Voz de urgencia: rostros ausentes, rostros desconocidos*

david collin 250La epifanía del rostro como rostro abre hacia la humanidad
Emmanuel Levinas. Totalidad e infinito

 

¿Dónde los muertos? ¿A dónde fueron aquellos que vimos partir ? ¿Cuál fue su último rostro, las últimas palabras? A veces, vemos reaparecer rostros amados, desaparecidos, cuyo recuerdo ancla profundo en nosotros. Nos sonríen, surgen en el momento menos esperado, en un reflejo, en un momento de ausencia, saltan sobre la espalda, en sueños nos aconsejan, reaniman en momentos de desaliento. Los muertos nos acompañan, pero su ausencia ha transformado los lugares donde la amistad creció. Un vacío inmenso metamorfosea la ciudad. Los recuerdos felices no forman sino una caja de melancolía, deambulamos en su búsqueda a lo largo de un corredor deshabitado y oscuro. Caminando por las ciudades, rápidamente no vemos más que ese vacío, rostros que se cruzan en un banco de niebla espeso, ruidos apagados por pensamientos perdidos que resuenan en el espacio, y poco a poco nos damos cuenta que ese encuentro, cara a cara, para siempre está perdido– salvo acaso en la mirada fija de una fotografía. En esos largos momentos de vagabundeo creemos reconocer rostros que parecen mirarnos, o llamarnos, pero que no conocemos. Y cómo nos desestabilizan, pese a que no cesemos de buscar su aparición. Esa familiaridad de la mirada, la impresión de lo ya visto es acaso el signo lejano de un muerto que no vimos partir, un lazo familiar suspendido entre los muros del tiempo que renace en un nuevo rostro, no del todo desconocido.


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Pese al desarrollo exponencial de medios de comunicación, y sin duda sacrificando gran parte de lazos entre nosotros y los otros, del cual esos mismos medios son responsables, no sabemos del deceso de quienes amamos sino semanas, meses después de su muerte. ¿Cómo es posible? Los muertos desaparecen dos veces: a nuestra vista, en el secreto solitario de su desaparición, pese al conocimiento que tenemos de esa persona, y a la hora de una muerte cuyo anuncio es diferido. Ese tiempo, convertido en abismo, retarda nuestra reacción. Hemos devenido sujetos retardados de la información más esencial de nuestra existencia. No que hayamos omitido, perdido o no conocido la información, no, por el contrario, estamos tan saturados que corre casi en nuestras venas. No distinguimos más las jerarquías, incapaces de calificar semejante afrenta. La información ha saturado nuestros espacios de compasión, fragmentado nuestro tiempo de reacción, y aquel más natural : el de "estar en relación" . Sin darnos cuenta hemos perdido el lazo. No teníamos más noticias de nuestros amigos desde tiempo atrás, porque no tomamos el tiempo de cultivar lo que un mundo demasiado de prisa fragiliza a través de multitud de pequeños abandonos. Esperamos la llegada de un signo que no vendrá. Esperamos la espera. Y nada viene. Pero aún no lo sabemos. Es por azar, la más de las veces, que medimos hasta qué punto el silencio se ha diluido, las amarras poco a poco aflojado, nuestra memoria se ha empobrecido y realizamos una mañana cualquiera que nuestros amigos, los más próximos, han muerto desde hace más de un mes.


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Ha muerto el duelo. No habiendo visto ni sabido lo que se desplomó, no estamos más seguros que eso haya verdaderamente sucedido. No nos molestamos más buscando pruebas, pero nada creemos tampoco sin pruebas cuando se trata de la muerte. Y es tan fácil demostrarnos no importa qué, siempre y cuando no atente a nuestra integridad moral. Es decir, al poco de sentido moral que nos resta. ¿Por qué no fuimos informados de esta desaparición? La noticia no llego hasta nosotros. Sea porque no quisimos verla, sea porque a ese tipo de noticia le ha devenido casi imposible encontrarnos, y acaso, tocarnos. Inclusive los muertos son alcanzados por la velocidad inflexible del olvido. No nos hacen más señas. Nos damos cuenta entonces que perdimos lo esencial. Se diría que la muerte se burla de nuestra urgencia permanente. Pasamos no solamente al lado de lo verdadero de la vida, encadenados a la superficialidad del presente gracias a la tecnologías, sino también al narcisismo de nuestros rostros multiplicados al infinito por las pantallas... Y pasamos también, entonces, al lado de la muerte.


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Los solitarios temen morir sin que nadie lo sepa. Buscamos tranquilizarlos, pero el consuelo es vano. Nos damos cuenta que la marcha desbocada del mundo a disociado los seres: si viven en el mismo tiempo, en el mismo espacio, no se ven, no se hablan más. Los solitarios están más solos que nunca.

El mundo ha cambiado. Los rostros se alejan, las ausencias se alargan en la medida que el tiempo se acelera. Nuevos espacios nacen y crecen entre los seres. La vida se fracciona, se erosiona sin darnos cuenta, fragmenta el tiempo y el espacio. De un lado aquellos cuya extrema lejanía separa del flujo de la excitación mundialisante. Del otro, los corredores de fondo que van sin saber a dónde van. Hasta el día que no sabemos nada más de nadie. Los unos están muertos por los otros, en una mirada ausente que se aparta de aquello que no puede considerar. Y precisamente los rostros se diluyen, las voces se apagan, inmensas fallas alejan cada vez más los continentes amigos, espacios desde hace tiempo devenidos extranjeros. ¿Que ocurrió? No nos detenemos más, no tomamos el tiempo de maravillarnos frente al paisaje de la vida, al rostro increíblemente conmovedor del otro. Ese rostro, que pasa de próximo a lejano, nos dice sin embargo mucho sobre nuestra propia vida, y resta, sin ser el espejo absoluta de nuestras personas, el signo poderoso de nuestra existencia en el seno de una comunidad. Perder ese rostro de vista, es perder el conjunto, los lazos orgánicos e invisibles que nos atan los unos a los otros, las miradas compartidas, los cuerpos en presencia.

Perdiendo de vista un rostro amigo, terminamos por perdernos nosotros mismos.


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El duelo imposible a que la ausencia de un cuerpo conduce es tan impresionante como la ausencia de noticias. No sabíamos. Y el día que sabemos, en retardo, deslizamos hacia una ambigüedad dolorosa. No vimos partir nuestros muertos.

Otro caso, otra confusión, la ausencia irresuelta. Aquella de los desaparecidos, de los nunca encontrados, o no identificados. La ausencia de un rostro, de un cuerpo ante el cual recogerse. Tal como los desaparecidos, secuestrados y asesinados por la dictadura militar en Argentina, y también los niños, secuestrados por gente muy vecina al poder, y que no reaparecen sino a cuenta-gotas gracias al azar de un grito, de un parecido. Sus padres están muertos y sus cuerpos no han sido restituidos, arrojados de un avión o un helicóptero al río de la plata sus cuerpos erran en aguas pantanosas, o aún más lejos, en el océano y el olvido. Los abuelos se encuentran solos, sin certitud, sin cuerpos ni nietos. Esos hijos, no saben siquiera ellos mismos que son sobrevivientes de la dictadura. Secuestrados por los torturadores, pasan decenios antes de descubrir su propia identidad. Pese a conservar en sus rostros las huella de sus orígenes, son irreconocibles ante sí mismos, pasaron de la infancia a la edad adulta cambiando tanto que es imposible reconocerlos. ¿Cómo podrían reconocerse? Un psicoanalista argentino me contó recientemente cómo uno de esos chicos, ahora adulto y con la misma edad de sus padres cuando desaparecieron, se reconoció en una foto aparecida por casualidad en la televisión, gracias a un reportaje realizado en las oficinas de las madres de la plaza de mayo. Reapropiándose su verdadero rostro, retomando el hilo de sus orígenes, esa persona reaparece de nuevo ante el mundo y ante sí mismo.


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Hoy, el tiempo de la guerra es ininterrumpido sobre la superficie de la tierra. Vivimos abrumados por el flujo de información y cifras sin cuento que para siempre borran el rostro y el nombre de los desaparecidos, en el cotidiano de una sociedad fragmentada que disimula sus conflictos y en el que los vivos desaparecen sin ruido, perdidos en el gran estrépito de un espectáculo que los entierra antes que seamos informados.


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El anuncio de la muerte de una amiga, ocurrido varias semanas atrás, me ha indignado. Anunció súbito como una revelación atroz. Silencio absoluto sobre la desaparición de un ser próximo. Difícil comprender como ello podía ser posible. Poco antes, un conocido me confiaba inquieto: "verás, un día, moriré en la mansarda, abandonad de todos, y nadie sabrá nada". Días más tarde descubrí en el periódico el anuncio de su muerte ocurrida varias semanas antes. Conocía poco esa persona, pero suficiente como para haber apreciado su presencia, la singularidad de nuestras conversaciones, la extrañeza de su creatividad y su riqueza. Partió en el impulso de una decisión libre e incomprensible para sus próximos, pero sin noticias suyas, no sabíamos que no regresaría jamás.
Una melancolía de fin de mundo nos ahoga al descubrir que un cambio definitivo viene de suceder, que algo ha sido irremediablemente fracturado. El mundo resbala hacia la destrucción, en las destrucciones simultáneas de estratos invisibles y sin embargo esenciales a nuestra sobrevivencia, en lo que es lo más humano de nuestra humanidad.
Lo más sorprendente de la destrucción es invisible. Han asesinado el instante sagrado de la muerte, el escalón temporal que nos permitía no faltar a la partida, de estar allí presente en la medida de lo posible, el día último.

 

* Artículo publicado en el No 10 –primavera 2014 - de la revista suiza de artes visuales, filosofía y literatura, Hippocampe. Traducción al castellano por Mario Camelo.

 

david collin 350David Collin. Suizo, nació en Francia, 1968. Estudios de Filosofía y literatura en la Universidad der Fribourg, Suiza. Es autor de dos novelas: Train fantôme (Ed. Seuil. Francia.2007) y Cercles memoriaux (Ed. Escampette. Francia 2012). Sus textos han sido publicados en la revista Belles lettres, Le persil, Les moments litéraires, Hippocampe, Aurora Boreal®, etc. Fue miembro del comité de la Revista Belles lettres, y actualmente de la revista Hippocampe. Ha participado en varias obras colectivas: Voyage vers l'ouest, Hommage a Ella Maillart, Les dénis de l'histoire, le Royaume intermédiaire. A partir de 2011 dirige la colección IMPRESCRIPTIBLE que publicó « Les mots du génocide », y la colección QUATRE VINGT MONDES. En el mes de Junio aparecerá en Buenos Aires Los círculos de la memoria, traducción de su novela realizada por Susana Nigro, en la Colección Eduvim Literaturas, de la Editorial Universitaria Villa

 

 

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Sobre le traductor del artículo: Mario Camelo
Colombia 1952. Estudios de Literatura. Ha publicado varios libros de poesía en Colombia y España. Traductor de varios poetas suizos, italianos y franceses. Vive en Suiza desde 1979. Ejerce como fotógrafo profesional y traductor.

 

Voz de urgencia: rostros ausentes, rostros desconocidos enviado a Aurora Boreal® por Mario Camelo. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de David Collin y Mario Camelo. Traducción al castellano por Mario Camelo. Foto David Collin © David Collin. Foto Mario Camelo © Mario Camelo.

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