Me pongo a pensar que tus visitas son calculadas. Te puedo imaginar aún frente al portón y marcar mi teléfono. Sin resolver a presentarte sin llamar, sin preguntar antes si estoy solo, si estoy ocupado. Tratas de eludir el encuentro con mi exesposa y mis hijos (esa parte de mí que soy yo también y que ignoras en una larga guerra de omisiones), aunque tengan día y hora señalada para visitarme (cada semana lo mismo, miércoles y sábados por la tarde, la merienda, cómo están los chicos, la escuela, los pagos, y el cómo estás tú con Elena, para no ser descortés). Yo, igual, en esa cadena de silencios que me impones, intento que no quede un rastro de ellos cuando se van. Los muebles, los vasos en su sitio. Que no distingas la pesadumbre de estar lejos de ellos. Y sin embargo, cuando están aquí me incomodo, me impaciento ante su presencia, con la angustia de que llames y te diga que sí, que estoy ocupado y no puedo atenderte. Que ya será otro día. Que yo te llamo. Esas horas en que no llegas me parecen largas. Es cuando me dirijo al estudio para arreglar los papeles de traducción en los que trabajo. No me concentro, me pongo a pensar qué estarás haciendo en ese momento en que no estamos juntos. Qué haces cuando no estoy contigo. En qué piensas cuando te devora el elevador de mi edificio y tú misma te expulsas de mi mundo cuando abres el portón y sales a la calle.
En esas noches, a veces suelo ver a la mujer de enfrente cenar sola delante de la televisión. Lánguida, sobre el sofá, tal vez aburrida, cambia de canal varias veces. Deja el plato sobre la mesa de centro. Apaga el aparato y mira largamente la pared. Se levanta. Debe haber puesto música, porque baila con vaivenes lentos y sus brazos sostienen un hombre imaginario. Creo verte en esa mujer, me gustaría que fueras ella. Y creo que esa joven debe tener, en algún lugar, un hombre como yo, que piensa en ella, pero ninguno se atreve a llamarse, como nosotros, para no estropear sus independencias, para pretenderse libres, aunque en estos casos no sirva de nada.
Liliana Pedroza (México, 1976) Narradora y ensayista. Es licenciada en Letras Españolas por la Universidad Autónoma de Chihuahua. Realizó estudios de doctorado por la Universidad Complutense de Madrid. Ha sido distinguida con el Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2009, el Premio Chihuahua de Literatura 2008 en género cuento; Premio Extraordinario de Cuento Hiperbreve en el Concurso Internacional de microficción Garzón Céspedes y la Mención de Honor del Concurso Nacional de Cuento Agustín Yáñez. Ha sido incluida en diversas antologías como Gaviotas de azogue (Ediciones COMOARTES, 2008), La conciencia imprescindible, ensayos sobre Carlos Monsiváis (Tierra Adentro, 2009), Nuestra Aparente Rendición (Mondadori, 2011) y Chihuahua: ríos de luz y tinta (ICM, 2012). Ha publicado en revistas literarias de España, Estados Unidos, Canadá y México, algunos de sus cuentos han sido traducidos al francés. Es autora de Andamos huyendo, Elena (Tierra Adentro, 2007), (Vida en otra parte, Ficticia 2009) y Aquello que nos resta, (Tierra Adentro, 2009). Actualmente reside en Madrid.Finjo dormir y te veo reposando desnuda a mi lado. Miras atenta el cuadro en la pared y cuando te quedas en silencio, entras en una región a la que no pertenezco. Es una reproducción de Picasso. Dos mujeres tomadas de la mano corriendo en la playa. Es un cuadro muy (buscas la palabra) femenino para esta habitación, comentaste cuando lo coloqué. Y yo ni siquiera te he podido explicar que lo he puesto porque la sensualidad de las mujeres me recuerda a ti. Porque eres como esa figura con el pecho descubierto que corre, que se escapa, que no tengo. Como tampoco me atrevería a contarte que eres, además, esa extraña presencia con la que convivo a ratos (la que persigo con el pensamiento cuando no está), que no logra ausentar o enterrar a mi mujer anterior. Y no digo Elena, tácita, implícita en mi vida. Digo la rubia de la semana o el mes pasado en la librería, la estudiante de letras del café, la violinista que se sentó a mi lado en la ópera, que vuelven cuando estoy junto a ti. Cohabito contigo y mis mujeres anteriores (y posteriores, tal vez) regresan detrás tuyo, cuando abro la puerta y entras. Cuando pienso eso, debería haber colgado la versión de Picasso de Las Meninas, no por Margarita niña-cíclope, ni por María Agustina de manos gigantes, ni por la enana de cabeza abultada o por el personaje inacabado de la esquina, aunque a veces me sienta así, como ellos, cuando voy en el metro entre tanta gente que me parece normal. Pienso en el cuadro por la silueta del fondo, el hombre en el marco de la puerta que mira fuera o dentro (me gusta pensar que fuera) de la habitación. El hombre es extraño entre el ritual de la infanta y las meninas, de la conversación de las figuras junto a los vitrales, del acto creador del artista que pinta. Si en este momento, este cuarto fuera un cuadro que un pintor desconocido dibuja, yo sería el extranjero de este lado de la cama, y tú, una mujer callada que mira un espejo. Mirándose correr por la playa.
Hace unas madrugadas desperté por unos gritos bajo el balcón. Casi sonámbulo, me levanté a mirar. En la calle, un hombre detenía los brazos de una joven, mientras el otro la golpeaba con la hebilla de un cinturón. Entre los autos estacionados, otra chica era acosada por uno más del grupo. La mujer fustigada lloró, ahogando el sonido, como si fuera necesario tragarse el dolor. La tonalidad de sus cuerpos y su entonación a la hora de hablar parecían foráneos. Un hombre que pasaba en una camioneta se detuvo a auxiliar a las mujeres. Reaccioné. Tomé el teléfono. La policía llegó enseguida y, a su paso, una ambulancia (el individuo que golpeaba fingió desmayo). Te lo conté esa tarde en cuanto llegaste. Noté que no se agotaba mi impresión cuando te describí la escena. Cubrías tu boca y la barbilla con tu mano como signo instintivo de asombro. Tus ojos oscuros, redondos, se agrandaron. Recordé de esa noche, sin decírtelo, la silueta de la mujer del edificio de enfrente detrás de la cortina. Inmóvil, rígida, como estatua nocturna, vigilante, de lo que fuimos testigos.
Te hago el amor y es el único momento en que te poseo. Tu blusa, tu falda, tus zapatos altos son la evidencia del mundo al que no pertenezco. Te despojo ávido de ello. Te digo que deberías llegar desnuda, callada, sin pronunciar palabra ni frases que escuchas y luego repites. Me miras sin entender. No sé, no puedo explicarte que te siento ajena cuando me hablas del calor insoportable del verano, tus próximas vacaciones, tu trabajo. Cuando lo haces, imagino a una mujer que no eres tú. No puedo pensarte en otros escenarios, porque desde hace tiempo yo sólo te recuerdo contrastada en este espacio. Tus pies, ya sin zapatos, sobre el parqué; tus piernas blancas confundidas con las paredes de la casa, cuando juego a acorralarte en un rincón y ya he bajado la cremallera de tu falda; tu cabello oscuro sobre la colcha azul a rayas. Intento prolongar el momento de la posesión, siempre breve. Luego viene la nostalgia.
Una tarde, antes de la llegada de Elena y los niños, vi a la mujer y al hombre del edificio de enfrente. Estaban de pie, hablando. Ella movía enérgica los brazos para subrayar las palabras, y luego colocaba su mano en el inicio del cabello. El hombre escuchaba, casi sin participar en la conversación. Discutían, intuí. Fui a la cocina por un vaso con agua y al regresar no vi a la mujer. El hombre permanecía de pie, mirando sin moverse la puerta. Me incliné por el balcón y la vi en la acera, caminar de prisa calle abajo en bata, detenerse bajo un árbol y comenzar a llorar. Una señora con un carrito de mercado la observó asombrada. Miré el apartamento y el hombre salía de allí. En el portón, sin él saberlo, tomó dirección contraria a la de ella, sin buscarla. Qué miras, me preguntó Elena al llegar. No le respondí. Saludé a los niños. Pregunté las cosas de siempre.
Yaces semidesnuda en la cama. Lees un libro y ese tomar del objeto y abrirlo es casi como el acto mecánico de ponerte los pendientes y marcharte. Es una de mis traducciones publicadas lo que sostienes y, aun así, la sensación de desalojo es la misma. Tu silencio concentrado me destierra de aquello que implica tenerte. Del acto, del deseo de poseerte. Me pongo la camisa y deambulo por el apartamento. En la ventana, a pesar de los pliegues de la cortina, oteo a la mujer de enfrente en el balcón. Ha abierto las hojas de metal de la ventana de su alcoba. Recoge las macetas de geranios estropeados (el calor no se ha apiadado de las plantas). Las abraza contra el pecho con un brazo mientras recoge el resto. Su cabello caoba, que usualmente detiene con un broche, cubre desordenado sus hombros. Limpia el balcón. Limpia el resto de la casa, como si organizarla provocara el efecto de reinicio en su vida. Cómo me gustaría tener arraigada esa idea y llevarla a cabo cada vez que me siento abandonado por ti (cuando te marchas o cuando lees). Advierto en el gesto silencioso de la mujer que no sólo los geranios se han marchito. Siento pena y pudor al ser espectador invisible de su vida. Por haber entrado a su espacio, intruso, y observarla tan vulnerable. Me acomodo en el sofá y hojeo el periódico. En la otra habitación estás tú, aislada (estás en una isla, única habitante, sin mandar ninguna señal de rescate). Miro por el rabillo del ojo a la mujer limpiando la sala, se detiene en seco; vuelve, pensativa, la cara a la altura donde me encuentro. Ladea un poco la cabeza para fijar coordenadas, reconocer las sombras. Se arregla el cabello y me observa. Advierto que entrecierra los ojos para distinguirme mejor.
Ventanas enviado a Aurora Boreal® por cortesía del poeta Sergio Laignelet y la escritora Liliana Pedroza. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Liliana Pedroza. Foto Liliana Pedroza © Alicia Arvayo. Foto Compositings © Mario Camelo. Foto Reportage © Mario Camelo.