Los dones del exilio

pablo montoya 255Ponencia completa del escritor colombiano Pablo Montoya Campuzano, realizada durante el V Festival de Literatura en español de Copenhague, el día jueves 28 de septiembre de 2017 en las instalaciones de la Universidad de Copenhague.

 

 

 

 

 

La literatura es invención y reescritura de los mitos. El escritor francés Michel Tournier aireó el de Adán y Eva en su cuento “La familia de Adán”. En él se dice que el primer hombre fue un hermafrodita. Una curiosa criatura que no solo vivía feliz en su jardín, sino que además vivía dichosa consigo misma. Tournier, en este punto, toca uno de los temas más candentes de la historia de las utopías: el de la felicidad sexual donde no existe el otro, o donde existe pero como experiencia de la plenitud. El Adán de Tournier, como es un hombre y no un dios, se hastía muy rápido de su onanismo y le pide a su padre una compañía. Pero a este Adán, tipo de exiliado que se presenta a veces, cuando es expulsado, no le da nostalgia por su jardín perdido. ¿De qué podría sentir nostalgia, si él ha sido hecho con el mismo polvo de la tierra por donde camina y de la cual vive? Se piensa con frecuencia que Adán es una suerte de proscrito, un fugitivo miserable que se la pasa añorando su Edén en medio de trabajos agobiantes. Tournier, no obstante, muestra otra cosa. Su Adán se siente en el desierto como pez en el agua. Se apasiona por la aventura y los horizontes lejanos son una invitación al conocimiento de la diversidad. Y como Dios le ha hecho el gran favor de extirparle sus pertrechos femeninos, Adán recorre con soltura los nuevos caminos que moldean su devenir. Quien siente nostalgia del Paraíso, en realidad, es Eva. La mujer fundacional no cesa el llanto y piensa a todo instante que algún día volverá al sitio donde conoció los besos de Adán, el sabor de las frutas, el olor de las mañanas y las noches, y el misterio de las músicas primigenias, en caso de que se piense que su compañero fue un tocador de arco o de algún cuerno o de una flauta de hueso.

langt fra rom 385Luego vienen los dos hijos. Y es aquí donde el cuento de Tournier de cabida a otro modelo de exiliado. Caín, que sale parecido a Eva, y es imaginativo y se la pasa construyendo casas, castillos, puentes, cometas, y es agricultor y ama la vida sedentaria, también se la pasa tolerando a su hermano. Un Abel que es nómada, inculto, atrabiliario y tan sucio como los chivos que cría y ofrece a Dios. A estas alturas del relato, el preferido de todos es Abel que, como un buen inmigrante de segunda generación, se ha olvidado de las lejanas parcelas del Paraíso. Abel es un perfecto caso de adaptación a las nuevas tierras que el exilio ofrece a su familia. Por ello mismo, su madre lo fatiga con sus remembranzas lacrimógenas y no ve con buenos ojos a Caín. Su hermano le parece insoportable en esa búsqueda terca que utiliza para encontrar la comodidad en sus diarios quehaceres. Lo que es prueba de inteligente inventiva en Caín, para Abel es pura pedantería y vanidad insoportable. En fin, un día surge el altercado entre los hermanos, los rebaños de Abel invaden y destruyen los cultivos de Caín, y la cabeza del primero vuela por los aires. Recuerdo que en un álbum de la Biblia que hice cuando era niño, el cromo de Caín mostraba a un señor zarrapastroso, caminando por una senda árida, tapándose los ojos para no ver la retina despiadada de Dios. El Génesis dice que Jehová le dijo a su nieto: “Te maldigo con el destierro del suelo…errante y fugitivo llegarás a ser en la tierra”. Y esa es la idea que más o menos se tiene de Caín. Un Caín que en la poesía colombiana, por ejemplo, ha sido cantado de manera memorable por Héctor Rojas Herazo. En su poema “Tránsito de Caín” hay versos de una belleza impresionante. Algunos de ellos dicen: “Caín, arcilla de maldición, / tostada sed de higuera”. Otros dicen: “Te reencuentro, te lloro, / sigo tu planta triste, / tu espalda flagelada por la ortiga y el humo…” Y otros más dicen: “Te he visto... / Quedarte simplemente inútil frente al aire, / ausente del follaje, pálido entre las bestias / barro sin voz ni madre herido en las espigas”. Y unos últimos dicen: “Ya tu cráneo ha perdido su pelo y su memoria / ya no pueden cantar los ríos en tu frente.”. Y es que este Caín colombiano se parece mucho al errante de la Biblia. El personaje de Tournier, sin embargo, goza de un perfil inesperado. Al saberse fuera de su suelo, Caín, sedentario empedernido, no busca tierras distantes. Recuerda las historias que le contaba su madre, y busca el rumbo del jardín. Allí se instala y construye una ciudad. Caín, hijo de exiliados, asesino de su hermano, condenado a errar por siempre, se convierte en el fundador de la primera ciudad. Y a Enoc, así se llamó esa primera urbe, Caín la ideó como si fuera un trasunto del Paraíso descrito por su madre. “Una ciudad de ensueño, escribe Tournier, sombreada de eucaliptos. Un macizo de flores donde arrullaban, con una misma voz, las fuentes y las tórtolas”. De tal manera que Jehová, el abuelo castigador, cansado de su vida nómada que llevaba desde hacía siglos, vio con buenos ojos el portento imaginativo y la dedicación ajena al cansancio de su descendiente. Refunfuñó un poco al principio, pero por fin accedió cuando Caín le mostró el cómodo altar que le había edificado. Dice el cuento de Tournier que abuelo y nieto, en ese momento, se abrazaron y Dios no abandonó jamás el templo de Enoc.

mesa 300 cph 2017“La familia de Adán” se escribió en la segunda mitad del siglo XX. En sus pocas páginas están condensadas muchas de las penas del exilio. Pero, al final del cuento, hay un encuentro, un abrazo, una reconciliación. Con lo que uno se topa en la Biblia, en cambio, son con exilios plagados de fracaso y derrota. El caso de Moisés, otro de esos campeones del destierro, es paradigmático. Toda una vida, que en esa época era como el triple de lo que un hombre de hoy vive, añorando la tierra prometida. Una tierra que no era la dejada, sino una nueva y llena de esperanzas, aunque toda tierra nueva lleva en sí irremediablemente el eco de la que se deja. ¡Pobre Moisés! Andar por un desierto infame, tan extenso como cuarenta años. Tratar de contener un pueblo que era, y así son por desgracia casi todos los pueblos, exigente, caprichoso, vengativo, traicionero y ruidoso. Obedecer mejor que nadie en su época a un dios que, visto desde muchas perspectivas, fue un señor bastante intransigente. Y, a fin de cuentas, no poder tocar un palmo de la tierra que se le prometió. O mírese, por ejemplo, la torre de Babel. Con esta edificación inicia la azarosa crónica del multiculturalismo. Es decir, el relato de los abrazos y los odios, de las aproximaciones y los vituperios, de las palabras y los silencios entre hombres de diversas procedencias. Humanos que dejan sus tierras por diferentes razones, se reúnen en alguna ciudad de Mesopotamia, y confluyen en uno de esos sueños megalómanos que suelen acompañar a los tiranos. Se entusiasman, en una atmósfera de primigenio cosmopolitismo, construyendo una obra que tocará las nubes. Piensan, en los ratos de asueto o cuando divisan desde las terrazas el inmenso horizonte circundante, que su memoria perdurará cuando las generaciones futuras observen la grandeza que ellos edifican. Pero ese loable sueño de la civilización se convierte en confusión. Al entusiasmo colectivo sucede un espeso caos, una imposibilidad de diálogo, una mudez demoledora que puede cubrir con el polvo del olvido la obra admirable realizada durante tantos años. Sí, el exilio está lleno de sinsentidos en estos primeros libros de la Biblia. No en vano se ha dicho de él y de ella que son quienes mejor definen la desolada condición de los hombres.

Los rabinos, a propósito de rupturas, partidas y éxodos, han dicho cosas significativas. Durante un tiempo el pueblo judío conoció las fisuras que producen los itinerarios en los que la patria se vuelve una noción polémica. Uno de esos rabinos, Yehudáh ben Bezalel Liwa, que vivió en el siglo XVI, dijo que el exilio no es más que la condición humana llevada al extremo. Otro judío, pero esta vez un poeta del siglo XII, Judas Halevy, dijo que después de la destrucción del templo de Salomón su pueblo se sintió “como un cuerpo sin cabeza y sin corazón. Como un montón de osamentas resecas". Tal vez es con la literatura judía que el exilio se comprende desde aquello que se le opone radicalmente: el reino. El templo para ellos sigue siendo el reino o la colina de Sion, y el exilio la sensación de estar fuera de él o de ella, sin cabeza, sin corazón y con los huesos resecos. Serán necesarios muchos años para que los judíos sensatos, y no los que hoy expulsan a los palestinos de las que también son sus tierras, antiguos exiliados ocasionando nuevos exilios, se percaten de que la morada más cierta del exilio no es el templo ni la tierra, sino la palabra. Así lo entendió Albert Camus, que no fue judío, pero sí un indagador de las heridas que producen las separaciones. El escritor francés dijo que la patria es la lengua. Y esta es una de las definiciones más consoladoras que se encuentran en la extensa historia del exilio literario. El escritor colombiano Samuel Vásquez ha parafraseado a Camus y refiriéndose a la situación de Colombia y sus millones de desplazados, a esa sensación de desamparo en que nos ha sumido su violencia imparable, dice en uno de sus ensayos: “Sin país, ni nacionalidad, ni ciudadanía, ni paisaje, nos queda el castellano. El castellano es el único lugar en donde no nos sentimos extranjeros… El castellano es para nosotros una soberanía maravillosa”. Camus tuvo su lengua, el francés, y desde ella indagó el conflicto fronterizo que marcó su existencia. Vásquez y los escritores colombianos tenemos el castellano, e intentamos sanar desde él las heridas ocasionadas por tantos desgarramientos. Pero hay un momento del proceso que vive el exiliado en el que la lengua, ese salvavidas que impide el ahogo, esa ancla que evita la deriva del barco, se pone en tela de juicio. Este asunto exiliar, que es acaso uno de los más dolorosos de la experiencia de la orfandad, lo ausculta Albert Camus en sus cuentos de El exilio y el reino. Son pocas las palabras que sus personajes dicen en estas historias transcurridas en territorios limítrofes donde hay una gran luz solar y una densa oscuridad humana Los exiliados de Camus viven entre la perplejidad, la desazón y la mudez. A todos ellos se les puede atribuir la inquietante frase de Julia Kristeva: “Entre dos lenguas el forastero sabe que su elemento es el silencio”. Lejos están los personajes de El exilio y el reino de creer que el aprendizaje de una nueva lengua pueda presentarse como una resurrección. Así pudo creerlo Joseph Conrad, que era polaco y que asumió el inglés como su lengua de escritura. Y este curioso optimismo de Conrad acaso se refleje en el hecho de que sus personajes hablen un poco más de la cuenta. Los de Camus, en cambio, son casi mudos. Uno de los seres más llamativos de El exilio y el reino es Janine, protagonista del cuento “La mujer adúltera”. Francesa entre árabes, ella asume los rasgos de ese extranjero que se niega a hablar por diferentes razones: por incapacidad, por soberbia, por rebeldía. Estoy con ustedes pero no soy como ustedes, grita Janine desde su férreo silencio. Y es que hay un exiliado que cuando logra decir algo de sí mismo y de sus orígenes siente las palabras en su boca como ásperos pedruscos. Para Janine no solo no hay nada que decir -y si lo hay es indecible-, sino que no hay nadie quien la escuche. Porque cuando se es un desraizado, ¿qué se podría hablar con quienes creen estar profundamente afincados en un terruño?, ¿qué diálogo puede haber, por ejemplo, entre los nacionalistas y los exiliados? Y sin embargo, es sobre este diálogo, sesgado de incomprensiones, donde hunde sus raíces la esencia de las sociedades modernas. Basta una mirada a la época actual, sembrada de enormes masas de desplazados, de desamparados, de expulsados de todo tipo, para comprender que son ellos quienes cuestionan la comodidad de los que se creen protegidos por una bandera, un himno, una familia, o por una simple constitución nacional. Son ellos quienes recuerdan, a los que se sienten seguros de su pertenencia cultural, que en el inicio, el desarrollo y la culminación de todo proyecto social el exilio y sus perfiles inciertos palpita con fuerza.
Hay un tipo de exiliado que aprende la lengua nueva. Tal aprendizaje es emocionante y supone una aventura intelectual y afectiva incomparable. De hecho, así lo expresó Augusto Monterroso cuando aseguraba haber aprendido demasiadas cosas buenas durante sus años de exilio en México. No hay que desatender, por supuesto, esas palabras que entienden el exilio como un ascenso hacia el conocimiento de sí mismo y de los otros, como una manera afortunada de sentirse compenetrado con el mundo, como una circunstancia que supera el dolor y la incertidumbre. Pero también hay que preguntarse, con el perdón del formidable cuentista, ¿qué tipo de exilio puede sentir un escritor guatemalteco en México? Si los escritores latinoamericanos, como lo señala Roberto Bolaño en sus consideraciones sobre el exilio, no tienen porque sentirse exiliados en España, ¿por qué habría de sentirse el escritor Monterroso exiliado en el México literario que lo acogió sin mayores problemas? Con todo, hay un caso, en este asunto del aprendizaje de la nueva lengua, digno de mencionar. Emil Cioran decidió escoger el francés para escribir su obra. Esta decisión la favoreció la condición del exilio. Cioran se instaló en París por varias razones, pero una de ellas fue la hostigosa situación comunista que vivía su Rumania natal. Luego de escribir sus primeras obras en rumano, Cioran optó por asumir uno de esos límites que presenta el exilio. Aquel que consiste en cortar el cordón umbilical de la lengua madre. Fueron varios años los que Cioran pasó peleando con el francés, esa patria extraña porque era prestada. Esa lengua civilizada y ordenada, en donde se han escrito acaso las obras literarias de mayor perfección estilística, pero que para un rumano como Cioran poseía rasgos desolados e incómodos. Sin embargo, pese a su lucha encarnizada con la lengua, o gracias a ella, Cioran logró hacer una obra que hoy es considerada como un clásico de la literatura francesa. Y en realidad siempre se lee a Cioran con la impresión de que sus aforismos no son solo inolvidables testimonios sobre la duda y el rencor, sino transparentes ejercicios de estilo. En fin, cuentan que en sus últimos días Cioran se negó a hablar rumano con las personas cercanas que lo visitaron en el Hôtel Dieu. Quería conservar hasta la muerte esa suerte de repudio con la lengua que había marcado los días de la infancia, la adolescencia y la primera juventud. Habló hasta el final, con su acento bárbaro, la lengua franca de sus amigos. Ella se había convertido ciertamente en su casa. Pero en los últimos paseos que hizo por el jardín del hospital, consciente de que la luz y el aire y la vida se le agotaban definitivamente, saludaba en rumano, a modo de susurro, a los pájaros que revoloteaban a su alrededor.

pablo montoya 356 tranquebarLos griegos fueron quienes comenzaron a hacer del exilio un motivo literario más o menos constante. El exilio, de algún modo, es el tema central de La Odisea. Un exilio que puede ser entendido no sólo como viaje y aventura, sino como evocación de lo lejano. Es usual imaginar a Ulises como símbolo de la astucia y la valentía del guerrero. Se olvida que su ser, o al menos su contorno más poético, está inmerso en la nostalgia y el desvelo que le producen su familia y su isla inalcanzable. Ulises y sus compañeros pertenecen a esa raza, cantada por Píndaro, que siempre “vuelve la vista hacia lo distante / tratando de cazar el aire con esperanzas vanas”. No es equívoco, por lo demás, leer La Ilíada y concluir que los aqueos están allí, en Troya, sufriendo las penas que les acarrea su tierra natal, así terminen siendo ganadores en esa guerra de la literatura griega. Pero, en realidad, fueron los escritores romanos quienes mejor definieron los extravíos y los hallazgos que otorga el exilio. La situación de Roma es paradójica. Un imperio de extensiones fabulosamente amplias, sus mejores dirigentes políticos dueños de un espíritu cosmopolita que aún hoy parece envidiable, segura como pocas civilizaciones de su fortaleza militar, creyente en sus leyes y su lengua perennes, y tener una literatura sumergida en la soledad y el desamparo del exilio.

Ovidio es el primer romano que trata el exilio como tema central de su poesía. Todo lo que escribió desde Tomos es revelador y, por lo tanto, precursor. Sus Pónticas y sus Tristes despliegan una melancolía sin pausa, una nostalgia que adquiere por instantes los contornos brumosos de una bella desolación. Pero aunque Ovidio plantea, en esta parte de su obra, los ejes primordiales del exilio –la soledad y el aislamiento, la periferia y el centro, la escritura y la lengua oficiales que se estremecen, se incomodan, se ensucian con las bárbaras, el repudio hacia la tierra y los hombres del destierro y la curiosidad y el interés por ellos mismos- hay algo que molesta en este testimonio: la queja. Ovidio se lamenta demasiado. Y el problema de esa cantinela dolida es que está atravesada por una actitud de ruego hacia Augusto. Sin embargo, no hay que reprochar a Ovidio su condición de arrodillado frente al poder imperial. Bajo otra mirada, él es el poeta que sufre las inclemencias del autoritarismo. Por tal razón su poesía resulta siendo un testimonio del enfrentamiento entre dictador y artista en el cual gana el dictador y la poesía se erige como un triunfo consolador para la posteridad. Es muy posible que Ovidio se haya recostado, en sus horas de mayor tribulación, en algunas enseñanzas de los estoicos que pudieron ayudarle a soportar el peso del exilio. Pero Ovidio no fue estoico, ni cristiano, aunque Vintila Horia haya escrito Dios ha nacido en el exilio, novela que recrea los últimos años del poeta romano, introduciendo al autor de Las metamorfosis en la secta de la cruz que coincidió con su tiempo de destierro. Los estoicos romanos, desde Zenón hasta Marco Aurelio, comprendieron que la vida del hombre por la tierra es un tránsito tan breve que parece ilusorio. Y escribieron esa convicción tan genuinamente que sus obras, al menos frente al tema del exilio, siguen conservando una fresca actualidad.

lejos roma 350Marco Aurelio dice en sus Meditaciones: “El tiempo de la vida humana, un punto; su sustancia, fluyente; su sensación, turbia; la compasión del conjunto del cuerpo, fácilmente corruptible; su alma, una peonza; su fortuna, algo difícil de conjeturar; su fama, indescifrable. En pocas palabras: todo lo que pertenece al cuerpo, un río; sueño y vapor, lo que es propio del alma; la vida, estancia en tierra extraña; la fama póstuma, olvido”. Frente a un paisaje de inevitable desmoronamiento, como es la vida de los hombres, el consuelo del estoico era la filosofía y en ella Dios poseía su alto lugar. Los estoicos creyeron que el hombre es una milagrosa partícula del cosmos y que su alma es el verdadero hogar de Dios. Hay una frase que Séneca escribe a su amigo Lucilio donde el exilio brilla con una luz tan poderosa que podría acompañar a los viajeros incansables, y a quienes aún creen en la sociabilidad universal. Séneca dice: “Hay que vivir con esta persuasión: no he nacido para un solo rincón, mi patria es todo el mundo visible”. Y la verdad es que uno quisiera adormilarse bajo la fresca sombra de esta frase y creer que mientras se puedan contemplar tantos cuerpos celestes, no importa mucho saber cuál es el suelo que se pisa. Pero entre Séneca y nosotros han pasado demasiadas cosas. Han pasado guerras absurdas, revoluciones sangrientas, todas las utopías han caído y cada vez creemos menos en las que surgen con su almibarada publicidad y su estrepitoso entusiasmo. Ha habido hongos nucleares, campos de concentración, manipulaciones genéticas, mentiras mediáticas. El escritor de ahora sabe que los dioses murieron, o que, como diríamos en Colombia, los han masacrado o andan desaparecidos. Por ello los estoicos solo consuelan en sus exactas y bellas palabras. Y el exilio que hoy vivimos es acerado en su incurable extrañeza.

Habría que preguntarse entonces ¿cómo conjurar esa sensación de pérdida que prodigan los desplazamientos? A un estado límite de la existencia, como es el exilio, solo se puede enfrentar desde una actividad igualmente extrema, como la escritura. Teodoro Adorno escribió su autobiografía Mínima moralia bajo la certeza de que el hombre vive en hogares prefabricados y dañados. Adorno sostiene que todo lo que se dice, se piensa, o se sueña, y todos los objetos que se logran poseer, son meras mercancías. El lenguaje, igualmente, se ha convertido en una jerga y todo tiene un precio en medio de un mundo consumista que gobiernan fanáticos del odio y del crimen y payasos de la estupidez. Ante esta situación de engaño universal, Adorno considera que el único hogar confiable que puede construir el hombre, a pesar de su evidente vulnerabilidad, es la escritura. Pero sería ingenuo creer que dentro de ella se pueda acceder al bienestar. Pretender hacer de la escritura una casa confortable para el exiliado es casi imposible. La escritura es más bien el aposento que se construye al lado de los barrancos, el refugio que se levanta frente a las tempestades, el surco para el sembradío que se cava en terrenos erosionados. Resulta increíble, sin embargo, que en esta circunstancia paradójica exista una sabiduría. Pero existe y algunos escritores la han aprendido. De allí que sea posible comprender que es en el seno de la desazón permanente donde crece la extraña flor del sosiego. Georges Seferis, el poeta de Grecia que cargó sobre sí los itinerarios de las guerras de la primera mitad del siglo XX, escribió un verso donde resplandece la esencia del exilio: “Nosotros que nada tuvimos les enseñaremos la calma.” ¿Qué otra cosa, fuera de esta calma, pueden ofrecer los exiliados? ¿Qué otra cosa podríamos pedirles?

 

pablo montoya 380Pablo Montoya es escritor y profesor titular de literatura de la Universidad de Antioquia. Doctor en Estudios Hispánicos de la Universidad de la Sorbona-Paris 3. Ha publicado, en los géneros de cuento, novela y ensayo, los siguientes libros:  Cuento: Cuentos de Niquía (1996), La sinfónica y otros cuentos musicales (1997), Habitantes (1999, 2003), Razia (2001), Réquiem por un fantasma (2006), El beso de la noche (2010) y Adiós a los próceres (2010). Poesía: Viajeros (1999), Cuaderno de París (2006), Trazos (2007), Sólo una luz de agua: Francisco de Asís y Giotto (2009) y Programa de mano (2014), Terceto (2016). Ensayo: Música de pájaros (2005), Novela histórica en Colombia 1988-2008: entre la pompa y el fracaso (2009), Un Robinson cercano (2013) y La música en la obra de Alejo Carpentier (2013), Español, lengua mía y otros discursos (2017). Novela: La sed del ojo (2004), Lejos de Roma (2008), Los derrotados (2012) y Tríptico de la infamia (2014). Ganador del premio Internacional de novela Rómulo Gallegos (2015) y de narrativa José María Arguedas de Casa de las Américas (2017) con Tríptico de la infamia. Recibió el Premio Iberoamericano de letras José Donoso (2016) por el conjunto de su obra. Es Miembro Correspondiente de la Academia Colombiana de la lengua desde 2016.

 

Material enviado a Aurora Boreal® por Pablo Montoya. Publicado en Aurora Boreal® con autorización de Pablo Monotya. Foto Pablo Montoya © Lorenzo Hernández. Carátula de la novela Lejos de Roma en danés Lnagt fra Rom cortesía de Editorial Aurora Boreal®, versión en español cortesía de Sïlaba Ediotres. Foto mesa participantes durante el V festival de Literatura en español de Copenhague de izq. a der.: Alejandro José López. Pablo Montoya, Guillermo Camacho, Jotamario Arbeláez © Lorenzo Hernández.

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