primero-, en una tensión de todo el cuerpo dirigida hacia lo alto.
La versión de La tempestad respeta esta composición, pero la secuencia temporal narra un suceso completamente diverso. Una serie de manchas de impronta informal o figurativa que evocan el gesto de Tápies, el trazo de Tamayo o la policromía de Obregón, determina tres órdenes de movimientos horizontales; esta fluctuación la anima una paleta circular que gira entorno al turquí, compuesta por azul cobalto, rojo cadmio oscuro, verde veronés y calibrada por una compacta transición ocre-tierra de siena. El escenario, literalmente tempestuoso, se sostiene con la sola configuración abstracta de los tres movimientos independientes entre sí. No obstante, en la parte superior de cada uno de las tres núcleos policromos se delinean los rostros de una figura que cambia junto con el propio espacio. La fusión entre masa y mancha es tal que logra desacelerar la emersión óptica de los cuerpos al punto de llevarlos a una lenta suspensión e indeterminación, casi a tener que preguntarse si un cuerpo pueda realmente habitar un espacio. Un individuo, lúcidamente consciente del repentino e inevitable cambio de escenario, no lo combate ni lo resiente: se compenetra con la tempestad, confrontándose valerosamente con un horizonte de eventos que circundan el abismo.
El sexto tema aborda la naturaleza de la existencia humana, entendida en sus orígenes como irreversible caída en el mundo, para evolucionar hacia un equilibrio entre estados opuestos y llegar a la idea de transformación y pasaje hacia la vida.
La primera obra que marca un abierto inicio de esta temática en 1989 es, una vez más, La caída, con el personaje femenino suspendido boca abajo. Su contrario, desenfocado y apenas perceptible, tiende los brazos hacia lo alto, como para ratificar el deseo que opone y combate un estado de encarcelamiento existencial. La idea de caída en realidad tiene un comienzo ya en 1987, con la interpretación del mito de Ícaro elaborada en una serie de dibujos de gran formato, en los que una figura masculina falta de alas se precipita velozmente hacia un abismo aparentemente sin límite y con una aceleración a guisa de parábola. Si en La caída este principio se aplica a la condición del individuo condenado a una suspensión volcada hacia abajo, con el tiempo el pintor retoma y reinterpreta la figura de Ícaro en un contexto más amplio. De 2004 es, precisamente, la versión de Ícaro entre esfinges, donde un Ícaro en una visión frontal se coloca entre dos rostros simétricos. La especularidad de esta composición resulta inmediata: un desnudo masculino orientado hacia abajo se opone, por dirección y naturaleza, a dos rostros femeninos, opuestos también en la luz diurna y nocturna que emiten. La caída es aquí el descenso de un cuerpo tenso, materialmente masculino, que no puede comunicar con su esfera opuesta, a-corpórea, inmaterial y femenina. En el lienzo Abandono celeste, dos mundos tampoco se encuentran, resultando literalmente separados por un umbral. Aquí, en cambio, aparecen totalmente compenetrados. Ícaro que se precipita desde lo más alto de su soberbia, atraviesa sin verla la eternidad sidérea contemplada por las esfinges, inmóviles e inconocibles en una perenne alternancia de lo diurno y lo nocturno. El tema, sin embargo, está destinado a evolucionar todavía, creciendo de nuevo sobre la propuesta poética de La caída y desarrollando ulteriormente la idea de transformación inaugurada en 1992 con Metempsicosis y más de una vez indicada como elemento fundacional de la experiencia humana. La obra más reciente de esta producción, Del Maíz, presenta un personaje que no cae, sino que brota de un origen distante y desconocido. No se eleva, transmigrando hacia otra dimensión y tampoco se precipita. Su movimiento, lentamente rotatorio, crea un efecto de emanación desde la profundidad, desde las vísceras hacia el exterior, como si se tratara de un nacimiento. Es un cuerpo desnudo que no permanece suspendido o colgado sino que llega al mundo a través de un proceso de salida, de laboriosa transformación de un estado a otro. La expresión del Maíz hace referencia al título de una novela del Nobel guatemalteco Miguel Ángel Asturias, Hombres de maíz, que a la vez repropone un mito maya de la creación del hombre, plasmado por los dioses con masa de maíz. En esta significativa cosmovisión el hombre americano llega al mundo como resultado de una lenta y laboriosa combinación de naturaleza y esfuerzo que termina en una forma reconocible, animada y de color amarillo oro. De un amarillo que sólo un artista americano puede haber interiorizado, junto a una paleta abigarrada que, lenta pero inexorablemente, abandona o se distancia del cromatismo europeo.
Así es el nacimiento, parece sugerir Amaya, que sintetiza en un evento la dificultad y, al mismo tiempo, las infinitas posibilidades de transformación que ofrece la condición humana.
Hilando estos temas -el espacio danzante, el reflejo de sí, la multitud, el viaje dantesco, la escansión del tiempo y la transformación- se puede fijar una trama reticular común; estos elementos arman los nudos de una estética del sufrimiento, que emplaza, a su vez, una visión dramática pero valerosa de la existencia humana. Los protagonistas de esta realidad aparecen constreñidos al perpetuo tormento espiritual de la travesía de lo insuperable. A veces son espíritus que atraviesan el infierno azotados por una tempestad de fragmentos, o se trata de cuerpos débilmente fluctuantes en ambientes enrarecidos, o más aún, figuras que se destacan, a trechos, vibrando entre las frondas.
Estos cuerpos, entre las manchas en perpetua tensión y transformación, se debaten entre periodos de constricción e instantes de libertad, desplegando la energía de una gran desesperación. Es una estética del dolor como experiencia ineluctable, que destruye y vuelve a crear al ser humano, regenerando, de vez en vez, la vida. Se advierte un renacimiento tan intenso que es capaz de ignorar el límite natural impuesto por el tiempo y el espacio. Pero a la vez tan enérgico que es diestro en animar esa mancha salvaje que protege entre las sombras a los vivos en quietud o los redime, en la luz, durante la tempestad. Porque si se observa la obra de Amaya con atención, ella demuestra que hay realmente vida en la mancha.
Para leer la continuación del texto del Dr. Sean Funes sobre la obra del pintor Fabio Amaya en la Revista de Cultura # 70 Aguhla [Agosto/Setembro/Outubro de 2009] Brasil, haga "click" acá. Feliz lectura.
Foto del pintor y escritor Fabio Amaya.Foto Henry Gualoto ©
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San Francisco de Asís y los motivos del lobo
Por Jineth Ardila
Alejandro Burgos y yo hicimos esta antología de la poesía de Santiago Mutis con una idea alumbrando ante nuestros ojos con cierto atrevimiento: la poesía última de Santiago y sus prosas revelan un fundamento común: la ferocidad, la vehemencia de su renuncia a aceptar conciliar con el mundo tal como éste va. Una idea ética, política, si se quiere, atraviesa su escritura en los últimos tiempos. Quisimos hacer notar esa ferocidad manifestándose en su poesía y así antologizamos. Dejamos, sin embargo, algunos de los afirmativos poemas de Santiago de su primera época, los que encontramos en Soñadores de pájaros o en Tú también eres de lluvia, más que con el propósito de hacer una selección completa, con la intención, algo pérfida, de evidenciar esa diferencia. No pensamos en un desarrollo, en un proceso en la poesía de Santiago hacia su perfección -y él mismo no concordaría con tal idea de progreso-, sino en una renuncia. Santiago Mutis podría intentar volver a ser un soñador de pájaros, si él lo quisiera, por su amor por la Naturaleza y por el arte y por la vida, pero no creemos que pudiera en verdad volver a cantar de tal modo después de haber sido tan consciente de que ese lugar que señalaba su poesía está bajo constante amenaza.
Santiago evidencia en sí mismo, en sus prosas, en su crítica de arte, en su poesía, un encuentro y al mismo tiempo una imposibilidad de conciliación que tiene lugar ante nuestros ojos: voy a recurrir a una metáfora para describirlo: de un lado lo habita el ingenuo, humilde, enternecedor, amoroso, y también heroico y caballeresco San Francisco de Asís... y de otro el lobo de Gubbio, en la versión de Rubén Darío; si en la versión de las Florecillas, llamado el "Evangelio de San Francisco", el Pobrecillo de Asís resulta vencedor, pues convence al lobo de que haga la paz con los hombres y a los hombres de que pacten también ellos la paz con el lobo, y ese pacto se cumple hasta que, ya viejo, el animal muere, querido y protegido por todos en la aldea de Gubbio, en Los motivos del lobo de Rubén Darío, por algo es el poeta americano iniciador de nuestra poesía moderna, el lobo es traicionado por la aldea y, tras un intento de conciliación con los hombres, vuelve a su estado salvaje.
Así lo veo, a Santiago, comerse una naranja y ser incapaz de botar sus semillas a la basura, y esperar con paciencia hasta encontrar el lugar en donde tengan al menos una oportunidad para crecer, que generalmente es el lote abandonado de sus vecinos, en donde quién sabe qué frutas ha hecho crecer, en medio de lo que luego vendrán a podar como simple maleza. ¡Ah sí! Pienso yo. La hermana naranja se yergue allí, contrahecha, sin fruto. Y luego lo escucho decir, a Santiago: "quien ve nuestros crímenes pierde sus ojos"; o "la paz de los sepulcros no existe, ni es paz, sólo un interminable pudrimiento"; o "Hemos convertido un país alegre y altivo en un país atroz y limosnero. Nunca la noche de la capital fue tan fría, tan triste, tan hostil... Llegará el día en que no amanezca en la ciudad, y nos devore la próspera pesadilla nacional".
Como para hacerle eco a Santiago repito las palabras del lobo de Gubbio de Rubén Darío, cuando San Francisco, contrariado, sale a su encuentro después de haber escuchado las quejas de la aldea, que acusa al lobo de haber traicionado la promesa de ser bueno que le hiciera al de Asís:
Hermano Francisco, no te acerques mucho
Yo estaba tranquilo allá en el convento;
al pueblo salía,
y si algo me daban estaba contento
y manso comía.
Mas empecé a ver que en todas las casas
estaban la Envidia, la Saña, la Ira [...]
Hermanos a hermanos se hacían la guerra [...]
y un buen día todos me dieron de palos
Me vieron humilde, lamía las manos [...]
Todas las criaturas eran mis hermanos:
los hermanos hombres, los hermanos bueyes,
hermanas estrellas y hermanos gusanos.
Y así me apalearon y me echaron fuera.
y entre mis entrañas revivió la fiera [...]
Toda gran poesía es el resultado de un enfrentamiento semejante, que ya no diré más a través de la metáfora de San Francisco y el lobo, sino en su expresión como conflicto estético: el enfrentamiento entre la subjetividad del poeta y su experiencia de un mundo en crisis.
Nuestro lugar común [dice Santiago en una de sus últimas prosas] ha sido la crisis, la crisis de nuestras fronteras con las selvas -que[...] codiciamos y[...] de las que sacamos a rastras sus centenarios árboles como inmensos pájaros muertos-; crisis con los bosques -[...] vemos sus altas llamas en las noches y sus humeantes muñones al amanecer entre lagos de ceniza-; crisis con los ríos -que arrastran hacia el mar la oscura materia de las ciudades [...]-; [...] No somos gente de fiar [...]. El resto de la fauna tiembla con nuestra presencia; hemos convertido ya en oscuro olvido cientos y cientos de milenarias plantas, especies enteras de otras criaturas. La Creación se borra a nuestro paso, mientras se ensanchan las avenidas, los basureros, las autopistas... los mataderos.
De ese enfrentamiento nace lo que para la poesía, aunque no exclusivamente para ella, quiero invocar aquí como la interioridad, para diferenciarla de la subjetividad. Pero la elevación de esa interioridad hace evidentes las pérdidas y rupturas profundas en las que ha sido engendrada: La vida propia de la interioridad [dice Lukács] no es posible y necesaria más que si lo que distingue a unos hombres de otros se ha convertido en abismo insalvable, si los dioses han enmudecido y ni los sacrificios ni el éxtasis consiguen resolver sus enigmas, si el mundo de los actos se separa de los hombres y se vacía y empobrece por esa independencia, si la interioridad queda para siempre separada de la aventura.
¿Cómo actuar en el mundo más que de un modo trágico, si el ideal no puede conciliarse con la realidad? Esa ha sido una pregunta recurrente de la poesía. Se tiene la posibilidad y la tentación de abandonarse a la subjetividad, al soñador de pájaros, y hacerla autosuficiente como una defensa desesperada, pues toda lucha en el mundo es vista como imposible o como humillación. Pero también se tiene la posibilidad, y así mismo la renuncia, del poeta que decide recibir el mundo, nombrarlo con su belleza lastimada y su horror: "Toda poesía, verdadera, arrastra como sombra un elaborado pensar el mundo, una veta que cruza brillando el mural que nos deja un oro verde, musgoso, oscuro" [dice Santiago en otra de sus prosas] Y agrega, respondiéndose él mismo la pregunta por el arte y la vida:
Por eso, también en literatura, los temas, y eso de auscultar la vida, tiene sus riesgos, no sólo por el ánimo de intervenir, que en muchos no es una mera ilusión, sino por lo que se suele encontrar en el empeño. Toda realidad es terrible, y el arte no es su testimonio, sino lo que pensamos o queremos hacer de ella. [...]. ¿Cómo escribir, pues, por fuera de la realidad, y cómo no decir lo que sentimos sobre esa vida que esconde sus sordos y oscuros latidos entre los nuestros? No se escribe para documentar la realidad, se escribe para cambiarla, para decirle a alguien al oído lo mejor de lo que pensamos, o lo peor, para soplarle luz a su aterido corazón.
Para recibir el mundo Santiago aprende a acallar su propia subjetividad: Quiero imponer silencio a mi corazón, que cree tener mucho que decir [dice Stendhal]. Tiemblo siempre de no haber escrito más que un suspiro cuando creo haber anotado una verdad.
El poeta, cuando de ese modo se hace preso del mundo, para recibirlo, expresa en su obra una visión irónica del fragmento de realidad que representa, tanto como de sí mismo. Aprende a guardar silencio tras su obra; silencio que encierra una melancolía profunda [tal la renuncia a la lírica de Lord Chandos en la carta de Hofmannsthal]. Ha descubierto que la vida y la esencia no volverán a ser jamás una unidad, una continuidad. Comprender eso puede hacer que se vuelva contra su subjetividad. La separación entre la subjetividad y el mundo ya es, para entonces, definitiva. El soñador de pájaros ya no hablará más de su vuelo. El mundo está dominado por las convenciones, el poeta ya no logra poner a salvo su subjetividad en alguna fortaleza o guarida de mundo ideal.
el hombre de hoy [dice Santiago] con los ojos quemados por el fuego fatuo de lo que él, ya perdido, llama "iconos", "imágenes", y que no son más que pedazos de deleznable civilización, anuncios de publicidad rasgados en los muros callejeros, expuestos a la soledad, al viento, a la lluvia, a la nada. Parece que lo insondable de una verdadera imagen, o de un verdadero ícono, es la voz de los abismos, de la que nos hemos apartado, encandilados por el vacío, por el vértigo de la caída.
Las palabras, su propia materia, se le vuelven extrañas o, por lo menos, lo hacen desconfiar:
[...] en la crisis con la Naturaleza el hombre ha puesto la Palabra a su favor: tenemos entonces que desconfiar de la palabra [...] toda la Palabra está en crisis, y hemos de trabajar [...] con las palabras manchadas, con cientos de palabras entrenadas para engañar, para ocultar; palabras ladinas, enfermas, esquivas, muertas de costumbre o miedo, palabras como trampas, palabras buitre, palabras loba, mordaza, palabras como sanguijuela o puñal [...]
Dicen de ti -el último libro de Santiago, como lo anuncian también otros de sus poemas que recogimos en la antología, y que pertenecen a Afuera pasa el siglo el libro que lo antecede, -es una larga elegía dedicada a la muerte de la subjetividad en Santiago. Y es su propia interioridad en crisis la que habla a través del poeta encarnado en Dicen de ti, esa biografía de la locura, de la enfermedad, que bien puede acumular realidad tanto como ficción, y que dice, feroz, que la lucha contra la prosa del mundo fue allí desigual. Dicen de ti nos dejó ver los oscuros rincones en que se debate indefensa el alma del hombre hasta sucumbir en el caos del mundo y en el abismo de su propia interioridad.
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- Por Santiago Mutis
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Eso es lo que creo y seguiré creyendo, lo que hago es un arte, soy fotógrafo de nacimiento; nací en Bogota, Colombia hace 32 años en una familia normal. Mi padre, locutor de nacimiento, me enseñó un poco lo que es esa palabra. Crecí hacienda de todo, porque para todo creía ser el mejor. Cuando empecé el bachillerato, aprendí de un profesor el arte de revelar negativos, de buscar ángulos, de no desperdiciar rollos sino que cada foto sea perfecta a su propia manera.
Recuerdo mi primera cámara: una Zenith totalmente manual. Eso era fotografía. Durante muchos años no hice nada especial en fotografía,- Detalles
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